Letras, Etica, Periodismo y Salud

Por: Efraim Otero Ruiz, MD.

(Conferencia dictada durante el Seminario del mismo nombre convocado por la Facultad de Periodismo de la Universidad Javeriana de Bogotá, octubre de 1993).

La explosión del conocimiento científico, unida a la proliferación vertiginosa de los medios de comunicación -visuales, hablados o escritos- en la segunda mitad del siglo XX, le han otorgado a la noticia científica un puesto de importancia en la información cotidiana, a la altura de los informes políticos, económicos o sociales.

A ello contribuye también el aceleradísimo desarrollo de la tecnología, consecuencia inmediata de los descubrimientos científicos puestos rápidamente al servicio del hombre.

Y digo rápidamente porque si, a finales del siglo pasado y comienzos del presente, transcurrieron más de 25 años entre las ecuaciones de Maxwell y el descubrimiento de las ondas hertzianas y la radiocomunicación, ese período ya se había acortado a 8 años en el caso de los transistores, entre los años cuarentas y cincuentas, y se considera que hoy puede darse una duración de apenas 1 o 2 años al lapso transcurrido entre el descubrimiento científico y su desarrollo tecnológico.

Y el tiempo que discurre entre ese descubrimiento y su publicación en la literatura científica internacional es sólo cuestión de pocos meses.

Todo ello ha dado origen al periodismo científico, tal como hoy lo conocemos, pero cuyo nacimiento quizás se confunde con los orígenes mismos del periodismo mundial. John Ziman, en su libro “La fuerza del conocimiento cita una frase que bien podría tomarse de cualquiera de nuestros manuales para periodistas:

No es fácil encontrar un remedio para esta situación (la decadencia del gusto por la ciencia) pero el que parece más obvio es facilitar a las clases cultas una serie de trabajos sobre las ciencias populares que sean prácticos y escritos en un lenguaje simple y claro, sin símbolos matemáticos ni términos técnicos, ilustrados con hechos y experimentos adecuados a la capacidad de las inteligencias ordinarias.

Sin embargo, esto lo escribía un colaborador de la revista Quarterly Review de Febrero de 1831.Nacida, pues, esa necesidad de informar sobre la ciencia hace más de 150 años, tendremos que dedicamos a reflexionar un poco sobre las consideraciones éticas que deben regir en tomo de ese periodismo científico, razón y esencia de este seminario, lo mismo que sus relaciones con los temas de la salud.

La ética –considerada como el estudio de la moral y las reglas morales escogidas por el hombre social en su relación con otros- rige no solo para la información sino para aquello que la origina, en nuestro caso la investigación y la práctica médicas. (Lea: Posición de la Academia Respecto de los Trasplantes Corneales)

Claro que nos llevaría todo un seminario o simposio de varios días el tratar de discutir sobre la ética de la investigación, y no es este el lugar ni el momento para hacerlo; pero veremos, en el desarrollo de esta ponencia, que son dos cosas que en el mundo presente no pueden desligarse.

Y que de investigaciones falsas o de actitudes falaces de los investigadores respecto a sus resultados pueden surgir y surgen informaciones falsas que con frecuencia perturban o desacreditan no sólo a la ciencia y a los científicos sino a los mismos medios de comunicación.

Esa información, por otra parte, se deriva en la actualidad de dos grandes fuentes, internacionales o locales. O bien se trata de informar al país sobre resultados de descubrimientos o de supuestos y reconocidos avances en una disciplina científica, que han divulgado los medios internacionales, o bien de informar sobre resultados obtenidos por científicos nacionales. Con una aclaración.

Que la investigación verdaderamente básica y original es escasa en los países en vía de desarrollo y que más bien el tipo de investigación que se da en ellos es la aplicación de conocimientos o técnicas investigativas provenientes del mundo desarrollado a la elucidación de problemas locales dados por nuestras idiosincracias raciales, económicas, geográficas o climáticas, o por la inquietud de mentes brillantes de buscar un desarrollo local a la solución de problemas universales.

Cuando se trata de datos científicos de trascendencia mundial esa información suele venir ya muy digerida y analizada por las agencias que se encargan de di vulgarla y sólo compete a nuestro periodista el preocuparse porque la traducción de los términos sea correcta o quizás por dar una información más general sobre el campo de que se trata y sus antecedentes en el país que recibe la noticia.

Aquí también hay que cuidarse muchas veces de no tragar entero y prevenirse sobre las deformaciones o exageraciones que la misma noticia pueda traer.

Yo diría que, en el campo de la salud, esas exageraciones se presentan con gran frecuencia, sobre todo cuando se informa sobre algún avance investigativo, diagnóstico o terapéutico y se lo presenta como solución definitiva al problema de … o curación de tal o cual entidad, o la verdadera panacea, despertando muchas veces fallidas esperanzas en los pacientes que leen dichos informes, o planteando demandas inusitadas sobre los médicos o los servicios de salud.

Esas afirmaciones exageradas o falsamente representadas pueden llevar a serias consecuencias económicas o sociales: ya autores norteamericanos (citados por el New York Times) han señalado en meses recientes como la noticia, por ejemplo, de que algún agente añadido a un alimento podría causar cáncer, ha llevado a la quiebra de negocios lícitos y al aumento del desempleo.

O como la vaga sugerencia de que un material tóxico pudiera estar presente en la pintura o el aislamiento empleados en construcción de casas ha llevado al cierre de enormes proyectos urbanos y a la escasez de vivienda para clases desfavorecidas.

Esos dos ejemplos destacan la enorme responsabilidad del informador aunque, en la mayoría de los casos, por la misma cadena que origina y amplifica la noticia, resulta muy difícil atribuir la responsabilidad a una sola persona o institución.

Esos informes se pueden originar también en afirmaciones triviales hechas por personas eminentes -porejemplo, recipiendarios del Premio Nobel- que se toman al azar, basándose en el inmenso prestigio del informante pero sin comprobar su verdadero valor.

Al fin y al cabo, como lo ha dicho Wilson con desparpajo: Nadie recompensa a un científico por lo que sabe. Los premios Nobel y otros galardones se otorgan por los nuevos datos y teorías que él aporta a la tribu. Cuando realiza un gran descubrimiento el científico se engrandece para siempre, no importa cuan triviales o tontos sean sus demás hallazgos o pronunciamientos.

Recordemos, a propósito, las afirmaciones de Shockley, el descubridor del transistor, sobre ¡la inferioridad intelectual de la raza negra o su iniciativa de crear un banco congelado de esperma de genios para poderlos reproducir en el futuro!

O las afirmaciones hiperbólicas del profesor Linus Pauling, dos veces premio Nobel y ya nonagenario, víctima a su vez de un cáncer de próstata, sobre el poder de las dosis enormes diarias de vitamina C para todo, desde ¡prevenir el resfriado común y el cáncer hasta prolongar la vida!

Ese papel de crítico de ciertas informaciones internacionales no puede en muchas ocasiones asumirlo el periodista por sí sólo y por eso deberá siempre contar con un grupo de asesores confiables en las diversas disciplinas, que le puedan resolver sus dudas y que estén al alcance de un discado telefónico. Pero no necesita confiarse sólo en la inteligencia, el juicio crítico o la memoria de esos asesores.

Para ello existen hoy los grandes bancos de datos nacionales o internacionales, como el sistema INFORMED que viene desarrollando entre nosotros la Oficina de Recursos Educacionales de la Federación Panamericana de Asociaciones de Facultades y Escuelas de Medicina (FEPAFEM) hace más de 12 años y que permiten conectarse en línea y hacer búsquedas exhaustivas, desde cualquier ciudad del país, en bancos y sistemas como el MEDLARS-MEDLINE de la Biblioteca Nacional de Medicina de los Estados Unidos.

O el Sistema SIBRA (de información Biomédica Regional Andino), que comprende el Banco Nacional de Datos de Colombia y es uno de los más completos entre los países de habla hispana, e incluye la literatura científica convencional asi como la no convencional o gris (vale decir, documentos inéditos, informes, protocolos, etc.).

Así, es muy fácil chequear la veracidad o los antecedentes de tales informaciones. Pero, además, hoy cualquier diario, revista o empresa publicitaria puede adquirir estos bancos de datos, nacionales o internacionales, y las mismas colecciones de las más importantes revistas científicas en forma de disco compacto o CD-ROM.

De suerte que la ignorancia de la literatura no es hoy una excusa válida. ¡Aunque tampoco es lícito citar acervos bibliográficos sin haber leído y analizado bien los artículos de las referencias! Sería injusto, sin embargo, echar toda la culpa a los comunicadores.

Existe, por una parte, el interés comercial de los fabricantes de ciertos productos farmacéuticos o nutricionales o de ciertas tecnologías en el campo de la salud para promover sus ventas o crear mterés en el público consumidor; j y qué mejor vehículo que la información periodística disfrazada con visos científicos!

Por otra parte, estamos invadidos de conceptos seudocientíficos e inundados de las 11amadasmedicinas alternativas que lindan con el charlatanismo o la brujería, que se apoyan en el hecho (comprobado por la Organización Mundial de la Salud) de que el 80 por ciento de las afecciones que atacan comúnmente a los humanos son autolimitantes y se curan por sí mismas con intervención o sin e11a, y que sólo el 20% requieren de atención médica de 1°,2° o 3er. nivel.

Por eso, dichas “medicinas tienen amplia acogida en poblaciones sugestionables, ingenuas o ignorantes. ¡Bástenos oír diariamente lo que se afirma en ciertos programas radiales o aun en diarios respetables y en espacios de televisión!

Y nadie se preocupa por comprobar el verdadero valor científico de tales aseveraciones, como lo ha mostrado muy bien en artículos recientes el eximio periodista y médico colombiano Dr. Juan Mendoza Vega.

Pero, además, esos procedimientos alternativos podrían aparecer al menos como indiferentes o totalmente inofensivos o inocuos, pero no lo son: con frecuencia pueden hacer ignorar o disimular cuadros patológicos verdaderamente graves, o retardar el tratamiento efectivo de entidades cuyo diagnóstico precoz las hubiera hecho curables.

Pero existe otro factor, no por esporádico menos preocupante, y es la deshonestidad en los mismos científicos productores de la información.

A pesar de existir una regla de oro, divulgada hace muchos años en todo el orbe por los editores de la revista médica quizás más respetada mundialmente, el New England Journal of Medicine, de que toda información sobre nuevos avances o nuevos descubrimientos tiene primero que someterse al tamiz de la revisión por sus pares y la aceptación para publicación en la literatura médica internacional antes de aparecer en los medios de comunicación, con más frecuencia se está viendo la filtración de esas informaciones hacia los medios y el afán desmedido del investigador o investigadores por enaltecerse prematuramente.

Ello se debe a que la investigación médica se ha tornado altamente competitiva, tanto para asegurarse prioridades como para luchar por la consecución de fondos, o por el afán del autor o autores por conseguir prestigio o distinción nacional o internacional.

Pero también con frecuencia se está viendo el reverso de la página, más doloroso y más desprestigiante de la investigación biomédica, y es el hecho de que figuras eminentes, o plagien los resultados de otros autores, o partan de datos fabricados o inexistentes, o reclamen como suyos avances o descubrimientos de otros.

Los casos recientes del cardiólogo Darsee de la Uni versidad de Harvard, de la Dra. Imanishi- Kari (que le costó a su patrocinador y coautor, el Premio Nobel David Baltimore, su renuncia como Presidente de la Universidad Rockefeller) y el mismo pleito del Dr. Gallo con los franceses por el descubrimiento del virus del SIDA son notorios aunque lamentables ejemplos.

Y, lo que es peor, han 11evado a poner en tela de juicio las evaluaciones internas hechas por las mismas instituciones que albergan a los científicos; y a que gran parte de la comunidad médica clame por la necesidad de una verdadera auditoría o contraloría severa de las investigaciones, ¡cosa inusitada en un mundo en que se daba por sentado que el deber del científico era buscar y enunciar siempre la verdad! Hasta ahora hemos hablado de casos relativamente inocentes, que apenas pueden desorientar o informar mal al público pero sin causar perjuicios especiales.

Hay otros aspectos, sin embargo, especialmente en las llamadas relaciones de vida o muerte que lindan con la inmoralidad o se sumergen en ella, como hemos vivido en años anteriores en nuestro propio país y de los que no se han escapado países como los Estados Unidos: y son los de personas que claman haber obtenido vacunas o substancias contra el cáncer, el SIDA u otras enfermedades letales y que cobran o explotan por su administración, usando a los comunicadores de “tontos útiles para su divulgación, sin que dichos tratamientos tengan el menor valor científico comprobado.

Imaginen ustedes a los familiares o amigos de esos pobres pacientes, enfrentados a una muerte cercana, que se agarran, sin importar los sacrificios o los gastos, a esas aparentes tablas de salvación con resultados infructuosos o negativos.

¿No es eso explotar a los niveles más bajos la miseria y la desesperanza humanas? 0, por otro lado, ciertas campañas contra los transplantes de órganos que recuerdan el culto de los muertos de nuestras civilizaciones precolombinas, ¿no estarán frustrando las esperanzas de miles de receptores que aguardan esperanzados el órgano de un cadáver que de otra manera está destinado a pudrirse o a cremarse?

El otro crimen, no por escaso menos lamentable, es el de explotar los errores o accidentes de la profesión médica o de las instituciones (yen eso recordemos que no hay técnica o procedimiento, por sencillo o rutinario que parezca, como la toma de una simple aspirina, que sea ciento por ciento seguro y que no deje de tener complicaciones mortales) para inducir la animadversión del público o de los familiares o allegados de los pacientes contra ciertos individuos o ciertas instituciones.

Se olvida o se descuida la regla de oro de no mencionar los nombres de los pacientes ni de los médicos afectados: aquellos tienen el derecho inviolable de su privacidad, y éstos están ligados a la obligatoriedad del secreto profesional y a la confidencialidad de sus datos.

Una experiencia mundial reciente ha sido la de las recriminaciones instauradas en varios países, desarrollados y subdesarrollados, por la contaminación de bancos de sangre con el virus del SIDA.

Recordemos otros hechos, ¡como el del joven obstetra colombiano que fue asesinado hace algunos años por las informaciones desorbitadas e inoportunas que dio una periodista! No sobra recordar que Colombia ha sido uno de los primeros países en instituir una Ley Nacional de Ética Médica desde 1980, y que cuenta con Tribunales Departamentales y Nacionales serios y respetables, ocupados de juzgar esos casos.

Y que mal pueden filtrarse a los medios informaciones inherentes a la reserva del sumario, en la misma forma como desafortunadamente sucede con otros procesos o acciones legales de capital importancia.

No sobra añadir tampoco que, de acuerdo con revisiones hechas por entidades internacionales de gran prestigio, como la Organización Panamericana de la Salud, Colombia cuenta con uno de los ni veles de ética médica más altos del continente, tanto a nivel profesional como institucional. Finalmente, digamos que no nos debemos dejar deslumbrar por el espejismo de las nuevas tecnologías biomédicas.

Es cierto, ciertísimo, que ellas han contribuido, en los últimos 30 o 40 años, a hacer de la medicina una disciplina más científica, más efectiva, más curativa, pero también son en parte responsables, a nivel mundial, de haber elevado en forma desproporcionada los costos de la salud, que en los Estados Unidos absorben ya el 13% del Producto Interno Bruto.

Ellas tienen también por detrás fuerzas ocultas del mercadeo, que tratan de implantarlas y generaltzarlas, haciéndoles propaganda directa o disimulada por los medios de comunicación y creando esperanzas en el público que llega con frecuencia al médico preguntándole: Y bien, ¿a mí por que no me hacen esto o aquello que salió en las noticias? (Lea: Posición de la Academia Respecto de los Trasplantes Corneales)

Y lo que es peor, llevan a una odiosa discriminación entre aquellos que pueden pagarlas y aquellos que no pueden, a una medicina para ricos y una medicina para pobres de gran injusticia social.

Corresponde a las organizaciones médicas, a los organismos de seguridad social y a los Ministerios de Salud el hacer una cuidadosa evaluación de esas tecnologías, con estudios de costo-beneficio, de impacto, de accesibilidad a todos los sectores, y esperar su sedimentación y aceptación con el paso del tiempo para implantarlas o para remplazar con ellas procedimientos más tradicionales.

Sin olvidar por ello que, no importa cuán sofisticadas o inteligentes parezcan dichas tecnologías, nunca podrán suplantar la persona del médico con sus características de razonamiento, comprensión y compasión que deberán implantarse y estar presentes desde los mismos escaños universitarios.

Es a él, y solo a él, a quien corresponde el juzgar la aplicación oportuna y eficiente de tecnologías especiales, sin prolongar vidas inútiles o lastimosas, pensando siempre en la calidad de vida que le resta al paciente y acordándose siempre de aquel precepto que enunciaba el radioterapeuta y cancerólogo de Harvard en los años cincuentas.: El deber del médico es prolongar la vida: no, prolongar el acto de morir.

Por eso creo necesaria una última afirmación, y es la de que el periodista y los medios de comunicación deben servir una noble labor, y es la de la educación continuada y la actualización honesta del público en general sobre los valores inmutables de la salud y de la medicina, inculcando todo aquello instructivo o preventivo que ayude a prevenir o a alejar la enfermedad, o que le proporcione guías valiosas que le sirvan para mejorar su calidad de vida y orientarse por los verdaderos caminos de un cuidado integral y efectivo.

Teniendo siempre en mente los principios que señalaba hace unos años el ilustre escritor y estadista Dr. atto Morales Benítez en sus Reflexiones sobre el Periodismo colombiano: Sobra recordarle a la prensa que tiene unos deberes éticos.

Ella no los puede olvidar, ni relegar, ni menospreciar. Y no se puede explicar la mala conducta social arremetiendo contra ella. Ni es posible que las gentes traten de intimidar con su poder político, económico o social, para evitar que el periodista cumpla con su responsabilidad de vigilante de la comunidad.