Humanismo y Medicina: Efraim Otero Ruiz, Historiador y Literato

Adolfo De Francisco Zea1

Agradezco al señor Presidente de la Academia Nacional de Medicina, doctor Juan Mendoza-Vega y a la Junta Directiva de la Corporación el privilegio que me han concedido al designarme como uno de los oradores que llevarán la palabra en esta noche en la Sesión Solemne de la Academia en que se rinde un homenaje de afecto, de admiración y de respeto a la memoria de un ilustre académico, el doctor Efraím Otero Ruiz, recientemente fallecido.

La parábola vital del académico Otero Ruiz, plena en realizaciones en diversos campos de la cultura como la medicina, la poesía, la literatura y la historia servirá como ejemplo de dedicación, de trabajo y esfuerzo a las generaciones venideras. Su manera de ser alegre y seria, desenfadada y siempre generosa en la amistad, su polifacética personalidad y su talento son luces inextingibles que en el tiempo que nos quede por vivir acompañarán cercanas y afectuosas a los que tuvimos el privilegio y la fortuna de conocerlo y de tratarlo.

Intentaré en el corto tiempo de que dispongo destacar algunos aspectos de la vida y ejecutorias del notable doctor que presentan a los ojos de los lectores de sus obras interrogantes que deman respuestas tentativas: cómo encontrar, por ejemplo, el título acertado de un libro o un poema? Cuál podría ser la explicación de su impulso inconsciente para escribir con innegable propiedad sobre temas que en los terrenos de la ciencia demandan una cierta frialdad del intelecto y en los procesos que requieren la calidez de la emoción piden también respuestas definidas?

Conservo con afecto la nota escrita de su propia mano con su letra pequeña e inconfundible en la que me invitaba a escribir el prólogo de su libro de cuentos y relatos “Cuasi una fantasía” (2005), título inspirado en el nombre que dió Bee-­thoven a una de sus más bellas composiciones musicales, la Sonata para piano en do sostenido menor, Opus 27, número 2, escrita en 1801 y dedicada al año siguiente a su joven discípula la condesa Giulieta Guicciardi de quien estaba enamorado, obra más conocida con el nombre de “Sonata del Claro de luna”. Beethoven la compuso en tiempo muy breve y la publicó meses antes de escribir sumido en la melancolía el Testamento de Heiligenstadt.

Dicen los buenos conocedores de la música clásica que en la época histórica que se sitúa entre finales del siglo XVIII Y comienzos del siglo XIX se usaba componer las obras, particularmente las sonatas, siguiendo los patrones de composición aceptados por entonces que requerían un cierto orden en la forma de presentar el material temático y una especial manera de desarrollar los temas armónica y melódicamente. Era el sistema de componer de Haydn y de Mozart, los dos primeros compositores clásicos vieneses anteriores a la súbita irrupción de Bee-­thoven en el mundo de la música del Imperio austríaco.

Beethoven descubrió que su imaginación artística no cabía ya dentro de las camisas de fuerza que parecían existir para escribir sonatas en aquellos días. Encontró que necesitaba poder expresar lo que le dictaba el corazón de una manera más libre sin seguir las reglas estrictas del arte de la composición preconizadas por sus antecesores. Fue entonces cuando comenzó a emplear la improvisación y el lenguaje de su innata fantasía. En el idioma alemán, el vocablo improvisar, tan usado en la música, tiene relación con la excelencia de lo que se produce y su sentido es por lo tanto diferente del que posee en nuestra lengua que habitualmente lo vincula con lo banal, con lo que se hace de una manera rápida o poco seria. El verbo “fantasieren”, o fantasear en español, significa por su parte dejarse llevar por el impulso artístico para ir presentando en forma muy directa lo que se va sintiendo con el objeto de poder llevar el pensamiento musical de un corazón a otro. Un pensamiento que para Beethoven no podía seratado por las cadenas formales de la composición artística de sus días.

Al igual que Prometeo, Beethoven rompe entonces las cadenas que siente que restringen su libertad de componer, esa libertad que será siempre muy cara a su espíritu, y extiende sus brazos para alcanzarla para poder con ello abarcar el universo entero. El resultado esplendoroso que logró, se aprecia en la belleza de las composiciones que sucedieron a esa Sonata en do sostenido menor, llamada con justicia “Cuasi una fantasía”.

Efraím Otero dejó seguramente volar su imaginación en torno a estos y otros temas análogos al titular su libro de cuentos y relatos “Cuasi una fantasía”, y al incluir en él dos de sus cuentos mejor logrados que alcanzaron en su momento reconocimiento nacional e internacional: “Alas de hueso” y “La llaga”. Sus temas tienen en común el hecho de relacionarse con sucesos y rituales de carácter religioso: de una religiosidad popular y casi folclórica el primero y de otra más convencional el segundo. En ambos cuentos, los rituales sustituyen a los mitos y leyendas que se empleaban con frecuencia en el pasado, desde cuando Imhotep en el Imperio Medio escribiera el “Canto de Sinué” hace casi cinco milenios, has-­ta los relatos de Sherazada en “Las Mil y una noches”, los cuentos de Andersen en los cuales los animales tienen por necesidad alma humana, los admirables de Perrault y los hermanos Grimm, los de Kipling, Gogol y Guy de Maupassant y las elegantes parábolas de Oscar Wilde.

Los temas de “Alas de hueso” y “La llaga” son tratados por Efraim con suma propiedad;; presentan excelentes desarrollos amparados en la originalidad de los hechos que imagina el autor y sustentados en la brillantez de su prosa. Pero, en tanto que en el primero la temática esbozada desde el comienzo se mantiene interesante y viva a lo largo del cuento hasta llegar a un final tranquilo, casi que esperado, en el segundo la narración de los sucesos y el suspenso que los rodea permiten que el tema se presente de manera ostensible sólo en las últimas lineas del cuento, en donde el final inesperado y sorpresivo adquiere verdadero dramatismo. Dos cuentos de excelente factura que Otero Ruiz elabora con una habilidad técnica que recuerda la antigua “techné” que los griegos solían utilizar en todas sus obras de creación artística.

En los relatos que completan el libro, basados casi siempre en personas y en hechos reales, importa destacar la forma diestra que emplea el autor para poner de relieve el aspecto humano delos personajes y delinear con excelencia su perfil psicológico. En aquellos relacionados con la medicina nuclear, en la cual Efraím era experto, los aspectos cientificos se sintonizan bien con la magia de la literatura con que son escritos.

En tiempos remotos, en la Grecia clásica, era frecuente que los filosofos de la naturaleza anteriores a Sócrates estudiaran los misterios de la naturaleza y a un mismo tiempo examinaran sus propias vivencias del arte y de la religión. Escribían sus tratados siempre en verso;; la prosa no estaba disponible todavía para aquellos pensadores. Se dice de Empédocles que fue el primero en imaginar la existencia de los cuatro elementos constitutivos de su mundo arcaico: la tier-­ra, el agua, el aire y el fuego y que se anticipó a la propuesta posterior de los cuatro humores, la sangre, la flema, la bilis negra y la amarilla que otros filósofos consideraron responsables de las formas de actuar del psiquismo de los seres humanos. Empédocles era un buen médico, admirado por todos, que a tiempo que ejercía el arte de curar se interesaba en descifrar los oscuros misterios de la religión órfica y en admirar las formas incipientes del arte griego de sus días. De su tratado en verso “Sobre la naturaleza” y de su extenso poema “Los Katharmoi” en el que trata del culto de los órficos enlazándolo intimamente con la idea fundamental de su poema, el dominio del “divino Amor”, solo quedan escasos y dispersosfragmentos que testimonian sin embargo el interés del filósofo por ambas disciplinas.

Guardadas las debidas proporciones de tiempo y de lugar, es posible encontrar en Efraím una similitud de intereses con los griegos antiguos, que en el caso de Otero Ruiz le llevaban a escribir libros y opúsculos sobre los misterios insondables de los átomos, la historia de los desarrollos de la medicina nuclear plasmados en una obra bien documentada del año 2002 que lleva un prólogo de Roberto Esguerra, en la cual hace el relato de la vida de los investigadores que protagonizaron loshechos científicos, algunos de los cuales el conoció y fueron sus amigos cercanos. Publicó además un libro sobre la historia del Instituto de Cancerología y se preocupó también por penetrar en el campo de la ciencia y la tecnología de la época bolivariana con un interesante estudio sobre el tema que se incluyó en la obra que me correspondió editar en esta Academia Nacional de Medicina para conmemorar los doscientos años de nuestra Independencia (2010). Y en las horas libres que le dejaban sus quehaceres médicos, Efraím se dedicaba a las humanidades, a la literatura y a la poesía que constituían una parte importante y sustancial de su vida.

Otero nos revela en un poema jocoso su intención de mantener separadas las diferentes y variadas disciplinas que demandaban la atención de su espíritu inquieto defendiendo su derecho ineludible a poder escribir por igual sobre unas y otras. Dice así su soneto “Por qué no me angustio”, que aparece en su libro “Los versos melánicos”:

“No me angustio, así llamen las señoras
con insistente afán al consultorio;
así clamen, con gesto perentorio,
que las atienda pronto y a deshoras.
Así gentes con caras gemidoras
me apremien con asedio pre-mortuorio,
no me angustio, ni cambio mi ilusorio
ritmo de paz, ni mis tranquilas horas!
Pues si mañana muero de un infarto,
esas gentes dirán, en el reparto
funeral que acompañe mi cortejo:
“Qué pasó? De qué causa moriría?
¡Si ese doctor apenas parecía
tener cara de pobre, o de pendejo!”.

El poeta y doctor Otero Ruiz se inspiró en la novela de Salman Rushdie “Los ver-­sos satánicos” (1989), que de paso no son tan satánicos como el nombre parece sugerirlo, para titular una obra muy grata de leer: “Los versos melánicos” (2003). En cinco capítulos que corresponden a etapas diferentes de su vida, precedidos de un prólogo de Humberto Rosselli y seguidos de un comentario a manera de epílogo psicológico de Guillermo Sánchez Medina, Efraím narra en elegante y amena prosa sus propias vivencias de esas épocas. Se podría decir que el libro parece sugerir el intento de hacer con él una especie de biografía de su línea poética, especialmente en lo que hace relación a lo jocoso, lo satírico, burlón, o divertido;; pero a la vez que su lectura hace sonreir y a veces reir a carcajadas, en el libro combina la sátira con lo veraz de las cosas que narra poéticamente. Hace el retrato amable de nuchos de sus compañeros y amigos y les lanza uno que otro “dardo” agradable y simpático a la manera de una pilatuna que no maltrata, que no hiere, porque Efraím no sabía maltratar porque era un hombre bueno. Esa noble actitud, quedó expresada en dos estrofas de su poema “Elegía de 30 años”, que forma parte de su libro “Presencia desde el tiempo” (2008). Dice así:

“Yo escribía mis amores e imaginaba rosas en la pared escuálida de mi cuarto de estudio. Si amaba…. francamente no sé lo que yo amaba, aunque era amor ingenuo, sin recelos, sin odio! Sí, amigo, aquellos tiempos fueron maravillosos porque, aunque se soñaba, y se desconocía, y apenas se ignoraba que el mundo había surgidopara llevarlo al hombro, hoy se añoran con rictus de amorosa nostalgia, mientras afuera, el arbol quiere fingir otoño”.

En los años finales del siglo XiX y comienzos del XX, en rebelión contra el realismo en la pintura, surgió en Francia un nuevo y no esperado movimiento pictórico que pretendía capturar en los lienzos el instante, el presente, haciendo caso omiso del pasado o el futuro que pudiera advertirse o imaginarse en las obras: el Impresionismo. Rechazado inicialmente como absurdo por su manera de tratar el dibujo y los colores y en el fondo por su intención de tratar de detener el tiempo, fue aceptado finalmente como una bella manifestación de la pintura. Poco tiempo después en la América del Norte, en Inglaterra y en Francia se pensó que podía existir también una especie de Impresionismo literario análogo al de la pintura, sobre el cual se escribieron cientos de artículos y libros;; desde los producidos por escritores y poetas norteamericanos e ingleses hasta las novelas de Kafka y Marcel Proust. Hoy en día, es muy poco lo que se habla sobre el impresionismo de la literatura pero no han desaparecido por fortuna los textos en prosa o verso que testimonian su existencia y afirman su vigencia.

He encontrado en Efraím Otero un poema, y en Franz Kafka un relato, que a mi modo de ver capturan bien el instante que describen, como se captura el momento en los cuadros de Monet que pintan la catedral de Rouen a diferentes horas del día o de la tarde. El soneto de Otero, que recuerda de alguna manera la poesía del Tuerto López, tiene un final divertido; El relato de kafka, el inmenso novelista, un lamento angustioso. Dice así Efraím en su soneto “Entierro de Primera”:

“Se murió la señora Ana Joaquina.
Y el humor pueblerino ya murmura
que lo que la llevó a la sepultura
fue, en resumen, la mucha medicina.
Le hicieron un entierro de figura,
con crespones, campana y tremolina,
y acólitos de cirio y capellina
que coreaban los cánticos del cura!
Toda la gente, en multitud conjunta,
ha venido a llorar a la difunta;; y al pasar el cortejo, a paso lento,
por la soleada plaza pueblerina,
se me ocurre que doña Ana Joaquina
no murió: la mató el aburrimiento!”.

Y así dice el relato de Kafka titulado “Compañero de viaje”: “El tranvía se acerca a una parada; una joven se ubica cerca del estribo dispuesta a descender. Me parece tan definida como si la hubiera tocado. Está vestida de negro, los plieges de su falda casi no se mueven, la blusa es ceñida y tiene un cuello de encaje fino; Su mano izquierda se apoya de plano sobre el tabique, el paraguas de su mano derecha descansa sobre el segundo peldaño. La nariz, levemente contraída a los lados, es en la punta redondeada y ancha. Tiene una abundante cabellera oscura y pelillos dispersos en la sien derecha. Su diminuta oreja es breve y compacta, pero como estoy cerca puedo ver todo el pabellón de la oreja derecha y la sombra en la raíz. En ese momento me pregunté: “Cómo es posible que no esté asombrada de sí misma, que sus labios estén cerrados y no musiten siquiera una palabra…. ?”

Ni el poema de Otero ni el relato de Kafka permiten conocer el pasado o el futuro de sus protagonistas. Se limitan tan sólo a describir el instante que se vive: el entierro en el soneto de Efraím y un viaje en tranvía en el relato de Kafka. Son, pienso yo, buenos ejemplos de Impresionismo literario.

La relatividad del tiempo que en la ciencia de nuestros días es verdad indiscutible se encuentra también en la literatura cuando se intenta detener el fluir del tiempo, inexorable para muchos desde Horáclito y se quiere fijar en un punto la impresión del instante;; cuando se anhela que el tiempo se
congele, que el instante no muera, que perdure hasta el infinito. Goethe supo expresarlo con belleza en las palabras de Fausto al ordenarle al instante sublime detenerse: “De-­tente, eres tan bello”, dice el poeta. O cuando Juan Lozano, en su soneto a la catedral de Colonia logró captar el instante del tiempo detenido en el último terceto del poema que dice así: “y se piensa delante a su fachada/ en alguna cantera evaporada/ o en alguna parálisis del viento”.

Hace más de veinte o treinta años Otero Ruiz se convirtió en el médico y amigo dilecto de Enrique Uribe White en cuya casa-­taller, Santa Eulalia, situada en el norte de Bogotá, este ingeniero, constructor de veleros y de casas, intelectual erudito, músico, traductor de poesía francesa e inglesa al español, buen conocedor del arte, irreverente en ocasiones y cordial con las gentes siempre y cuando contaran con suficiente inteligencia, reunía a sus amigos en frecuentes tertulias.
Era Uribe White un personaje de otra época, un renacentista al decir del ex-­presidente Belisario Betancur, brillante en la conversación y fumador impenitente de su pipa, que cambiaba de una a otra siete o más veces en el amable transcurrir de una de sus tertulias literarias.

Otero Ruiz escribió la biografía de su amigo “renacentista” en un ameno libro que tituló “Santa Eulalia. Memorias de una casa abierta” (1999) en donde relata las extensas y doctas conversaciones que sostenían los dos traductores para discutir apasionadamente sobre el significado de un vocablo, el sentido de una frase o de todo un poema, de acuerdo a la experiencia y a la visión particular de cada uno de ellos. Las traducciones de Uribe White son más cerebrales, y de mayor sensibilidad las de Efraím Otero;; constituyen ellas verdaderos tesoros del pensamiento que en el lenguaje de la música se llamarían variaciones distintas sobre un mismo tema. Hoy se conservan en el libro del médico- poeta para fortu-­na y regocijo de los lectores de la estupenda obra. Las versiones de Efraím Otero guardan en español la musicalidad y métrica conque fueron escritas por T. S. Eliot, Robert Frost, Oscar Wilde y muchos otros. Son ciertamente obras de arte de exquisita riqueza, cuidadosa y largamente elaboradas, que guardan en sí mismas el alto nivel de las originales.

Efraím Otero no fue solo el poeta o juglar, satírico y burlón que admiramos en sus “versos melánicos”. Muchos de los poemas consignados en su libro “Presencia desde el tiempo”, por ejemplo, son de factura clásica, amorosos y tiernos, tristes o melancólicos, nostálgicos, que trascienden a veces más allá de lo psíquico para colocarse en el plano espiritual de lo ultraterreno. En algunos se aprecian los contrastes de la vida y la muerte, entre la vida que nace y la muerte que anuncia la despedida inevitable;; poemas que hablan del amor y el desamor, del placer y lo displacentero, que plantean en el lenguaje elevado de la poesía los dilemas eternos que enfrentan los instintos tanático y erótico discutidos por Freud en los años veinte del siglo pasado, y estudiados en siglos anteriores por los filósofos griegos a quienes intrigaba el contraste entre la esencia del amor y la del odio.

En el “Soneto al hijo” el poeta y doctor Otero resume bien y de manera filosofica su forma de pensar sobre estos temas en versos clásicos de singular belleza. Dice así:

“Mi mirada se asoma por tu frente
y en tu frente se encuentra detenida
pues, desde allí, comprende que la vida
se va escapando inexorablemente.
Ya que tu ser proyecta, de repente,
la experiencia de amor, la fe sentida,
la sed vital, la lucha prometida,
la ambición de futuro en el presente.
Algo de mi ensoñar, que en tí se esconde,
cuando te llamo “hijo” me responde
y hace temblar mi voz cuando te nombra
pues, cuanto quise ser, en tí se vierte:
y vamos, tú a la vida, yo a la muerte,
como la luz, seguida de la sombra.

Al terminar el periplo de una vida fructífera y brillante que en algunos de sus aspectos más notables he querido evocar con afecto en esta noche, Efraím, mi inmejorable amigo, muy seguramente penso al pasar orgulloso y satisfecho la hoja final del libro de su vida, que ese libro, el mejor de sus libros, había sido admirablemente bien escrito.


1 Miembro Honorario, Academia Nacional de Medicina. Sesión Solemne de homenaje al Académico Efraim Otero Ruíz (4 de diciembre de 2014).

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