Una Página Magistral

¿Hasta Cuándo, Catilina…?

Marco Tulio Cicerón

N. de la R.

Publicamos apartes del discursopronunciado por Marco Tulio Cicerón(Arpinum, 106 a. de C. – Caieta, 43a. de C) en el Senado romano con elobjeto de denunciar la conjuraciónde Catilina.

Con este discurso, el orador logródesmontar la famosa conspiraciónfraguada por LuciusSergiusCatilina,en contra de la República, tras de lacual el descrédito impidió que lospartidiarios del conspirador pudieranunirse para conformar, como élquería, un partido político.

Conviene recordar lo que Salustiodejó sentado cuando describió aCatilina:

“Lucio Catilina (…) fue de granfortaleza de alma y cuerpo, pero decarácter malo y depravado. A éste,desde la adolescencia, le resultarongratas las guerras civiles, las matanzas,las rapiñas, las discordiasciudadanas, y en ellas tuvo ocupadasu juventud. Su cuerpo era capaz desoportar las privaciones, el frío, elinsomnio más allá de lo creíble paracualquiera. Su espíritu era temerario,pérfido, veleidoso, simulador ydisimulador de lo que le apetecía,ávido de lo ajeno, despilfarrador de lo propio, fogoso en las pasiones;mucha su elocuencia, su saber menguado.Su espíritu insaciable siempredeseaba cosas desmedidas, increíbles,fuera de su alcance. A este hombre,después de la dictadura de Sila lehabía asaltado un deseo irreprimiblede hacerse dueño del Estado y notenía escrúpulos sobre los medioscon los que lo conseguiría con tal deprocurarse el poder. Su ánimo ferozse agitaba más y más cada día por ladisminución de su hacienda y por laconciencia de sus crímenes, incrementadasuna y otra con aquellas artesque antes he señalado. Le incitabanademás las costumbres corrompidasde la ciudad echadas a perder pordos males pésimos y opuestos entresí: el libertinaje y la avaricia. Puestoque la circunstancia ha traído a colaciónlas costumbres de la ciudad, elasunto mismo parece aconsejarnosvolver atrás y explicar brevementelas instituciones de los antepasadosen paz y en guerra, cómo gobernaronla República y cuán grande la dejaronpara que poco a poco se transformasede la más hermosa y excelente en lapeor y más infame”.

“¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia? ¿Cuándotiempo se ha de estar burlando de nosotros ese tu furor? ¿A qué términollegará esa tu desenfrenada audacia? ¿Cómo? ¿Ni la guardia nocturna delmonte Palatino, ni las fuerzas esparcidas en toda la ciudad, ni la consternacióndel pueblo, ni el concurso de todos los hombres de bien, ni ellugar fortificado escogido para esta asamblea, ni las miradas indignadasde todos los senadores, nada ha podido retraerte? ¿No ves que tus proyectosestán descubiertos, que tu conspiración está rodeada de testigos,encadenada por todas partes? ¿Te parece a ti que hay aquí alguno queno sepa que hiciste esta noche, que antenoche, dónde estuviste, a quienconvocaste y que resolviste?

¡Oh tiempos! ¡Oh costumbres! Todos estos complot, el Senado los conoce,el cónsul los ve, ¿y Catilina vive todavía! Vive, ¿que digo? Viene alSenado y es admitido entre los consejeros de la República; y con la vista destina a cada uno de nosotros a la muerte. Y nosotros, muy preciadosde hombres de fortaleza, creemos cumplir con la República huyendo elcuerpo a los golpes de este furioso.

Mucho tiempo ha, Catilina, que convenía que el cónsul te pusiera en unsuplicio y descargase sobre tu cabeza el golpe mortal que tanto disponestú descargar sobre todos nosotros. ¿Acaso pudo el esclarecidísimo PadreEscipión, Pontífice máximo, no siendo más que un particular, dar muertea Tiberio Graco, que alteraba en parte la Constitución de la República, ynosotros, siendo cónsules, hemos de sufrir a Catilina, que a todo el orbequiere destruir a sangre y fuego? Porque no quiero traer a la memoriaaquellos tiempos antiquísimos, cuando Q. ServilioAhala dio de puñaladasa SpurioMelio, porque pensaba en novedades. Hubo en otro tiempo ennuestra República esa virtud en los varones fuertes de castigar con másrigor al ciudadano pernicioso que al mayor enemigo. Pues tenemos Catilina,contra ti un decreto del Senado, fuerte y severo; no falta a la República niel consejo, ni la autoridad de ese orden; nosotros, nosotros los cónsules,dígolo claramente, somos los que la fallamos…

Reconoce por fin conmigo aquella noche pasada. Ya entenderás queestoy más alerta para salvar a la República, que tú para arruinarla. Digoque la noche pasada fuiste entre una tropa de espadachines (no me andarécon rebozo) a causa de M. Leca; que concurrieron al mismo lugar muchoscómplices en tu maldad y locura. ¿Te atreves a negar esto? ¿Por que callas?Te convenceré si lo niegas; aquí en el Senado estoy viendo algunos que sehallaron allí contigo.

¡Oh dioses inmortales! ¿En dónde estamos? ¿En que ciudad vivimos?¿Qué República es la nuestra? Aquí, aquí entre nosotros, padres conscritos,en este Consejo, el más sagrado y grave del orbe, tenemos a los que piensanen mí muerte y la de todos vosotros, la de Roma, la del mundo entero. Aestos está viendo el cónsul y les pregunta su parecer sobre la República; ya unos hombres, que fuera razón hacer piezas a cuchilladas ni aún con laspalabras los vulnera. Te hallaste, pues, Catilina, en casa de Leca, aquellanoche, distribuistre la Italia por partes, determinaste a dónde querías quefuere cada uno; hiciste elección de los que habían de quedar en Roma y delos que habías de sacar contigo; señalaste los parajes por donde se habíade incendiar la ciudad; aseguraste que tú saldrías muy presto; mas dijisteque necesitabas dilatar tu partida porque yo vivía. No faltaron dos caballerosromanos que te sacasen de ese cuidado y se ofreciesen a matarmeen mi cama aquella misma noche, un poco antes de amanecer. Todas estascosas averigüé yo apenas acababa de disolverse nuestra junta; fortifiquéy aseguré mi casa con más gente, y negué la entrada a los caballeros quetú habías enviado a saludarme de madrugada, que fueron los mismosque yo había prevenido a muchos sujetos del mayor carácter, que aquellahora irían a verme…

¿Puede ser gustosa, Catilina, la luz que nos alumbra, el aire que respiramos,cuando sabes que no hay ninguno entre todos estos que ignore quela víspera de las Calendas de enero, el último día del consulado de Lépidoy de Tulo, te hallabas en la plaza de los Comicios, armado de un puñal;que juntaste gente para matar a los cónsules y principales de la ciudad;que se frustró tu furioso y execrable intento, no por alguna consideraciónque hicieses, o por temor que concibieses, sino por la fortuna del puebloromano. Y no quiero decir nada de aquellos otros atentados, porque, o sonsabidos, o sucedieron poco después. ¿Cuántas veces intentaste quitarme lavida, tanto estando nombrado cónsul como cuando ya no lo era? ¿Cuántostiros tuyos disparados con tal tino, que parecía imposible librarme, consólo ladearme un poco, y, como dicen, hurtando el cuerpo, los evité yo?Nada tratas, nada pretendes, nada ideas que yo no sepa a tiempo. Y, sinembargo, no desistes de tus intentos y esfuerzos. ¿Cuántas veces se te hasacado ya ese puñal de las manos? ¿Y cuántas por alguna casualidad sete cayó y se escurrió de entre ellas? Y con todo eso no puedes estar sinél mucho tiempo. Cierto, yo no se con qué ceremonias le has consagrado,cuando tienes por preciso clavarle en el pecho de un cónsul.

Más ahora, ¿que vida es esa tuya? Porque ya quiero hablar contigo entérminos que parezca me mueva la compasión que totalmente desmerece,y no el odio, de que eres digno. Entraste poco ha en el Senado. ¿Quién deeste tan numeroso concurso, de tantos amigos y parientes tuyos te saludo?Si no hay memoria de que esto haya pasado a ningún otro, ¿aguardasa que te afrenten con las palabras, cuando tienes sobre ti el severísimojuicio de su silencio? Y las circunstancias de que ha tu llegada quedaronesos asientos desocupados, y todos los consulares, que muchas veces hasdestinado a la muerte, apenas te sentaste dejaron desamparados y vacíoslos asientos que están a tu lado, ¿cómo piensas llevar esto? A fe mía quesi me viera temido de mis mismos esclavos en la forma que tu te ves detodos tus compatriotas, pensaría en dejar mi casa. ¿Y tú no piensas endejar la ciudad? Y si llegara a caer, aunque sin culpa mía, en tan atrozsospecha y odio de mis conciudadanos, elegiría antes privarme de su vistaque el ser mirado de todos con malos ojos. Y tú, que por el remordimientode tu conciencia conoces que el odio universal que se te tiene es Justo, yestá muy de antemano merecido, ¿no te determinas a huir de la vista ypresencia de aquellos cuyos ánimos ofendes? Si tus padres te temieran yobedecieran, y no los pudieras aplacar por ningún medio, me parece a mique te irías de su vista a otra parte. Ahora, pues, la patria, que es nuestramadre común, te aborrece y teme, y ya tiempo ha que está en la inteligenciade que tú en nada piensas sino en su ruina.

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