La Época Post-Renacentista Parte II
Para los mecanicistas, Dios en su infinita omnipotencia, quiso crear al mundo como un inmenso mecanismo para que frente a él los hombres ejercitasen inteligentemente su voluntad de conocerlo y dominarlo.
Los vitalistas, que surgieron después, consideraron que en virtud de esa misma omnipotencia divina. Dios había creado al mundo como un inmenso organismo viviente para que dentro de él, conviviendo humanamente con todo lo que existe, los hombres pudieran conocerlo y dominarlo.
Son estos dos paradigmas contrapuestos: por un lado, la máquina y por otro. El organismo viviente. Paradigmas que surgieron para entender la realidad del cosmos, que en adelante dominaron las especulaciones de los hombres, y de los cuales éstos derivaron sus modos de pensar y de actuar.
En el campo médico, las concepciones mecanicistas y vitalistas se reflejaron en los sistemas de asistencia a los enfermos y en las formas de tratarlos. Perduraron hasta el siglo pasado cuando los descubrimientos de los agentes causales de las enfermedades infecciosas, debidos, entre otros, al genio de Luis Pasteur y de Roberto Koch. Establecieron nuevas formas de pensamiento a partir de las cuales habría de desarrollarse la medicina moderna.
Teophrastus Bombastus von Hohenheim. Más conocido como Paracelso, a quien mencionamos atrás en relación a sus ideas filosóficas sobre el macrocosmos y el microcosmos, nació en Einsiedeln en Suiza y se graduó de médico en Ferrara.
Su humanismo integral lo coloca en la ciencia en un plano similar al que ocuparon Pico della Mirándola en las artes y Erasmo de Rotterdam en el campo de la filosofía y del conocimiento.
Practica la medicina, estudia la alquimia, es bebedor y polemista y rechaza las ideas científicas antiguas quemando en la hoguera las obras de sus predecesores de la Antigüedad.
A los 33 años, Paracelso combinaba la arrogancia de un autodidacta con la elocuencia de quien se designaba a sí mismo portavoz de Dios.
Se reveló contra los médicos de su época declarando abiertamente que sus clases de medicina se basarían en su propia experiencia con los pacientes. Su fe le llevó a pensar que no había enfermedades incurables sino médicos ignorantes. “Fue Dios, expresaba alguna vez, quien dijo la sentencia: Amarás al prójimo como a tí mismo y a Dios sobre todas las cosas.
Si amas a Dios, también debes amar sus obras. Si amas a tu prójimo no le debes decir: Para tí no hay ayuda posible, sino que debes afirmar: Yo no puedo hacerlo, o no lo comprendo”. (Paracelso, ibid).
Su pensamiento orgánico y panvitalista, le llevó a dar un nuevo sentido a los vocablos agua, aire, fuego y tierra, considerados desde antiguo como los cuatro elementos fundamentales y agregó una “quinta esencia”, en la cual incluyó sustancias químicas como el azufre, la sal y el mercurio. El azufre, en su concepción, es lo combustible. El mercurio es lo volátil, y la sal, lo resistente o fijo.
Estas tres sustancias, explicadas con un lenguaje oscuro, críptico y exuberante, más que “sustancias” propiamente dichas, son los “Principios” operativos, las fuerzas elementales y específicas del cosmos.
En actitud típicamente renacentista, la ciencia como voluntad de saber, la medicina como voluntad de curar y la religión como voluntad de encontrar a Dios, son para Paracelso tres formas de un mismo querer.
Murió Paracelso en Salzburgo a la edad de 48 años y fue enterrado en el asilo de San Sebastián bajo un lisonjero epitafio que reza así: “Aquí descansa Felipe Teofrasto, distinguido doctor en Medicina, quien con arte maravilloso curó graves heridas, lepra, gota, hidropesía y otras enfermedades del cuerpo”.
Después de Paracelso, el belga Johan Baptista van Helmholtz, médico y filósofo, astrónomo, teólogo y botánico, es decir humanista integral, practicó la medicina con actitud espiritual profundamente religiosa.
A partir de las ideas de Paracelso. Desarrolló la química y abrió paso para que las ideas panvitalistas del científico suizo condujeran a un vitalismo en sentido estricto y a la utilización de sustancias químicas en el tratamiento de las enfermedades.
Van Helmholtz rechazó la teoría del microcosmos por considerarla de origen pagano. Para él, la naturaleza del hombre sobrepasa en dignidad la del cosmos, sin copiarla. Lo cual naturalmente no quiere decir que en el organismo humano, pese a la condición supracósmica del principio espiritual, no se reúnan todos los principios operativos que se encuentran en el cosmos y que habían sido discutidos por Paracelso.
La creciente sed de experiencia personal, que desde la Edad Media hasta el siglo XVIII invade las almas de los europeos, se pone en evidencia a través del afán de explorar el planeta, de coleccionar sus riquezas botánicas y zoológicas, de entender mejor el alma humana y conocer mejor el cuerpo mediante las disecciones anatómicas, y conduce a que no pocos de los médicos prácticos de esas épocas fueran adquiriendo un conocimiento empírico de los hechos a través de la pura experiencia y mediante los sistemas cada vez más metódicos y racionalizados de recogerlos y ordenarlos.
El Empirismo que en esa forma se origina, tuvo en el campo de lo anatomofisiológico figuras descollantes como Lázaro Spallanzani, quien adelantó estudios sobre la fisiología de los procesos digestivos y circulatorios. John Hunter, cultivador de la fisiología experimental y padre indiscutible de la cirugía inglesa; y Luigi Galvani, iniciador de los primeros estudios sobre electrofisiología y de lo que él llamó la “electricidad animal”, secundado después por Alessandro Volta, inventor de la pila eléctrica que lleva su nombre, que hizo posible la electroquímica y la electrodinámica.
Fue en el terreno de la clínica, que tuvo gran auge entre los siglos XVI a XVIII, en donde los principales adelantos se hicieron dentro del marco de una patología galénica modificada.
Surgieron figuras del empirismo de la importancia de Thomas Sydenham, amigo del filósofo John Locke y del egregio hombre de ciencia inglés, Robert Boyle, iniciador con Lavoisier de la fisiología química.
Sydenham reformó totalmente la clínica. Estableció sus ideas sobre la naturaleza de la enfermedad y la especie morbosa; clasificó las enfermedades en agudas y crónicas y esbozó una moderna epidemiología para su tiempo.
Preguntado en alguna ocasión por uno de sus discípulos qué libro de medicina podía aconsejarle contestó: “Lea Don Quijote de la Mancha”.
Entre otras figuras importantes del humanismo médico, debe destacarse la de Hermann Boerhaave, el gran clínico de Leyden, cuyos “Aforismos” que aún se leen con deleite, fueron enseñanza fecunda para muchas generaciones médicas hasta finales del siglo pasado.
Posteriormente, la de Georg Ernst Stahl, quien relacionó íntimamente las doctrinas vitalistas con la química, y la de Friedrich Hoffman, quien elaboró la teoría del tono de las fibras tisulares, teoría a partir de la cual derivaron muchos de los sistemas de tratamiento empleados en medicina hasta el siglo pasado.
En el campo de lo anatomopatológico, los médicos empiristas relacionaron los hallazgos de las autopsias con los síntomas y signos de las enfermedades que había padecido el sujeto autopsiado y dedujeron que conocer la lesión anatómica era el fundamento necesario para adquirir el saber clínico.
Giovanni María Lancini, con ocasión de una epidemia de muerte súbita ocurrida en Roma hacia 1706, inició con fortuna la racionalización plena del empirismo anatomopatológico, que habría de tener su máxima figura en Giovanni Battista Morgagni, creador de una auténtica anatomía patológica fundada sobre experiencias verdaderas y no sobre especulaciones de estilo galénico.
Mecanicismo y vitalismo son dos paradigmas que en los siglos posteriores al Renacimiento aparecen entremezclados en el campo de la biología y de la medicina.
Girolamo Cardamo, por ejemplo, médico, matemático y astrónomo. Afirmaba a comienzos del siglo XVI: “Todos los seres del cosmos están animados (panvitalismo). Pero Dios ha querido que sus movimientos se hallen inexorablemente sujetos a la ley del número (matematicismo)”.
Girolamo Fracastoro, por su parte, pensaba que los humores corrompidos eran capaces de formar semillas o “seminaria”, que trasmitidas de un organismo a otro según la “simpatía o antipatía” reinantes entre los seres del universo, serían la causa de las enfermedades.
Era ésta una forma muy primitiva de referirse a los gérmenes microscópicos causantes de las enfermedades infecciosas que habrían de ser descubiertos muchos años más tarde.
Las enfermedades que el médico atendía entre los siglos XV y XVIII eran en general las mismas que mencionan los textos hipocráticos y los tratados médicos de la Edad Media.
Pero a ellas se agregaron nuevas entidades patológicas derivadas de los cambios que en la existencia individual y social introdujo un nuevo modo de vivir.
Con el tránsito de la vida feudal a la burguesa. Aparecieron enfermedades dependientes de la actividad laboral impuesta por las nuevas estructuras socioeconómicas en la vida del hombre, tales como las enfermedades de los mineros descritas por Paracelso.
La vida sedentaria de la nueva aristocracia, los cambios de la alimentación y la creciente acumulación de población en núcleos urbanos, ocasionaron incrementos importantes en el número de pacientes de gota. Aumento de los casos de malaria en las ciudades como Roma próximas a las zonas pantanosas y proliferación de enfermedades cutáneas e infecciosas, además de trastornos de orden psiquiátrico, como las histerias señaladas por Sydenham.
La miseria de las regiones suburbanas trajo como consecuencia enfermedades nutricionales por carencia, entre ellas el raquitismo.
Los cambios en los sistemas bélicos empleados en las guerras con el uso de la pólvora, trajeron consigo nuevos tipos de heridas mixtas por quemaduras, que inicialmente se trataban con aceite hirviendo siguiendo el método preconizado por los árabes tendiente a lograr el “pus loable”.
Este tipo de tratamiento fue posteriormente modificado por Ambrosio Paré quien sustituyó el aceite por el vino y el agua de rosas en un importante cambio de paradigma del manejo de las heridas, como lo señalé anteriormente.
Perduraron por supuesto las enfermedades contagiosas que asolaron al mundo antiguo y al medieval, como la peste, la viruela y las fiebres exantemáticas.
También se presentaron brotes epidémicos de malaria en zonas suburbanas y en muchas regiones episodios agudos de disentería e influenza.
A todas ellas, se agregó la sífilis o morbus gallicus, originaria muy seguramente de América, que se extendió en forma epidémica por todo el continente, sin respetar ninguna de las clases sociales, especialmente las altas, como lo relata amenamente Guy Bretton en su obra “Historias de Amor de la Historia de Francia”.
Por otra parte, los viajes constantes de los exploradores al Nuevo Continente, llevaron a éste la viruela y el sarampión, epidemias que diezmaron muchas de las poblaciones indígenas. Especialmente de México y del Perú y en menor grado del territorio de la Nueva Granada.
Con el correr del tiempo, la clínica se fue consolidando cada vez más y la exploración de los enfermos se fue haciendo cada vez más instrumental.
Los médicos se esmeraban en la observación cuidadosa del enfermo hasta extremos tales, que la degustación sistemática de la orina, por ejemplo, permitió a Willis el descubrimiento de la diabetes sacarina.
Los esquemas mentales de los médicos para el establecimiento del juicio diagnóstico mejoraron en la medida en que comenzó a distinguirse entre la sintomatología objetiva del paciente, lo que se apreciaba por la observación, y la sintomatología subjetiva, vale decir, aquello que sentía el enfermo y comunicaba a su médico.
Este cambio notable de la mentalidad médica estaba relacionado con la preocupación de los hombres de ciencia de la época por encontrar el método que condujera a un conocimiento racional de la realidad cósmica. En esa forma, personajes como Bacon y Galileo, Descartes y Linneo, y Leibnitz y Newton. Contribuyeron indirectamente mediante el desarrollo de sus formas de pensar al avance de la medicina y de las ciencias afines.
(Lea También: Modernidad y Post – Modernidad)
En relación a los tratamientos. La farmacología de los siglos XV al XVIII, continuó siendo la tradicional de Galeno y Dioscórides. Hasta cuando Paracelso sustituyó las preparaciones de la farmacopea tradicional por otras mucho más sencillas e introdujo medicamentos minerales anteriormente no conocidos.
A Paracelso se debe probablemente el empleo del arsénico y el mercurio en el tratamiento de las infecciones sifilíticas.
A todo esto, se agrega el enriquecimiento de la farmacia con medicinas nuevas traídas de América, como las cortezas de quinas, el guayaco y los bálsamos de Tolú y del Perú, que modificaron notablemente el tratamiento de las fiebres y de infecciones trasmitidas por vía sexual como la sífilis.
El comercio de la quina, que llegaba a España por el puerto de Sevilla y de allí se distribuía por toda Europa, fue de proporciones apreciables y se constituyó en un factor de enriquecimiento importante para los comerciantes y el gobierno de la península.
El estudio de la Quinología se desarrolló notablemente, gracias a los esfuerzos de don José Celestino Mutis, en el Virreinato de la Nueva Granada.
Los adelantos en cirugía tuvieron en Francia un gran adalid en la noble figura de Ambrosio Paré, antes mencionado.
En España sobresalieron personalidades de alto nivel, como Dioniso Daza Chacón y Bartolomé Hidalgo de Aguero, célebres por haber sido los médicos tratantes del infortunado príncipe Carlos, hijo de Felipe II. En general, avanzaron todas las especialidades médicoquirúrgicas.
Hacia el siglo XVII se llevaron a cabo, con grandes fracasos, las primeras transfusiones de sangre, que sólo habrían de tener éxito a fines del siglo XIX, cuando se desarrollaron sistemas para definir la compatibilidad de las sangres.
En la psicoterapia resalta la figura de Franz Anton Mesmer. Famoso en la Europa de fines del siglo XVIII por sus curaciones basadas en lo que llamó “magnetismo animal”, que habría de ser sustituido ventajosamente por el hipnotismo médico.
Finalmente, a comienzos de la Revolución Francesa, fue descollante la figura de Philippe Pinel, quien partió en dos la historia de la Psiquiatría al reclamar para los dementes la libertad, la igualdad y la fraternidad, por las que habían luchado y triunfado los revolucionarios de 1789.
La enfermedad es por esencia un mal físico para quien la sufre y por lo tanto para la sociedad humana.
Pero la actitud ante la enfermedad cambió por esas épocas, como la ha sostenido Laín Entralgo cuando afirma: “La creciente estimación de la existencia terrena, rasgo característico de la vida humana durante los siglos que solemos llamar modernos, da lugar a una mutación considerable en la estimación personal y social de la enfermedad. En tanto que posible preludio de muerte”. (P. Laín Entralgo, ibid).
Frente a la idea medieval de la muerte como un evento nivelador y arrollador y al “menosprecio del mundo”, tan característico del medioevo, surgió cada vez con más fuerza el deseo imperioso de vivir sobre la tierra y la conciencia de que el arte de dirigir la vida propia puede ayudar eficazmente al logro de ese fin.
“Vivamos el día de hoy!”, decía Lorenzo de Médicis, y “Pronto veremos alargarse nuestros días, breves y huidizos”, afirmaban las gentes del siglo XVIII, el siglo de la Ilustración.
La formación de los médicos fue adquiriendo un carácter mucho más científico con la enseñanza de la anatomía y de la cirugía, las cátedra de botánica médica y la frecuencia de las lecciones clínicas y anatomopatológicas.
Sin embargo, se mantuvo la idea, vigente hasta fines del siglo pasado, de que la educación del médico en su profesión, debía ir precedida por una cuidadosa formación en materias que tienen que ver con la filosofía, como la lógica, la retórica y la ética. También se consideró importante el conocimiento de lenguas vivas y de algunas de las muertas como el latín y el griego.
Las revistas clínicas de los servicios médicos que se hacían en los hospitales de París a mediados del siglo pasado, se llevaban a cabo en latín, considerado en ese entonces como el idioma de las ciencias médicas de alto nivel, a pesar de que ya desde muchos años atrás las publicaciones se hacían en idiomas vernáculos.
Médicos de la categoría de Teophile Hyacinthe Laennec. El padre de la auscultación, se ufanaba de enseñar en latín sus descubrimientos clínicos en el curso de las demostraciones hospitalarias, antes de escribir en francés los mismos hallazgos.
Todo este tipo de consideraciones fue tenido en cuenta en el Virreinato de la Nueva Granada. Cuando el sabio gaditano don José Celestino Mutis y sus colaboradores elaboraron cuidadosamente los planes de estudio de la medicina para el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario en Santafé de Bogota, a comienzos del siglo XIX.
La situación personal del médico era más alta que la del cirujano. La sociedad le necesitaba más y en consecuencia le estimaba y le pagaba mejor.
Por otra parte, en la regulación de su ejercicio profesional intervenían tanto el Estado como las corporaciones profesionales. Mediante tribunales llamados en España Protomedicatos.
Al igual que en la Grecia de la antigüedad, había niveles distintos para el tratamiento de los enfermos: las personas pertenecientes al nivel superior eran tratadas por “médicos de cámara”. Elegidos entre los más prestigiosos. Los pacientes de la sociedad burguesa eran atendidos por médicos particulares en sus casas, y los de baja clase o enfermos pobres, acudían a los hospitales de beneficencia o caridad, o bien eran atendidos por curanderos y empíricos.
A los tres niveles les igualaba la escasa eficacia de los recursos terapéuticos empleados, pero las enormes deficiencias de la atención hospitalaria conducían a que la mortalidad de los pobres fuera considerablemente más elevada.
Con todo, el progreso técnico de la medicina y la creciente penetración del espíritu científico en la vida social mejoró en cierta forma el carácter de los hospitales.
Sin embargo, el hacinamiento hospitalario, la facilidad de la infección y la deplorable alimentación, contrarrestaban los buenos deseos de los que intentaban mejorar la situación hospitalaria.
Organizaciones del tipo de las Sociedades de Ayuda Mutua, originadas en Inglaterra, intentaron aliviar un poco la situación social de las clases menesterosas enfermas y lograron señalar en forma clara la relación existente entre la enfermedad y la miseria.
La ética médica de los siglos XV al XVIII fue mostrando la progresiva secularización de la sociedad. Hacia 1750, la idea de que el médico debía ser cristiano estaba fuera de cualquier discusión.
Durante el reinado de Luis XV por ejemplo, el primer acto de los licenciados en la Facultad de París. Consistía en una visita colectiva a Notre Dame. Para jurar la defensa de la religión católica incluso hasta el derramamiento de sangre. A partir de esa época, cambió notablemente el planteamiento del problema.
Tal como lo ha señalado Laín Entralgo: “O se niega la existencia de todo lazo entre la actividad del médico y la fe religiosa o se reduce a un orden puramente práctico, moral, la relación entre ellas.
La deontología cristiana pondrá en mutua comunicación uno y otro campo: el teólogo expone al médico sus deberes ante el sano y el enfermo, y el médico dice al sacerdote lo que éste debe saber acerca de la enfermedad…. Entre tanto, va creciendo la intervención del Estado en el establecimiento legal de los deberes del médico.
Las dos vertientes de la secularización, la intimización de las decisiones morales, por una parte, y la socialización, la estatalización de ellas, por otra, empiezan a acusarse en la estructura y en el contenido de la deontología”. (P. Laín
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