El Concepto de Areté

ADOLFO DE FRANCISCO ZEA, M.D

Varios siglos antes de la aparición en Grecia de la filosofía de la naturaleza y de que la medicina griega se hubiera desarrollado en el alto grado que revelan los escritos de Hipócrates, la antigua cultura aristocrática helénica:

Cuya representación máxima son las dos epopeyas de Homero, la Iliada y la Odisea, había establecido el concepto de areté, que puede traducirse como “virtud”, en una acepción no atenuada por el uso puramente moral, sino indicada más bien como la expresión del más alto ideal caballeresco unido a una conducta cortesana y selecta y al heroísmo del guerrero.

El concepto de areté, expresado por Homero, no sólo servía para designar la excelencia humana sino también la superioridad de seres no-humanos, representada por la fuerza de los dioses o el valor y la rapidez de los caballos nobles.

La expresión areté, que equivalía en su acepción originaria y tradicional a destreza guerrera, se transformó más tarde en la idea de nobleza de acuerdo con las más altas exigencias espirituales.

El viejo concepto guerrero de areté no fue suficiente para los nuevos poetas de la edad heroica para quienes la areté implicaba una nueva imagen del hombre perfecto, que al lado de la acción demostraba además la nobleza del espíritu; sólo en la unión de ambas hallaba su verdadero fin. La areté, por otra parte, sólo podía alcanzar su verdadera perfección en las almas selectas.

El desarrollo de los aspectos físicos y espirituales, a través de la educación de la nobleza transformada en fuerza de primera categoría, fue indispensable en la búsqueda del ideal del hombre griego en la época homérica y en los siglos subsiguientes.

La transmisión de las formas de vida de padres a hijos mediante una educación basada en los imperativos de las costumbres aristocráticas, intentaba lograr la formación de la personalidad humana a través del consejo constante y la dirección espiritual.

En los tiempos primitivos, cuando todavía no existía una recopilación de leyes ni un pensamiento ético sistematizado, aparte de unos cuantos preceptos religiosos y de la sabiduría tradicional transmitida oralmente de generación en generación, nada se mostraba tan eficaz como guía para la propia acción que el ejemplo y el modelo.

El desarrollo de las formas espirituales de la educación noble, desde Homero hasta los grandes filósofos, fue como lo expresa Jaeger, “un desarrollo esencial de una forma originaria del espíritu griego, que permanece idéntico a sí mismo, en su estructura fundamental, a través de todas las fases de la historia”. (W. Jaeger, “Paideia”. 1962).

Una de las características esenciales de la excelencia humana que se aprecia en las dos epopeyas de Homero, fue el alto sentido del deber y el sentimiento de honor que le era consubstancial.

El reconocimiento de la grandeza de alma como la más alta expresión de la personalidad espiritual y ética, al decir de Jaeger, se funda desde Homero hasta Aristóteles en la dignidad de la areté: “El honor es el premio de la areté”. Para los griegos, quien se estima a sí mismo debe ser infatigable en la defensa de sus amigos y sacrificarse en honor a su patria, abandonando gustoso dinero, bienes y honores para entregarse a un ideal.

“Quien se sienta impregnado de la propia estimación, preferirá vivir brevemente en el más alto goce, que una larga existencia en un indolente reposo; preferirá vivir un año sólo, por un fin noble, que una larga vida por nada; preferirá cumplir una sola acción grande y magnífica, a una serie de pequeñeces insignificantes”. Estas palabras de Aristóteles revelan lo más peculiar y original del sentimiento de la vida de los griegos: el heroísmo. (W. Jaeger, ibid).

La concepción épica del hombre homérico fue admirablemente expresada en la descripción del escudo de Aquiles que con todo detalle se encuentra en la Iliada.

Hefestos representa en él, la tierra, el cielo y el mar, el sol, la luna y las constelaciones que coronan el cielo. Se encuentran además dos bellas ciudades hechas por el hombre: en una de ellas hay bodas, convites, cortejos y danzas al son de flautas y de liras; unos jueces imparten justicia, sobre el precio de la sangre de un muerto.

En la otra, dos ejércitos intentan destruirla y sus habitantes la defienden para proteger ancianos, mujeres y niños; hay también campos de labranza y de recolección de cosechas; viñedos, pastores apacentando bueyes y danzas de muchachas y jóvenes cogidos de las manos.

En torno a esta representación plena de la vida humana simbolizada en el escudo y abrazando la totalidad de las escenas, fluye el Océano. La armonía perfecta de la naturaleza y de la vida humana que se revela en la descripción del escudo, domina la concepción homérica de la realidad. (Homero. “La Iliada”).

Así como Homero describe el destino de los héroes que luchan y sufren como un drama de los dioses y de los hombres, Hesiodo, en su poema “Los trabajos y los días”, muestra la lucha de los poderes del cielo y de la tierra por el triunfo de la justicia.

El trabajo es una dura necesidad para el hombre, y quien provee mediante él a su modesta subsistencia, recibe mayores bendiciones que el que codicia los bienes ajenos. La idea del derecho es para el poeta la raíz de la cual ha de surgir una sociedad mejor.

Ensalza el trabajo como el camino para llegar a la areté, no la areté guerrera de la antigua nobleza ni la de la clase propietaria, sino la del hombre trabajador que encuentra su expresión en una posesión moderada.

(Lea También: Medicina Griega Homérica)

En el enriquecimiento del concepto de areté, a partir de los tiempos homéricos, es conveniente resaltar la voluntad de justicia como idea, que en el seno de la polis griega se convirtió en una nueva fuerza educadora análoga al ideal caballeresco del valor guerrero en los primeros estadios de la cultura aristocrática.

El concepto de justicia se convirtió en la forma de la areté que comprende y cumple todas las exigencias del ciudadano perfecto. La ley representa la etapa más importante en el camino que conduce desde la educación griega hasta le idea del hombre formulada y defendida sistemáticamente por los filósofos.

Del hombre ansioso de obtener la gloria en la lucha y la victoria, se va pasando al hombre justo, cuya areté implica fundamentalmente la Justicia en su relación con los demás y sobretodo consigo mismo.

Al lado del concepto de voluntad de justicia antes mencionado, debe destacarse que algunos de los grandes legisladores griegos, como Solón, establecieron el concepto de medida y límite que alcanzaría después una importancia fundamental en la formulación de la ética griega.

Por otra parte, Platón coloca en un mismo plano, tres diferentes situaciones: el sacrificio de dinero y bienes; la decisión de los grandes héroes de la Antigüedad de perseverar en el esfuerzo, la lucha y la muerte para alcanzar el premio de una gloria perdurable; y la lucha de los poetas y legisladores por dejar a la posteridad creaciones inmortales del espíritu. Explica el filósofo que estas acciones traducen el poderoso impulso de anhelo del hombre mortal hacia su propia inmortalidad, que sólo se alcanza en la gloria de las victorias en las batallas y en la excelencia de las creaciones en el campo de las letras y de las artes. (Platón, “Simposium”).

La tragedia griega que sucedió a la epopeya homérica, otorgó de nuevo a la poesía griega la capacidad de abrazar la unidad de todo lo humano; en ella se encuentra el creciente desarrollo del puro contenido del pensamiento, ya en forma de exigencia normativa para la comunidad, ya como expresión personal del individuo. Por primera vez, el drama convierte en principio informador de su construcción entera la idea del destino humano, con todos sus inevitables ascensos y descensos, con todas sus peripecias y catástrofes.

El papel fundamental de Sófocles y en menor grado de Esquilo y de Eurípides, como exponentes de la fuerza educadora de la tragedia griega, ha sido muy bien señalado por Jaeger, en un párrafo que vale la pena copiar textualmente: “El efecto inextinguible de Sófocles sobre el hombre actual, a base de su posición imperecedera en la literatura universal, son sus caracteres.

Si nos preguntamos cuáles son las creaciones de los trágicos griegos que viven en la fantasía de los hombres, con independencia de la escena y de su conexión con el drama, veremos que las de Sófocles ocupan el primer lugar. Esta pervivencia separada de las figuras no hubiera podido ser jamás alcanzada por el mero dominio de la técnica escénica, cuyos efectos son siempre momentáneos.

Acaso no hay nada más difícil de comprender para nosotros que el enigma de la sabiduría sosegada, sencilla, natural, con que ha erigido aquellas figuras humanas de carne y hueso, henchidas de las pasiones más violentas y de los sentimientos más tiernos, de orgullosa y heroica grandeza y de verdadera humanidad, tan parecidos a nosotros y al mismo tiempo dotadas de tan alta nobleza. Nada es en ellas artificioso y exorbitante.

Los tiempos posteriores han buscado en vano la monumentalidad, mediante lo violento, lo colosal o lo efectista. En Sófocles todo se desarrolla sin violencia, en sus proporciones naturales. La verdadera monumentalidad es siempre simple y natural.

Su secreto reside en el abandono de lo esencial y fortuito de su apariencia, de tal modo que irradie con perfecta claridad la ley íntima oculta a la mirada ordinaria. Los hombres de Sófocles carecen de aquella solidez pétrea que arranca de la tierra de las figuras de Esquilo, que a su lado aparecen inmóviles y aun rígidas.

Pero su movilidad no carece de peso como las de algunas figuras de Eurípides, que es duro denominar “figuras”, incapaces de condensarse más allá de las dos dimensiones del teatro, indumentaria y declamación, en una verdadera existencia corporal.

Entre su predecesor y su sucesor es Sófocles el creador innato de caracteres. Como sin esfuerzo se rodea del tropel de sus imágenes, o aun podríamos decir que le rodean. Pues nada más ajeno a un verdadero carácter que la arbitrariedad de una fantasía caprichosa.

Nacen todos de una necesidad que no es ni la generalidad vacía del tipo ni la simple determinación del carácter individual, sino lo esencial mismo, opuesto a lo que carece de esencia”. (W. Jaeger, ibid.). Sófocles, tal como la debió haber experimentado en sí mismo, humanizó la tragedia y la convirtió en modelo imperecedero de la educación humana, de acuerdo con el espíritu inimitable de su creador.

En su monumental obra “La guerra del Peloponeso”, Tucídides relata detalladamente los funerales que se celebraron para honrar a los primeros muertos de la guerra, ceremonia en la cual correspondió a Pericles hacer la Oración Fúnebre.

En ese bellísimo discurso, Pericles, con gran maestría, señala las características más importantes del hombre griego de su época y sus valores tanto en la guerra como en la paz.

Menciona en un comienzo a su antepasados “quienes habitaron el país, sin interrupciones, de generación en generación, hasta entregarlo libre en el presente tiempo, gracias a su valor”. Y añade: “La administración del Estado, favorece a los muchos en lugar de los pocos; es lo que llamamos democracia…. Si miramos las leyes vemos que ellas dan igual justicia a todos en sus diferencias privadas….

La libertad de que gozamos en nuestro gobierno, se extiende también a nuestra vida ordinaria….

No somos ciudadanos licenciosos; obedecemos a nuestros magistrados y a las leyes, particularmente en relación a la protección de los débiles, ya sea que estén contenidas en el libro de los estatutos, o pertenezcan al código, que aunque no escrito, no puede ser roto sin que se presente la desgracia….

Cultivamos el refinamiento sin extravagancia y el conocimiento sin afeminamientos…. Empleamos la riqueza útilmente, sin exhibirla, y pensamos que la desgracia de la pobreza está en declinar la lucha contra ella… En generosidad somos singulares adquiriendo nuestros amigos al darles favores y no al recibirlos de ellos…. Es preciso reflexionar que es gracias a la valentía, al sentimiento del deber y a un agudo sentido del honor como los hombres pueden ganar las guirnaldas de la victoria, y que las recompensas son mayores allá donde se encuentran los mejores ciudadanos”. (Tucídides. “Historia de la guerra del Peloponeso”. Lib II, 7:3546).

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