Letras, Homenaje a su Memoria César Augusto Pantoja

Discurso pronunciado por el Dr. Efraím Otero Ruiz, ex ministro de Salud, ex presidente de la Academia y presidente de la Sociedad Colombiana de Historia de la Medicina, en el acto conmemorativo de los dos años del deceso del profesor César Augusto Pantoja.

(Bogotá, septiembre 7 de /995)

Señor Presidente, Señores Académicos:

Nos reunimos aquí hoy, a casi dos años justos de su muerte, para ratificar, en la ausencia de nuestro querido Profesor y Académico César Augusto Pantoja, la persistencia inevitable de su recuerdo. Lo hacemos con la mente dispuesta y el espíritu anhelante, porque al cumplirse el 5 de septiembre la fecha en que su venerado corazón dejó de latir, ha sido el nuestro el que se ha detenido un poco, evocándolo en estos días fugaces como en el soneto de Juan Lozano,

“así como despierta el molinero cuando para la rueda del molino”.

Es como si de veras al molino de esta Academia se le hubiera arrancado un aspa con la desaparición de quien fuera por tantos años su Presidente y Secretario Perpetuo; y aunque pase incesante el tiempo, nuestro pulso de actividades no recupera aún la euritmia biológica que presentaba cuando él estaba vivo y estaba su cerebro activo e inquieto hasta los últimos momentos.

Porque César Augusto Pantoja fue eso para la Academia Nacional de Medicina: una parte integrante de su engranaje vital, que él dejó incrustado en estos recintos venerables donde pasó la mayor parte de sus últimos y fructíferos años.

A partir de los sesentas era difícil penetrar a la Academia, dondequiera que ella estuviese local izada, sin referirse mentalmente a “Pantoja”, como le decían amistosamente sus coetáneos Cavelier y Esguerra Gómez, o al “Profesor”, como le decíamos con cariño y con respeto la mayoría de Académicos de número o correspondientes, y todo aquél que entrara en contacto, así fuera fugaz, con él.

Ya establecida la Academia en sedes duraderas, como la de la Calle 20, la del Chicó, la de la 60-A o la actual, era difícil entrar a ellas, en las horas de la mañana o del medio día, sin que se dejara de sentir la presencia inmanente del Profesor Pantoja.

Y se lo hallaba después en algún cuarto o rincón reservado, rodeado de copiosos papeles que llenaba incesantemente a mano, generalmente ensayos o correspondencia de amigos o de instituciones, nacionales o extranjeras.

Y junto a ellos libros abiertos de ciencia o de opinión recientes y el inevitable New England Joumal al’ Medicine, cuya lectura había adquirido desde sus días de Harvard, 50 años atrás. Y, lo más importante de todo, la amplia sonrisa de acogida al visitante, por inesperado e inoportuno que este fuese, y el ofrecimiento perenne de su amistad y su ayuda para todos los problemas.

En ese sentido casi que nadie, mejor que él, hubiera podido recibir en el país el apelativo de “Profesor”, por antonomasia.

Porque ni la experiencia de 35 años casi ininterrumpidos de cátedra; ni la cabeza, prematuramente encanecida coronando una piel rosada y unas facciones casi de adolescente; ni los ojos, hendidos y maliciosos, eran capaces de superar esa sonrisa espléndida, desplegada de oreja a oreja con que él sabía acoger a extraños y amigos por igual.

El mismo, en la intimidad, la llamaba “mi sonrisa costeña” y la prodigaba justo en aquellos momentos en que era llamada su sabiduría, su ecuanimidad, su sindéresis, para resolver algún problema de orden local, regional o nacional.

Pero tampoco era una sonrisa que desdijera por un momento de esa aura de respetabilidad con que supo rodearse, allá desde los remotos años treintas, cuando fue médico y amigo de políticos y presidentes.

Con la diafanidad y la sencillez de su trato, con su generoso sentido de la amistad, sin seren ningún momento altivo ni pedante ni presuntuoso, supo, anticipándose muchos años al general De Gaulle, crear y mantener lo que éste llamaba en francés “grandeur”, que no es otra cosa que la grandeza aplicada a los individuos y a las instituciones y que hoy, en este menguado país, tanta falta nos hace.

Por eso mismo, quizás, admiraba como nadie a Francia. A pesar de que decía socarronamente, refiriéndose a su periplo de la segunda preguerra mundial, que “a mí los de la Universidad Nacional trataron de mandarme con beca a Francia pero me les quedé en Bastan” y que él, más que nadie entre el profesorado de la misma, representaba esa no siempre fluida transición de la escuela francesa a la norteamericana, él mismo -quizás influido por la imagen dc sus venerados profesores Franco y Carpas, ambos formados en la cara Lutecia- profesaba una sutil admiración portado lo francés y lo europeo y jamás permitía que se hablara peyorativamente de esas escuelas.

Una de las realizaciones que más lo llenó de satisfacción, ya como Secretario Perpetuo en 1988, fue precisamente la misión de esta Academia a Francia, para la sesión conjunta con la Academia de Medicina de París, en que lo acompañaron además del Presidente Cavelier Gaviria los Académicos Hakim, Vergara Támara, Albornoz Plata, Mendoza Vega, y González y en la que fuera condecorado por el Presidente de dicha Academia. (Lea también: Letras, Homenaje a la Medicina Francesa)

Años después no cesaba de recalcar sobre la severa majestad de aquellas instalaciones y el hecho, que el soñaba fuese algún día posible para Colombia, de que los dignatarios de dicha Academia recibían adecuadas remuneraciones que eran pagadas generosamente por el gobierno de la Cité.

Muchas veces, viéndolo rodeado de ese mar de papeles, yo le insistía en que escribiera sus memorias, que habrían constituido la narración histórica más interesante de lo que fue la medicina colombiana del siglo XX.

Arrancando a finales del XIX, dentro de una de esas familias tradicionales y nobilísimas de nuestra costa atlántica, donde la memoria del tío Antonio Pantoja, cirujano eminente para su época y uno de los primeros miembros de esta Academia, fallecido prematuramente, llenaría la imaginación del brillante sobrino y se convertiría en el paradigma que lo traería en varias ocasiones Magdalena arriba, talento arriba, a tratar de estudiar y graduarse en nuestra Universidad Nacional.

Teniendo, por escasez de recursos familiares, que abandonar estudios recién comenzados para emplearse de maestro y poder así reunir los fondos para reanudar su carrera, que culminaría en 1935 con una brillante tesis de grado sobre “Desequilibrios neurovegetativos en los cuadros médicos y quirúrgicos del sistema digestivo”, presidida por su amigo y profesor Juan N. Carpas, de quien era ya interno y ayudante desde 1931. En ese mismo acto, con la tesis calificada de meritoria, recibiría la beca o bolsa viajera que le permitiría en unos años realizar sus estudios en el extranjero.

Franco y sonriente, con su sencillez habitual, me respondía que no escribía sus memorias porque creía que su vida no tenía la importancia que otros querían darle.

En esos momentos, como nos pasa a muchos enfrentados a hombres de esta categoría, yo aguzaba mis sentidos y mi entendimiento, y hubiera querido tener una grabadora permanente oculta en alguna parte de mi ropa para haber podido registrar ese desfile de incidencias que pasaban con rapidez y donosura, como esos clásicos del cine que uno ve alguna vez en el televisor de algún remoto hotel de viajero y de cuyas escenas se acuerda vagamente, aunque siempre quisiera poseer el original de la cinta para reconstruirla en toda su emoción y belleza.

Paresa algunas de las anécdotas que yo narre, aunque puedan parecer apócrifas y mal documentadas, nacen de esa relación estrecha que mantuvimos en sus últimos años y de un viaje de dos semanas que acometimos los dos a los

Estados Unidos, invitados por el Institute of Medicine y la Organización Panamericana de la Salud. Ya muchos de los hechos importantes de su vida y de su obra han sido narrados por voces mucho más autorizadas y eruditas que la mía y han sido en parte señalados por el Presidente de la Academia en la intervención que me ha precedido. Mis anécdotas -como las suyas- están más inspiradas por la calidez del recuerdo y por la admiración que siempre supe profesarle.

Su relación y su entronque desde su época de estudiante con esas dos familias de origen costeño que tanto han significado en la vida económica y política de nuestro país, los Dávila y los Pumarejo, lo llevó a establecer desde muy temprano cordiales relaciones de amistad con el entonces candidato y luego Presidente liberal Alfonso López Pumarejo.

Acordémonos que éste, ya como Presidente electo en tiempos de Olaya Herrera, en la misma época en que se construye e inaugura nuestro Instituto Nacional de Radium, encarga a esta Academia del primer estudio comprensivo sobre la salud del país, tarea que la Academia cumple admirablemente y que seguramente la pone ya en la mira futura del interno Pantoja.

Como pondría seguramente también al Instituto de Radium, vecino a la Hortúa donde él se desempeñaba, pero enclave de enseñanza e investigación de la Universidad Nacional, más vinculado a ella por lo educativo que por lo sanitario o asistencial, ya que su mismo origen había emanado del Ministerio de Educación, en la época en que lo ocupara quien después sería su lógico director, el Profesor José Vicente Huertas.

Ya en mi discurso conmemorativo de los 60 años del Instituto, -publicado en nuestra Revista- y en la conferencia que dicté con motivo de dicha efeméride en esta Academia el año pasado, he descrito en detalle los orígenes y primera estructuración de esa Institución admirable, a la que yo mismo debo toda mi formación profesional.

Esa conferencia la detuve a propósito en el año de 1945, con la llegada del profesor Pantoja a la Dirección del mismo, hito histórico en el que sigo trabajando e investigando pues de ahí en adelante toda la enseñanza y la práctica de la cancerología se transforma y agiliza para bien del país. Habrá que recordar que el profesor Pantoja entra a esa Dirección por la puerta grande y no, como se trató en una época de sugerir mezquinamente, por influencias políticas.

El profesor Huertas, fatigado de sus labores de más de 15 años en pro del Instituto, había pedido una licencia prolongada desde fines del año 43 y luego había presentado su renuncia, que le fue aceptada formalmente por la Universidad Nacional.

Y el nombre de Pantoja surgió de una tema que había sido presentada a la misma con todas las formalidades académicas y de la que fue escogido estrictamente por sus méritos, como lo había sido antes al ganar los concursos para jefe de clínica y profesor de cirugía.

Además su amigo y confidente el Presidente López, agobiado no tanto por las crisis políticas -en dominar las cuales era siempre un maestro- sino por la enfermedad de su esposa, se disponía a renunciar y a viajar a los Estados Unidos, por consejo del mismo Pantoja quien desde muy temprano había ya analizado las ventajas tecnológicas que la Ha. Guerra y los años precedentes habían otorgado a la medicina de ese país.

Dice mucho de la grandeza moral de Pantoja el haber permanecido en esa posición cuando todos sus colegas y hasta quienes se decían sus amigos le renuncian en masa, como para que no pudiera trabajar, y después logra volverlos al redil del trabajo o de la amistad, trayendo al tiempo gente joven y renovadora, asesorado sabiamente por ese prohombre de la radiumterapia y verdadero inspirador del Instituto que fue el profesor Alfonso Esguerra Gómez.

Y dice mucho también de la grandeza moral del profesor Huertas el haber acogido, años después yen su calidad de Presidente de la misma, al profesor Pantoja como numerario de esta Academia y pronunciar un elogioso discurso en su nombre. Ahí sí puede pronunciarse con propiedad el dicho latino, “Oh tempora, oh mores!”.

Yo le decía alguna vez en tono de gracejo, ya en los años ochentas, que él era quizás el único colombiano vivo que podía descolgar el teléfono y tratar en diminutivo y regañar a ese otro fenómeno de nuestra política y nuestras letras, el Presidente López Michelsen, a quien Pantoja había conocido desde muy joven.

También había conocido (por la amistad, independiente del acontecer político que éste mantenía con los López), al Presidente Laureano GÓmez. Y de él narraba, también con mucha gracia y sin asomos de amargura ni animadversión, que una invitación suya a almorzar le había costado la Dirección del Instituto.

Efectivamente, corría el año de 1951 y se agitaban las conmociones políticas que habían acarreado las consecuencias del 9 de abril y la posesión, en 1950, del segundo presidente conservador, con la presión para que todos los cargos de importancia los ocupara el partido de gobierno, cuando una mañana suena el teléfono de la Dirección del Instituto: Era Laureano, con su voz de trueno, hecha más para oponerse que para gobernar, que le dice: “¡Pantoja, lo invito hoy mismo a almorzar en Palacio!”.

Y el profesor, muy sonriente, le contesta: “Le acepto, Presidente, pero sé que ese almuerzo me va a costar la salida del Instituto!”.

Efectivamente, almorzaron muy cordialmente, en la intimidad, y de sobremesa le presentó el Decreto ya firmado en que se nombraba a su sucesor.

Afortunadamente este resultó no un político sino un hombre de las nobles calidades intelectuales y morales de José Antonio Jácome Valderrama, que también puso muy en alto al Instituto y acogió al Director saliente dejándolo en su posición de cirujano eximio de cáncer y Director de la Revista y de los Cursos de Cancerología para Médicos, iniciados dos años antes.

Allí, durante el curso de 1951, siendo yo estudiante de 4º. año de Medicina, conocí por primera vez al profesor Pantoja y disfruté de sus sabias enseñanzas.

Qué distante estaba yo de saber que él sería el mismo que treinta años después, en 1980 y como Presidente de esta Academia, me acogería como Miembro de Número y me regalaría con una amistad de la que me enorgullecí y de la que tengo, como tenemos muchos de los aquí presentes, los mejores recuerdos.

En realidad nuestra relaci6n estrecha se había iniciado a mediados de los setentas cuando, ocupando yo la Dirección de COLCIENCIAS, una disposici6n auspiciada por nuestro ex Presidente, gran amigo y panegirista del ilustre desaparecido, el Dr. Juan Jacobo Muñoz, por entonces Ministro de Educaci6n, había logrado que los escasos dineros que dicho Ministerio le otorgaba a la Academia se canalizaran a través del presupuesto de COLCIENCIAS.

Muchas veces el mismo profesor Pantoja, para quien no se cerraba ninguna puerta ni en el sector privado ni en el oficial, primero como Vice Presidente y luego como Presidente de la Academia acompañaba personalmente a los tesoreros de esa época (los dilectos Académicos Albornoz Plata o García G6mez) a acelerar el engorroso trámite de sacar el cheque para la instituci6n, visado por mil auditores y funcionarios intermedios.

Y nos sentábamos en mi oficina a disfrutar de su caudalosa conversación, ocupada ya fuera en temas de publicaciones (había sido fundador e impulsador de Tribuna Médica), o de educación continuada, o de ética médica, o de la necesidad de una nueva sede para la Academia que él había ubicado temporalmente en una lujosa casa arrendada del Chico Norte.

Siempre con el mismo empeño, con la misma dedicaci6n, como si esa tarea fuese la primera emprendida en el día, dándonos ejemplo de tes6n y perseverancia a quienes éramos más j6venes y que no contábamos ni con la mitad de sus arrestos. Así lo vimos todos y lo recordaremos casi hasta el final de su meritoria existencia.

Como nunca se le cerraban las puertas, a su iniciativa se debió también el instarle a su vecino de las Torres de Bavaria y distinguido amigo de muchos años, el ex Ministro y ex Embajador Botero Boshell (como antes había instado también a otro vecino y amigo, el Dr. Joaquín Ordóñez, a que ITALMEX nos apoyara generosamente) para que nos ayudase a que la Junta del Banco de la República y su Gerente (el nunca bien lamentado amigo Francisco Ortega) nos aprobara la generosa donaci6n que permitió gran parte de la remodelaci6n de nuestra sede actual.

Yo lo acompañé muchas veces, con su misma celeridad y poder de persuasi6n, en las largas esperas a reuniones con gerentes y subgerentes, llevando y trayendo planos que se aprobaban o se rechazaban hasta lograr, después de muchas estratagemas, el flujo de los anhelados fondos.

Yo creo que el ex presidente Cavelier Gaviria tendrá algún día que narrar, con su amenísima y erudita pluma, las vicisitudes que llevaron a su padre, a Pantoja, a él y otros cuantos a la adquisici6n y adecuaci6n de las que, cada cual a su tiempo, fueron las nuevas sedes de nuestra Academia Nacional de Medicina.

Por eso tampoco me sorprendí en lo más mínimo cuando, ocupando yo la Presidencia, en 1991, lleg6 una invitaci6n para visitar y conocer en detalle el hom610go de nuestra Academia en los Estados Unidos, el Institute of Medicine (parte de la Academia Nacional de Ciencias) y la Organización Panamericana de la Salud, y al proponerle que me acompañara lo acept6 de inmediato.

El y Marujita (al fin y al cabo, tíos de quien ocupaba en ese momento nuestra Embajada en Washington, el ex Presidente Mosquera Chaux) fueron alojados como la realeza en la sede de la Embajada y yo le insistí en que descansara, que se dedicara a lo social, y que dejara para mí solo el minucioso y agobiante programa de dos semanas de reuniones y visitas de comités y grupos en la Academia de Ciencias, el Departamento de Estado, los Institutos Nacionales de Salud, la AID y la OPS.

¡Pues quién dijo miedo! Se presentaba diariamente en mi hotel a las 7:30 de la mañana, en el Mercedes que le había destinado la Embajada (pues él era también Embajador volante en ciencias, designado por el gobierno desde años atrás), impecablemente vestido de oscuro, con las mejores camisas y corbatas de la estaci6n inicial del otoño, para que llegáramos siempre a nuestras reuniones 5 o 10 minutos antes de la hora indicada.

Le preocupaba mucho c6mo iría yo a presentar en inglés su cargo, pues “perpetuo” no tiene traducci6n equivalente en ese idioma. Yo le sugería, en chanza, la palabra “perennial” (perenne) y le decía que él era como esos árboles que viven y viven y nunca pierden su follaje y a los que se aplica esa palabra inglesa.

Tomaba notas, intervenía con acento de New England, se desplazaba de un sitio a otro con tal agilidad y presteza que los mismos norteamericanos se quedaban boquiabiertos cuando yo les comentaba que éste era un médico cercano a los 90 años, que hacía 60 se había iniciado como profesar de cirugía y que había estudiado en Harvard antes de iniciarse la Ha. Guerra Mundial.

Y que allí estaba compartiendo, aunque frugalmente, no sólo los doughnuts y las pizzas servidos informalmente en nuestras reuniones de trabajo, sino los banquetes en los más elegantes recintos. Una reunión informal convocada gentilmente por los esposos Salazar Bucheli, reunió a más de 45 médicos, provenientes de Washington, Virginia o Maryland, que habían sido sus alumnos o lo conocían o admiraban en una u otra forma.

Su paso paresas salones me evocaba siempre el verso de mi paisano Martínez Mutis: “Cruzas con el prestigio de una constelación”. Así se lo repetía, y él trataba siempre de minimizar socarronamente esas circunstancias.

Al final del día, cuando llegaba a dejarlo ya de regreso en la Embajada, me hacía entrar y me decía, casi con el mismo ánimo con que había arrancado 12 horas antes: “Efraím, estamos cansados, nos merecemos un whisky”, y compartíamos uno o dos escoceses servidos por manos acuciosas en la biblioteca de la bella mansión republicana del Dupont Circle.

Cuando visitamos en Bethesda el Institute 01′ Aging (Instituto de Investigaciones para los problemas de la Tercera Edad) en compañía de su asesor, el ex Decano chileno JorgeLitvak, le espetó en inglés a su Director, que nos recibía ceremoniosamente en su oficina: “¡Yo casi que no debería venir aquí como visitante sino como paciente!”, frase que causó la hilaridad de todos los presentes.

Como causó por otra parte recogimiento y respeto, frente al grupo de Emergencias y Desastres de la OPS, su descripción sobre cómo primero el terremoto y luego la violencia fratricida habían acabado con las casas coloniales de Popayán y con las lincas opíparas de su querido Cauca, al que siempre consideró, por vía de sus afectos, su segunda patria chica, y por el que se dolía más que los mismos caucanos.

Quizás por ello, por lo que el aura de su persona misma significaba, la firma solemne de nuestro convenio con la OPS, en presencia de su Director, Carlyle Guerra de Macedo y de altos funcionarios de la misma, revistió una solemnidad como pocos actos de esta naturaleza habían tenido en el recinto de dicha Organización.

A nuestro regreso me llamaba casi diariamente para que aceleráramos nuestros informes y el seguimiento de cada una de las actividades que allí habíamos acometido.

En seguida, a finales de 199 I Y comienzos de 1992, nos ocupamos de las nacientes actividades de lo que sería después el Consejo Superior de Instituciones Médicas, donde nos acompañó con su indispensable sapiencia y equilibrio, resaltando siempre la dignidad de la Academia, pero preocupado como el que más-y esta preocupación lo asaltaba desde su época de Presidente- por el deterioro progresivo de los estándares de la profesión médica y el progresivo desmedro económico de los colegas. y agregaba jocosamente: “j Ya ni siquiera la ganadería es una tabla de salvación, porque hasta a mí me tocó vender mi ganado a pérdida!”.

Sus sabias orientaciones persisten, no sólo en la altura con que sus actuales dignatarios han mantenido este Consejo, sino en las tablas de la Ley de Etica Médica, esculpidas también durante su Presidencia.

Poco después saldría yo de la Presidencia de la Academia y en unos meses se agravaría la enfermedad maligna contra la cual él había luchado por casi treinta años. Era como si la penumbra de los apagones, en esos años vigentes en Bogotá, se me hubiese trasladado al alma y quizás por esa misma razón dejé de verlo y de tratarlo con la cercanía con que hubiera querido hacerlo.

Lo veía siempre en los actos oficiales o en las sesiones solemnes de la Academia, alto y erguido como siempre, superando las dolencias corporales y tratando de ensayar la «sonrisa costeña» que ya la proximidad de la muerte nublaba con su velo ominoso. Por eso sólo una vez lo visité ya en su lecho de enfermo, quizás porque, como amante de lo verde, soy incapaz de soportar la caída de los robles.

Marujita y sus hijos saben que yo, que todos los aquí presentes, hubiéramos querido verlo y tenerlo presente siempre como se nos antoja hoy en las avenidas cordiales del recuerdo, y como lo ha dejado plasmado el artista en el retrato al óleo que hemos entronizado en esta Academia: erguido, acucioso, inteligente, brillante servidor de causas nobles, amigo de sus amigos, maestro de maestros y desbrozador activo de todos los senderos de la grandeza.

¡Que el afecto duradero así expresado sea el mejor homenaje a su memoria!

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