Precursor de Nuestro Tiempo, Inspirador del Concilio Vaticano II

Han pasado muchos años desde aquel 9 de Octubre de 1958, día luctuoso de la muerte de Pío XII, y la historia, también la de la Iglesia, camina a un ritmo veloz. Hoy, para muchos, la figura de Pío XII es algo lejano e intrascendente a lo que se puede volver con tranquilidad las espaldas.

No nos parece que se deba cometer tamaña injusticia y de ahí nace el énfasis que en esta semblanza se da a la personalidad y al carácter de Precursor de nuestro tiempo que ocupa Pío XII en la historia de la Iglesia.

En efecto, tras el advenimiento de Juan XXIII, comenzó inmediatamente la operación de contraponer un pontificado a otro, considerando el Vaticano II como la superación definitiva de la figura histórica de Pío XII.

Pronto habría de iniciarse el “proceso”, en ocasiones con visos de escándalo, en contra de la memoria de aquel gran pontífice, y por consiguiente, en contra de la pastoral ejercida por los obispos de su tiempo. Período del cual son protagonistas y testigos dos grandes arzobispos de Bogotá, Monseñor Ismael Perdomo, durante 11 años del pontificado de Pío XII, (1939 a 1950) y el Cardenal Crisanto Luque, durante ocho (de 1950 a 1958), primer obispo Colombiano elevado a la púrpura cardenalicia.

Este intento, de “destruir” el buen recuerdo de Pío XII debe ser calificado como de religiosamente penoso, y en el mismo se resumen una serie de equívocos de quienes consideran la historia, o la simple crónica de la Iglesia o del Papado, como consistente en un juego de analogías o diferencias superficiales, sin llegar a penetrar en el dinamismo del desarrollo interno, encerrado sin duda en parte dentro de un misterio que es objeto de la fe católica.

Este intento de “destrucción ha sido llevado a término por católicos de fronda:

En ocasiones cargados de rencor, o por quienes se consideraron portadores de carismas proféticos que supieron únicamente recurrir a ciertas fórmulas verbales en su intento de cancelar una imagen de la Iglesia que no se aviene con la que ellos inventaron. Es a esta última a la que se ha sólido aplicar en exclusiva el calificativo de “conciliar”, dando a esta palabra un sentido más de negación de lo anterior que de prosecución de un camino que se comenzó a recorrer ya en tiempos de Pío XII.

No cabe duda alguna de que cada nuevo pontificado ha representado con respecto al anterior una novedad, así como una “nueva creación”. Sería contestar una verdad constante al negar que cada pontífice llevó al sumo oficio el sello de su personalidad, la índole que Dios le había dado, los dones recibidos y las cualidades adquiridas; que cada uno tiene su propio estilo, sus rasgos inconfundibles.

Pero sería igualmente incongruente querer cerrar los ojos a otro dato constante si no se reconociera que todo en la Iglesia se realiza por gados, sin buscar rupturas. Las que pueden aparecer como novedades de un pontificado –y lo mismo dígase de la acción pastoral de los obispos, como puede ser el caso en los arzobispos de Bogotá–, ya habían tenido un preaviso, un comienzo en el antecesor. Digámoslo claramente con palabras de Arturo Carlo Jemolo en L’ 0Osservatore Romano: “Las grandes aperturas del pontificado de Papa Juan XXIII ya había tenido un comienzo en el de Pío XII”.

En realidad, con Juan XXIII y Pablo VI se ha producido un notable cambio en la Iglesia:

Pero dicho cambio se refiere más bien a un cierto tono y estilo, un cierto modo de tratar los problemas; se refiere también a la acción de gobierno, que, influida sin duda por las condiciones de la sociedad circundante, se ha convertido en más dialogal, más blanda, más persuasiva, más huidiza de intervenciones netamente autoritarias, más descentradas y articuladas, no sin el peligro de una cierta debilidad que pueda llegar a hacer periclitar la unidad, pero con la ventaja de favorecer adhesiones, redescubrimientos, retornos.

Según atestigua el Cardenal Tardini, no estaba fuera de las preocupaciones de Pío XII la convocatoria de un nuevo concilio ecuménico, y a sus tareas preparatorias habría dispuesto que dedicasen sus energías un escogido número de doctos eclesiásticos. La idea de un concilio general parece que le fue sugerida, en una primera instancia, por el cardenal Ruffini, Arzobispo de Palermo, en febrero de 1948; y, en una segunda ocasión, por monseñor Ottaviani, entonces asesor del Santo Oficio. Pío XII expuso algunas objeciones de carácter práctico. Y, a pesar de ello, ordenó que se iniciaran los trabajos preparatorios.

Papa Verdaderamente “Grande”

En resolución, en el marco de la historia eclesiástica y mundial, Pío XII apareció, y fue verdaderamente grande. Grande, como Maestro de la verdad, grande, como Pacificador de los pueblos, grande como juez de una humanidad que pareció gloriarse de las propias culpas, grande como Padre tiernísimo de todos sus hijos, grande como Consolador y Benefactor de cuantos sufrían, grande, sobre todo, como alma constantemente unida al Señor y siempre tendiendo ardientemente hacia la perfección divina.

Conocedor perfecto del andamiaje de la Curia en todos sus detalles, lo seguía con solicitud pastoral, pero también con el espíritu del jurista que era. Más de una persona recuerda ciertos discursos en la audiencia anual de la Rota Romana, en los que advertía que si el matrimonio es nulo existe el derecho natural de la parte de ser declarada libre; vale, si –agregaba– la regla en la duda del matrimonio se debe presumir válido; pero si se tiene la certeza moral (que no coincide con la certeza matemática) no es lícito retardar o negar la sentencia que otorgue a la parte su libertad.

De los numerosos concordatos, firmados en tiempos de su antecesor –y en los que el Cardenal Pacelli desempeñó un papel muy importante como Secretario de Estado, además de avenzado diplomático y experto jurista– sólo dos lograron sobrevivir a la sacudida de los años cuarenta. La experiencia hizo, según parece, que Pío XII se mostrase escéptico frente a tales acuerdos, afirma Josef Gelmi en reciente obra.

A pesar de ello firmó en 1953 un concordato con España, que a menudo ha sido calificado como ejemplo de la mentalidad postridentina, dominante en el Vaticano, bajo Pío XII, según afirman sus detractores.

Intento de nuevo Concordato de Colombia con la Santa Sede en el régimen de la “República Liberal” de Alfonso López Pumarejo

A partir de la reforma de la Constitución Colombiana, auspiciada por el régimen liberal del doctor Alfonso López Pumarejo, que impone la libertad de conciencia así como la de enseñanza, el Gobierno se propone entonces buscar un nuevo Concordato, acorde con estos principios de la Carta y con sus propios intereses de rector de la comunidad nacional. En 1937 fue designado el doctor Darío Echandía embajador ante la Santa Sede –siendo Secretario de Estado de Pío XI, el Cardenal Pacelli– con la misión de obtener una reforma del Concordato vigente. “El anticlericalismo, –comenta Thomas C. Tirado en su reciente obra “Alfonso López Pumarejo, el Conciliador”– que había sido uno de los pilares principales del liberalismo en el siglo diecinueve, también estuvo presente en el reformismo de 1936.

Los liberales promulgaron varias medidas, incluyendo la tolerancia religiosa y la libertad de culto. Además, el clero perdió su privilegio de participación directa en la política nacional, y el gobierno se invistió del poder para inspeccionar tanto las escuelas públicas como privadas. Sin embargo, las reformas de López no fueron excesivamente anticlericales y tampoco el anticlericalismo dio lugar al tipo de reacción tan común en el siglo diecinueve. La eliminación de las prerrogativas de la Iglesia fue solamente una de las muchas reformas a las cuales se opusieron los liberales moderados y los conservadores”.

En efecto, el 12 de abril de 1942 Echandía y el Cardenal Maglioni, Secretario de Estado de Pío XII, suscribieron la reforma del Concordato de 1887 que se venía promoviendo desde el primer gobierno de López –el de la llamada “República Liberal”–. (Lea También: Elección Como Sumo Pontífice)

En virtud de ella, el Estado prescindía de presentar candidatos para arzobispados y obispados, reconocía plenos efectos civiles a los matrimonios católicos y se comprometía a dar un auxilio económico a los seminarios mayores.

La Iglesia, a su vez, se obligaba, antes de hacer el nombramiento, a comunicar al Presidente de la República el nombre del candidato a arzobispo, obispo o coadjutor con derecho a sucesión, para cerciorarse de que no había objeciones de orden político contra la proyectada designación: aceptaba que tales prelados fueran ciudadanos colombianos y que antes de tomar posesión, presentaran juramento de acatamiento al orden jurídico ante el Jefe del Estado (vieja reminiscencia del patronato real).

El poder civil convenía también en que las causas de nulidad matrimonial, las dispensas del matrimonio rato y no consumado y el procedimiento relativo al privilegio paulino fueran de competencia exclusiva de los Tribunales y Congregaciones eclesiásticos. La iglesia consentía en que las causas de separación de cuerpos pasaran al conocimiento de los jueces del Estado y en eliminar la disposición concordataria que había dado origen a la ley de apostasía.

Estas eran las principales cláusulas del Convenio. El Ministro de Relaciones Exteriores en 1942, Gabriel Turbay, manifestó en la Cámara de Representantes, refiriéndose al Tratado: “El Gobierno Liberal ha aceptado como la mejor norma para las relaciones con la Iglesia, la del vínculo concordatario, porque ha creído encontrar en ella una de las mejores fórmulas de acuerdo entre los colombianos.

Sobre este forzoso plano histórico hubo la Santa Sede de llevar a cabo la discusión del nuevo Concordato con Colombia. Y no podía negarse a hacerlo, sino antes bien mostrar satisfacción de que hubiera elegido la vía del diálogo y que el Gobierno no hubiera querido dar oídos a quienes le sugerían la denuncia del tratado, con el pretexto de que había quedado desadaptado en relación con las nuevas circunstancias políticas del país.

Conviene recordar que los términos del convenio arriba señalado comenzaron formalmente el 5 de junio de 1937, teniendo como actores principales, de una parte el mencionado doctor Darío Echandía y de la otra el Secretario de Estado, Cardenal Eugenio Pacelli, quien ya como Pío XII encomendó a su Secretario de Estado, Cardenal Luigi Maglione, continuar las negociaciones, que culminaron el 22 de abril de 1942 con la firma del nuevo Concordato, que por ese motivo fue designado con el nombre de “Maglione–Echandía”.

La primera República Liberal de López Pumarejo propuso, según expresó el Ministro de Relaciones Exteriores de 1942, la sustitución global del Concordato de 1887. Pero a la propuesta inicial colombiana, replicó la Santa Sede con una contrapropuesta global también en que, para varias materias de las contempladas en el proyecto colombiano, se establecían demandas aún más categóricas y severas que las perspectivas de los pactos vigentes. El Presidente Santos, más prudente, viendo que el proyecto de su antecesor conduciría a posiciones intransigentes entre las partes contratantes, dio instrucciones al doctor Echandía para que se tramitara una negociación parcial, apenas sobre estos temas: matrimonio, registro civil y administración de cementerios.

Esto explica por qué la mitad de los dieciséis artículos del Concordato pactado en 1942 están dedicados al matrimonio, único asunto de los tres escogidos que podían tener implicaciones doctrinales en las cuales la Iglesia no hace concesiones.

La convención final de la reforma en el segundo periodo del Presidente López Pumarejo

López Pumarejo asumió de nuevo el poder el 7 de agosto de 1942 y encontró con satisfacción que había llegado al Congreso el texto del nuevo Concordato, o más exactamente, de la Convención por la cual se introducían algunas modificaciones en el Concordato de 1887 y en la Convención adicional de 1892. El Congreso ya no era el homogéneo de 1936 sino que contaba con miembros de ambos partidos. Contra todo lo previsible, estalló entonces una de las más graves contiendas de que haya noticia en el parlamento colombiano. En efecto, la prensa se convirtió en tribuna de diatribas, juicios temerarios y hasta calumnias. El pueblo cristiano se dividió con el clero a la cabezas en dos campos irreconciliables, que presentaban por su lado sus argumentos y puntos de vista en pro o en contra, profiriendo mutuos anatemas.

Los diarios liberales, encabezados por El Tiempo y El Espectador de Bogotá, estaban a favor de la Convención concordataria; y, en general, la prensa conservadora, con El Siglo a la cabeza, estaba a la oposición y esgrimía argumentos llenos de pasión.

Ante esta situación, el Señor Arzobispo de Bogotá y Primado de Colombia, Monseñor Ismael Perdomo, comprendió que era necesario un órgano de la prensa que lejos de la política y sin apasionamientos de lengua y de pluma señalara por qué debía apoyarse el acuerdo pactado entre la Santa Sede y el Gobierno Colombiano.

Para ello, impulsó nuevamente la aparición de El Catolicismo, semanario arquidiocesano, fundado por el Señor Mosquera en 1849, con claras instrucciones de librar la batalla ideológica en pro del Acuerdo. El historiador Monseñor Rafael Gómez Hoyos afirma que el arzobispo Perdomo mantuvo la defensa de la reforma, en acatamiento a instrucciones de la Santa Sede, y que en ella lo acompañaron algunos miembros de la Jerarquía y el clero.

En esta ocasión se repitió la situación de 1930, cuando Monseñor Perdomo, como lo anota Monseñor José Restrepo Posada, autorizado investigador de esta época –para defender la memoria de Monseñor Perdomo– fue víctima de los engaños y de la mala fe de los políticos y del gobierno y “también de las imprudentes ingerencias del Nuncio, Monseñor Pablo Giobbe, que inclinaba a la Secretaría de Estado hacia sus personales preferencias”.

El hecho es que –como lo han afirmado en entrevistas personales que yo mismo he hecho a algunos autorizados miembros del clero santafereño que de algún modo vivieron aquellos acontecimientos de los años 30 y de 1942– la división del conservatismo alrededor de las dos candidaturas de Alfredo Váquez Cobo y del maestro Guillermo Valencia, arrastró al clero a una enconada lucha electoral, que provocó, a su turno, una división interna que se polarizó entre el Arzobispo Perdomo y el Arzobispo de Medellín.

Cada bando esgrimía argumentos que se apoyaban en las conveniencias religiosas del país. En los años 30 el resultado fue el triunfo del candidato liberal doctor Enrique Olaya Herrera. Observa Gómez Hoyos que las vacilaciones y cambios en las orientaciones del Señor Perdomo provenían, además de las variantes actitudes de los jefes políticos, de las instrucciones de la Santa Sede que él respetó y sobre las cuales guardó el silencio de un santo, a pesar de que sobre él llovieron escarnios, dicterios e injurias.

Polarización entre Liberalismo y Conservatismo y entre el Episcopado

El todo es que en 1942, llevada a la discusión política y al Congreso la Convención firmada el 22 de abril por el Cardenal Maglione y el doctor Echandía, se suscitaron fuertes resistencias por parte del conservatismo, dirigido por la catónica personalidad del doctor Laureano Gómez. La polarización se hizo ahora entre el Arzobispo Perdomo y su coadjutor Monseñor Juan Manuel González Arbeláez, quien respaldaba los argumentos y la posición de Gómez junto con otros connotados obispos colombianos, entre ellos Mons. Miguel Ángel Builes, Mons. Crisanto Luque, Mons. Ángel María Ocampo Berrio, y otros más. Y así se continúo y acrecentó la división interna del clero Arquidiocesano, en el que se hallan todavía defensores a morir del uno y detractores a ultranza del otro, y viceversa. Todo esto desconcertó la conciencia católica del laicado y amenazó gravemente la disciplina y la paz religiosa del país.

La Ley 50 de 1942 aprobó por leve minoría la Convención, pero el Presidente López, que en el fondo no había quedado satisfecho con las modificaciones aprobadas en el Congreso, después de tan ardiente debate, y sí más bien desencantado con la división de los colombianos, resolvió no exigir el canje del pacto, el cual quedó sin vigencia. En verdad, según anota acertadamente el senador Lucio Pabón Núñez, fue esta una altísima actitud patriótica de prudencia que enaltece al doctor López Pumarejo.

Juicios muy dispares se han dado sobre la actuación de los arzobispos Perdomo y González Arbeláez así como sobre la participación del doctor Laureano Gómez en la prensa y el parlamento y la actividad diplomática del doctor Darío Echandía en la Secretaria de Estado, como Embajador de Colombia.

Conceptos sobre las actuaciones de los Arzobispos Ismael Perdomo y Juan Manuel González Arbeláez.

Sin embargo, cabe señalar las conclusiones a que ha llegado el biógrafo de Monseñor Perdomo, el padre Julio César Orduz León en su obra titulada “Monseñor Ismael Perdomo y su tiempo”; transcribimos sus conceptos, los que adquieren mayor relieve por cuanto se adelanta el proceso de beatificación del Siervo de Dios en la Santa Sede.

“Las actuaciones del Siervo de Dios, en las difíciles circunstancias que rodeaban el ambiente en que se preparó, discutió y se aguardó la final aprobación de la reforma concordataria mantiene la línea diáfana y constante del amor, respeto y obediencia a la Santa Sede”.

Vemos cómo en su momento Monseñor Perdomo alzó su voz de protesta contra la reforma constitucional de Alfonso López en aquellos puntos que golpeaban los sentimientos religiosos del país. Y fue consciente de que, tras ella, se intentaría una reforma concordataria. “El personalmente no la creía conveniente, nos dice uno de sus secretarios, y fue expresamente a Roma a presentarle al Cardenal Pacelli las preocupaciones del Episcopado frente a una futura reforma. El Cardenal Pacelli le manifestó en forma un poco severa que el Episcopado Colombiano no habría podido defender mejor los intereses de la Iglesia que la Santa Sede”.

Y en cuanto a la posición adoptada por Monseñor Perdomo en el sonado proceso del Convenio suscrito el 22 de abril de 1942, comenta el biógrafo Orduz León:

“No es por demás, recordar que este era el resultado de cinco años de cuidadosas negociaciones, iniciadas por quien en ese momento ocupaba la silla de San Pedro. Simultáneamente el Señor Nuncio en Colombia, Monseñor Carlos Serena, enviaba a los obispos la transcripción de varios apartes de una carta a él dirigida por el Cardenal Secretario de Estado de Su Santidad, que contenía una apremiante recomendación para ellos, su clero y fieles, en relación con el Concordato que estaba para ser presentado al Congreso”.

Viene en seguida la cita del párrafo más indicativo del pensamiento de la Santa Sede en dicha carta: “Al Episcopado Colombiano no se le oculta que los nuevos Pactos están inspirados por el propósito de una más estrecha colaboración entre la Iglesia y el Estado. Por tanto, es menester crear de una y otra parte el ambiente favorable a tal colaboración. Una acción particularmente eficaz podrán desarrollar al respecto los Exmos. Señores Obispos y los Reverendos Párrocos”.

A Monseñor Ismael Perdomo no le cupo duda alguna, pues, de que era voluntad de la Santa Sede, expresado en diversas formas, que se pusiera todo el empeño en que los Pactos fueran bien recibidos, y aprovechados para una mejor colaboración entre la Iglesia y el Estado.

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