“Algo más sobre la Enfermedad y Muerte de José Eustasio Rivera”
Académico Dr. Humberto Rosselli Quijano
José Eustasio Rivera nació en Neiva el 19 de febrero de 1888. Cursó la primaria en el Colegio de Santa Librada en su ciudad natal y el bachillerato en la Escuela Normal de Bogotá.
Posteriormente estudió derecho en la Universidad Nacional y se graduó de abogado en 1917. En 1921 publicó “Tierra de Promisión”, su admirable libro de sonetos y al año siguiente fue designado Secretario de la Comisión de Límites con Venezuela; en 1924 publicó La Vorágine y en 1928 fue nombrado delegado de la Conferencia Internacional de Emigración de la Habana.
Se trasladó enseguida a Nueva York en donde transcurrieron los últimos meses de su vida, habiendo fallecido el 1 de diciembre de 1928, a las 12:50, a los 40 años y 9 meses de su edad.
Rivera, por su profesión de abogado, atendía cuantiosos pleitos en los Llanos de Casanare,por lo cual permanecía largas temporadas en Sogamoso, puerta de entrada a Los Llanos, alojándose en la pensión de doña Adriana Camargo de Albarracín o en la quinta de su amigo Lisandro.
Durán que quedaba en las estribaciones que cierran el valle hacia el noroeste. Con el señor Durán compartían fraternalmente la afición por la cinegética, a la que ambos rendían culto en los cerros que rodean la laguna de Tota. (Lea también: La Revista “Medicina” en 129 años de Historia de la Academia)
Es sabido que Rivera padeció en varias ocasiones crisis de delirio agudo febril con convulsiones en una de las cuales falleció en Nueva York. Otra le había sobrevenido en 1918 en Orocué; luego se le repitió en Sogamoso en 1920 en que fue atendido por el Dr. Julio Sandoval, distinguido médico de la localidad. La crisis se repitió con características de gravedad en Purificación, Tolima, en marzo de 1921.
En breves minutos, escribe su biógrafo Eduardo Nealez Silva, se tendía en el suelo, llevándose las manos a la cabeza, siguió luego un ataque convulsivo que le hizo retorcerse como un azogado. Corrieron a socorrerle los amigos sin poder explicarse qué había ocurrido. El poeta deliraba en medio de fuertes sacudidas y parecía estar sufriendo terribles dolores.
Se tomaron las primeras medidas creyendo que se trataba de una simple insolación, pero como el enfermo no reaccionaba se decidió interrumpir el viaje y regresar. Siguieron los ataques cada vez más violentos y como era imposible mantenerlo quieto se improvisó una camilla y se le ató de brazos y piernas para llevarlo a Purificación. Los Drs.
Hilario Cuenca y Jorge Alvarado, que habían venido a asistirle, informaban el día 10 a El Tiempo, en respuesta a una comunicación telegráfica: “Estado inconciente casi perma nente. Apenas ha tenido un rato de lucidez en las últimas horas de la tarde. Desde el primer día domingo pasado, a medio día, en que sucedió el primer ataque convulsivo, se han venido repitiendo los ataques con frecuencia cada día mayor”.
Fotografía de autor anónimo. 1928.
Tomado de: www.banrep.gov.co
En Girardot lo atendió el Dr. José María Lombana Barreneche y sólo en abril, ya mejor, se pudo trasladar a Neiva. Como le dijeron que había estado loco, creyó prudente hacerse atender de un psiquiatra en Bogotá a su regreso. Este psiquiatra pudo ser Luis López de Mesa quien había regresado al país en 1917.
Su biógrafo continúa: “Jamás olvidaría los tormentos de su delirio y con ellos habría de sufrir cada vez que acudían a su mente. Estos recuerdos fueron quizás los que le sirvieron más tarde para incorporar en su novela algunas páginas intensísimas de autoanálisis y psique”.
La crisis se repitió en Lima en julio del mismo año y finalmente en Nueva York del 23 de noviembre al 1º de diciembre de 1928, día en que falleció. En el certificado de defunción del Policlínico de Nueva York consta el diagnóstico de hemorragia cerebral de origen malárico.
Este diagnóstico es dudoso, aunque alguno de nuestros antiguos profesores presumía haber visto las laminillas con frotis del hematozoario en el Policlínico neoyorkino.
Posteriormente, Nealez Silva sometió la historia clínica a la consideración de dos profesores de la Universidad de Winsconsin quienes descartaron la posibilidad de malaria y sugirieron otros posibles diagnósticos: absceso cerebral, meningitis tuberculosa, encefalitis a virus, accidente vascular del cerebro.
Hacer un diagnóstico retrospectivo y sin las ayudas clínicas actuales es tarea simplemente aventurada.
Recuerdo que cuando subió Richard Nixon a la presidencia de Estados Unidos, en los años 60, varios colegas estadounidenses se apresuraron a aplicarle diagnósticos psiquiátricos, sin mucho fundamento, hasta que la Asociación Psiquiátrica Americana los reprendió recordando que es un atrevimiento meterse a diagnosticar a la gente en ausencia y si no es en el consultorio o en el contexto profesional.
Simplemente, como ejercicio académico se proponen otras hipótesis en el caso de la enfermedad de José Eustasio Rivera. Obviamente, la más posible, por su frecuencia y difusión en el medio ambiente colombiano sería el paludismo cerebral que se presenta en un 0.25 a 2.3% de los casos de infección por Plasmodium falciparum.
Otras parasitosis y micosis del sistema nervioso central en nuestro medio han sido ampliamente revisadas por Alejandro Jiménez Arango, quien recopila 25 de ellas como frecuentes y 15 más como poco frecuentes.
Tal vez la más extendida, después de la malaria, sea la cisticercosis cerebral, que en la época de la enfermedad y muerte de Rivera no se había descrito todavía en el país. Al parecer el primero en Colombia en mencionar la cisticercosis fue el Dr. Rafael Barberi Cualla, en un artículo de 1931, es decir 3 años después del fallecimiento de Rivera.
La cisticercosis cerebral, como señala también Jiménez Arango, está muy extendida en vastas zonas del país y es causa frecuente de convulsiones y de muerte. Solamente, hasta no hace mucho, se han encontrado medicamentos que actúan para provocar la inmovilización y la muerte de los cisticercos. Como anota el mismo autor, hay muchas formas de las cisticercosis encefálica que reconocen la multiplicidad de síntomas y de cuadros clínicos que reviste esta enfermedad.
Quien además agrega: “De todas maneras se debe diferenciar entre el cuadro clínico patológico que ocasionan los cisticercos celulosos de localización intraparenquimatosa y los que ocasiona los cisticercos racemosos de localización cisternal o intraventricular”.
Actualmente con la electroencefalografía, los rayos X, la tomografía axial computarizada, las pruebas inmunológicas y demás métodos exploratorios contemporáneos, es relativamente fácil llegar al diagnóstico positivo de cisticercosis cerebral y de otras parasitosis, cosa que no era posible en la época de antaño, como en la época de enfermedad y muerte de José Eustasio Rivera.
A fines de abril de 1928 llegó Rivera a Nueva York.Contaba 40 años y ya era conocido como poeta y novelista de prestigio, político y diplomático a nivel internacional. Su biógrafo nos continúa relatando:
“No sabiendo el inglés y hallándose un poco despistado, en la inmensa ciudad, le cayó providencialmente un bogotano que conocía bien ese monstruo urbano: José A. Velasco, amigo fiel, servicial, quien junto con Carlos Puyo Delgado, el periodista radicado en Nueva York, pleno de prestigio y éxito, fueron para Rivera los definitivos apoyos en los últimos 9 meses de su vida”.
Rivera quería hacer en Nueva York una nueva edición de La Vorágine y lograr su traducción al inglés. En noviembre de 1928 se ofreció una comida en el Hotel Astor para despedir al aviador colombiano Benjamín Méndez Rey, en vísperas de su vuelo pionero Nueva York – Bogotá.
El médico colombiano Eduardo Hurtado quedó al lado de Rivera en la mesa y recordaba que el novelista le había referido con insistencia las penalidades sufridas en la selva amazónica hacia años y los cinco brotes de malaria que había sufrido, uno de ellos tan grave que lo tuvo inconciente por varios días.
El 22 de noviembre, vísperas del viaje de Méndez Rey, Rivera compartió habitación con el periodista Carlos Puyo Delgado en el hotel de éste.
Refiere Puyo Delgado que prácticamente no durmió en toda la noche José Eustasio y que era impresionante oírle una especie de ronquido o estertor ininterrumpido.
En la madrugada del 23 de noviembre de 1928 acudió al aeropuerto de Rocky Way, cerca a Nueva York, para despedir con otros compatriotas el avión Ricaurte del piloto Méndez Rey. A su regreso del aeropuerto Rivera cayó enfermo y en pocos días entró en fiebre alta, estupor, inconciencia, convulsiones y hemiplegia, en cuyo estado falleció a los 8 días, el 1º de diciembre de dicho año.
Como detalle impresionante, sus restos llegaron a Bogotá antes que el avión Ricaurte de Méndez Rey que él mismo había despedido en Nueva York. Las señoritas Rosas, hijas del general Avelino Rosas y vecinas de Rivera en Nueva York, avisaron el 23 de noviembre al periodista Puyo Delgado que Mr. Rivera estaba muy malo y que creían necesario llevarlo a un hospital, respiraba mal y parecía muy embotado.
El informe periodístico que daba cuenta de la anterior noticia continuaba relatando: “El 25 de noviembre reaccionó un poco y hasta pudo entrar en contacto con su traductor inglés de La Vorágine. Volvió a agravarse el 26 y por fin el 27, en estado casi comatoso, fue llevado al New York Policlinic Hospital, inconciente, con convulsiones y síntomas de hemiplejia pasó los días 28, 29 y 30 de noviembre.
El 1º de noviembre a las 12:50 fallecía. Lo atendieron cuatro médicos americanos y el fiel Dr. Hurtado, colombiano”. No hubo autopsia y el Policlínico de Nueva York, en el certificado de defunción, consignó el diagnóstico de hemorragia cerebral de origen malárico.
No se anota, entre las posibilidades etiológicas de su enfermedad, la cisticercosis cerebral, que se ha sugerido también como parte del diagnóstico diferencial.
Con referencia a las encefalitis, Jiménez Arango señala: “Las encefalitis, con frecuencia también acompañadas de un cuadro inflamatorio meníngeo, comprende los cuadros generalizados y difusos de compromiso encefálico que son comunes a muchas micosis cuando se presentan con carácter agudo o subagudo, son propias del paludismo cerebral y con frecuencia se ven en los períodos iniciales de la invasión cisticer-cósica.
Como posibilidades diagnósticas retrospectivas en la enfermedad de Rivera, quedarían entonces, el paludismo de forma cerebral y la neurocisticercosis, ambas pueden cursar en forma aguda, convulsiva y con frecuencia fatal. El diagnóstico positivo hoy es posible, no sólo por la clínica sino por los exámenes paraclínicos, inmunológicos y tomográficos actuales, que no existían en la época de Rivera.
Los cuadros encefalíticos, agudos o subagudos, pueden presentarse tanto en el paludismo cerebral como en otras parasitosis y micosis, particularmente en los períodos iniciales de la invasión cisticercósica.
Con carácter más crónico se presentan también en la tripanosimiasis africana y en la enfermedad de Chagas.
Jiménez Arango continúa anotando: “Todos estos procesos patológicos son altamente convulsivógenos y en ellos son más frecuentes las crisis tónico-crónicas generalizadas que las de carácter focal“.
Recordemos el informe de los Drs. Cuenca y Alvarado acerca de las crisis sufridas por Rivera en Purificación en 1921,en que el estado convulsivo le duró varios días. La última crisis en Nueva York que culminó en su deceso duró 8 días.
El comienzo del paludismo cerebral puede ser muy abrupto, señalan Toro y cols., sumiendo rápidamenteen el coma a un sujeto aparentemente normal, en otras ocasiones comienza en forma progresiva en el curso de un absceso palúdico. Hay rápida depresión del nivel de conciencia con progresión al estupor y al coma, según el grado de edema cerebral.
Refiriéndose a la neurocisticercosis, los mismos autores, señalan: puede presentarse como una enfermedad aguda o subaguda, frecuentemente con hipertensión endocraneana. Este cuadro puede acompañarse de signos de compromiso focal del SNC, disfunción cerebelosa, alteración de pares craneanos, síndrome meníngeo o trastornos mentales.
Recordemos que en el caso de Rivera, la crisis se manifestó especialmente por estupor, coma y convulsiones. Podemos sospechar que su enfermedad fue la misma que padeció en Orocué (1918), en Sogamoso (1920), en Purificación (1921), en Lima (1921) y en Nueva York, con características fatales, del 23 de noviembre al 1º de diciembre de 1928, día en que falleció. Es decir, que tuvo una evolución intermitente de 10 años, con intervalos aparentemente asintomáticos hasta de 7 años.
Con respecto a la evolución y pronóstico, tanto del paludismo de forma cerebral como de la neurocisticercosis, Toro y cols. señalan: “Sin trata-miento el paludismo cerebral es mortal en 24 a 72 horas; por el contrario, la terapia oportuna permite la recuperación completa”.
Y refiriéndose a la cisticerco-sis, los mismos autores continúan: “Puede causar síndromes convulsivos focales o generalizados, sin otra manifestación o acompañados de hipertensión endocraneana o de signos de compromiso hemisférico; por lo menos en el 25% de los casos el proceso no es sintomático y el cisticerco es hallazgo ocasional a la autopsia”.
Aunque el diagnóstico final del Policlínico de Nueva York fue el de hemorragia cerebral de origen malárico, no sabemos en qué se apoyó tan rotunda observación, ni se alcanzó a hacerse ni a iniciarse un tratamiento etiológico adecuado puesto que la evolución de su última crisis escasamente duró una semana.
En conclusión, en la época de la muerte de Rivera, es decir, en 1928, la sola clínica no podía ser muy precisa para determinar el diagnóstico diferencial, por ejemplo, entre malaria cerebral y neurocisticercosis.
El diagnóstico final del Policlínico de Nueva York, que posiblemente repetía el que ya habían afirmado los médicos colombianos, en Sogamoso y Purificación, no iba tan descaminado, según el punto de vista actual; aún siendo el paludismo cerebral bastante desconocido para la nosología de los hospitales neoyorkinos.
El diagnóstico diferencial con la neurocisticercosis sería una posibilidad más remota pues esta última, siendo una enfermedad de creciente incidencia en Iberoamérica, era un hallazgo excepcional para la medicina de Europa y Norteamérica. La práctica en Estados Unidos no tenía entonces porqué mantener una actitud tan vigilante en la atención clínica, ni en aquella época ni muy posiblemente la pueda tener en la actualidad.
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