El Tatuaje en el Corazón

Narrativa

Astrid López Zuluaga1

“Lo peor en usted es que se niega a luchar, se da por vencida, no hace más que pensar en la enfermedad y en la muerte. Pero existe algo tan inevitable como la muerte y es ¡la vida!”
Charles Chaplin en Candilejas

Muchas veces le he visto la cara a la muerte, unas veces encima del paciente, robándole ese último aire que exhala, otras, como una rémora, un parásito de esos que les chupa a las personas no solo la salud sino también la vida, la felicidad, los sueños, los amores y los planes.

No puedo negarlo, yo veía la muerte con frecuencia, y como no, si soy enfermera en un servicio de urgencias desde hace tiempo.

En este ambiente laboral, la muerte se le aparece de muchas maneras, en el desconcierto del paciente que agoniza, en el sufrimiento que produce el dolor, en la desesperanza del desahuciado y hasta en la impotencia de quienes atendemos.

Yo le he visto la cara a la muerte, su rostro pintado con ese lápiz labial oscuro, que quita sonrisas, que desaparece palabras y que besa frío, tan frío que el beso recorre los cuerpos y los deja lívidos, les roba la ilusión y lo que son.

Quienes cuidamos la salud y las enfermedades de los pacientes, evitando que prematuramente la muerte arranque la sonrisa y se lleve la alegría, vivimos en una lucha diaria y jamás pensamos que se puede llevar algo de nosotros, es tal la vehemencia con la que nos enfrentamos, que la vida anima y provee de una seguridad emocional que muchas veces flaquea ante la realidad.

Ese es mi caso, y también el de muchos, mi lucha no es contra la enfermedad, ni contra la muerte, es por la salud; siendo diferente, no es que las desconozca, es que las respeto, ellas hacen lo suyo y yo debo hacer lo mío, ellas no entienden de sentimientos, no tienen compasión, pero, nosotros sí.

Siento esta, la principal diferencia, sabemos que el desenlace es doloroso e irremediable, nosotros quienes ostentamos este honor que la vida nos dio, debemos comprender que estamos llamados a entregar lo mejor por la salud y que no solo es procurar por la ausencia de la enfermedad, sino también la compasión, el amor, el cariño y la solidaridad.

En marzo de este año, 2020, cuando nos confinamos, me encontré con alguien y a manera de broma le dije: “nos veremos en diciembre”.

Dolorosamente, La broma resultó ser cierta, va a llegar diciembre y aun no veo a los que dejé en marzo, no lo veo como los veía antes de ese día, ahora están detrás de una vitrina, esa membrana dura y viscosa del miedo, ese escudo que me separa de lo que tal vez quiera, ese miedo de hacerle daño a alguien y de que alguien me haga daño sin quererlo.

Algunas veces uno está prevenido y vigilante, el temor lo hace cuidadoso y paranoico de lo incierto. Es ahí cuando uno no duerme, no come, no sabe lo que va a llegar.

Aunque muchos piensan que ver la enfermedad y la muerte tan de cerca, insensibiliza y se hace costumbre, se adormece la compasión, convirtiéndonos en seres indiferente ante el dolor.

Nada más lejano a la realidad, todos los días se sufre, todos los días se rompe el corazón, pero también, todos los días se debe renace con integridad, para entregar lo que necesitan los que están padeciendo: calma, confianza y esperanza. No es justo con el que sufre, descarnar el corazón y acompañarlo simplemente a sufrir.

Se hace necesario sacar el temple y animar, luchar tácitamente con el alma y presentarse entero. No hay acto mayor de cuidado y compasión que enfrentar el sufrimiento con el rostro de la valentía y con el ejemplo de la esperanza. Sin prisa, pero sin reparo, sin llanto, pero con amor, sin miedo, pero con precaución.

Ahí está buena parte del secreto para soportar la impotencia que algunas veces aparece como una sombra sobre el porvenir de la ilusión y que nos recuerda que somos seres humanos limitados, pero no inútiles ante la angustia y la espera del desenlace fatal.

 A mí, un día me tocó enfrentar la muerte y la enfermedad como tal vez nunca las había visto, sentí que estaba ahí cerca, que se sentaba a mi lado, sentía que en cualquier momento me iba a sofocar, como lo había visto en otras oportunidades, desde ese momento siento que en el instante menos esperado va a venir por mí, por mis sueños, por lo que quiero, por mis alegrías, por los te quiero aplazados, por los perdones sin decir a tiempo.

Pero aquí estoy, la evado, me defiendo, la escupo si es necesario, me niego a que me toque, lo que no sabía es que ese día me iba a intentar tocar de una forma cruel, dolorosa y al mismo tiempo silenciosa.

Madrugué, como todos los días lo hago, eran momentos difíciles, me había alejado de mi familia, de mis hijos, quienes son el amor más sagrado que tengo en el mundo.

El temor de que la parca llegara a mi propia casa me aterraba y decidí alejarme y aislarme voluntariamente con otras personas con las que comparto el destino de cuidar a quienes sufren, un destierro voluntario de mi sagrado amor.

Sin embargo, no me impedía el ritual diario, antes de salir a trabajar los llamaba a decirles la falta que me hacían y la esperanza en que todo pasara rápido, para que el reencuentro llegara y nuevamente sentirme protegida por ese intangible amor que es lo más puro y reconfortante de quienes son carne de mi carne y sangre de mi sangre.

Al llegar a la sala de urgencias, la cual no era la misma desde que empezó la pandemia, era extraño, sentía en el ambiente el sopor de la calma turbia, esa del silencio aterrador, no estaba llena de gente, pero sí de incertidumbre, de ese raro ambiente que solo trae la cercanía de lo impredecible y de lo incontrolable.

Ya no me vestía de blanco, ese blanco que denota la pureza y el desprendimiento del amor por un desconocido, de ese blanco que representa la entrega desinteresada, de ese blanco que es símbolo de paz y que entraña la fortuna de poder dar alivio al que padece.

Ese día, me vestí de otro color, un color que expresaba la esperanza, pero que al tiempo me cubría como con una armadura, preparándome para una guerra con lo invisible.

Ya la cara no se me veía, ni mis ojos cafés claros, la sonrisa no se me borró, pero cubierta con un tapabocas, se evidenciaba la muestra de lo que nos pasó a todos, nos prohibieron mostrar los sentimientos.

Al salir del vestier y llegar a la entrada de urgencias, la algarabía en el pasillo me estremeció, vi como entraban con una camilla, pujaban sin cesar, el instinto y el deber me llevaron a acudir al centro del escándalo, vi por momentos un rostro abotagado, casi azul, no solo era el aire el que le faltaba, la reanimaban una y otra vez, gritaban como recordándole que aún no era hora, que aun los sueños estaban pendientes y que aun debía terminar lo empezado.

A pesar de la multitud y de la transfiguración del rostro de la paciente, alcance a reconocer algunos rasgos familiares, en ese momento, la memoria paso como una cinta de imágenes, como un rollo fotográfico de esas cámaras viejas, y buscando en cada imagen, reconocí, primero, que ahí estaba cerca la muerte, que mientras reanimaban, ella se burlaba y empujaba para el otro lado, como esos bufones que gozan impidiendo la voluntad de quien toman por juguete, pero al mismo tiempo, reconocí que era Julia, mi compañera, la enfermera que en tantas navidades había compartido turno conmigo, Julia con la que había compartido el desayuno hasta hace cinco días.

Pero, que había desaparecido de ese momento diario y a quien creía descansando, era ella, la misma que me había contado sobre su hijo, que pronto se graduaría. También, del esfuerzo que había sido salir de su casa y de su pueblo para venir a ser enfermera en una ciudad como esta.

Julia, quien, a pesar de las tristezas, me enseñaba el valor de la esperanza para quien quiere ayudar. Esa Julia, nuestra Julia, estaba ahí, moribunda, indefensa y tal vez resignada.

Al ver esto, y a quien la estaba reanimando, desesperado por salvarle la vida y en el afán de arrebatarle a la muerte mi amiga, decidí intervenir. Entonces, debimos trasladarla a la camilla de la camilla en que la habían traído a la sala de reanimación.

Julia es una mujer de contextura grande y la tarea no fue fácil, requirió que pusiéramos toda nuestra fuerza en la palanca para moverla a la camilla. El desespero y la angustia del momento me exigieron que la sujetara de los brazos con todas mis fuerzas.

Después de varios minutos, pudimos estabilizarla. La parca y su compinche el virus, habían perdido momentáneamente la batalla, ganamos, ganó la vida, ganó la ilusión, supimos que así le viéramos la cara a la muerte muchas veces, ella también tenía que ver la nuestra y que nuestro deber era intentarlo.

Muchos días después, vi al hijo de Julia llegar a visitarla, ella estuvo mucho tiempo en la unidad de cuidado intensivo, vi reflejados en él, a mis hijos, ese hijo que era ese orgullo y del que siempre me hablaba, estaba ahí. Él me saludo y me pidió que lo acompañara a ver a su madre.

Al entrar a la habitación, vi una mujer famélica, con una traqueostomía, los brazos y las piernas marcadas de tanta punción, no era para menos, más de un mes de lucha parecía dejar huellas.

Al verla, vi como sus ojos se llenaron de lágrimas ante mi presencia, lo único que atiné a decirle era que estaba feliz de ver como se recuperaba, su hijo, un poco desconcertado con la imagen de su madre le preguntó a ella, por sus moretones en los brazos y las piernas y ella solo le mostro uno, el de un brazo, le dijo que ese se lo había hecho yo cuando la había presionado en la reanimación, pero que, si bien le había dolido en el cuerpo, había sido una caricia para su corazón.

Julia otra vez está con nosotros compartiendo y aunque el moretón ya se sanó, ella dice cada vez que me ve, que aún lo tiene, yo no lo veo. Sin embargo, ella dice que solo ella lo puede ver y que nuca se va a borrar porque lo lleva en el corazón, porque es el tatuaje del amor de quien cuida de la vida y de quien ayudó a salvarla.

Desde ese día confirmé que mi papel en esta vida como enfermera era dejar tatuajes en el corazón de los demás.

A pesar de lo difícil que es enfrentar al dolor y la muerte, la esperanza está por encima de todo, es imposible detener lo inevitable, pero que hay que intentarlo y que nada es más absurdo que creer que la muerte es invencible.

Autor


¹ Astrid López Zuluaga. Enfermera Universidad Nacional de Colombia. Especialista en Gerencia en calidad en Salud. Universidad Colegio Mayor de Cundinamarca.

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