Yo Sólo – Yadviga Neverovich

Relación padre e hijos crianza

(Jefe del Laboratorio de Psicofisiología del Instituto de Educación Preescolar, ex Unión Soviética)

Los niños suelen reclamar con frecuencia: “Yo solo”. Cuando van a cumplir los tres años de esa demanda de independencia es cosa corriente. Y además lógica: es el resultado del gran camino recorrido por el niño en su desarrollo físico e intelectual.

Si ha recibido una educación adecuada, el niño a los tres años ha aprendido a bastarse a sí mismo en muchas cosas: come solo, se lava casi sin ayuda de nadie, pone las cosas en su lugar, pasa largos ratos con sus juguetes. Ya no requiere continuamente tutela, sino que se va haciendo más independiente. A los niños les gusta que los mayores les encarguen hacer algo “de verdad”: traer un libro, sostener un objeto.

A esa edad, la conducta del niño sufre un cambio cualitativo. Aunque los mayores siguen desempeñando el principal papel en su desarrollo, el niño, en la medida de sus posibilidades, trata de obrar sin ayuda de nadie. Se opera un brusco cambio de todo el contenido y carácter de la relación del niño con el mundo que lo rodea.

Eso deben tenerlo muy presente los maestros y padres para comprender sus obligaciones. De otro modo, dejarán escapar la oportunidad de inculcar al niño el deseo de obrar por su cuenta, de vencer las dificultades.

Lamentablemente algunos padres no piensan en la importancia que tiene para el pequeño ir acumulando hábitos prácticos; ignoran el que sus primeros intentos, sus esfuerzos de actuar por sí solo, cuenten con el máximo apoyo y estímulo.

Suele ocurrir que una madre trata de librar a su hijito de dos años de un trabajo, que, a juicio de ella, es difícil para él, o simplemente no quiere esperar a que el niño cumpla su propósito.

El pequeño quiere tomar él mismo la cuchara, pero la madre le dice: “Vas a tirar el caldo, te vas a manchar”, y empieza ella misma a darle de comer. Desperdició así la ocasión de que el niño aprendiese él mismo a hacerlo.

El chico quiere bajar solo la escalera, pero ella lo toma en brazos, porque así es más rápido. La excesiva tutela estropea al niño. Se acostumbra a verse rodeado de los mimos y desvelos de sus padres, pierde la confianza en sus fuerzas, empieza a pedir ayuda cuando podía pasar sin ella.

El niño se vuelve indolente, pasivo, no se aparta de la madre, se pone caprichoso si ella le dedica poca atención. Ese niño no sabe hacer ninguna de las cosas accesibles para su edad, ni siquiera entretenerse solo; siempre espera que alguien juegue con él y lo divierta.

En la familia se incurre también a veces en otro error de educación en sentido contrario: se concede a los pequeños ilimitada libertad.

Como es sabido, para los niños todo es interesante, y si no se les pone ninguna cortapisa, descomponen el televisor, abren los grifos, se suben a las ventanas, juegan con los fósforos y acaban por no obedecer a nadie. (Lea También: The Children of World (Los Niños del Mundo))

Quieren hacer su voluntad por encima de todo, gritan “no quiero”, se ponen tercos, contestan mal. Esas inadmisibles formas de conducta pueden convenirse en el futuro en rasgos negativos del individuo.

Al enseñar al niño a obrar por su cuenta, es preciso a la vez inculcarle determinadas reglas de conducta, enseñarle a comprender lo que no se puede hacer y lo que se puede y hasta qué punto. Las palabras “no se puede” (“no se puede estorbar a los mayores cuando están trabajando o descansando”, “no se pueden tirar las cosas”), apuntan al niño las primeras nociones de disciplina y organización.

Mas para la educación no basta con las prohibiciones. Debemos señalar que toda sugestión positiva es mucho más eficaz que las categóricas exigencias de “no hagas eso”, “no se puede”.

Las prohibiciones suelen provocar la resistencia y oposición del niño. En primer lugar, es necesario enseñar al niño lo que tiene que hacer y cómo hacerlo; enseñarle a tratar bien las cosas, a poner los juguetes en su lugar, a recoger la ropa, a comer, a lavarse, etc. No basta con decirle cuando llega el caso: “cuelga el vestido” o “recoge los juguetes”.

Lo importante es explicarle por qué una u otra cosa hay que hacerla así y no de otra manera. “Dobla asá el vestido y mañana estará bonito, sin arrugas”, “La abuela descansa, está fatigada; vamos a cerrar con cuidado la puerta para no despertarla”.

Esas sencillas explicaciones muestran al niño el sentido de los actos, y merced a eso, su conducta va haciéndose más consciente y reflexiva.

Es necesario tener presente que todo lo que los mayores enseñan a los, niños, deben realizarlo ellos mismos de manera ejemplar. Las relaciones existentes en la familia, las costumbres y la manera de tratar las cosas, son ejemplos que los niños imitan.

Los mayores deben plantear a los niños nuevas tareas más y más difíciles, exigir cada vez mayor calidad de lo que hacen, enseñarles a terminar lo comenzado. Eso es muy importante para educar la voluntad, para enseñarles a fijarse un objetivo y superar las dificultades.

Quiero advertir que a los niños no deben encargárseles cosas superiores a sus fuerzas. Cuando se trata de una nueva tarea es preciso ayudar al niño a salir airoso, si no se hace así, puede desilusionarse y crearse un complejo de incapacidad para tal o cual labor o disciplina.

Cuanto mayor va siendo el niño, a la par de cosas interesantes para él, deben encomendársele otras, que aunque no le interesen, sean útiles y necesarias.

No hay que olvidar que es preciso también valorar los resultados de los esfuerzos del niño, elogiarlo a tiempo. Es muy importante recalcar la utilidad de sus actos y no sólo en el trabajo de la casa, sino también en sus ocupaciones infantiles: el dibujo, los juegos, el deporte. Eso estimula la actividad, el deseo del niño de hacer más cosas y mejor en la siguiente oportunidad.

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