Concurso Cuento Congreso Sociedad Colombiana de Urología

Medellín 2003

El Verdadero Sabio

Dedicado a mi Maestro Luis Eduardo Carrasquilla.

Dr. Santiago Solano

Justo cuando Don Próspero estaba enseñando a su pupilo Joaquín a afinar el Do Central del piano de cola de la orquesta filarmónica de la ciudad capital, una de las cuerdas de dicha nota cedió, rompiéndose en dos trozos: el primero rayó permanentemente la madera del piano y el otro se enclavó en el dedo pulgar de la mano derecha de Joaquín con tal fuerza, que fue necesario llevarlo al servicio de urgencias del hospital más cercano para que le suturaran la herida de 2 centímetros. Don Próspero rió con cierto cinismo, pues recordó el mismo incidente 40 años atrás, cuando su padre le enseñaba a afinar pianos y la cuerda rota no cayó en la mano, sino en su córnea derecha. Esto generó su eterno problema visual que le acompañó hasta la muerte y que le obligó a usar anteojos de por vida. Las gafas, además de servirle para ver con el único ojo que le quedó sano, también le protegían la preciada córnea izquierda. El incidente le enseñó a afinar los instrumentos con cuidado, pues conoció en carne propia la fuerza con la que las cuerdas rotas pueden enclavarse en cualquier objeto que se les atraviese. Don Próspero siempre enseñaba a sus pupilos a tener respeto y cuidado por las cuerdas instrumentales, enseñanza que Joaquín siempre desdeñó y cuya consecuencia le generó una retracción permanente del dedo pulgar mencionado, que le impedía algunos movimientos de su mano derecha durante la interpretación de melodías especiales.

El incidente de Don Próspero y su padre enseñó a aquel a valorar las enseñanzas de sus mayores y a transmitirlas a sus estudiantes, pero en Joaquín generó al principio rabia de comprobar que su maestro tenía razón, pero después en su vida le enseñó lo importante de tener paciencia con sus discípulos, sobre todo con los más testarudos, que en ocasiones no entienden un simple “si” o un “no” y requieren, además de paciencia, la explicación detallada del por qué “sí” o por qué “no”.

Joaquín asistía y aprendía de Don Próspero el arte de afinar pianos no porque quisiera, sino porque a pesar de ser un virtuoso innato del piano, esta profesión al principio no le permitió vivir. Por eso aprendía el oficio de la afinación, que al menos lo mantenía en  contacto directo con un instrumento al cual le arrancaba notas musicales que le retroaliementaban el alma.

La genialidad y brillantez musical de Joaquín estuvieron manipuladas desde mucho antes de su nacimiento. Desde el vientre materno estuvo impregnado por la música, pues su madre era pianista y su padre era un caribe “parrandero” que amanecía embriagándose con ron y la música de Lucho Bermúdez y Pacho Galán. Así pues se cumplía al pie de la letra la directriz de Darwin, según la cual el hombre es una vasta expresión de genética e influencia social.

La vida infantil de Joaquín se basó en la pobreza sostenible de una familia costeña que levantó a sus hijos de la mejor manera posible, según las normas de urbanidad estipuladas en el libro de Carreño. Joaquín creció como cualquier infante a la luz del calor de la costa caribe, el ambiente fiestero de su padre y por supuesto, las lecciones de piano que su madre le imponía al principio pero que el tiempo su virtuosismo descrito le permitieron disfrutar al final.

Fue así como a los dieciséis años Joaquín ingresó como pianista suplente y sin sueldo a la orquesta de los Hermanos Daza, famosa por amenizar las fiestas de la oligarquía costeña en los años 50. La retribución sentimental que Joaquín recibía era la de estar cerca de la música, tocar en los ensayos y por encima de todo, abrazar el instrumento que le hacía derramar lágrimas de felicidad al hacerlo sonar como los ángeles, pero de hiel cuando la música no fluía como él la imaginaba en su mente.El pianista titular de la orquesta era el maestro Esteban Daza, quien a sus 65 años murió, al parecer por un aneurisma cerebral que se reventó al retorzar con alguien quien no era la madre de sus hijos. Este hecho aconteció en el calor infernal del mediodía de un sábado, en una de las muchas giras caribes de la orquesta. Joaquín aprendió varias cosas del maestro Daza, unas importantes y las otras no tanto. Dentro de las menos importantes estaba la de seguir siempre la tonalidad del contrabajo cuando se estuviera perdido en una pieza, la de estar siempre atento al director de la orquesta por si surgía algún cambio imprevisto, la de velar por el bienestar del piano y su afinación en los innumerables trasteos de la orquesta y por último, la de tener la música caribe que Joaquín obtuvo de mujeres, música, negocios, etc. No transcurrió mucho tiempo entre esta última y la hora en la que Joaquín, una vez muerto el maestro Daza, se enfrentó al dilema de ser el pianista titular de la orquesta. Anhelaba este puesto hacía cinco años, cuando entró como suplente. Ahora dicho sueño estaba al alcance de su mano, sólo que con el altísimo costo que la vida le cobraba: la ausencia permanente del maestro Daza.

Joaquín toleró la rutina de la orquesta durante 6 meses, momento en el cual decidió cambiar radicalmente su vida. Su gran habilidad musical no toleraba tocas las mismas piezas durante las eternas fiestas que amenizaba la orquesta. En alguna de las muchas giras había conocido a Isabel, de quien se enamoró perdidamente y con quien contrajo matrimonio después de literalmente robarla de  su casa paterna. Harto de la vida que llevaba y, con la convicción de su genialidad, decidió dejar su puesto en la orquesta y viajar a la capital para probar suerte.

Pero la suerte musical sólo le sirvió inicialmente para recordar cada día la enseñanza de Esteban Daza con respecto a tener el piano en perfectas condiciones de limpieza y afinación. Fue así como llegó a su mente una conversación con el maestro, en la cual le decía que el día triunfal de su carrera como pianista sería aquel en el cual pudiera afinar un piano con la destreza de Don Próspero Rojas. Don Próspero era otro virtuoso del piano, quien ante la ausencia de buenos oídos en la ciudad que afinaran los instrumentos de la aristócrata sociedad capitalina, decidió acompañar su música con el arte de la afinación. Estos recuerdos, aunados a la desesperación laboral que acosaba a Joaquín, le hicieron buscar al maestro de la afinación, presentarse como alumno de Esteban Daza y solicitar comedidamente su tutoría en el aprendizaje de la afinación de instrumentos musicales. Don Próspero, al oír la presentación del muchacho, lo hizo sentar al piano y le solicitó que interpretara algo que brotara de su alma. Fue entonces cuando sin pensarlo mucho, Joaquín inició la interpretación del primer movimiento del Concierto No. 5 Ludwig Van Beethoven denominado “El Emperador”. Joaquín sabía lo que hacía, pues muchas veces había escuchado oír al maestro Daza acerca de su predilección por Beethoven y en especial por su colosal concierto “El Emperador”. Lo que Joaquín no sabía era que Don Próspero y el maestro Esteban Daza habían sido condiscípulos en el conservatorio de la Universidad de Viena cuando el siglo XX apenas nacía. Además, Joaquín ignoraba la profunda amistad que existía entre los dos personales y el eterno amor que ambos profesaban por el sordo compositor alemán. Años después de esta presentación, Joaquín terminó por entender la lágrima que brotó del ojo sano de Don Próspero, cuando el piano interpretado con abrumadora brillantez salían las notas celestes del concierto mencionado. Inicialmente Joaquín creyó haber deslumbrado profundamente a Don Próspero, cosa que sin duda logró, pero termino por entender que el afinador lloraba por una extraña mezcla de melancolía al saber muerto a su amigo, de felicidad por escuchar una vez más su concierto predilecto y de fascinación, por oírlo interpretado hábilmente por aquel muchacho que se convertiría en su más preciado discípulo y posterior amigo.

Sin embargo mucho le hacía falta a Joaquín para entender la dimensión del personaje tuerto que tenía enfrente. El carácter arrogante de Joaquín, reforzado por su convicción correcta de ser un virtuoso, hacían de este pequeño gigante de la música un ciego total de la realidad que estaba a punto de descubrir y que dirigía su vida de ahí en adelante.

Alumno y profesor empezaron una larga caminata por el mundo de los instrumentos, la música, el oído y por supuesto por Beethoven. Joaquín era bueno y Don Próspero lo sabía. Aprendía rápidamente las artes básicas de la afinación, con lo cual cualquier afinador se ganaría la vida holgadamente. Pero Don Próspero quería que su pupilo fuera diferente a los demás; no solo el mejor sino alguien único en su arte.

Al principio, Joaquín creyó saberlo todo acerca de la afinación cuando pudo afinar completamente su primer encargo: el piano de cola colocado en la sala de estar de la Presidencia de la República. La revisión que Don Próspero hizo de aquel trabajo dio como calificación un trabajo normal realizado por un afinador promedio. Ante tal veredicto, Joaquín recogió su instrumental y salió del salón sin explicaciones. Dos semanas dos tardes, impulsado por la falta de ingreso económicos, reapareció en el taller de Don Próspero no sin hacer notar su descontento con lo que él creía un trabajo casi perfecto. El maestro lo recibió fraternalmente a pesar de la actitud negativa del alumno y le reforzó una de las enseñanzas más importante para la vida de Joaquín y que de paso sea recordado, fue la principal enseñanza que le brindó el maestro Esteban Daza. Resulta que la condición que impuso Don Próspero para recibir de nuevo a Joaquín en su taller consistía en interpretar de nuevo el Concierto No. 5 de Beethoven. Joaquín, sin entender muy bien la finalidad de tal acción, se sentó al piano y la ejecutó de memoria como cuando algún bachiller emite los versos de Neruda sin entender la real dimensión de la lírica extrema del escritor. Al terminar, el maestro en silencio se retiró a sus aposentos y regresó con una de las primeras radio-grabadoras que llegaron al país en la mano. La colocó sobre el piano en el que Joaquín había interpretado el Concierto y la puso a funcionar. Joaquín estupefacto examinó con la vista el aparato, pero lo que de verdad lo dejó deslumbrado fue su sonido: era el mismo concierto interpretado por algún virtuoso. La ejecución gloriosa de la obra hizo brotar varias lágrimas de los ojos de Joaquín, quien trataba en vano de disimular el encanto que las notas producían en su mente. Al finalizar la grabación, Don Próspero instó bondadosamente a Joaquín a que comparara su interpretación con la que acababa de escuchar. De inmediato Joaquín maquinó en su cabeza una disculpa para evadir la enorme diferencia que existía entre las dos interpretaciones. Pensó que la grabación era ejecutada por un reconocido pianista del tipo Claudio Arraú o algo similar y que Don Próspero quería ridiculizarlo al compararlos. Cual no sería la sorpresa del discípulo, al escuchar de labios del maestro que la grabación secreta era la misma ejecución que Joaquín había realizado el día de su primera presentación en el taller. De inmediato la imagen de Esteban Daza llegó a la cabeza de Joaquín, al recordar una de las cosas más importantes que el difunto pianista le había enseñado: hacer las cosas siempre con el alma.

Joaquín reingresó al taller con tal sumisión que fueron necesarias varias jornadas de estricto silencio para poder recobrar la confianza que alumnos y profesor se tenían entre sí. Joaquín fue aprendiendo de su maestro el arte de la experiencia, como factor primordial en el buen ejercicio de cualquier profesión. Sin embargo, el aprendizaje no fue sólo del discípulo, pues Don Próspero cada día aprendía a descifrar el increíble oído de Joaquín, que a medida que crecía como afinador avanzaba sin saberlo a pasos agigantados en su carrera de pianista.

Con el tiempo el oído de Joaquín superó al de su maestro, pero este afecto tardó tiempo y requirió esfuerzo. Don Próspero descubrió esto cuando empezaron a realizar ejercicios  de audición extrema. Don Próspero vendaba los ojos de Joaquín y soltaba al aire un puñado de moscas, para que el sentido prodigioso de su alumno reconociera el número exacto de insectos volando. Llegaron al punto de exigir al oído la identificación del número de latidos cardíacos por minuto del perro del taller mientras Joaquín interpretaba alguna pieza. Joaquín encontró fascinante el arte de aprovechar su don para divertirse con las conversaciones ajenas entre casas contiguas a la suya y enterarse sin querer, de las muchas infidelidades de la esposa de su vecino. Joaquín podía entonces separar cada no de sus dos oídos, y analizar por separado pero al mismo tiempo el grado de afinación de cuerdas diferentes de un mismo instrumento. Su gran capacidad le permitió advertir la catastrófica muerte de su único hijo aún en el vientre materno, cuando dejó de escuchar su latido cardiaco en la madrugada de un día gris.

Sin embargo y como suele suceder con todos los dones, Joaquín empezó a hartarse del suyo y lo peor, es que siguió escuchando sin querer miles de cosas que llegaban a sus oídos y que no lo dejaban descansar. Comenzó a hacer consciente todos los sonidos que escuchaba y empezó a distinguir cada uno de ellos con tal exactitud que él mismo se asustaba. Su cabeza no tenía descanso, pues aún dormido, cuando su “karma” le permitía dormir, escuchaba todo cuanto su sentido le permitía oír. La locura llegó a la cabeza del genio, pues ya no sabía distinguir entre lo que escuchaba y sus propios pensamientos. La realidad sucumbió ante tal diluvio de señales y finalmente fracasó en el intento de lograr separar la mente de su prodigioso oído.

La vida de Joaquín giró de tal manera que su hogar se desvaneció y terminó recluido en cierta institución mental a las afueras de la capital. No hablaba, pues sus propias palabras le hacían sufrir. No sabía si éstas eran realmente suyas o eran producto de alguna ilusión auditiva. La única persona que lo vi sitaba era por supuesto Don Próspero, quien sagradamente asistía los domingos para llevarle chocolates y claro, para escuchar a Beethoven. Al principio la música no generaba ninguna respuesta en el ánimo de Joaquín, pero de pronto parecía como si los ojos perdidos de ésta recuperaran el brillo al escuchar las notas sublimes de la música. Este efecto fue detectado inmediatamente por el maestro, quien inició un intenso esfuerzo por mantener la música cerca del enfermo. Esto generó una comunicación secreta entre las dos almas gemelas en que fueron convertidas las del maestro y el discípulo. Don Próspero grababa su interpretación del Concierto No. 5 con algún error premeditado, creando una respuesta inmediata en el rostro de Joaquín, quien con el tiempo inició movimientos de la mano corrigiendo en el acto el error escuchado. Un buen día, el error fue de tal magnitud, que Joaquín estremecido estrelló el aparato contra el suelo y le dijo apaciblemente a su maestro, luego de un mutismo de hierro, que no toleraba más tanto crueldad para con el maestro alemán.

Para Don Próspero fue una etapa igual o más difícil, pues tuvo un inmenso sentimiento de culpa al pensar que todo el mal que estaba viviendo su discípulo era en gran parte responsabilidad suya. Explotar al máximo el oído de Joaquín, pudo, según su conciencia, desencadenar semejante tipo de locura. Esto generó en él la necesidad de ayudar a Joaquín a toda costa. Fue entonces cuando inició una lucha titánica contra la enfermedad mental de su discípulo. Esta lucha dio sus primero frutos con el incidente en el cual Joaquín destrozó la grabadora al oír difamado el talento de Beethoven. Sin embargo este destello no era suficiente. Era necesario explorar nuevas estrategias para vencer el cerebro de Joaquín. Don Próspero tenía una gran ventaja de la cual no fue consciente sino hasta mucho después de que Joaquín superó su enfermedad: la brillante mente de su alumno. La fantasía de la música de Beethoven hizo que Joaquín recuperara su genialidad y fomentó la fórmula mágica e indispensable para curarse de  cualquier tipo de locura: saberse loco. La música que llegaba a los oídos de Joaquín limpiaba toda huella de enfermedad. La mente de Joaquín comprendió su estado y por ende su cerebro brillante inició su recuperación. Joaquín comenzó a extrañar su música. El recuerdo de la fluidez con la cual interpretaba el piano hizo posible que la mente del enfermo retornara a su vida musical. Fueron las notas de Beethoven las que hicieron llorar a Joaquín cuando finalmente el maestro le llevó otra grabación impecable, en el cual el sonido del Concierto No. 5 hizo posible que Joaquín no tuviera objeción alguna; claro, estaba interpretada por Don Próspero, su alma gemela. En este momento Joaquín supo que el rumbo de su vida regresaba a sus manos y que finalmente la música, la misma que supo manejar y que lo había hundido en la enfermedad,la misma que amaba y que al interpretarla con el alma sonaba como los ángeles del cielo lo retornaba al mundo real.

Joaquín recobró su vida musical hasta el punto de ascender en el mundo artístico de tal manera que superó a todos en su género. Su vida personal, en compañía de su docente y amigo se hizo apacible y exitosa. Inició estudios en el exterior que le permitieron llegar a ser director de orquesta, máximo lugar de los genios musicales.

Al final de su vida y consciente de todo cuanto vivió, Joaquín nunca supo si el verdadero sabio había sido Beethoven al lograr enloquecer y ayudar a curar a sus oyentes, el maestro Daza quien le enseñó lo más importante: hacer las cosas con el alma, Don Próspero al lograr identificar el medio para salir del laberinto de la locura o él, con su brillantez, quien había superado su enfermedad basado en las enseñanzas de su propia experiencia, del maestro Daza, de su profesor Don Próspero y de Beethoven…

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