El Fausto y los Modelos Fáusticos
Fausto ha sido uno de los héroes culturales de la Edad Moderna.
Goethe trabajó en su versión del Fausto durante sesenta años, desde 1770 hasta 1831, poco antes de su muerte. En versiones anteriores a la de Goethe, como “The Tragical History of doctor Faustus”, de Christopher Marlowe, los Faustos habían vendido sus almas a cambio de ciertas cosas de la vida bien definidas y universalmente aceptadas, como el dinero, el poder, el sexo, la gloria y la fama.
El Fausto de Goethe pide todavía más; quiere gozar de todo el patrimonio de la humanidad: “aprender con mi espíritu así lo más alto como lo más bajo, en mi pecho hacinar sus bienes y sus males, y dilatar así mi propio yo hasta el suyo, y al fin, como ella misma, estrellarme también” (“Fausto”, lineas 1765 a75).
El Fausto de Goethe es un hombre de edad mediana a quien se reconoce y estima como doctor, abogado, teólogo, filósofo, hombre de ciencia, profesor y administrador.
Ha logrado aprender todo lo que le ha sido posible y cuanto más se ha ampliado su mente, más aislado se encuentra y más se ha empobrecido su relación con la vida exterior y las demás personas. Su cultura se ha desarrollado apartándose de la totalidad de la vida.
Fausto anhela una conexión con la vida que sea más vital y a la vez más erótica y activa y lo expresa así: “Cómo te he de aprehender, Naturaleza infinita?” (“Fausto”, linea 455). Los poderes de su mente, al volcarse hacia el interior, se han vuelto contra él y lo aprisionan.
Fausto intenta encontrar la forma en que su inmensa vida interior se desborde y se exprese en el mundo exterior a través de la acción, e invoca al Espíritu de la Tierra, quien se mofa de él y en tono burlón le llama Superhombre, con lo cual le sugiere que trate mas bien de convertirse en un auténtico ser humano.
A medida que avanza la vigilia, en el primer Acto de la obra, el mundo interior de Fausto se torna más oscuro; quiere darse muerte, pero el repique de campanas que le recuerdan su infancia lo detiene.
Al recuperar en su memoria sentimientos perdidos de su infancia, que habían sido reprimidos durante la vida adulta, tal como lo enseñará Freud cien años más tarde, Fausto podrá liberar tremendas energía psíquicas que le darán el poder necesario para reconstruirse.
Fausto vuelve al mundo, emocionado, en un Domingo de Pascua, y descubre que sus propios sufrimientos y luchas están relacionados con los de las gentes que le rodean.
Sus recuerdos indican que Fausto inició su carrera como médico e hijo de médico, pero que abandonó el hogar al sentir que el trabajo de su padre era el de un “remendón ignorante”.
Recuerda que al practicar la medicina artesanal de las épocas medievales, tanto él como su padre mataban más pacientes de los que sanaban, lo que le hizo retirarse de los trabajos prácticos en búsqueda del conocimiento y del aislamiento que le llevaron a las puertas de la muerte.
No puede volver atrás a la infancia y necesita establecer una relación entre la solidez y el calor de la vida y la revolución intelectual y cultural que se ha producido en su mente. Es entonces cuando expresa su lamento esquizoide: “Dos almas, ay de mí, viven en mi pecho”.
Debe seguir viviendo en la sociedad y al mismo tiempo dar oportunidad a su espíritu para remontarse. En la procura de esa síntesis se ve precisado a acudir a los poderes infernales.
Los temores y escrúpulos de Fausto son fuertes, pero el mensaje que recibe de Mefistófeles es el de no culparse de los accidentes de la creación porque justamente la vida es así; aceptar la destructividad como parte de la creatividad, para poderse liberar de la culpa y actuar libremente.
En el camino del autodesarrollo, Mefistófeles le enseñará a hacer las cosas evitando la pregunta de si debe o no hacerlas, para que luego, en la medida en que crezca, pueda actuar por sí solo utilizando como uno de los mediadores el dinero.
Para Fausto lo importante no es acumular dinero, sino emplearlo para lograr sus objetivos, y utilizarlo además a gran velocidad. Ya no le interesa incrementar sus conocimientos sino gozar todo lo bueno y lo malo de la humanidad.
Esta primera metamorfosis de Fausto lo transforma, de persona ilustrada y plena de conocimientos al estilo de un humanista de la Ilustración, en un individuo ávido de lograr los máximos goces y el más alto grado de desarrollo utilizando el dinero y los medios que sean necesarios en la vertiginosa carrera de una nueva época, la época modernista.
La segunda metamorfosis de Fausto es la tragedia de Margarita. Fausto se ha enamorado de ella y de su mundo.
Dice así: “Qué tesoro en ésta pobreza, y en ésta prisión, cuánto encanto!” (“Fausto”, lineas 2694 y 95). Mediante pócimas mágicas y elegantes vestidos que le hacen parecer treinta años más joven, gracias a Mefistófeles y a su dinero, ha llegado a ser física y espiritualmente libre.
Margarita, que es su primer amor, le atrae como símbolo de todo lo bello del mundo que ha dejado y perdido; luego se convertirá en su primera víctima, a la vez que el mundo tranquilo y simple de Margarita se vuelve contra ella con salvaje crueldad.
Fausto huye a una caverna del bosque a meditar solitario sobre la belleza y riqueza de la naturaleza, pero Mefistófeles le critica sus pensamientos señalándole que ese tipo de naturaleza sin conflictos es una mentira.
Fausto viaja a celebrar la noche de las brujas, en un éxtasis orgiástico; después, tiene un encuentro con el hermano de Margarita a quien mata. Margarita es culpada de esa muerte, de la de su madre y de la del hijo que espera de Fausto y es condenada a la ejecución.
Fausto intenta sin lograrlo hacerla huir con él y se lamenta de su destino, pero Mefistófeles le hace reflexiones para mostrarle que en su crecimiento humano debe pagar el precio alto que significa desarrollarse; al decirle que Margarita no ha sido la primera ni será la más importante de sus mujeres, le muestra que él no hubiera podido pertenecer al mundo de ella.
El mundo de Margarita es distinto al de Fausto, pero en tanto que la manera de salir del mundo medieval de Fausto es tratar de crear nuevos valores, el sistema de Margarita es tomar en serio los antiguos viviendo realmente de acuerdo con ellos.
El pequeño mundo de Margarita se erosiona al contacto con mundos avasalladores representados por figuras venidas de fuera, como Fausto y Mefistófeles. Goethe quiso expresar esa lucha desigual entre los mundos primitivos patriarcales y las fuerzas del modernismo que frente a ellos amenazan con destruirlos totalmente; quiso mostrar además cuánta crueldad y brutalidad ejercía la modernización sin tener en cuenta para nada las formas de vida que arrasaba.
En la primera etapa de su vida, Fausto vivía solitario y soñaba; acumulaba conocimientos en todas las áreas del saber humano; en la segunda, enlaza su vida con la de Margarita, a quien llega a amar, pero a quien transforma en la primera de sus víctimas y cuyo mundo patriarcal destruye despues de haberlo amado. En su tercera etapa, Fausto vincula sus impulsos personales con las fuerzas económicas, sociales y políticas que mueven al mundo.
Expande el horizonte de su ser de la vida privada a la vida pública; lucha no sólo por cambiar su propia vida sino la de todos los demás. Encuentra que el modo eficaz de actuar contra el viejo mundo patriarcal es construir un entorno social radicalmente nuevo que despoje de contenido al viejo mundo antiguo o lo destruya.
Las visiones de Fausto cambian totalmente; ya no hay campo para los sueños y la fantasía; quiere realizar planes concretos que transformen la tierra y el mar. Para adaptarse a sus nuevos anhelos, Fausto se transforma en una nueva clase de hombre dotado de las potencialidades más creativas y destructivas de la vida moderna. En adelante, quiere ser un demoledor y un creador consumado; convertirse en esa figura que en la época moderna se ha llamado “el desarrollista”.
A un ritmo frenético y brutal, el hombre desarrrollista que hay en Fausto se lanza a la tarea que tiene entre manos sin importarle los derechos de las personas, que pisotea sin piedad:
“Víctimas humanas derramaban su sangre; resonaba por las noches el dolor del suplicio, corrían mar abajo raudales de fuego, y por la mañana aparecía allí un canal” (“Fausto”, lineas 11126 a 30).
Desde una colina artificial creada por el trabajo humano, Fausto observa el mundo nuevo que ha hecho nacer, y que parece bueno; su tragedia radica en el hecho de rehusar ver los males que ha causado, en las realidades humanas que no quiere mirar.
Desde su colina, Fausto observa una pequeña parcela cuyos propietarios no han querido someterse a sus deseos y pide a Mefistófeles que los quite de en medio para lograr así que su dominio se extienda a todo el mundo. Estos ancianos, que mata Mefistófeles, representan el mundo patriarcal que siente que se burla de él a sus espaldas.
Suenan de nuevo las campanas y el sonido que le señala su gran culpa es al mismo tiempo el que alguna vez le volvió a la vida. Fausto adivina su tragedia al pensar que una vez eliminados todos los obstáculos, él mismo se interpone en el camino y debe desaparecer.
En su mundo interior vuelan hacia él cuatro figuras espectrales, la necesidad, la escasez, la zozobra y la culpa, figuras éstas que había hecho desaparecer del mundo exterior, pero que ahora como espectros torturantes vienen a su mente. La zozobra le echa su aliento y lo deja ciego, pero hasta en la oscuridad de su ceguera su visión y su energía continúan pujantes, desarrollándose y desarrollando el mundo que le rodea, hasta llegar al final.
En la escena VI del último acto del drama, Goethe expresa su ideal de una comunidad de hombres libres y laboriosos.
“Es la ultima palabra de la sabiduría, dice Fausto, sólo merece libertad y vida quien diariamente sabe conquistarlas…. Un gentío así querría yo ver y hallarme en terreno libre con un pueblo libre. Decirle habría al momento: ¡Detente, eres tan bello! No es posible que la huella de mis días terrenales vaya a perderse en los eternos siglos…”. (“Fausto”, lineas 11581 a 85).
Es el momento sublime del deseo expresado por Goethe, a través de Fausto, de detener el instante de plenitud y de felicidad alcanzado por el hombre libre, y al detenerlo, impedir que se transforme en algo diferente a esa máxima felicidad del instante.
Al final del drama, cuando Fausto logra la salvación de su alma, gracias al principio femenino del amor representado por Margarita, el Coro Místico concluye así: “Todo lo efímero, símbolo es sólo; es aquí un hecho lo inasequible; aquí se cumple lo indescriptible; lo eterno femenino, con potente acicate nos impulsa siempre hacia arriba”. (“Fausto”, lineas 12105 a 10).
En opinión de Marshall Berman, Goethe ha descrito magistralmente el modelo fáustico de desarrollo. “Este modelo, dice Berman, da una prioridad fundamental a gigantescos proyectos de energía y transporte…. aspira menos a resultados inmediatos que a un desarrollo a largo plazo de las fuerzas productivas…
Creará una síntesis históricamente nueva de poder público y privado, simbolizado por la unión de Mefistófeles, el filibustero y depredador privado que ejecuta la mayor parte del trabajo sucio, y Fausto, el planificador público, que concibe y dirige el trabajo en su conjunto…. El modelo fáustico ofrecerá un nuevo modo de autoridad, que deriva de la capacidad del líder para satisfacer la persistente necesidad de desarrollo aventurado, abierto y siempre renovado de las gentes modernas”. (M. Berman, ibid).
El modelo fáustico de desarrollo y los modelos pseudofáusticos que estudian sociólogos y economistas, han tenido vigencia tanto en el mundo capitalista como en el socialista.
Goethe ha ofrecido un modelo de acción social en torno al cual convergen sociedades adelantadas y atrasadas, pero insiste en que se trata de una convergencia terrible y trágica sellada con la sangre de sus víctimas.
Por lo demás, Fausto ha continuado desempeñando papeles simbólicos a todo lo largo de la época moderna, razón quizás por la cual Norman Mailer escribiera: “Somos una época fáustica decidida a encontrar a Dios o al diablo antes de irnos, y la esencia ineluctable de lo auténtico es nuestra única llave para abrir la cerradura”. (M. Berman, ibid).
Por su parte, los científicos nucleares que develaron el poder del átomo, establecieron un estilo de ciencia y de tecnología típicamente fáusticos impulsados por los sentimientos de culpa y de inquietud, por la angustia y la contradicción.
Su proyecto, como lo señala Berman, contribuyó a mantener viva la conciencia fáustica y a refutar la afirmación mefistofélica de que los hombres solamente pueden hacer cosas grandiosas en este mundo bloqueando sus sentimientos de culpa y preocupación.
Mucho se ha especulado sobre la política y la moralidad de la parte final del drama de Fausto.
En contra de los maquiavélicos que consideran que política y moralidad se encuentran en esferas separadas, se opone el clamor angustioso de Albert Schweitzer, en quien se conjugaron noblemente un humanismo integral filosófico y artístico y un ejercicio de la medicina inspirado en las ideas cristianas de la bondad y de la caridad.
Schweitzer, en 1932, años antes del advenimiento del nazismo y de la hecatombe producida por la segunda guerra mundial, se expresó así: “Toda clase de condiciones antinaturales se desarrollan a diario entre nosotros de manera tal que el hombre deja de sentir que es, en todo sentido, un ser perteneciente a la naturaleza y a sí mismo, y se convierte cada vez más en una criatura sometida a la sociedad.
Surge así un interrogante que habría sido inconcebible sólo pocas décadas antes: ¿aún deseamos permanecer fieles al ideal de la personalidad humana en medio de circunstancias hostiles, o somos, por el contrario, leales a una nueva idea de la humanidad que ordena que el hombre logre una realización diferentemente ordenada de su naturaleza en la infatigable absorción de su ser por la sociedad organizada? ¿Qué puede significar esto, sino que, como Fausto, nos hemos equivocado terriblemente apartándonos de la naturaleza y rindiéndonos a lo innatural? Después de todo, qué es lo que ocurre en esta terrible época nuestra, sino una gigantesca repetición del drama de Fausto en la escena del mundo?”. (A. Schweitzer. “Civilización y Etica”. 1962).
Las perspectivas y visiones de Goethe pueden ayudarnos a apreciar que la crítica de la modernidad más plena y profunda puede venir de quienes han abrazado su aventura con más ardor.
El Fausto de Goethe, además de crítica, aparece entonces como un desafío para lograr nuevos modelos de modernidad en los cuales el hombre no exista en beneficio del desarrollo, sino que el desarrollo se produzca en beneficio del hombre.
El desarrollo de tres ciudades, París, San Petersburgo y Nueva York, muestra con claridad la forma imperativa y sobrecogedora como se ha puesto de presente el modelo fáustico de desarrollo en los tiempos modernos.
A mediados del siglo XIX, el barón Georges Eugene Haussmann, prefecto de París y sus aledaños, armado de un mandato imperial de Napoleón III, abría una vasta red de bulevares en el corazón de la vieja ciudad medieval, que a la manera de grandes arterias de un nuevo sistema circulatorio urbano, permitiera el tráfico rápido de los vehículos que en ese entonces, sin embargo, no eran muy abundantes en la gran ciudad.
Esos amplios corredores servirían también para que las tropas y la artillería pudieran desplazarse en forma efectiva contra las futuras barricadas y representarían una clara advertencia contra eventuales insurrecciones populares.
Las nuevas construcciones generaron miles de puestos de trabajo para las masas, a la vez que destruyeron cientos de edificios y barrios existentes desde siglos atrás, desplazando una inmensa población que no tenía a dónde ir o cómo ubicarse. La construcción de las amplias avenidas, cuya suntuosidad y belleza hoy admiramos, significaron raudales de dolor para miles de parisinos.
Buena parte de la ciudad medieval desapareció ante la pica del progreso y se transformó la ciudad, que Goethe consideraba como la “metrópolis del mundo en donde la historia se nos presenta en cada esquina”. Este modelo de urbanismo moderno no tardó en ser adoptado por muchas ciudades de tres continentes.
A la par que sucedía lo anterior en el campo del urbanismo en París, Baudelaire se constituía en el intelectual más importante del modernismo francés y se empeñaba en que los hombres y mujeres de su siglo tomaran conciencia de sí mismos como modernos. Para Paul Verlaine, “La originalidad de Baudelaire, consiste en retratar, poderosa y originalmente, al hombre moderno…. tal como los refinamientos de una civilización excesiva lo han hecho, un hombre moderno con sus sentidos agudos y vibrantes, su espíritu dolorosamente sutil, su cerebro saturado de tabaco, su sangre ardiendo de alcohol…. Baudelaire retrata a este individuo sensible como un héroe”.
En sus libros de mediados del siglo, “Heroísmo de la vida moderna” y “El pintor de la vida moderna”, Baudelaire tiene visiones pastorales de la modernidad, que se llamaron modernolatría entrado el siglo XX, y visiones contrapastorales de lo que vino a llamarse la desesperación cultural. (Baudelaire. “Oevres Complétes”. 1962).
Baudelaire tenía fe en que las clases burguesas realizarían la idea del futuro en sus diversas formas, políticas, industriales, intelectuales y artísticas, pero en sus escritos eliminaba de las calles de París todo lo que pudiera parecerle disonancia espiritual y social.
El artista entendía por modernidad “lo efímero, lo contingente, la mitad del arte cuya otra mitad es eterna e inmutable”, y agregaba: “Todo viejo maestro tiene su propia modernidad, en la medida en que capta el aspecto y el sentimiento de su propia época. Pero esto vacía a la idea de modernidad de su peso específico, de su contenido histórico concreto.
Hace de todos los tiempos, tiempos modernos; irónicamente, al extender la modernidad a toda la historia, nos aleja de las cualidades específicas de nuestra propia historia moderna”. Baudelaire separaba al artista, no sólo del mundo material del vapor y la electricidad, sino incluso de toda la historia del arte, pasada o futura, sin tomar en cuenta los precursores de un artista o las influencias que pudiera haber recibido. Lo expresó así: “Toda florescencia que aparece en el arte es espontanea e individual.
El artista sólo surge en sí mismo. Sólo es fiador de sí mismo. Muere sin hijos. Ha sido su propio rey, su propio sacerdote, su propio Dios”. (Baudelaire, ibid).
Por otra parte, y desde otro ángulo, expresaba en la siguiente forma sus visiones contrapastorales:
“Hay otro error muy de moda que estoy ansioso de evitar como al mismo demonio. Me refiero a la idea de progreso. Este oscuro faro, invento del actual filosofar, esta linterna moderna, arroja un haz de caos sobre todos los objetos del conocimiento: la libertad se diluye, el castigo desaparece.
Esta idea grotesca que ha florecido en el suelo de la fatuidad moderna, ha relevado al hombre de sus deberes, ha exonerado al alma de responsabilidades, ha liberado la voluntad de todos los lazos que le imponía el amor a la belleza….
Tal enamoramiento es sintomático de una decadencia ya demasiado visible”. (Baudelaire, ibid). En el pensamiento de Baudelaire se expresa la confusión entre progreso material y progreso espiritual; este dualismo se pone de manifiesto en su visión pastoral del artista y su arte, y en su visión contrapastoral del mundo moderno.
Por su parte, Georg Simmel, en su obra “Filosofía del dinero”, trató de encontrar los elementos fugaces, transitorios y contingentes de la modernidad tal como los había identificado Baudelaire. Tiene una concepción del mundo que presupone que todo son fragmentos, que el pasado nos aparece también como fragmentado y que el conocimiento necesariamente debe ser fragmentado.
Piensa que lo final y absoluto escapa a nuestra captación y que el hombre ya no siente el objetivo final que domina la totalidad de su vida por encima del carácter fragmentario de la existencia humana. Se refugia así en el individualismo y reduce la vida a la experiencia individual interior.
El dinero, para Simmel, es el símbolo de la modernidad, la cosa más efímera del mundo, cuyo poder aplastante reduce todas las cosas, incluidos los individuos, a fragmentos. Sus proposiciones le conducen a una alienación cultural que culmina en la tragedia de la cultura. (G. Simmel. “Modernidad y Postmodernidad”, en J. Picó. 1994).
La construcción de San Petersburgo es, para Marshall Berman, el ejemplo más espectacular en la historia mundial de la modernización concebida e impulsada draconianamente desde arriba.
Iniciada por el Zar Pedro I a comienzos del siglo XVIII, en el curso de sólo tres años la nueva ciudad había devorado 150 000 trabajadores, destrozados físicamente o muertos. Los costes humanos de San Petersburgo fueron tan terroríficos, que los huesos de los muertos entremezclados con sus monumentos más grandiosos ocuparon de inmediato un lugar central en el folklore y en la mitología de la ciudad, incluso para quienes más la querían.
En el curso del siglo la ciudad se convirtió en el símbolo de una nueva cultura oficial secular. Importantes intelectuales de toda Europa fueron invitados, bajo el mecenazgo de las autoridades imperiales, a colaborar con sus ideas al desarrollo de la ciudad; con el tiempo, ésta se transformó en “la ciudad más abstracta y premeditada del mundo”.
La historia de la vida de San Petersburgo se encuentra brillantemente cristalizada y resumida en el poema de Pushkin, “El Jinete de bronce”.
En él se aprecia la grandeza y la magnificencia de la ciudad y la locura en la que está fundada; los cataclismos que destrozaron vidas y esperanzas; las revueltas civiles y los desafíos aplastados por la fuerza; las vidas de las gentes empobrecidas y el poder omnímodo de los zares; los contrastes entre un modernismo urbanístico avanzado y la realidad de infinita pobreza de los habitantes de la ciudad cuya vida personal y familiar no se toma en cuenta.
A Pushkin se le sumaría Gogol, quien en cuentos y novelas cortas de gran sensibilidad, describió las diferencias marcadas de las clases sociales de San Petersburgo; y finalmente Dostoievski, quien brillantemente creó la figura del “hombre del subsuelo”, el ser humano común y corriente, que aparece en la calle y lucha por obtener la igualdad, la dignidad y el reconocimiento de los demás; una clase de “gente nueva” que aprende a afirmar sus propias abstracciones e intenciones y se transforma en la luz espiritual de las calles de San Petersburgo que empieza a brillar con nueva intensidad.
El contraste entre la ciudad de París del siglo pasado, como representante de una nación avanzada, y la de San Petersburgo en la misma época, como capital de un país subdesarrollado, es bien claro y los sociólogos intentan buscarle explicaciones.
De un lado, el modernismo de las naciones desarrolladas, que se edifica directamente con los materiales de la modernización política y económica y obtiene su energía de la realidad modernizada. Del otro, el modernismo que nace del subdesarrollo y el atraso obligado a nutrirse en fantasías y en sueños de una modernidad que no posee.
Veremos más adelante cómo la modernidad de los países desarrollados y la de los que están en vía de desarrollo, han influido sobre la medicina que en ellos se practica, y hasta qué punto la medicina de uno y otro sistema tiene diferencias de fondo aunque aparentemente sean parecidas si no iguales.
La ciudad de Nueva York, es el tercer ejemplo de desarrollo fáustico, con todos los avances fabulosos, y al mismo tiempo, con las tragedias e inconvenientes que ese desarrollo trae consigo.
Uno de los mayores exponentes de los desarrollistas norteamericanos fue indudablemente Robert Moses quien, para construir la autopista gigante que parte en dos la zona del Bronx, causó destrucciones inimaginables en barrios predominantemente pobres, habitados por judíos, negros e hispanoamericanos.
Moses parecía complacerse con las devastaciones y decía: “Cuando actúas en una metrópolis sobreedificada, tienes que abrirte paso con el hacha del carnicero”; y así lo hizo efectivamente, hasta cuando en el mundo de la postguerra, se presentó la escisión entre el modernismo de los intelectuales y la modernización al estilo Moses.
Fue sólo cuando los modernistas comenzaron a enfrentarse a las formas y sombras del mundo de la autopista cuando pudieron ver el mundo tal como era. La imaginación modernista, que puede renovarse y reorientarse una y otra vez, encontró que el mundo de la autopista no era el único posible y que había otras direcciones hacia las cuales podía moverse el espíritu humano.
En palabras que pueden aplicarse a los desarrollos mencionados anteriormente, el historiador Edward H. Carr, al referirse al proceso de industrialización en Inglaterra en el siglo XIX, dice lo siguiente:
“Casi no habrá historiador que no trate la revolución industrial, probablemente sin discusión, como una gran hazaña acarreadora de progreso.
También describirá la expulsión del campesinado lejos de sus tierras, el amontonamiento de los obreros en fábricas antihigiénicas y viviendas insalubres, la explotación del trabajo infantil.
Dirá seguramente que hubo abusos en el funcionamiento del sistema y que algunos patronos tuvieron menos escrúpulos que otros y ahondará con cierta unción en el surgir gradual de una conciencia humanitaria, después de establecido el sistema. Pero partirá del supuesto, seguramente sin decirlo de modo explícito, de que las medidas coercitivas y explotadoras eran parte ineludible, durante la primera fase cuando menos, del coste de la industrialización.
Tampoco he oído jamás a un historiador que dijera, que en vista del precio, hubiera sido mejor detener la mano del progreso y no industrializar. De existir tal historiador sus palabras no hubieran sido tomadas en serio”. Y añade finalmente: “Quienes pagan el coste son muy pocas veces los que cosechan los beneficios”. (E. H. Carr. “Qué es la Historia?”. 1993).
Modernistas norteamericanos anteriores a los años setenta, como el crítico literario Paul le Man, decía en 1969: “Toda la fuerza de la idea de la modernidad…. reside en el deseo de borrar cualquier cosa anterior…. con el objeto de lograr un punto de partida radicalmente nuevo, un momento que pudiera ser auténtico presente”.
Le Man seguía de cerca a Nietszche en su idea de olvidar deliberadamente el pasado para conseguir o crear algo en el presente.
Después de los años setenta, los modernistas americanos entendieron que no podían darse el lujo de lanzarse a una acción despojada de una experiencia previa; que no era posible hacer desaparecer el pasado. Volvieron sus ojos hacia atrás, hacia al pasado, al hogar de la infancia y a la rehabilitación de la memoria y la historia étnica como parte vital de la identidad personal. De allí el resonante éxito de “Raíces” y de “Holocausto”.
Pero lograron algo más con las nuevas ideas ecológicas del reciclaje que les permitieron encontrar nuevos significados y posibilidades a las cosas viejas y a las antiguas formas de vida; recrearon en Nueva York espacios que se tenían destinados a autopistas y que ahora vinieron a ser amables áreas reminiscentes de un pasado que ya no podían darse el lujo de perder. Estos nuevos norteamericanos, son los postmodernistas, que tomaron de la modernidad lo bueno que indudablemente tiene, recuperando sus importantes raíces del pasado.
Marshall Berman ha señalado a Karl Marx como un escritor modernista de gran influencia en los desarrollos de la modernidad en el mundo occidental.
Marx interpreta el modernismo, en su estilo filosófico propio, sugiriendo que sus energías, percepciones y ansiedades características, emanan de los impulsos y las tensiones de la vida económica moderna; de su incesante e insaciable presión en favor del crecimiento y del progreso, de su exigencia de que las personas no sólo exploten a sus semejantes, sino que también se exploten a sí mismas, de su capacidad para utilizar la crisis y el caos como trampolines para lograr un desarrollo todavía mayor; y en fin, de su característica muy suya de alimentarse de su propia destrucción.
Al analizar una frase de Marx, que dice así: “Todo lo sólido se desvanece en el aire; todo lo sagrado es profanado, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas”, Berman señala cómo, para Marx, los intelectuales deben ser considerados como trabajadores asalariados, tratando de hacer ver que la cultura moderna es sólo parte de la industria moderna.
“El arte, la ciencia física y la teoría social son medios de producción; la burguesía controla los medios de producción de la cultura, como todo lo demás, y todo el que quiera crear, deberá caer en la órbita de su poder.
A los intelectuales les impulsa no sólo la necesidad de vivir, que comparten con otros hombres, sino el deseo de comunicarse, de entablar un diálogo con sus semejantes. El mercado de mercancías culturales ofrece el único medio en que puede darse el diálogo a escala pública, de donde resulta que dependen del mercado, no sólo para obtener el pan, sino también el sustento espiritual”. (M. Berman, ibid).
La modernidad se había presentado desde sus comienzos como el proceso emancipador de la sociedad, tanto desde la vertiente burguesa alimentada en los postulados de la revolución francesa, como desde su contraria, la crítica marxista nutrida en la economía política de Marx.
A finales del siglo XIX y a comienzos del XX, hizo irrupción el antirracionalismo de Nietszche, bajo cuyo empuje cedieron terreno las filosofías iluministas anteriores dando paso a nuevos protagonistas como la decadencia, el vitalismo y el nihilismo, lo que suponía un rechazo histórico del patrimonio de la modernidad.
En el período en que escribe dos de sus principales obras, “Humano, demasiado humano” y “La gaya ciencia”, Nietszche desarrolla su crítica a la civilización, esbozada ya en su obra temprana, “El nacimiento de la tragedia”. Para el filósofo del eterno retorno, “lo que nosotros ahora llamamos el mundo, es el resultado de errores y fantasías que han surgido paulatinamente en la evolución de los seres orgánicos”. Estos errores y fantasías, constituyen los “prejuicios morales”, sobre los cuales está construido el mundo de la moral, que Nietszche intentó deshacer.
El primero y el más fundamental de los errores es, según Nietszche, creer que existen acciones morales. Las primeras acciones que en la sociedad primitiva fueron inspiradas por el objetivo de la utilidad común, para las generaciones posteriores fueron inspiradas por el miedo, el respeto, la benevolencia o la costumbre. Tales acciones, en las que el motivo principal de utilidad común se ha olvidado, se llaman morales no tanto porque se cumplan en razón a otros motivos sino porque no se cumplen por utilidad conciente. (F. Nietszche. “Obras”. 1995).
Algunas de sus opiniones sobre la vida moderna, que tomo de algunos de sus más importante libros, muestran el pensamiento, variable en ocasiones, del filósofo: En el aforismo 285 de “Humano, demasiado humano” Nietszche dice lo siguiente:
“A medida que caminamos hacia el oeste, la agitación moderna se vuelve cada vez mayor, de modo que a los ojos de los americanos, los habitantes de Europa representan un conjunto de seres amigos del reposo y del placer, cuando en realidad entrecruzan su vuelo continuo como abejas o avispas.
Esta agitación es tan grande, que la cultura superior no tiene ya tiempo de sazonar sus frutos; es como si las estaciones se sucediesen con demasiada rapidez. Por falta de reposo nuestra civilización corre hacia una nueva barbarie…”. (F. Nietszche, ibid).
En “La gaya ciencia”, Nietzsche se refiere en la siguiente forma a la “humanidad” del porvenir: “Cuando miro, con los ojos de una época lejana hacia ésta, no encuentro nada más singular en el hombre actual, que su virtud y su enfermedad particular que se llama “sentido histórico”.
Hay en la historia el cebo de todo lo nuevo y extraño; dése a este germen algunos siglos más y terminará quizás por salir de él una planta maravillosa, con un olor también maravilloso, a causa del cual nuestra vieja tierra sería más maravillosa de habitar de lo que ha sido hasta el presente…. el hombre, que tiene delante y detrás de él un horizonte de mil años, siendo el heredero de toda nobleza, de todo espíritu del pasado,…. el primero de una nobleza nueva, de la cual no ha visto cosa semejante en ningún tiempo….”.
(F. Nietszche, ibid).
A esta visión, contrapone Nietszche, en uno de sus escritos tardíos, que forma parte de “Así hablaba Zaratustra” los siguientes conceptos sobre el hombre: ” Yo predico el super-hombre.
El hombre es algo que debe ser superado. Vosotros, ¿qué habéis hecho para superarle?…. ¿Qué es el mono para el hombre? Un motivo de risa o una dolorosa vergüenza. Pues eso mismo debe ser el hombre para el superhombre: un motivo de risa o una vergüenza afrentosa”.
Estas palabras del filósofo de la cultura, como a veces se le llama, revelan su pensamiento acerca de que la meta de la humanidad está en sus ejemplares supremos; su individualismo, señalado por el culto estético de los genios y de los héroes, y la idea de que lo único posible y digno para el hombre es una vida heroica.
Sobre estas premisas, sobre la visión de Nietzche del superhombre, edificaron los pseudofilósofos del nazismo todo el funesto andamiaje sobre el que construyeron su sistema político.
Poco después, en uno de sus escritos póstumos, Nietszche afirmó lo siguiente sobre la modernidad: “Una época de transición para cada uno de nosotros y cada uno de nosotros tiene razón. Pero no en el sentido de que tal denominación convenga más a esta época que a otra cualquiera.
En cualquier momento de la historia en que nos fijemos encontramos una fermentación semejante, los conceptos antiguos en pugna con los nuevos y los hombres de fino olfato, a quienes entonces se llamaba profetas, pero que no tenían otro don que el de sentir y ver lo que a ellos les sucedía, lo sabían, y temían que “todo estaba en ruinas y que el mundo iba a perecer”.
Pero el mundo no pereció; las altas ramas de los árboles se quebraron, pero otras nacieron en su lugar; en cada tiempo hay un mundo que muere y un mundo que nace”. (F, Nietszche, ibid).
Si la modernidad se define como la época de la superación, de la novedad que envejece y es sustituida inmediatamente por una novedad más nueva, en un movimiento incesante que desalienta toda creatividad a tiempo que la exige y la impone como única forma de vida, no se podría pensar en salir de la modernidad superándola, ya que para Nietszche, la superación sería una categoría puramente temporal a la cual es necesario agregarle una nueva categoría, la de la crítica de los valores de la civilización que conduce, en su opinión, al convencimiento de que las verdades, al igual que en un análisis químico, para utilizar el símil que emplea, se diluyen, porque el hombre no puede llegar a conocer las cosas en sí mismas y la noción misma de verdad llega a desaparecer.
Thomas Mann, gran admirador de Nietszche sobre quién escribió varios artículos, sintetizó de la siguiente manera su visión del filósofo: “Nietszche forma parte, si bien en una versión extremadamente alemana, de un movimiento occidental general que cuenta entre sus nombres a Kierkegaard, a Bergson y a muchos otros, y que es una rebelión filosóficoespiritual contra la fe clásica en la razón de los siglos XVIII y XIX.
Este movimiento ha realizado su obra, o no la ha acabado todavía, en la medida en que su continuación necesaria es la reconstitución de la razón humana sobre una base nueva, la conquista de un concepto de humanismo que ha ganado en hondura frente al autocomplacido y superficial concepto de humanismo de la época burguesa”. (Th. Mann. “Schopenhauer, Nietszche y Freud”. 1984).
Sobre modernidad y postmodernidad se escriben en la actualidad cientos de libros y artículos que analizan el tema desde enfoques múltiples cada vez más especializados.
Entre los nombres de los intelectuales que actualmente se ocupan del tema, sobresalen los de Marshall Berman, Jean Francois Lyotard, Hans Georg Gadamer, Gianni Vattimo, Jürgen Habermas, Georg Simmel y Josef Picó, para mencionar sólo unos cuantos.
Es bastante difícil entender el enfoque económico, el sociológico o el lingüístico de esos estudios cuando ellos son presentados en lenguajes estrictamente especializados, en relación directa con la especialidad o la subespecialidad del que los trata.
Todo ello contribuye a que se encuentren dificultades cada vez mayores para caracterizar con alguna precisión las dos épocas y señalar su límites.
(Lea También: La Ciencia en el Siglo XIX)
La fragmentación de los temas, que evidentemente es propia de la modernidad y sobretodo de la postmodernidad, es evidente en todos los campos del conocimiento.
En el terreno de mi propia especialidad en medicina, la cardiología, se aprecia de inmediato que los cardiólogos de adultos hoy en día poco saben de la cardiología de los niños y viceversa; y que dentro de la cardiología de adultos, existen subespecialidades cada vez más definidas y separadas que son imposibles de dominar y practicar a cabalidad por los cardiólogos corrientes.
A esto se agrega la inmensa información existente y disponible sobre cualquier tema. El último libro de cardiología escrito por un solo autor, a quien la “cabía toda la especialidad en la cabeza”, fue la obra de mi maestro, el doctor Paul Wood de Inglaterra, publicada en el año de 1950, que contaba con sólo veinte referencias bibliográficas para cada uno de sus veinte capítulos.
Los textos de cardiología de la actualidad, por contraste, son enciclopédicos y muy costosos; por ser escritos por setenta a ochenta autores carecen de personalidad propia, y las siete a ocho mil referencias bibliográficas que presenta cada uno de ellos carecen de real utilidad; su estudio, en consecuencia, es bien difícil para el joven aprendiz de la especialidad que no logra incorporarlos con facilidad al saber que intenta adquirir.
En un artículo reciente, titulado “Colombia hacia la cultura global del siglo XXI”, época hacia la cual nos encaminamos vertiginosamente, el escritor colombiano Alvaro Pineda Botero expresa su pensamiento en la siguiente forma: “La nueva tecnología de las comunicaciones, TV por satélite, computadoras, fax, email, CD Rom, hipertextos, etc., nos está llevando a una nueva concepción de la sociedad.
Su aplicación ha hecho que la cultura global de occidente no quede restringida a ningún lugar geográfico ni a ninguna raza, ni sea monopolio de nadie….
Si en el pasado se hablaba de civilización y barbarie, países ricos y países en vía de desarrollo, Norte y Sur, primer y tercer mundo, centro y periferia, ahora se habla de ciudades globales…. que forman en su conjunto una red, por la cual circulan las personas, el capital, la tecnología, los conocimientos y muchas formas culturales, que rápidamente llegan a ser de aceptación general.
Son ciudades globales, Nueva York, Londres, Hong Kong,…. y otras como Bogotá, están en vías de serlo por la acumulación de ciertas características o comodidades: edificios “inteligentes”, comunicación satelital, grandes aeropuertos, centros empresariales, centros comerciales, zonas de libre comercio, bancos “off shore”, mercados financieros globales, hoteles y restaurantes de cadena y lujosos conjuntos residenciales cerrados con vigilancia privada….
La globalización implica además, alianzas económicas, convenios, migración y multitud de intercambios de bienes, servicios y manifestaciones de la cultura. Hasta el crimen se ha organizado de manera global…. A medida que todos estos procesos se consolidan, conceptos que antaño fueron sagrados y parecían inamovibles como el de patria, nación, soberanía, pasan a segundo plano”. (A. Pineda Botero. 1997).
El Humanismo de la actualidad, si se aceptan las definiciones mencionadas al comienzo de este estudio, está en crisis. Esta se manifiesta como la causa de un proceso general de deshumanización, bien ostensible por otra parte en el caso de la medicina, que comprende el eclipse de los ideales humanistas de la cultura en favor de una formación del hombre centrada en la ciencia y en las facultades productivas racionalmente dirigidas, y señalado en el plano de la organización social y política por un proceso de acentuada racionalización.
Heidegger se ha referido a la conexión, habitual en gran parte de la cultura actual, entre la crisis del humanismo y el triunfo de la civilización técnica, y ha hecho una análisis del nexo existente entre la metafísica, el humanismo y la técnica, para concluir que el sujeto al que se propone defender de la deshumanización técnica, es precisamente él mismo la raíz de esa deshumanización.
Este concepto es fácilmente observable en el caso de la medicina deshumanizada y de los médicos deshumanizados que, conciente o inconscientemente, condujeron a gestarla.
Gianni Vattimo ha indicado que si bien es cierto que se requiere tratar de alcanzar, en el campo de las ciencias humanas, una forma de rigor y de exactitud que satisfaga todas las exigencias de un saber metódico, esto debe hacerse con la condición de reconocer lo que en el hombre hay de irreductible y peculiar, “ese núcleo que constituye el humanismo de la tradición, centrado en la libertad, en la elección, en el carácter imprevisible del comportamiento humano, es decir en la historicidad constitutiva de lo humano”. (G. Vattimo. “El Fin de la Modernidad”. 1997).
Otros pensadores consideran que la crisis del humanismo está centrada en el establecimiento del dominio de la técnica en la modernidad, que conduce al hombre a despedirse de su subjetividad, entendida como inmortalidad del alma, y reconocer que el yo es más bien un haz de “muchas almas mortales”, como lo indica Nietszche en el aforismo 1880 de “Humano, demasiado humano”.
La crisis del humanismo, afecta la humanidad del hombre concebida todavía en términos de subjetividad y autoconciencia, aunque existan fuertes corrientes del pensamiento moderno que intentan superar el concepto de sujeto y liquidar su existencia.
En relación al arte de la actualidad, se ha señalado que la posibilidad de reproducir técnicamente las obras del pasado hace que éstas pierdan la aureola o halo que las circundaba y aislaba. En la sociedad de la cultura de masas en la que vivimos, se puede hablar ya de estetización general de la vida, en la medida en que los medios de difusión que distribuyen información, cultura y entretenimiento, han adquirido en la vida de cada cual un peso infinitamente mayor que en cualquiera otra época del pasado. Además de distribuir información, esos medios de comunicación de masas producen consenso, instauración e intensificación de un lenguaje común en lo social. En el mundo del consenso manipulado, como lo señala Vattimo, “el arte auténtico sólo habla callando”, y la experiencia estética no se expresa sino como negación de todos aquellos caracteres que habían sido canonizados en la tradición, ante todo el placer de lo bello.
Agrega más adelante Vattimo: “Quien se ocupa de estética y se pone a describir la experiencia del arte y de lo bello con el lenguaje conceptual un poco enfático, heredado de la filosofía del pasado, experimenta siempre cierta incomodidad al cotejar ese carácter enfático con la experiencia del arte que él mismo hace o que ve en sus contemporáneos.
¿Encontramos verdaderamente aún la obra de arte como obra ejemplar del genio, como manifestación sensible de la idea, como puesta por obra de la verdad?”. (G. Vattimo, ibid).
La pregunta se queda sin respuesta concreta, aunque el autor divaga sobre el tema del ocaso del arte para concluir que en la obra de arte, más que en cualquier otro producto espiritual, se revela la verdad de la época entendida ésta como una existencia histórica.
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