Historia: La Locura y el Buen Sentir de Don Quijote de la Mancha

Académico Dr. Adolfo de Francisco Zea

El recuento histórico de la psicología médica y el análisis de las ideas y de los sistemas de pensamiento vigentes en épocas pasadas, son sin lugar a duda necesarios para estudiar fenómenos de tan señalada significación humana como los relativos a las enfermedades de la mente que revisten alta trascendencia no sólo en el campo de lo psicológico y lo social sino también en el de la cultura.

Lo que parecería ser cierto en el campo de la historia de la psicología, lo es también en el campo de la literatura y de la narrativa.

Pienso por ello que las ideas que se formaron las gentes del siglo XVI y el XVII acerca del significado de la cordura y la locura, sirvieron ciertamente a Cervantes para edificar su espléndida ficción literaria: la epopeya de Don Quijote de la Mancha.

En “El Quijote”, se encuentran los elementos necesarios para el estudio de la cordura, la prudencia y el buen juicio que caracterizaron al ingenioso hidalgo, a la vez que los que sirven para analizar las perturbaciones psicológicas que llevaron a don Alonso Quijano el Bueno a convertirse en un caballero andante de otra época, en un personaje heróico, si se quiere, seguro de sí mismo, que buscaba imitar las hazañas de sus predecesores sin renunciar por ello a indagar hondamente sobre su propia identidad.

“Entiende con tus cinco sentidos, dice con certidumbre Don Quijote a Sancho, que todo cuanto yo he hecho, hago e hiciere, va muy puesto en razón y muy conforme a las reglas de caballería, que las sé mejor que cuantos caballeros las profesaron en el mundo”. (Lea también: Artículo Científico: Estudios Citogenéticos y Moleculares en Población Sorda Institucionalizada con Síndrome de Waardenburg)

Con el fin de avanzar un tanto en un estudio de esta naturaleza, es preciso apelar a la imaginación y la fantasía y situarse en los tiempos finales de la Edad Media y en los comienzos de la Edad Moderna, para formarse opiniones acertadas sobre lo que se entendía por “locura” en aquellos días y quizás entender, desde ángulos diferentes a los puramente literarios, algunas de las características de la notable personalidad que atribuyó don Miguel de Cervantes al protagonista principal de su obra, Don Quijote.

En la novela de Cervantes, este ejercicio intelectual permite destacar sin ambages la agudeza de entendimiento del genial escritor, y admirar además su conocimiento psicológico, certero sin duda y acorde con los saberes de la psicología de la época en que se concibió y desarrolló la obra.

Ocuparse de estos asuntos, de indudable interés en nuestros días, no es en manera alguna impertinente o atrevido; refleja simplemente el deseo de contribuir a dilucidar en lo posible la incógnita planteada a los estudiosos cervantinos desde hace cuatro siglos: Qué tanto de locura y de sensatez existe en la noble figura de Don Quijote de la Mancha?

La identidad de Alonso Quijano fue trazada borrosamente por Cervantes en la primera parte de su magistral novela.

Tan sólo representa la imagen de uno de tantos hidalgos de una aldea española del siglo XVI: un hombre sencillo, bueno por antonomasia, “de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza”, y un lector fervoroso en sus horas de ocio y hastío que sólo llega a alcanzar con plenitud su identidad absoluta cuando tiene el vigor de transformarse en caballero andante de otros tiempos, en el Caballero de la Triste Figura como le llamó Sancho, en el valiente Caballero de la aventura de los leones, o simplemente en Don Quijote.

La identidad de Don Quijote es desde luego más compleja que la de Alonso Quijano y se va consolidando paso a paso a medida que avanza la novela.

En efecto, después de acontecidas sus primeras aventuras, Don Quijote regresa de nuevo a su aldea; llega burdamente cargado sobre el lomo del jumento del labriego Pero Alonso, el campesino que apiadándose de su penosa situación le condujo a su casa desvencijado y quebrantado.

Débilmente, y sin otras fuerzas que las apenas necesarias para hablar con escaso vigor, Don Quijote le dijo al labriego unas cuantas palabras con las que afirma la identidad que en su locura no ha perdido: “Yo sé quién soy, y sé que puedo ser no sólo los que he dicho sino los doce Pares de Francia, y aun todos los nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron, se aventajarán las mías”.

Una breve explicación sobre los conceptos de identidad, personalidad, realidad interior y verdad, sirven bien al propósito de ilustrar lo que quiero expresar en seguida:

Para las ciencias de la mente, la identidad está relacionada con la integridad misma de la persona humana que se estructura paulatinamente a todo lo largo de la vida; su desaparición, como ocurre en el curso de las locuras más severas, implica la desintegración definitiva del ser como persona.

Este fenómeno no le ocurrió a Don Quijote, que paso a paso fue dejando constancia de su invariable identidad como persona. Y excluye, de hecho, la posibilidad de que el ingenioso hidalgo hubiese padecido de aquello que desde los estudios del psiquiatra vienés Emil Kraepelin a mediados del siglo XIX conocemos con el nombre de psicosis o insania.

Don Quijote podía presentar frecuentes desvarios en sus actos y confusiones en su mente, pero no era en manera alguna un enfermo psicótico con desintegración total de su identidad personal.

La personalidad debe entenderse como un conjunto singular y único constituido por la integración de diversos componentes de la organización psicobiológica, como son el temperamento, la inteligencia, los rasgos de carácter, las creencias, los deseos y las tendencias adaptativas.

La personalidad puede mostrar, por otra parte, diferentes aspectos o facetas en el curso de la vida de los individuos. Para los seguidores de las doctrinas psicoanalíticas, de otro lado, la personalidad está formada por elementos funcionales específicos del Ello, el Yo y el Superyo.

Durante mucho tiempo se pensó que en determinadas circunstancias patológicas el ser humano podía escindirse en personalidades diferentes y autónomas.

La llamada disociación de la personalidad, o escisión de la conciencia si se quiere, ha sido un recurso psicológico ampliamente utilizado en la literatura, en el arte y en las producciones cinematográficas.

Hoy, sin embargo, la tendencia a considerar científica y correcta la idea de la disociación de la personalidad en varias diferentes, ha desaparecido casi por completo del campo de la psiquiatría; se piensa en su lugar en la existencia de los llamados “estados de conciencia alternante”, para significar con ello la unicidad de la conciencia y explicar los extraños fenómenos que suelen presentarse en algunas perturbaciones de la mente.

Don Quijote de la ManchaEn opinión de Edward C. Riley, el conocido hispanista británico, se puede pensar que la visión de Don Quijote sobre su condición de caballero andante era errónea; que bien podía el hidalgo estar engañado sobre lo que era pero nunca sobre quién era.

En otras palabras, que el hidalgo no podía en absoluto tener dudas sobre su identidad como persona. “Yo soy quien soy”, dice en varios capítulos de la novela. Incluso en la cueva de Montesinos, como lo señala Riley citando el texto de Cervantes, don Quijote afirma su identidad con certeza infinita: “El tacto, dice, el sentimiento, los discursos concertados que entre mí hacía, me certificaron que yo era allí entonces el que soy aquí ahora”.

No le ocurría ciertamente a Don Quijote lo que narra Gutiérrez Najera sobre un poeta enajenado que en su delirio que se expresaba asi: “Quién soy? / Ojalá pudiera / responder esa cuestión. / Ten go alma? / tengo razón? / Si tales cosas tuviera, / talvez entonces me fuera / más fácil saber quien soy…..”

La identidad de Don Quijote permanece invariable a todo lo largo de la obra en tanto que su personalidad presenta diferentes aspectos o facetas de acuerdo a las distintas circunstancias de su vida.

Para sí mismo, es Don Quijote, el ingenioso caballero andante; aquel que dice a la sobrina sin sombra de vacilación: “Caballero andante he de morir”.

Es también Alonso Quijano el Bueno, la persona que alguna vez fue y la que volverá a ser al final de sus días; es para Sancho y para los demás, el Caballero de la Triste Figura; es en algún momento de su vida Caballero de los Leones, el guerrero arrojado que un día quiso ser; y es finalmente el sencillo pastor Quijotiz, la figura ideal en la que hubiera querido convertirse.

Sancho Panza, por su parte, mantiene invariable también su propia identidad, y conserva sin cambios la personalidad sin facetas que posee: “Sancho nací y Sancho pienso morir”.

Carlos Parajon, el destacado estudioso cervantista, sostiene que las crónicas de las andanzas de caballería pueden reflejar hechos reales o fingidos, hechos que admiten de antemano la idea de verdad en los límites de su interpretación histórica.

Esta idea de “verdad” se refleja plenamente en la novela de Cervantes: unida a la decisión inicial de Don Quijote de profesar la caballería andante se encuentra al mismo tiempo su particular ambición de obtener “eterno nombre y fama” por sus hazañas verdaderas a través de la crónica escrita de sus proezas.

La idea de verdad guarda en el caso de Don Quijote íntima relación con su realidad interior, con su realidad psíquica, con lo que experimenta el hidalgo en el interior de sí mismo.

Si en el plano de lo psicológico hablamos de la realidad interior o de la psíquica, en el plano espiritual, más ajustado a la condición peculiar del hidalgo manchego, hablamos más bien de la verdad; en el caballero andante, de “su verdad”, la verdad caballeresca que le impulsaba animosamente a llevar a cabo sus propósitos y a cumplir a cabalidad con su ambición.

La narración de las andanzas del caballero andante pone de relieve una constante oposición entre apariencia y realidad.

La lectura excesiva de libros de aventuras, que desde antaño se consideraba como una de las causas capaces de producir locura, como lo señaló acertadamente Robert Burton en su libro “Anatomía de la Melancolía” a comienzos del siglo XVII, facilita en el hidalgo el trastorno mental que le conduce a transformarse en caballero andante.

Y es a partir de su extravío cuando Don Quijote toma por reales las historias de las falsas crónicas de los más conocidos romances de gesta de su época, y cree además que algún día se escribirá la “verdadera historia” de sus famosos hechos, ambición que se logra finalmente en la vida real con la publicación de la novela.

Surge desde un comienzo la confusión entre apariencia y realidad en la forma de percibir el mundo del hidalgo manchego; aparecen las delusiones o falsas ilusiones sobre el mundo exterior: ve gigantes donde sólo hay molinos de viento y ejércitos donde sólo hay rebaños; en ocasiones, alucina adversarios fantásticos que debe destrozar a golpes de su espada, como en el episodio delirante de los odres de vino rojo del ventero.

“Todas las cosas que veía, con mucha facilidad las acomodaba a sus desvariadas caballerías y malandantes pensamientos”, dice el capítulo 21 de la primera parte de la obra.

La realidad cotidiana existe desde luego, y permanece invariable en toda la novela; pero a ella se superpone la situación anómala que le da la alocada perspectiva de la caballería andante: los molinos de viento son en verdad molinos, aunque las apariencias los tornen en gigantes a los ojos del ingenioso caballero; al igual que la bacía del barbero se transforma en el yelmo de Mambrino en el interior de su psiquis.

Hay, sin embargo, en Don Quijote, un cierto grado de incertidumbre en cuanto a la realidad de las cosas del mundo exterior y en relación también a su propia condición humana.

Es por ello que le dice al barbero: “Yo, señor barbero, no soy Neptuno, el dios de las aguas, ni procuro que nadie me tenga por discreto no lo siendo”; la discreción, es preciso tenerlo en cuenta, era en aquellas épocas, como lo es también hoy, un índice de sensatez y de cordura.

Esas palabras de Don Quijote coinciden plenamente en su sentido íntimo con las que le expresó al Caballero del Verde Gabán al terminar la aventura de los leones: “Quién duda, señor don Diego de Miranda, que vuestra merced no me tenga en su opinión por un hombre disparatado y loco? Y no sería mucho que así fuese, porque mis obras no pueden dar testimonio de otra cosa”.

Algo parecido le ocurre a nuestro hidalgo cuando la duquesa le llama la atención sobre el hecho real de que nunca hubiera visto a doña Dulcinea y le afirma que ésta no es sino una “dama fantástica que vuesa merced engendró y parió en su entendimiento”.

A lo que le responde un tanto dubitativo Don Quijote: “Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo, o si es fantástica o no es fantástica; y estas no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar…”.

Pero en seguida agrega, idealizando a la mujer de sus sueños y alejado ya de cualquier duda que pudiera asaltarle, las siguientes palabras: “Ni yo engendré ni parí a mi señora, puesto que la contemplo como conviene que sea una dama que contenga en sí las partes que puedan hacerla famosa, como son, hermosa sin tacha, grave sin soberbia, amorosa con honestidad, agradecida por cortés, cortés por bien criada, y alta por linaje…..”.

Los ideales de la profesión caballeresca que Don Quijote había tomado como norma de vida, promueven las acciones que inexorablemente debe cumplir como caballero andante en favor de todos los desvalidos del mundo y para honra de doña Dulcinea, señora insigne de sus pensamientos.

Para el psiquismo de Don Quijote, era preciso posponer el reconocimiento de la realidad tal cual es; y para poder lograr ese propósito, le era necesario acudir a los encantamientos como recurso psicológico indispensable para mantener el equilibro estable de sus formas de pensar.

Para Don Quijote, ese hidalgo “entreverado y loco lleno de lúcidos intervalos”, como lo llamara Lorenzo, el hijo del Caballero del Verde Gabán, era de indiscutible realidad la existencia de seres fantásticos que andan por el mundo para bien o para mal ayudando o dañando a los seres humanos:

“Yo te aseguro, Sancho, le dice a su escudero, que debe de ser algún sabio encantador el autor de nuestra historia, que a los tales no se les encubre nada de lo que quieren escribir”.

Y al recordar lo acontecido en la aventura de los molinos de viento, razona melancólicamente en que los gigantes le quitaban “la gloria de su vencimiento”, para añadir en seguida con dejo de confianza: “Han de poder poco sus malas artes contra la bondad de mi espada”.

En su confusa fantasía, Don Quijote atribuía su incapacidad para discernir entre la apariencia y la realidad a los encantamientos que padecía en su propio ser. En su psiquismo, los encantadores le afectaban a él, más no a los demás.

Esa firme y honesta creencia suya, le permitía entender la indudable realidad de los hechos insólitos y explicarlos a los demás con aparente sensatez: “Quizás por no ser armados caballeros como yo lo soy, dice a propósito del yelmo de Mambrino, no tendrán que ver con vuestras mercedes los encantamientos deste lugar, y tendrán los entendimientos libres, y podrán juzgar de las cosas deste castillo como ellas son real y verdaderamente, y no como a mí me parecían”.


* Ponencia del Académico doctor Adolfo de Francisco Zea en el Coloquio Internacional sobre El Quijote. Biblioteca Nacional de Colombia.

La existencia de caballeros andantes era parte integrante de su realidad interior, de su verdad caballeresca.

Al cura que le dice: “Mi escrúpulo es que no me puedo persuadir en ninguna manera a que toda la caterva de caballeros andantes que vuestra merced, señor Don Quijote, ha referido, hayan sido real y verdaderamente personas de carne y hueso en el mundo; antes imagino que todo es ficción, fábula y mentira y sueños contados por hombres despiertos, o, por mejor decir, medio dormidos”, Don Quijote responde con mesura:

“Es un error en que han caido muchos que no creen que haya habido tales caballeros en el mundo, y yo muchas veces con diversas gentes y ocasiones he procurado sacar a la luz de la verdad este casi común engaño; pero algunas veces no he salido con mi intención, y otras sí, sustentándolas sobre los hombros de la verdad”. Es decir, sobre los hombros de aquella verdad escurridiza que siempre ha buscado y casi nunca encuentra.

El hidalgo partió de la idea de la existencia real de Amadis de Gaula antes de decidirse a restaurar por su cuenta la caballería andante.

Esa verdad en la que creía a pie juntillas, era de tal manera auténtica en su mente, que le permitía afirmar ciegamente: “La cual verdad es tan cierta que estoy por decir que con mis propios ojos vi a Amadis de Gaula”.

La imitación de aquel caballero de las gestas antiguas, el hecho mismo de imitar sus hazañas, sustituía en la mente del hidalgo al pensamiento y a la conciencia de la capacidad para ejecutar el bien. Le era preciso a Don Quijote mantener la fingida idealidad propiciante de la acción, a la vez que imaginarla practicable en el servicio del bien.

La ilusión de “verdad” en su psiquis, conducía lógicamente a una discrepancia entre lo que decía y lo que hacía, entre sus palabras y sus acciones: “Lo que hablaba era concertado, elegante y bien dicho, y lo que hacía, disparatado, temerario y tonto”, afirmaba don Diego, el Caballero del Verde Gabán

Las creencias en encantamientos fantásticos, en filtros del amor y en la existencia de monstruos y gigantes, eran comunes en las gentes ilustradas de aquellas épocas; eran parte integrante de una concepción mágica del mundo, de aquel “realismo mágico” al que se han referido con acierto algunos escritores.

Un notable personaje del siglo XVI, por ejemplo, Ambrosio Paré, considerado como el padre de la moderna cirugía por sus esfuerzos por aplicar el método científico al desarrollo de su arte y por su sensatez extrema en el ejercicio de su profesión médica, creía sin dudar un solo instante en la existencia real de brujas y hechiceras a las que se debía aplicar el mandato severo del Exodo: “No dejarás que viva la hechicera”.

Y pensaba además, de igual manera, en la posesión de los hombres por demonios y espíritus infernales dueños de un poder infinito: “Los que están poseidos, decía Paré en alguno de sus escritos, hablan con la lengua fuera de la boca; lo hacen también por el vientre y por las partes naturales; hablan lenguas desconocidas; hacen temblar la tierra, tronar, relampaguear; levantan el viento y arrancan los árboles de raíz, cambian de lugar las montañas, alzan un castillo en el aire y lo colocan donde quieren”.

La historia de Don Quijote, que se condensa en el esfuerzo de las armas al servicio del bien, se inspira en un sentimiento reverencial ante una verdad establecida, una realidad que se transforma sin embargo en sinrazón en su mente confusa de caballero andante.

Para Don Quijote, el pensamiento y las acciones tenían por fin salvaguardar esa verdad. Es por esto que afirma que el caballero andante debe ser “mantenedor de la verdad, aunque le cueste la vida el defenderla”. En el ánimo del hidalgo manchego, esa verdad, su “verdad” de caballero andante de otros días, sólo podía suscitar su activo y decidido afán por defenderla.

Hacia el final de su existencia, disipadas ya las “sombras caliginosas de la ignorancia”, y recobrado el “juicio libre y claro”, abandona Don Quijote su desvariada adhesión a la verdad de la caballería andante.

Derrotado por el Caballero de la Blanca Luna, cesa su defensa activa de la verdad caballeresca y se transforma su disposición anímica frente a la realidad: “Perdóname, amigo, le dice a Sancho al final de la obra, de la ocasión que te he dado de parecer tan loco como yo, haciéndote caer en el error en que yo he caido, de que hubo y hay caballeros andantes en el mundo”.

Lo que sigue de allí en adelante, son las vivencias melancólicas de sus últimas horas y su extinción del plano existencial que había iluminado con el brillo pleno de su identidad, su personalidad y su verdad.

En el año de 1621, un curioso humanista inglés de nombre Robert Burton, que no era médico, escribió un extenso tratado sobre las enfermedades de la mente que bautizó con el título de “Anatomía de la Melancolía”.

El libro es un análisis exhaustivo de esas afecciones, conocidas genéricamente por entonces como melancolía.

La melancolía, sinónimo de la locura en aquellos días, tenía tres acepciones diferentes: era ante todo la tristeza infinita; era por otra parte el temperamento melancólico para el cual las perturbaciones de la mente se explicaban como debidas al exceso de bilis negra en el organismo y en especial en el cerebro; y era finalmente la enfermedad mental propiamente dicha, la psicosis, como diríamos hoy, que conduce fatalmente al desquiciamiento total de las facultades del alma o del espíritu.

Estos tres tipos de enfermedad mental, en el sentir de Burton, eran producidos las más de las veces por demonios y espíritus del mal; en otras ocasiones, por los malos efectos del amor y de la lectura exagerada y constante de los libros escritos. En El Quijote, locura y melancolía son expresiones de frecuente ocurrencia que aparecen desde el primer capítulo hasta el último de la magistral obra.

Con el término amplísimo de locura que ha imperado a lo largo de los siglos, se ha llegado a calificar de locos a toda suerte de personajes reales o ficticios de la historia. Parecería que la locura fuera un inmenso arcón listo para recibir a buena parte de los seres vivientes.

Allí cabrían individuos normales que tuvieron delirios transitorios como Simón Bolivar en el Chimborazo, y delirantes patológicos como Ayax, que en su frenesí destrozaba con su lanza y su espada las ovejas de sus compañeros átridas; deprimidos constantes y habituales como Ana Karenina y José Asunción Silva, impulsados dolorosa e inconscientemente a suicidarse, locos razonantes como Hamlet y maníacos inveterados como el doctor Fausto.

En ese extraño cajón de la locura, se podrían colocar en igualdad de condiciones los enfermos afectos de neurosis leves y los psicóticos profundos irrecuperables.

El término locura se utiliza con frecuencia en situaciones diferentes a las personales de los individuos. Está loco el tiempo cuando los aguaceros se presentan inopinadamente en tiempos de sequía; locas las multitudes que aplauden frenéticamente a sus ídolos en los eventos deportivos o en los conciertos de música moderna, y locos también aquellos que no comparten las opiniones del establecimiento, o los que se atreven a presentar teorías que se apartan de los paradigmas contemporáneos admitidos como doctrinas oficiales.

Establecer con precisión el diagnóstico de locura, o de melancolía en términos del siglo XVI, no es fácil en muchas ocasiones; no lo era en la época en que Cervantes escribió El Quijote ni lo es tampoco en los comienzos del siglo XXI.

La dificultad para establecer un diagnóstico cierto de insania es sabida de antaño; es esa la razón por la que los psiquiatras han tenido que acudir a términos curiosos y en cierta forma artificiales o apenas descriptivos, como los de “locura parcial” y “locura lúcida”, para explicar la situación de aquellos individuos que son tenidos como locos en algunos momentos y como cuerdos en otros.

El término “locura lúcida” ha sido empleado, a mi modo de ver de manera incorrecta, por algunos de los cervantistas que estudian las peculiares características de la personalidad del ingenioso hidalgo.

En 1861, Ulises Trelat utilizó por primera vez en París el término “locura lúcida” para designar a ciertos enfermos de la mente que no obstante tener una apariencia normal dejaban ver en su conducta taras profundas y ocultas de los sentimientos, del juicio y sobre todo de la vida moral.

Estos casos parecerían corresponder a los enfermos diagnosticados como afectos de “locura moral” por el psiquiatra John C. Prichard en Inglaterra. La expresión “locura lúcida”, que todavía se emplea de manera esporádica, ha desaparecido sin embargo de la Nomenclatura Internacional de Enfermedades de la Mente que rige en nuestros días.

Si se toman en cuenta los significados de los términos “locura lúcida” y “locura moral”, tal como fueron propuestos inicialmente, es fácil entender que ninguno de ellos podría en rigor ser aplicado a Don Quijote. Alonso Quijano presentaba evidentemente modificaciones de conducta cuando actuaba como airoso caballero andante, cambios de comportamiento que bien podían ser interpretados como trastornos mentales o delirios transitorios intermitentes; pero en el resto de su vida cotidiana, se comportaba, pensaba y hablaba cuerdamente y su conducta desde el punto de vista moral era impecable.

Sus actos extraños cumplidos como caballero andante, y su convencimiento de ser un hidalgo de otra época con la alta misión de deshacer entuertos y defender las causas nobles con sus armas, serían los únicos elementos a partir de los cuales se pudiera configurar el cuadro clínico de un delirio anormal.

Hoy en día, los psiquiatras tienden a considerar la existencia de núcleos anormales del psiquismo, que para algunos podrían ser aspectos extraños pero normales de la personalidad de algunos individuos, y para otros, verdaderos núcleos psicóticos francamente anormales. Corresponderían si se quiere a los llamados estados alterados de conciencia de los que habla actualmente la moderna antropología.

Don Miguel de Cervantes se anticipó a los psicólogos y psiquiatras de los siglos XVIII y XIX al describir situaciones de posible “locura parcial” en Don Quijote. Las relató con perspicacia como acontecimientos de apariencia anormal pero con fondos admisibles de razón; y señaló además, la forma cuerda como el protagonista de su magistral novela advertía la posibilidad de que los demás le tomasen por loco.

Cervantes presenta los desvaríos de Don Quijote como episodios esporádicos de anormalidad psíquica, como estados alterados de conciencia separados por intervalos de absoluta cordura. A don Diego de Miranda, por ejemplo, le era difícil saber con precisión si el caballero andante era cuerdo o estaba loco.

En forma ambivalente, el Caballero del Verde Gabán podía pensar que Don Quijote “era un cuerdo loco y un loco que tiraba a cuerdo”. “Ya le tenía por cuerdo y ya por loco, dice, porque lo que hablaba era concertado, elegante y bien dicho, y lo que hacía disparatado, temerario y tonto”. Y Lorenzo, su hijo, afirmaba: “El es loco bizarro, y yo sería mentecato flojo si así no lo creyese…”.

La frecuencia con que aparecen episodios de sensatez como respuesta a determinados estímulos psicológicos en medio de trastornos evidentes de las facultades mentales de un individuo dado, son índicios claros de las dificultades que suelen encontrarse para establecer el diagnóstico firme de locura en el sujeto que los presenta.

La situación inversa, es decir, la presencia de síntomas extraños transitorios que podrían indicar enfermedad mental en individuos sanos por otros conceptos, tampoco es rara. En esos individuos, el diagnóstico de locura o insania transitoria es a veces difícil de formular y más aún de sostener.

En algunos sujetos se trata de sucesos extravagantes y anodinos que se cumplen sin consecuencia alguna de importancia; o bien, de excentricidades peculiares en sus modos de vestir, de comer o de actuar, que llevan a las gentes a calificarlos como “chiflados”, término usado a veces de manera afectuosa y en ocasiones despectivamente.

El apelativo corriente de “chiflado” se ha empleado no sólo para calificar a algunos individuos del común de la calle sino también a personas de mayor relevancia intelectual o social. El ejemplo de un personaje bien conocido del siglo XVIII, cuyos modos excéntricos de ser bordearon los límites entre lo normal y lo patológico, sirve al propósito de ilustrar esta afirmación:

Sir Isaac Newton, el célebre cosmólogo inglés, ha sido considerado sin lugar a dudas como uno de los individuos más talentosos de todos los tiempos. Su mente prodigiosa le permitió realizar la hazaña científica de más alta trascendencia quizás en la historia de las ciencias humanas, al formular brillantemente las leyes de la gravitación universal en los mismos momentos en que se dedicaba con pasión al estudio de su pseudociencia favorita, la alquimia.

Newton tenía una personalidad fuertemente obsesivo-compulsiva, talvez con alguno que otro rasgo paranoide.

Los individuos con estas modalidades de personalidad se caracterizan por ser disciplinados en exceso y por tener tendencias francas hacia el perfeccionismo; son en general rígidos, ordenados e inflexibles y suelen sentirse atraídos por aquellas actividades que exigen meticulosidad en el manejo de los detalles.

A niveles moderados, estos rasgos de personalidad facilitan la competencia dentro de la sociedad en que se vive y permiten a sus dueños descollar en todos los aspectos de la vida.

Difícilmente se podría pensar que Newton fuera un perturbado de la mente. Sin embargo, sus biógrafos relatan dos curiosos episodios auténticos de su vida, que hoy podríamos considerar como probablemente de carácter psicótico y difícilmente como aconteceres banales de la vida de un individuo sano.

En efecto, en alguna ocasión, Newton se insertó en una de sus órbitas una aguja de tejer y la movió de un lado al otro para ver qué le podría pasar a su globo ocular; y en otra, se expuso a los rayos del sol con sus ojos abiertos durante largo tiempo para observar lo que podría ocurrir en tales circunstancias.

Para fortuna del famoso sabio, ni su herida orbitaria se infectó ni se volvió irremediablemente ciego por la acción de los rayos solares, aunque después de realizar el atrevido experimento tuvo que permanecer en la oscuridad de su habitación durante varios días con el fin de poder adaptarse nuevamente a la luz.

En el caso de Don Quijote se puede afirmar, en mi sentir con certidumbre, que su sólida identidad y su firme personalidad no radican propiamente en sus desvaríos de caballero andante sino en su forma de vida, en su manera peculiar de vivir su existencia.

Desde este punto de vista, parecerían irrelevantes las discusiones en torno a la presencia o ausencia de locura en el hidalgo o las divagaciones sobre la importancia que esa condición psicológica pudo haber tenido en su vida de máximo exponente de la caballería andante.

Es necesario pensar que los desvaríos de Don Quijote, a pesar de lo extraño o insólito que pudieran parecer a los demás, estaban respaldados en muchas ocasiones por indudables elementos de sensatez, lo que los diferencia ciertamente de los desarreglos mentales que se calificaban como melancolía y locura en los albores de la Edad Moderna y que se diagnostican como psicosis, demencia o insania en nuestros días.

Considero de singular importancia resaltar en Don Quijote su ponderación y su buen juicio en el discurso antes que sus descabelladas aventuras; su prudencia y su honestidad espiritual antes que sus desatinadas proezas; y recordar por su puesto con afecto lo gracioso y extravagante de sus desvaríos y sus amables disparates.

Estas maneras de sentir la presencia de Don Quijote de la Mancha, cuatro siglos después de su creación, guardan a mi modo de ver mayor significado espiritual que los vanos intentos por desentrañar la estructura de su psiquismo.

Debo señalar finalmente, como un hecho admirable, que la “locura” que caracterizó la personalidad de caballero andante, adoptada por el hidalgo Alonso Quijano en la gran obra de Miguel de Cervantes, no conduce a Don Quijote al deterioro progresivo de sus facultades intelectuales o de su potencia moral. Por el contrario, lo lleva paradójicamente a situarse cada vez más y más por encima de cuantos le rodean, en razón precisamente de lo que hace y de cómo lo hace.

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