Modernidad y Post – Modernidad

ADOLFO DE FRANCISCO ZEA, M.D

La Edad Moderna y con ella el concepto de Modernidad, se inició en occidente con la Revolución Francesa de 1789. Poco después de la toma de la Bastilla, en la noche del 4 de agosto de 1789, la Asamblea Nacional aprobó la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano.

En ese día, a las ocho de la noche, como le relata emocionadamente Michelet, el sistema feudal que había reinado mil años desapareció para siempre de Francia. La Asamblea Nacional aspiraba a organizar desde lo alto el credo de una Nueva Edad, sometida a la autoridad de la Razón y a lo que ésta podía encontrar a través del libre examen.

El carácter distintivo de esa admirable Corporación estuvo señalado por una fe inquebrantable en el poder de las ideas; creía firmemente la Asamblea que la verdad, una vez encontrada y formulada en leyes, era invencible. Sólo fueron necesarios dos meses para que nuevas disposiciones legales modificaran en forma irreversible todo un sistema social que indudablemente era decadente y caduco.

La libertad de pensar, de disentir, de hablar, de profesar el credo religioso que fuera más conveniente al ciudadano particular, la igualdad de los seres humanos y de sus derechos, incluidos en ellos los de los dementes y enfermos y la fraternidad de la humanidad toda, señaló el paso gigantesco de la antigua estructura de la sociedad feudal y monárquica a un nuevo sistema más acorde con las aspiraciones democráticas y espirituales del hombre.

Los cambios en el pensamiento de las gentes:

A partir de la Revolución Francesa, y los inmensos desarrollos de diverso orden que ha tenido desde entonces la sociedad occidental, a los cuales pasaré a referirme en seguida, son paralelos a las modificaciones en la concepción de la medicina y a los adelantos impresionantes obtenidos por la ciencia en el campo de la salud y en la forma de enfrentarse a la enfermedad y de prevenirla.

Sin embargo, a doscientos años del movimiento revolucionario francés no se ha llegado a un punto culminante en esos desarrollos.

Por esa razón pienso que fue acertada la respuesta de Chou en Lai, ministro de relaciones exteriores chino en el gobierno del presidente Mao Tze Tung, quien al ser al preguntado sobre cuáles en su opinión habían sido los resultados positivos para occidente de la Revolución Francesa, dos siglos después de producida, Chou, con la flema que le era característica contestó: es demasiado prematuro para definirlos.

Con este modo de expresarse, Chou no hacía cosa diferente a seguir la idea antiquísima de los chinos, según la cual, para que los cambios puedan ser detectados en una sociedad y para poderlos apreciar debidamente, se necesita que hayan transcurrido por lo menos quinientos años.

Para la razón ilustrada:

Que nace de la lucha contra el absolutismo, la modernidad es la llegada del hombre a su mayoría de edad y a la madurez; una filosofía que reclama la libertad individual y el derecho a la igualdad ante la ley contra la opresión de los estamentos.

Su tarea, como lo ha señalado Josef Picó, es la de “construir un mundo inteligible, donde la razón institucionalice el juego de las fuerzas políticas, económicas y sociales en base al libre contrato entre seres iguales. El Estado sólo tendrá un papel de árbitro conciliador entre el interés particular y el universal.

Así, la razón irá construyendo a través de la historia el proceso emancipador de la humanidad, conjugando libertad y necesidad”. (J. Picó. “Modernidad y postmodernidad”. 1994).

La modernidad se origina primordialmente en el proceso de diferenciación y delimitación frente al pasado, separándose de la tradición, cuyo poder se considera que debe ser destruido para dar paso a las nuevas fuerzas políticas, económicas y sociales.

Los intentos de ruptura con la tradición han traído consigo resultados en cierta forma inesperados y no exentos de peligros. Esa ruptura se ha acompañado por el empeño incontrolable de avanzar vertiginosamente hasta lograr un progreso que cada vez se muestra más ilimitado, más ilusorio y más distante.

Es característica de la modernidad la marcha obsesiva hacia adelante, no porque quizás se quiera alcanzar más sino porque nunca se avanza lo bastante; no porque se incrementen las ambiciones y los retos sino porque éstos son encarnizados y las ambiciones frustradas.

La marcha debe proseguir inexorablemente ya que todo lugar de llegada es tan sólo una estación provisional. El tiempo lineal de la modernidad se extiende entre el pasado que no puede perdurar y el futuro que no puede existir; no hay lugar para el punto medio.

En esto estriba la tragedia del progreso de la modernidad; la misma tragedia ejemplarizada siglos atrás en el mito de Sísifo.

La vorágine de la vida moderna, como lo señala Marshall Berman, ha sido alimentada por fuentes tales como los descubrimientos de las ciencias físicas que han cambiado la imagen del universo y nuestro lugar en él; la industrialización de la producción que ha transformado el conocimiento científico en tecnología.

La explosión demográfica y los inmensos movimientos de población que han separado a millones de personas de su hábitat ancestral lanzándolas a nuevas vidas a través de medio mundo; el crecimiento urbano rápido y caótico; los sistemas dinámicos de comunicación de masa que unen sociedades y pueblos muy diversos; los Estados cada vez más poderosos que se esfuerzan constantemente por ampliar sus poderes; los movimientos sociales que desafían a sus dirigentes políticos y económicos; y el mercado capitalista mundial siempre en expansión y drásticamente fluctuante. (M. Berman. “Todo lo lógico se desvanece en el aire.

La Experiencia de la Modernidad”. 1991).

El medio en el que se desarrolló la experiencia de la modernidad en el siglo XIX fue un verdadero paisaje de máquinas de vapor, vías férreas, fábricas automáticas, medios de comunicación que informaban a escalas cada vez más amplias, acumulaciones multinacionales de capital capaces de todo, salvo de ofrecer solidez y estabilidad.

En el siglo XX, se ampliará todavía más el cuadro con el aumento aún mayor en la velocidad de las comunicaciones y en los desplazamientos por el aire; con la adquisición de la posibilidad de informar al instante, en vivo y en directo, sobre sucesos ocurridos simultáneamente a largas distancias; con el incremento en la capacidad destructiva del hombre a través de los desarrollos de la energía atómica; y por otra parte, con el hecho de que ya se han hecho realidad los viajes al espacio.

La electrónica y la informática, por otra parte, imperan y dominan en todos los campos y el mundo se empequeñece relativamente, a la vez que la población y las necesidades se hacen mayores. El llamado vértigo de la velocidad en todos los terrenos se establece como una de las más sobresalientes características de la modernidad.

Todos estos procesos de la historia mundial han nutrido una asombrosa variedad de ideas y visiones de los hombres como sujetos y también como objetos de la modernización; seres humanos que pretenderían cambiar al mundo, que a su vez los está cambiando a ellos, y que intentarían abrirse paso a través de la vorágine para hacerla suya. (M. Berman, ibid).

Otra característica de la modernidad es su orgullosa y soberbia intención de fragmentar el mundo en un intento por controlar el caos y dominarlo.

La fragmentación territorial y funcional:

Establece áreas perfectamente delimitadas y soberanas en los campos del pensamiento y de la acción; se es autónomo dentro de un cerco, más allá del cual no se debe mirar y dentro del cual nadie tiene el derecho a inmiscuirse.

La fragmentación del saber, conduce a las especializaciones y subespecializaciones, mediante las cuales se intenta conocer más y más acerca de cada vez menos y menos hasta llegar a saber todo de nada, como lo indica la excelente paradoja formulada por el médico y humanista inglés del siglo XX, Sir John Pickering.

En medicina, por ejemplo, los oftalmólogos, los gastroenterólogos y sus colegas subespecializados, defienden sus respectivos territorios con el mismo ahínco y tan celosamente como lo hacen los burócratas que defienden la industria y guardan la independencia de sus departamentos y las áreas de existencia humana sujetas a su jurisdicción.

Se pierde entonces la visión de conjunto del ser humano, del mundo en general, de los problemas, y en consecuencia también de las soluciones.

El paisaje universal del modernismo aparece como un mosaico de pequeños retazos, independientes unos de otros, sin que una visión totalizadora señale el sentido del cuadro.

Cuando un pensador de visión universal, un integrador de las ideas, aparece, es saludado con alborozo por muchos y rechazado por aquellos que defienden sus campos ultraespecializados.

La glorificación de la tecnología moderna, desarrollada por científicos sociales norteamericanos de las postguerra, se traduce en expresiones tales como la siguiente,

Tomada del libro “Understanding media” de Marshall McLuhan (1964):

“El ordenador promete, mediante la tecnología, una condición pentecostal de unidad y comprensión universales… El siguiente paso lógico parecería ser la superación de los lenguajes en aras de una conciencia cósmica universal…”; y esta otra del “Himno a la fábrica moderna”, de Alex Inkeles: “Una fábrica guiada por una política de gestión y de personal moderna, dará a sus trabajadores un ejemplo de conducta racional, equilibrio emocional, comunicación abierta y respeto a las opiniones, los sentimientos y las dignidades del trabajador, que pueden ser un poderoso ejemplo de las prácticas y principios de la vida moderna”. En esta glorificación modernista, la fábrica es vista como un ser humano ejemplar que los hombres y mujeres deberían tomar como modelo para sus vidas.

Los grandes críticos del siglo XIX comprendieron las formas en que la tecnología y la organización social modernas determinaban el destino del hombre, pero pensaban, no sin cierto idealismo, que los individuos modernos tenían capacidad para comprender ese destino y tras haberlo comprendido podían luchar contra él.

De ahí que en medio de un presente difícil pudieran imaginar un futuro abierto. Los críticos de la modernidad en el siglo XX, por el contrario, carecen casi por completo de esa empatía y esa fe en los hombres y mujeres contemporáneos.

Para Max Weber:

El ilustre sociólogo, “esos contemporáneos no son nada más que especialistas sin espíritu, sensualistas sin corazón; y esta nulidad se refleja en la ilusión de que se ha llegado a un nivel de desarrollo nunca alcanzado por la humanidad… Por lo tanto la sociedad humana no sólo es una jaula, sino que todos los que la habitan están configurados por sus barrotes: seres sin espíritu, sin corazón, sin identidad sexual o personal, casi podríamos decir gentes sin ser”.

Aquí, continúa Weber, “al igual que en las formas futuristas y tecnopastorales del modernismo, el hombre moderno como sujeto, como ser vivo capaz de respuesta, juicio y acción, en y sobre el mundo, ha desaparecido.

Irónicamente los críticos del siglo XX de la “jaula de hierro”, adoptan la perspectiva de los guardianes de ésta: puesto que los que se encuentran dentro de ella están desprovistos de libertad y dignidad interior, la jaula no es una prisión; simplemente ofrece, a una raza de nulidades, el vacío que necesitan y anhelan”. (M. Berman, ibid).

La visión olímpica de Max Weber y su desprecio y distanciamiento de los hombres y mujeres modernos, tuvieron consecuencias socio-políticas importantes de señalar: Pensadores de la derecha y del centro consideraron que las masas que se apretujan en las calles no tienen una sensibilidad, una espiritualidad o una dignidad que les conceda el derecho a gobernarse y, en virtud de sus mayorías masivas, el poder de gobernar a los demás. Sus ideas están presentes en los libros de Ortega y Gasset y de Spengler, entre otros.

(Lea También: El Fausto y los Modelos Fáusticos)

A su vez, pensadores de la izquierda como Marcuse:

En su obra “El Hombre unidimensional”, convertida en paradigma dominante del pensamiento crítico de los años setenta, consideraron que el alma de la masa estaba vacía de tensión interior o dinamismo; que las masas no tenían el Yo y el Ello que proclamaba Freud; que la vida interior de las masas, sus ideas, sus necesidades y hasta sus sueños, no eran suyos, sino que estaban administradas o programadas para producir exactamente aquellos deseos que el sistema social podía satisfacer y nada más.

“Las personas se reconocen en sus mercancías; encuentran su alma en su automóvil, en su equipo de alta fidelidad, en su casa a varios niveles, en el equipamiento de su cocina”. (H. Marcuse. “Onedimensional Man”. 1969).

El paradigma “unidimensional”, proclamaba que no había ninguna posibilidad de cambio para el hombre moderno, lo que condujo a sus seguidores al terreno de la futilidad y la desesperanza.

Otros, pensaron que era posible salirse de lo contemporáneo mediante la búsqueda de una vanguardia que estuviera totalmente fuera de la sociedad moderna y proclamaron su doctrina a través de las artes visuales y la literatura. A

esta posición sucedió la visión del modernismo como revolución permanente y sin fin contra la totalidad de la existencia moderna, en una especie de “cultura de la negación” preocupada por el derrocamiento de todos los valores y sin interés alguno en los mundos que destruía.

Este tipo de doctrinas omitía la fuerza afirmativa y vitalizadora de los modernistas de más altura, expresada simbólicamente en las figuras del Guernica de Picasso, luchando para mantener con vida a la misma vida, aun en el gemido de su muerte.

La visión afirmativa del modernismo fue desarrollada por un grupo heterogéneo de personas que a veces se llamaban a sí mismas “postmodernistas”, quienes, según lo afirma John Cage, debían:

“Abrir los ojos a la vida que vivimos”:

Lo que vino a significar romper las barreras entre el arte y otras actividades humanas, tales como los espectáculos comerciales, la tecnología industrial, la moda, el diseño y también la política.

Además, estimuló a escritores, pintores y compositores a romper las fronteras de sus especialidades para trabajar juntos en producciones y actuaciones que combinaran diversos medios y crearan unas artes más ricas y polivalentes.

La modernidad, según una definición mencionada por Gianni Vattimo, es “aquella época en la cual el ser moderno se convierte en un valor, todavía más, en el valor fundamental al que todos los demás valores se refieren”.

Esta fórmula coincide con otra definición más conocida de la modernidad que la caracteriza como la época de abandono de la visión sacra de la existencia y como la afirmación de las esferas de valor profano, es decir como la secularización, cuyo punto clave en el plano conceptual es la fe en el progreso.

El progreso, es caracterizado cada vez más como un valor en sí mismo capaz de admitir ulteriores incrementos de progreso. La secularización equivale simplemente a afirmar lo nuevo como valor, y como valor fundamental.

En el campo de las ciencias, como lo ha señalado Arnold Gehlen, el progreso llega a ser una especie de fatalidad; se ha convertido en una rutina y lo nuevo en la ciencia, en la técnica y en la industria, significa solamente la pura y simple supervivencia de esas esferas de actividad, en tanto que en el ámbito de las artes y la literatura, el valor de lo nuevo y la senda del desarrollo, sufren una secularización aún más radical que la que sobrevino al pasarse de la fe en la historia de la redención a la ideología profana del progreso. (M. Berman, ibid).

Los modernismos y antimodernismos de los años setenta:

Con sus visiones y revisiones de la modernidad, eran orientaciones activas hacia la historia, intentos de conectar un presente turbulento con un pasado y un futuro, para ayudar a los hombres y mujeres del mundo contemporáneo a sentirse más cómodos en él. Sus iniciativas, que fracasaron, brotaron de una amplitud de visión e imaginación y de un ardiente deseo de disfrutar del presente. Hoy en día, prácticamente nadie pretende establecer la gran conexión humana que entraña la idea de la modernidad.

Muchos intelectuales se han sumergido en el mundo del estructuralismo que simplemente hace a un lado la modernidad. Otros, se han esforzado por ignorar la historia y la cultura modernas y hablan como si todos los sentimientos, la expresividad, el juego, la sexualidad y la comunidad humanos acabaran de ser inventados por los postmodernistas.

Al separarse de la historia, pretenden ignorar el desarrollo que han tenido las Instituciones y se observa con pasmo cómo esta ignorancia es manifestada frente a aquellos que iniciaron y desarrollaron en un comienzo las mismas Instituciones cuya historia se pretende desconocer.

Los científicos sociales han abandonado la idea de construir un modelo que pudiera ser más fiel de la vida moderna, y se han contentado con dividir la modernidad en componentes tales como industrialización, urbanización y formación de élites, sin intentar integrarlos en un todo, fragmentando todavía más el mundo al igual que lo intentaron hacer sus antecesores modernistas de los años setenta. Y en este panorama, de suyo complicado de entender y de aceptar, Michel Foucault, obsesionado con las prisiones, los hospitales y los asilos, se muestra más reaccionario que Weber con sus “jaulas de hierro” y rechaza para la humanidad moderna toda posibilidad de ser libre.

Como lo señala Berman, Foucault intenta “explicar el sentimiento de pasividad e impotencia que se apoderó de tantos en los años setenta.

Es inútil tratar de resistir a las opresiones e injusticias de la vida moderna, puesto que hasta nuestros sueños de libertad no hacen sino añadir más eslabones a nuestras cadenas; no obstante, una vez que comprendemos la total inutilidad de todo, podemos por lo menos relajarnos”. (M. Berman, ibid).

Un gran humanista de nuestros días, el mexicano don Octavio Paz, laureado con el Premio Nobel de Literatura hace pocos años, ha querido resucitar el modernismo dinámico y dialéctico del siglo XIX. En su libro “Corriente Alterna”, se ha lamentado de que la modernidad “cortada del pasado y lanzada hacia un futuro siempre inasible, vive al día: no puede volver a sus principios, y así, recobrar sus poderes de renovación”.

Sostiene que los modernistas del pasado pueden devolvernos el sentido de nuestras propias raíces modernas, raíces que se remontan a doscientos años atrás; que pueden iluminar nuestro deseo de estar arraigados en un pasado social estable y coherente, e impulsar nuestro insaciable deseo de alcanzar un crecimiento no solamente económico, sino también lograr un nuevo crecimiento en experiencia, en conocimientos, en placer y en sensibilidad; que también pueden estimular nuestro ferviente deseo de vivir de acuerdo con unos valores claros y sólidos y de abrazar las posibilidades ilimitadas de la vida y la experiencia modernas. (O. Paz. “Corriente Alterna”. 1967).

Marx y Nietzsche:

Al igual que Baudelaire y Dostoievski, experimentaron la modernidad en una época en que sólo una pequeña parte del mundo era moderna.

Un siglo más tarde, cuando el proceso de modernización se ha extendido por todo el planeta, podemos aprender mucho de los primeros modernistas, no tanto sobre su época como sobre la nuestra.

Si podemos hacer nuestras sus visiones y utilizar sus perspectivas para observar nuestro propio entorno con nuevos ojos, veremos que en nuestras vidas hay más profundidad de lo que pensamos.

Aquí tiene vigencia plena la plegaria de Sören Kierkegaard cuando decía: “Señor, dadnos miradas sin visión para las cosas inútiles y ojos llenos de claridad para todas tus virtudes”.

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