La Medicina en Roma

ADOLFO DE FRANCISCO ZEA, M.D

Los escritores Celso y Plinio el Viejo fueron contemporáneos.

Vivieron en Roma en el siglo I antes de Cristo; fueron miembros de la alta clase social y no fueron médicos. El libro “De la Medicina” de Celso, formaba parte de una Enciclopedia que incluía libros sobre agricultura, arte militar, filosofía, retórica y jurisprudencia. Los escritos médicos de Plinio forman parte de su “Historia Natural”, una compilación de materiales de más de cien autores escrita en treinta y siete tomos.

Tanto Celso como Plinio fueron terratenientes y son ejemplos del ideal intelectual romano del Pater Familiae, una figura dotada de amplios conocimientos tanto teóricos como prácticos y cabeza de la organización familiar. El pater familiae, en general, consideraba que por observación, experiencia y lecturas podía dominar el arte de la medicina tal como dominaba las técnicas agrícolas o los métodos de administración civil o militar.

El concepto del médico profesional reñía con estos valores romanos tradicionales. En ese sentido, Plinio se refirió displicentemente a los médicos en la siguiente forma: “Es a expensas de nuestros peligros que aprenden y mediante experimentos nos llevan a la muerte; el médico es el único hombre que puede matar a otro con soberana impunidad…”

La primitiva medicina romana estaba relacionada solamente con el tratamiento de los síntomas, ya que se creía que la prevención, el diagnóstico y el pronóstico de las enfermedades eran aspectos médicos controlados por los dioses y estaban por lo tanto más allá de la esfera humana.

La medicina se componía así de una mezcla de encantamientos mágicos y de remedios animales y vegetales, cuyo control estaba a cargo del pater familiae, quien, o bien dispensaba las medicinas personalmente o confiaba su administración a otros. Asegurándose que se emplearan los ingredientes, palabras y rituales adecuados. La resistencia hacia los médicos griegos en Roma fue muy notable hasta cuando se presentó en Roma un episodio de peste, en el año 295 a.C.

Se consideró entonces necesario buscar ayuda externa pero no se solicitó que la dieran los médicos griegos, sino Asklepios, el dios griego de la medicina, Esculapio para los romanos, en cuyo honor se erigió un templo en una isla del Tiber.

Al ceder en intensidad el brote de peste, disminuyó también la resistencia a los médicos helénicos, aunque continuó venerándose por mucho tiempo la figura del dios.

Celso consideraba que la medicina posthipocrática se dividía en tres ramas: dietética, farmacología y cirugía. La dieta implicaba regímenes de alimentación e incluía también ejercicios, baños, relajación y medicinas.

La dietética se había originado en Grecia como una respuesta a las necesidades de los atletas durante las competencias; después. Se estableció como un método para tratar a los enfermos y luego a los sanos con el propósito de evitar la enfermedad.

Los alimentos fuertes, como el pan, la carne de animales de caza mayor, la miel y los quesos debían darse a pacientes de constitución fuerte; los alimentos medianos como pescados, aves y hierbas de raíces y bulbos comestibles, a los de constitución mediana, y los alimentos débiles, como los vegetales, frutas, aceitunas y caracoles, a los de constitución débil.

Se comía una o dos veces al día, y la cena de la tarde incluía tres platos, generalmente bien condimentados. La carne y el pan eran los alimentos más importantes:

Se importaban cereales de Egipto y de otras zonas del Africa consideradas como los “graneros de Roma”, y existía un sistema de filantropía privada para complementar la alimentación de los niños pobres. Séneca añoraba los días en que la dieta era sencilla y se quejaba de la glotonería de las clases ricas romanas que les ocasionaba “la calvicie y la gota”.

La riqueza de la sociedad romana de esos días permitía que muchos ciudadanos pudieran vivir en villas pequeñas cuyas casas adornaban con lujos, de acuerdo a sus capacidades económicas, a las que dotaban de facilidades sanitarias para evitar los peligros de salud de los grandes centros y especialmente de Roma, que en varias ocasiones se vio expuesta a epidemias de enfermedades traídas de varias partes del Imperio. Ocho acueductos conducían el agua a Roma y el “Curator Aquorum” era uno de los más importantes funcionarios de la capital imperial.

El arquitecto romano Vitrubius diseñó los reservorios, piscinas y fuentes que recibían el agua de la ciudad y diseñó también las tuberías de distribución. Fabricadas en loza de barro las más baratas y prácticas, o en metal y madera las menos utilizadas y más costosas. Se tenía especial cuidado en asegurar la provisión de agua libre de sedimentos e impurezas.

Se construyeron pozos o cisternas, especialmente para uso doméstico, y se discutió mucho sobre cuál de las aguas era más sana, si el agua lluvia como lo pensaba Vitrubius o la de los cisternas como lo creía Plinio.

Las gentes asistían a los baños públicos, en los cuales eran aceptables aguas de más baja calidad, buscando no solamente la limpieza del cuerpo sino la posibilidad de conversar, escuchar las últimas noticias, hacer ejercicios y entablar nuevas amistades.

Los médicos prescribían baños para curar enfermedades y mantener la salud; junto con las sangrías, los baños se convirtieron en la panacea de los doctores. Séneca, que vivía cerca de uno de esos establecimientos, se quejaba de los ruidos intensos y diversos que escuchaba y que en ocasiones le hacían “odiar mis verdaderos poderes de audición”. Los baños, al igual que otras instituciones romanas, se extendieron por todo el imperio y fueron de fácil acceso a todas las clases sociales, desde los senadores de Roma, hasta los humildes artesanos de las ciudades de provincia.

Los baños incorporaron también facilidades sanitarias como las letrinas de agua corriente, que se instalaron también en sitios públicos cercanos al Foro y a las grandes avenidas de la ciudad. A pesar de los baños regulares, sin el jabón que todavía no había sido inventado, los olores corporales hubieran sido muy molestos si no se hubieran suavizado por medio de ungüentos y perfumes empleados no sólo por las clases altas sino también por estamentos más bajos de la sociedad.

No era sin embargo fácil mantenerse en buena salud en una época en que médicos y medicinas eran de calidad incierta. Los ricos y los que vivían en ciudades y pueblos podían disponer de baños y de agua corriente, pero estaban expuestos a problemas de disposición de desperdicios y excretas, hacinamiento en muchos casos, y aumento de la susceptibilidad a las enfermedades contagiosas.

Los que trabajaban en el campo o en pequeñas comunidades rurales podían evitarse esos grandes problemas urbanos, pero para ellos la sanidad prácticamente no existía y debían conformarse para el control de sus enfermedades con las plegarias a las divinidades de la salud, o con la atención ocasional de los médicos itinerantes.

Los médicos del siglo I a.C. eran en su mayor parte esclavos, esclavos libertos o sus descendientes, y procedían en general de Grecia. En el año 46 a.C., Julio Cesar concedió la ciudadanía romana a los médicos extranjeros; en la misma época, a los profesionales de Efeso se les concedió el honor de ser exentos de impuestos.

Esta legislación refleja la importancia creciente de los médicos en la comunidad. Algunos no eran esclavos ni esclavos liberados, sino ciudadanos romanos como era el caso de Galeno, el más famoso médico de Roma, quien por otra parte fue médico personal del emperador Marco Aurelio.

Existía también un grupo de profesionales empleados por las autoridades cívicas para atender la población de la ciudad cuyos honorarios les permitía tener un estándar de vida aceptable. Sin embargo, en una sociedad en la cual la tenencia de tierras era la medida de la riqueza, la práctica médica no permitía alcanzar grandes fortunas a pesar de que la opinión pública creía lo contrario.

Algunos ciudadanos prominentes como Plinio el Joven y el célebre escritor Marcial, formularon severas críticas a los médicos, a quienes consideraban charlatanes y estafadores, pero en general, los médicos al igual que los maestros eran considerados como gente instruida.

En contra de la posición de muchos detractores, Séneca expresó un valioso testimonio a favor de su médico personal con las siguientes palabras: “Empleó en mí más tiempo que los doctores corrientes; lo hizo para cuidarme y no para preservar la reputación de su arte; siempre estaba al lado de aquellos que sufrían y siempre estaba presente en momentos de crisis; escuchaba mis lamentos con simpatía; entre multitud de pacientes, mi salud era su principal preocupación; atendía a otros sólo cuando mi salud lo permitía; yo me relacionaba con él no sólo como médico, sino mediante los lazos de una estrecha amistad”. (Séneca. “Sobre los Beneficios”, VI:15,4).

Galeno, nacido en Pérgamo en el año 129 después de Cristo, hizo sus estudios iniciales en lengua griega, retórica y filosofía, llegando a ser un experto en las doctrinas de Aristóteles.

Practicó la medicina en diferentes ciudades del Asia menor y finalmente en Alejandría, antes de instalarse en Roma. Sus escritos, por su formación filosófica están impregnados de ideas aristotélicas y platónicas, razón por la cual el historiador de la medicina romana Ralph Jackson, considera que si se acepta que Hipócrates separó la medicina de la filosofía, debe pensarse que Galeno a su vez las unió.

Tenía grandes conocimientos de lógica y se servía del principio de analogía, muy propio de la ciencia griega, como medio para aclarar o fortalecer argumentos abstractos.

Esas cualidades y su retórica persuasiva lo convertían en un excelente maestro de la ciencia médica. Poseía amplios conocimientos de anatomía y fisiología y volvió a la doctrina hipocrática de los humores que había sido desechada siglos antes por Erasístrato.

Su pensamiento médico, descubierto en el siglo XI, ejerció su poderosa influencia hasta el siglo XVII y en algunos aspectos hasta el siglo pasado en todo el mundo occidental.

Tanto Galeno como Celso preconizaron un sistema razonado de la medicina y apreciaron la necesidad de tratar a los pacientes como individuos.

Celso explicaba la forma como debía el médico inspirar la confianza de sus enfermos: “Un médico práctico de experiencia no toma del brazo al paciente al entrar a verlo, sino que primero se sienta y con semblante jovial le pregunta cómo se siente; y si el enfermo tiene algún temor, le conversa animadamente, y sólo despues, extiende su brazo y toca al paciente; después, prediciendo el curso de la enfermedad, el médico logra aumentar la confianza del enfermo, antes de intentar el tratamiento”. (Celso. “De la Medicina”).

El predominio de la teoría humoral de las enfermedades orientaba en gran parte la forma del tratamiento.

El retorno a la salud implicaba la restauración del balance de los líquidos orgánicos, para lo cual los médicos recurrían a los purgantes a base de aloes y eléboro y a las sangrías, llevadas a cabo directamente por sección o punción de las venas, o indirectamente a través de ventosas o mediante el uso de sanguijuelas, tal como continuaron siendo utilizadas hasta el siglo pasado.

Acudían además a medicamentos de diversas clases; éstos, considerados como específicos o panaceas, eran en general preparaciones derivadas de hierbas, vegetales y otras sustancias de origen animal o mineral, en ocasiones mezcladas con especias.

El conocimiento de que ciertas plantas y sustancias de origen animal o inorgánico tenían propiedades curativas es muy antiguo y extenso.

Teofrasto, discípulo de Aristóteles, describió 550 plantas medicinales; Dioscórides, reunió 600 medicinas; Galeno otras tantas, y Plinio en su Historia Natural registró la cifra altísima de 900. Uno de los aspectos interesantes de la farmacopea griega y latina es que muchos de los ingredientes utilizados en esas épocas son empleados todavía en nuestros días.

La mayor parte de los medicamentos se empleaban mediante aplicaciones a través de la piel y en muchos casos por vía oral mezclados con vino.

(Lea También: El Médico en la Biblia)

Al igual que en Egipto, existía un alto grado de especialización en la medicina romana.

Galeno menciona médicos de los ojos, de los oídos, de los dientes; cirujanos de cataratas, de hernias y de cálculos de la vejiga, ademas de parteras, cirujanos generales y ginecólogos. Otros autores hablan de dietistas e hidroterapistas, doctores para las fiebres, para las fístulas y para las enfermedades del ano.

A pesar de su práctica, de su ingenuidad y de su dedicación y altos principios, los médicos se enfrentaban a considerables dificultades en el diagnóstico y en el tratamiento de sus pacientes, y se veían favorecidos cuando las enfermedades, como ocurre en ocasiones, curaban espontáneamente a pesar del médico y de las medidas que empleaba para controlarlas.

La debilidad del conocimiento científico médico de la antigüedad y el atractivo poder de los dioses, hacía que se acudiera a éstos para asegurar el buen estado de salud.

Las deidades eran parte importante de la vida diaria y se buscaba su acción desde un comienzo, no como un recurso de última necesidad. Esta relación con los dioses explica en gran parte que el progreso de la medicina racional no eclipsara las creencias irracionales y que las deidades de la salud florecieran a la par con la medicina científica en un desarrollo casi paralelo.

De allí que el Juramento Hipocrático se iniciara con las invocaciones a Apolo, Asklepios, Hygeia y Panacea, dioses y diosas relacionados con la salud y con la enfermedad. Los santuarios dedicados a los dioses suministraban a los médicos una solución socialmente aceptable para aquellos casos en los que la medicina científica se mostraba ineficaz.

En esas circunstancias, no se hizo necesario llegar a algún tipo de integración de las dos modalidades de medicina; los médicos, no excluyeron la “medicina de los templos”, y los dos sistemas de salud coexistieron con muy pocas dificultades.

Asklepios, en Grecia, fué un médico mortal antes de que lo convirtieran en dios; fue considerado como deidad al llegar a Roma, con el nombre de Esculapio, para ayudar a controlar el brote de peste al que se hizo referencia anteriormente.

Se le daba como atributo distintivo el cayado en el que se apoyaban los viajeros griegos, que simbólicamente significaba el apoyo para la mejoría de los pacientes; y la serpiente que se le enroscaba, en razón a que el cambio anual de la piel era símbolo de rejuvenecimiento y restauración de la salud.

A sus santuarios principales en Epidauro, Cos y Pérgamo, se añadieron cientos de templos y de lugares de veneración en una amplia extensión del mundo antiguo. Su culto se rendía mediante complicados sistemas rituales, especialmente el baño, que se hacía no tanto como limpieza física sino más bien espiritual: “Aquel que entra en el templo fragante debe ser puro; la pureza consiste en pensar con mente santa”.

Sus sacerdotes, que en términos generales eran los sanadores por la fe y los psicoterapeutas de la antigüedad, exigían sacrificios de animales y ofrendas votivas, muchas de las cuales se han rescatado en recientes excavaciones arqueológicas. Galeno y Rufus de Efeso dieron crédito a las curaciones de Asklepios y consideraron que los sueños de los pacientes, producidos en los templos y santuarios del dios, eran de considerable significación médica.

Al iniciarse el culto de Esculapio en Roma y en los siglos siguientes, los centros de curación o santuarios del dios se establecieron de preferencia en lugares en donde hubiera fuentes de agua al estilo de las que actualmente conocemos como medicinales.

Vitrubius, el célebre arquitecto, se expresaba así: “Cuando una persona enferma es trasladada de un sitio pestilente a un sitio sano dotado de fuentes de agua adecuadas, se recuperará más pronto, y así la divinidad ganará más grande y alta reputación y autoridad”; y añadía más adelante que las fuentes de azufre tienen el poder de “refrescar la debilidad muscular, calentando y quemando los humores venenosos del cuerpo”; afirmaba también que las fuentes de alumbre eran benéficas para los pacientes que sufrían de parálisis; que las de betún purgaban y curaban los “defectos interiores”; que las alcalinas, disminuían los “tumores escrofulosos”, y que las ácidas, al ser bebidas, disolvían los cálculos de la vejiga. (P. Laín Entralgo. “Historia Universal de la Medicina”. 1972).

Durante el reinado de Constantino, muchos de los santuarios dedicados a Asklepios fueron destruidos por los cristianos porque al dios grecolatino, considerado como médico que sanaba las enfermedades del cuerpo y del alma, se le llamaba ocasionalmente salvador. Los cristianos creían que el único Salvador era Cristo y que Esculapio era un espíritu del mal “que no cura las almas sino que las destruye”.

Sin embargo, la influencia del dios como dispensador de la salud, no desapareció del todo. Sobre las ruinas de sus santuarios en Epidauro, Corinto y Roma, se edificaron iglesias cristianas; en Atenas, por ejemplo, se erigió una gran basílica sobre las ruinas del templo de Asklepios. Dedicada a la memoria de los santos doctores. Los poderes de las deidades de la salud fueron trasladados a los santos cristianos y se conservaron las ofrendas votivas, sólo que con el carácter de cristianas, en las iglesias de Grecia, Italia y otros países mediterráneos.

La medicina de Roma y el Imperio Romano fue una prolongación de la medicina griega con un alto sentido de lo práctico, lo que le permitió hacer avances importantes en el campo de la cirugía, de la gineco-obstetricia y de la medicina militar, sobre los cuales no vamos a detenernos.

Pero Roma sobresalió, ante todo, por el estudio y tratamiento que dio al desarrollo de las relaciones del hombre con el hombre, a través de la Jurisprudencia. Lo que dejó como legado el Derecho Romano que sirvió de base a las legislaciones posteriores del mundo occidental.

La filosofía, que impregnó la medicina griega en sus comienzos, no parece haber jugado en el Imperio Romano un papel tan preponderante como el que desempeñó en Grecia.

El Cristianismo habría de modificar la medicina romana al agregarle un sentido más humanitario a las relaciones de los médicos con sus pacientes. Y al establecer un amplio sistema hospitalario sustentado en las virtudes de la bondad y la caridad, tal como lo hicieron también en su momento los representantes de la medicina islámica.

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