Letras, El hombre Frente a la Muerte

Adolfo De Francisco Zea**

El tema de la muerte ha sido preocupación del ser humano, a todo lo largo de su evolución. El hombre de Neanderthal, hace 500.000 años, colocaba ofrendas florales en las tumbas, como lo han demostrado los estudios de fósiles de especies botánicas algunas de las cuales han sido clasificadas ya con precisión.

Y desde los comienzos de los distintos tipos de escritura, el tema de la muerte se hizo presente en textos tan antiguos como El Libro de los Muertos de Egipto, en la Epopeya de Gilgamesh de la Mesopotamia y en las estelas de piedra de las culturas semíticas y de las indoamericanas.

De estas épocas a la actual se han escrito bibliotecas enteras sobre el fenómeno de la muerte analizado desde muy distintos aspectos, biológicos, sociales, culturales y científicos y sobre la actitud del ser humano ante la misma, en distintas épocas de la historia.

Son tan variadas las concepciones del hombre sobre la muerte, como las actitudes para enfrentarla. Si estas últimas se quisieran analizar en detalle, la magnitud de cualquier estudio que se llevara a cabo sería inmensa.

Existe sin embargo la posibilidad de abordar el problema no deteniéndose en los detalles que muestran en la superficie las diversas concepciones, sino explorándolas en profundidad para encontrar aquello que pueda ser común a muchas de las actitudes ante la muerte y a muchas de las concepciones sobre la misma.

En otras palabras, analizar en profundidad el fenómeno, utilizando para ello el método estructural, sobre el cual intentaré dar primero algunas explicaciones someras.

El estructuralismo puede considerarse como un enfoque intelectual de las últimas décadas. No es en verdad un sistema filosófico sino una manera de contemplar las cosas estudiando las relaciones recíprocas de los diversos hechos bajo observación, en lugar de considerar estos hechos aisladamente, tendiendo a buscar a nivel profundo los elementos que son comunes a muchas situaciones o hechos disímiles, es decir intentando llegar a lo que es más universal.

El estructuralismo se desarrolló como un rechazo al positivismo que imperó durante 200 años hasta mediados de este siglo, que consideraba que la comprensión del fenómeno humano debía basarse en la observación de los hechos más que en especulaciones, pero que al limitar la pesquisa a las observaciones de los hechos redujo a las ciencias humanas al igual que las físicas a permanecer como disciplinas taxonómicas cuyo contenido es básicamente descriptivo sin ningún poder de explicación.

En las ciencias médicas, la influencia del positivismo que aún subsiste requiere de la cuantificación milimétrica y porcentual de los hechos observables; estima por ejemplo la intensidad del dolor físico en grados de uno a diez pero no logra medir el dolor espiritual, y utiliza descriptivamente estadísticas que muy frecuentemente aplica a temas carentes de todo interés.

En las ciencias físicas, el positivismo recibió uno de sus mayores golpes en 1.928 al demostrarse como auténtico el principio de incertidumbre de Heisenberg, que establece que a nivel subatómico no es posible determinar al mismo tiempo la posición de una partícula y predecir el rumbo que va a tomar.

El estructuralismo como epistemología, trascendió las limitaciones de la metodología positivista y señaló que las relaciones entre los datos observados o estructuras superficiales no son por sí mismas explicativas; que las conexiones fortuitas que determinan el comportamiento no están relacionadas con estructuras de superficie sino que son generadas por estructuras profundas inaccesibles a la observación directa, de donde se deduce que la comprensión del hombre y de sus actitudes debe lograrse en las estructuras profundas cuyo descubrimiento debe ser el objeto real de las ciencias humanas.

Este nuevo enfoque estructural, esta nueva epistemología, se originó en la lingüística bajo el supuesto de que las teorías y los métodos de la lingüística estructural son directa e indirectamente aplicables al análisis de todos los aspectos de la cultura humana, como sería el caso de la actitud ante la muerte que nos ocupa hoy, en cuanto a que todos ellos como la lengua, pueden interpretarse como sistemas de signos. (Lea: Editorial, Palabras para Tomar Posesión de la Presidencia de la Academia Nacional de Medicina)

Noam Chomsky, el padre de la lingüística moderna sostiene que a pesar de las diferencias superficiales, todos los lenguajes naturales están basados en una misma gramática universal. La gramática de un lenguaje consiste en un sistema de reglas de transformación que determina un cierto emparejamiento de sonidos y significados.

La estructura de superficie de la lengua contiene la información relevante al componente fonológico que corresponde a los sonidos de los diferentes lenguajes a veces muy distintos entre sí, a un componente profundo semántico o de significado de los conceptos, y a una sintaxis que relaciona lo fonológico o superficial con lo semántico, de significado o profundo.

Si lo fonológico ha cambiado inmensamente a través de los siglos para constituir los diferentes lenguajes, lo que en términos bíblicos sería la confusión de lenguas, lo profundo o semántico se mantiene invariable de tal forma que los significados de las lenguas que hablas mas son iguales a pesar de las diferencias superficiales e individuales de las mismas.

Se puede suponer que todos los hombres, donde quiera que hayan nacido y sea cual fuere la cultura en que han sido educados, están dotados genéticamente de las mismas predisposiciones perceptuales y conceptuales, las que pueden estimarse como biológicamente relevantes, en virtud de las cuales, el niño por ejemplo reparará en ciertos aspectos de su entorno en vez de en otros.

Sin embargo, por encima de la jerarquía biológicamente determinada de relevancia perceptual y conceptual, existe otro tipo de rasgos relevantes que dependen de aquellos y a su vez los extienden y que, en determinadas ocasiones, pueden entrar en conflicto con ellos.

Se les puede llamar al decir de Lyons, rasgos culturales relevantes. Toda lengua está integrada con la cultura en la que opera y los significados de las palabras que una lengua establece están estructurados en término de las distinciones que son importantes en esa cultura. Para Chomsky los universales de la estructura lingüística están determinados por la capacidad humana, específica de la especie, para la adquisición del lenguaje.

Por su parte, la etnología desarrollada por Levi-Strauss y los antropólogos sociales, sostienen a la vez, que sólo los aspectos estructurales profundos, universales y permanentes pueden permitir una comprensión genuina de las relaciones sociales; que la diversidad de los grupos étnicos pertenece sólo a las estructuras superficiales y que en las profundas, todas las sociedades son iguales.

De allí la importancia de buscar las estructuras universales profundas que subyacen a todas las costumbres e instituciones y que aparecen con claridad cuando se estudia un tema como el de la actitud del hombre ante la muerte.

En otras palabras, al igual que la lingüística estructural se esfuerza en establecer que existen universales a nivel profundo que yacen bajo la diversidad de las lenguas humanas, la antropología social estructural intenta descubrir universales a nivel profundo, tras la múltiple diversidad de las culturas humanas.

Un ejemplo de Bertrand Russell permite ilustrar lo que se quiere decir al emplear la palabra estructura: cuando escuchaos una sonata de Mozart, la música ha pasado por una sene de transformaciones. Comenzó por una partitura escrita en papel, interpretada luego en el cerebro del piamsta y expresada después mediante los movimientos de sus dedos.

El pianista produjo luego un ruido acompasado mantenido en el aire, que por medio de mecanismos electrónicos fue transformado en los surcos de un disco’ a continuación otros aparatos electrónicos convirtieron’ la música en ondas de frecuencia radiofónica y tras una serie ulterior de transformaciones llegó al oido como un ruido rítmico para luego pasar por las vías acústicas al cerebro, o mente si se quiere, cuya capacidad integradora es estructural.

Ahora bien, algo debe ser común a todas las formas por las que ha pasado la música. Ese algo en común, una configuración de relaciones organizadas interiormente, es a lo que nos referimos como estructura. Pertenece a la esencia misma de ésta tener la capacidad de recibir expresión en múltiples formas que son transformaciones una de otra y que no existe ninguna forma particular que sea una expresión de la estructura subyacente más verdadera o más correcta que la otra.

En el caso de que se trate de una orquesta que interprete por ejemplo una sinfonía de Gustav Mahler, cada ejecutante tiene una partitura que se refiere a su instrumento particular, y el director otra que combina todos los instrumentos y que lee no solo de izquierda a derecha como una cadena melódica sino de arriba abajo como una armonía.

El director genera un significado musical haciendo que los instrumentos musicales produzcan diferentes sonidos simultáneamente. La combinación de esta dimensión armonizada con la dimensión melódica es lo que produce la “música en conjunto”, o estructura musical.

Cómo aplicar toda esta teoría a la materia que estudia la antropología social, ya se trate de las necesidades primarias fisiológicas de que habló Malinowsky como la comida, el sexo y el abrigo, o las psicológicas y espirituales como la actitud ante la Muerte?

En el caso de la comida, presuponemos que ningún ser humano come simplemente de una manera indiscriminada. Hay reglas culturales que indican lo que es comida y lo que no lo es; otras especifican cómo hay que preparar la comida y aún cuándo ha de comerse. Existe en todo sistema cultural una especie de “gramática” del comportamiento ante la comida, tan compleja y específica como la gramática de una lengua. Esto es igualmente válido para el comportamiento sexual.

Existe una discriminación cultural entre lo que está permitido y lo que está prohibido sexualmente. De allí derivan los tabúes ancestrales del incesto. Son todas ellas, distinciones culturales, no naturales, que son el resultado de determinadas reglas y convenciones y no de instintos animales innatos.

Además de la etnología y la lingüística, el tercer elemento estructural que tiene importancia para el estudio del tema que nos ocupa, es el de la psicología profunda. Sigmund Freud fue un pionero del estructuralismo al tener la visión fundamental de que el comportamiento humano no es gobernado tanto por los sucesos de los que tenemos conciencia o podemos observar en el comportamiento de los demás, cuanto por las estructuras profundas del inconsciente, la naturaleza de las cuales sólo puede ser inferida indirectamente por el análisis de las estructuras superficiales, lo que según él se lograba por el método psicoanalítico.

Son múltiples las concepciones filosóficas, religiosas y científicas sobre la muerte. Un libro reciente de John Dick daba solo tres opciones principales para el entendimiento de la muerte: la extinción total, la preservación de la personalidad y el continuo renacimiento del alma.

Esta es sólo una manera de entender la muerte alrededor de la idea de la sobrevivencia y es en nuestra cultura el modo popular de concebir la muerte, que tuvo su origen en una de las grandes tradiciones filosóficas occidentales: el Platonismo.

Sin embargo, la sobrevivencia es un tema que se detecta solo en muy pocas de las diversas concepciones filosóficas sobre la muerte; muchas de ellas no consideran la sobrevivencia como un valor o no la contemplan como una posibilidad.

Epicuro decía en una famosa sentencia: “Si somos, la muerte no es; si la muerte es, no somos” . De acuerdo a esta sentencia sólo podemos estar en un lado respecto de la muerte. De este lado la muerte aún no existe; del otro lado no existe ya la vida. Si la distinción entre la vida y la muerte es tan total, debemos entender que la muerte es el punto en que la vida llega a un fin sin continuidad.

Los filósofos se preguntan si podemos experimentar la muerte. La respuesta que nos dá el filósofo alemán existencialista _Ludwig Wittgenstein es que podemos experimentarla tanto como podemos ver más allá del campo de la visión. En la total ausencia de luz, no vemos la oscuridad, simplemente no vemos nada. No experimentamos la muerte cuando la vida termina, simplemente no experimentamos. Pero cómo llegamos a saber de la muerte?

En qué forma se nos manifiesta? Una respuesta bien obvia es que experimentamos la muerte de otros. Pero ¿qué es la muerte de otros, lo que experimentamos como muerte? No estamos hablando de los órganos que cesan en sus funciones vitales, sino de las personas, y las personas no se componen solamente de órganos como las sinfonías no consisten solamente de ondas sonoras.

Y así como lo que escuchamos no es un sonidos sino la sinfonía Resurrección de Mahler, no son las funciones orgánicas de los seres que mueren lo que experimentamos como muerte, sino la ruptura irreversible de las conexiones que tenemos con esos seres amados.

La muerte tiene el efecto inmediato de revelar esa interconexión de la vida. Con frecuencia ignoramos cuán cercanamente se desarrolla nuestra autocomprensión en relación a otra persona hasta que esa persona ha sido arrebatada por la muerte.

La muerte de los demás, de los seres queridos, y en el caso de los médicos la de nuestros pacientes, nos muestra nuestra dependencia de la red de conexiones y a su vez demuestra que la red depende también de nosotros; nuestras relaciones con los demás son siempre recíprocas y se establecen en cierta forma de acuerdo a nuestra libertad. Aquí la muerte nos revela algo paradójico: tenemos la vida por otros y con otros, pero sólo hasta el grado en que participamos libremente en nuestra relación con las personas.

En otros términos nuestra vida no es nuestra en el sentido en que nos pertenezca exclusivamente a nosotros; sin embargo se vuelve nuestra en la medida en que la compartimos y hacemos de ella un regalo para otros.

No es la muerte de otros la que experimentamos como muerte sino la discontinuidad que la muerte provoca en nuestras propias vidas, y el dolor que sentimos por la muerte de un ser amado significa que la propia continuidad de nuestras vidas se destruye o modifica, como lo ha señalado acertadamente el profesor James P. Carse, en su célebre libro “Muerte y Existencia”.

Cuando experimentamos la pérdida de la continuidad por la muerte de otro, la sentimos como algo incoherente, sin sentido. ¿Por qué, nos preguntamos, por qué murió esa persona? y en el fondo nos preguntamos ¿para qué existe la vida? y ¿cuál es el sentido de nuestra propia vida?

A esta experiencia nos referimos habitualmente como una pena. El pasado parece reducirse a cero e incluso el pensamiento pierde su fuerza, su coherencia y su impulso. El llanto es la expresión más adecuada del estado interior de los dolientes y se refleja con amplitud en ‘las prácticas funerales. En las culturas europeas los dolientes se identifican usando el color negro como el color de la muerte; en las orientales usan el blanco.

Hemos dicho que lo que experimentamos con las muertes ajenas no es la muerte como tal sino la discontinuidad que ella provoca en nuestras vidas. Pero por otra parte todo aquello que nos lleve a pensar que nuestra vida se vuelve nada, tiene el poder de la muerte ya que nos confronta con amenazas radicales a la continuidad de nuestras vidas. El concepto de dolor o de pena se encuentra tratado desde muy diversos enfoques como Karma o destino, como desesperación o abandonó.

Pero la muerte que sentimos como impuesta desde afuera, como algo ajeno y opuesto a nosotros ante la cual somos impotentes, el reto mismo de la muerte puede encararse llevando su amenazante discontinuidad a una continuidad más alta.

Dad la carne a la muerte, es el consejo de los pensadores que sostienen ese punto de vista, e id a otra parte con la vida, a la mente quizás, o al espíritu o al todo. Puesto que la muerte es un poder, lo que uno logra no es la eliminación de la muerte sino una forma más alta de libertad capaz de establecer su continuidad a pesar de la muerte.

De allí que en las grandes civilizaciones, las ideas religiosas y las concepciones intelectuales de la historia, consideran que la muerte, percibida como una discontinuidad, no es lo que roba su significado a la vida, sino lo que hace posible una mayor significación de la vida.

Una rápida revisión del pensamiento que sobre la muerte y la actitud que ante ella han tenido diversas culturas y sistemas religiosos o filosóficos nos permite encontrar cómo lo inevitable de la muerte es el núcleo central común a todas esas diversas maneras de pensar; pero también nos señala los diversos significados que ha tenido la muerte para muchos pensadores.

Los griegos de la época homérica pensaban que las almas de los muertos se congregaban como sombras en un lugar gris y opaco, el Hades; el futuro para ellas era ciertamente sombrío y creían que la verdadera supervivencia era la que se alcanzaba mediante la gloria obtenida en las batallas y en los juegos olímpicos.

De allí las imponentes ceremonias fúnebres que se realizaban y que fueron bien descritas para la posteridad en los funerales de Patroclo y en la gloria de Aquiles, y la magnificencia de las celebraciones olímpicas en las que los atletas vencedores eran coronados con laureles, tal como Apolo lo había indicado para mantener la vivencia de la gloria.

Para Platón y los socráticos solo el cuerpo podía morir; el alma, debidamente purificada, permanecía intocada a la extinción del cuerpo. Platón consideraba que lo real o la verdad es lo inmutable y por lo tanto distinta de todo lo temporal y que el alma debe ser como la verdad para poder conocerla.

De allí que diga en las Leyes: “De todas las cosas que un hombre posee, cercanas a los dioses, la más divina y la más suya es el alma”.

Pensaba que el alma siendo inmortal renacía a la vida muchas veces y acumulaba conocimientos; conocimientos éstos que se perdían al nacer y obligaban al alma a aprender de nuevo. El conocimiento para Platón adquiría la calidad de ser importante y poderoso, en razón de lo cual, podía considerarse como un antídoto contra la muerte.

Pero aquellas almas que en la vida se ataron a los objetos materiales del mundo, no se liberan totalmente del cuerpo y arrastran consigo la sombra de su existencia terrenal y no logran la perfecta unión con la realidad absoluta. Son ellas al decir de Sócrates las que retienen una porción de visibilidad y se ven como fantasmas o espíritus cerca de las tumbas, en los cementerios.

La fuerza del pensamiento platónico radica en que evoca el anhelo humano de sobrepasar a la muerte, y la discute en términos de la calidad directamente identificable de la experiencia vivida; su propuesta es ver la vida como una continuidad infinita. Como talla vida no tiene opuesto. No es la vida contra la muerte. Es la vida y no la muerte. Morir para Platón es un cambio, es solo abandonar el cuerpo. Vivir es tener residencia eterna en el verdadero conocimiento.

Epicuro cuya famosa sentencia cité anteriormente, nació en Atenas en el año 341 antes de Cristo, algunos años después de la muerte de Platón y de Sócrates. El principio fundamental del pensamiento de este filósofo es que nada nace de la nada. Pensaba que el universo estaba compuesto de distintas unidades de materia llamadas átomos, incapaces de cambiar y por lo tanto eternas.

Pensaba que los objetos son creados cuando gran número de átomos provenientes de diferentes direcciones chocan y continúan rebotando entre sí a gran velocidad, hasta formar una masa que exhibe una estabilidad momentánea.

Los átomos nunca dejan de moverse en esa masa pero sus impactos crean una pauta sutil de vibraciones; pensaba que ocasionalmente los átomos se desviaban de su camino, e hizo en esa forma intervenir el elemento del azar en sus especulaciones y razonamientos atómicos. Para Epicuro el alma es material y por lo tanto formada por átomos; sólo así es posible que el alma mueva el cuerpo, ya que algo inmaterial no podría influir en algo material.

En la parte racional del alma existe una acumulación de átomos muy finos que pueden reflejar las imágenes hacia adelante y hacia atrás entre ellos mismos a velocidades muy altas, y de ahí el pensamiento.

Para Epicuro la vida es un accidente que aparece por azar sin que nada lo causara y que terminará también sin que quede nada ni haya efecto perdurable sobre otra cosa. Ese agregado fortuito de átomos que para Epicuro constituía la vida, con todo lo extraordinario de una permanencia fugaz, es una mezcla de lo material y lo sutil o etéreo que recuerda el final del poema de Juan Lozano y Lozano a la Catedral de Colonia que dice así:

“Y se piensa delante a su fachada en alguna cantera evaporada o en alguna parálisis del viento”,

Esa estructura transitoria y fugaz en el tiempo, que es la vida, terminaba en la muerte por la inevitable dispersión de los átomos; el agente de la muerte no es algo externo a la materia que la dirige en talo cual forma; es la naturaleza misma de la materia.

De todos sus razonamientos fácilmente deducía Epicuro sus consejos: no intentar ordenar lo fortuito: dejar que la muerte se adueñe del futuro, y vivir el presente eliminando el deseo. Y en una forma típica muy suya aconseja: “Si quieres hacer rico a Pitocles no le des dinero; haz que su deseo de riqueza disminuya”. Frente a la muerte, proponía Epicuro un sereno olvido; vivir el presente y atender solo a las más rudimentarias funciones de la existencia: la sed y el hambre. “Aquel que enfrenta el mañana con menos necesidades se encontrará con él más alegremente” .

Estas consideraciones nos llevan a pensar en los desarrollos de la ciencia moderna, que se inició en las múltiples discusiones divergentes entre mecanicistas y vitalistas. Científicos evidentemente materialistas como Schrodingen consideran que algún día las leyes de la física podrán explicar el fenómeno de la vida de la misma manera en que pueden dar cuenta de cualquier otro fenómeno.

Piensa que los átomos deben ostentar los mismos rasgos ya sea que se encuentren en la materia animada o en la inanimada; y a nivel de átomos no puede haber vida ni muerte, solo el riguroso juego de la energía. Jacques Monod, más biólogo y químico que Schrodingen llega a las mismas conclusiones en su libro, “El Azar y La Necesidad”, en el cual considera, con similitud asombrosa a Epicuro, que todo fenómeno vivo o inerte está sujeto simultáneamente al azar ya la necesidad.

La vida es distinta de la muerte sólo por el hecho de que, en virtud del azar ha evolucionado en una variedad de estructuras que tienen la propiedad de reproducirse a sí mismas, junto con un tolerable nivel de un elemento fortuito que se empotra en la estructura reproducida. Morir entonces, dispersión de los átomos es el fenómeno natural, vivir es el milagro, tal como 10señalara entre nosotros un médico y filósofo espiritualista, el doctor Luis Zea Uribe.

Epicuro y los modernos filósofos materialistas se encuentran finalmente en el átomo, sobre el que él razonó después de Demócrito y que los científicos materialistas han estudiado con la ciencia y la tecnología modernas.

Tanto para los unos como para los otros la actitud ante la suerte es de serenidad, sin nostalgia ni angustia y sin pensar en la sobrevivencia del ser individual, sino quizás anhelando que los átomos dispersos, alguna vez se congregan en estructuras que ordene el azar y que puedan tal vez tener las características de los seres humanos.

El advenimiento del cristianismo hace dos mil años señaló una nueva dimensión a las concepciones que se tenían sobre la muerte en la tradición grecorromana. Cristo buscó una transformación radical del hombre.

Pero como lo ha señalado el teólogo Hans Kung, no se trataba de una transformación al estilo de Sócrates del progresivo desarrollo del recto pensar en orden al recto obrar; ni al estilo de Confucio, la instrucción y formación del hombre fundamentalmente bueno y tampoco una transformación por iluminación al estilo ascético de Gautama Sidharta quien se convirtió en Buda, el iluminado, hasta llegar por ese camino a la intuición de la causa del sufrimiento, a la eliminación del dolor y finalmente a la propia extinción en el Nirvana.

Al dignificar la posición del hombre, Cristo lo colocaba por encima dellegalismo, del institucionalismo y del dogmatismo de las antiguas tradiciones judías. La predicación y la praxis de Jesús no respondieron en absoluto a las tradicionales expectativas mesiánicas de los fariseos, de los zelotas y de los esenios.

En los evangelios sinópticos de Mateo, Marcos y Lucas, llamados así porque consisten en una colección de homilías e historias que circularon de manera oral entre los creyentes, dos o tres décadas antes de ser escritos, dos son los temas fundamentales, la creencia de Jesús en un Dios único, capaz de proveer todo lo necesario a aquellos que buscan fielmente su justicia, y el amor incondicional para con Dios y para con el prójimo. Su prédica se centraba en enseñar a las personas la adecuada relación con Dios mediante el arrepentimiento y la adecuada relación de unos con otros a través del perdón.

La muerte, en el contexto de los evangelios sinópticos es ciertamente un hecho inevitable, pero dentro del panorama de la vida de una persona religiosa, es un hecho infinitamente menos importante que la obediencia a Dios y el amor al prójimo. Sin embargo, frente a su propia muerte, Jesús experimenta la variedad de emociones que se podrían esperar de un mortal ordinario. Al temor en sus horas finales se agregan los sentimientos de traición y abandono por parte de sus amigos.

Dice San Lucas en 22:42-44: “Padre si quieres, aparta de mí este cáliz; sin embargo, no se haga mi voluntad sino la tuya. Y estando en agonía oraba más intensamente; y fué su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra”. Y en Mateo 27:46: “Eli, Eli, lemá Sabaktani”, que quiere decir “Dios mío, Dios mío por qué me has abandonado?” Esto es más que temor a la muerte; es el temor a que su vida hubiera sido en vano.

Para los evangelios sinópticos la muerte tiene un carácter de inevitable histórico. La continuidad ofrecida frente a la muerte, no es la sobrevivencia de un alma purificada, sino un estilo moral de vida, una manera de vivir con los otros.

La muerte no es descrita como un mal, como un destino injusto, una distorsión de la naturaleza ni una tragedia humana. Lo más importante es que la muerte no es vista como 10opuesto a la vida, sino como un paso a 10trascendente, al más allá. En ese sentido los relatos sobre la resurrección de Cristo, indican que su muerte fue exitosa al extender su vida a la vida de sus amigos; gracias a su muerte, estos prosiguieron la obra que él había emprendido, comprendiendo que el propósito mismo de su vida era ofrendársela a otros.

En el cuarto evangelio, el de Juan, se establece la idea de que, al igual que en la tradición judía, el mundo es bueno en sí mismo y no malo. El mal proviene del falso y voluntario conocimiento acerca del mundo.

En el capítulo 8:31-3210 expresa así: “Entonces dijo Jesús a los dirigentes judíos que le habían creído: “Vosotros, para ser de verdad mis discípulos, teneis que ateneros a ese mensaje mio; conocercis la verdad y la verdad os hará libres”.

La vida eterna para San Juan, no es entonces una liberación del cuerpo o una liberación del mundo, sino de la ignorancia. Es vivir en el mundo tal y como éste es de verdad. La visión de Juan surge de manera vívida en su narración de los acontecimientos alrededor de la muerte y la resurrección de Jesús. Su unidad con el Padre elimina cualquier sentimiento de temor o abandono.

No suda sangre ni ora pidiendo fuerza para soportar la muerte como en los evangelios sinópticos. Según Juan sus últimas palabras fueron “Todo está consumado”, expresión de confianza en que lo que era necesario hacer había sido hecho en su existencia terrenal y que su vida mortal fue completa, que su muerte no fué en vano.

A su turno, San Pablo promete una nueva vida, resurrecta para los fieles y lo expresa así, revirtiendo el pecado de Adán; “porque por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos. Porque así como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados” (1 Corintios, 15:21-22).

Para San Pablo la muerte ocupa un lugar más prominente del que ocupa en los evangelios sinópticos y en San Juan. San Pablo establece la visión de la discontinuidad de la muerte como transformación; lo que causa la ruptura del curso de la vida no es el fallecimiento biológico ni el momento en el que se desprende de la carne el alma inmortal; es la transformación de ésta la que restaura la existencia humana destruída por la muerte. Los cristianos entienden la discontinuidad de la muerte como una transformación.

La continuidad correspondiente no está en la inmortalidad como lo pensara Sócrates, sino en la fe: “El que cree en mi no ha de morir”, dice Jesús. El papel de la fé es central en el entendimiento cristiano de la muerte.

La doctrina de la fe es una de las más difíciles y que suscita más controversias en el pensamiento cristiano. La fe, decía Santo Tomás, es pensar con beneplácito cuando sabemos que aquello que pensamos es verdadero; la entendió como un hábito, lo que le permitía ligar voluntad e intelecto en el acto de la fe. Esto significa que la fe tiene por objeto tanto las cosas que son verdaderas como las que son buenas.

Martín Lutero no intentó separar voluntad e intelecto en la cuestión de la fe. Para Lutero la creencia o fe no es un acto y mucho menos hábito en el sentido tomista. Lutero como San Pablo no niega el carácter absoluto de la mortalidad natural. Pero en tanto que ésta es un fin natural, es también un fin establecido por Dios, y así no es un mal en sí mismo.

Tanto Lutero como San Pablo consideraron la resurrección como un hecho que verdaderamente ocurrió en el tiempo, pero un hecho que ha cambiado la naturaleza de todo el tiempo. El tiempo mundanal es dejado a un lado; el nuevo tiempo es la vida eterna o la resurrección de la vida.

Pero, además del cristianismo las otras grandes religiones de la humanidad se han preocupado por encontrar el significado de la muerte. La necesidad espiritual de los hombres hizo decir las siguientes palabras a Amold Toynbee, el célebre historiador inglés: “Estoy convencido de que ni la ciencia ni la tecnología pueden satisfacer las necesidades espirituales a que todas las posibles religiones tratan de atender, por más que consigan desacreditar algunos de los dogmas tradicionales de las llamadas grandes religiones”.

Las religiones procedentes de la India están penetradas de una experiencia y una esperanza primordiales; la vida es dolor y toda nueva vida engendra un dolor nuevo y no obstante han de ser posibles la superación del dolor, la liberación y la salvación.

El Hinduismo, que es un sistema religioso abierto, una unidad vital dentro de una diversa pluralidad de formas, concepciones y ritos, no hace formulaciones dogmáticas fijas y dé validez universal sobre Dios, el hombre y el mundo.

A través de las más variadas formas de ascesis y meditación yoga, persigue la liberación del ciclo de las encamaciones en las que cree, mediante una inserción del propio yo en el universo, o lo que es igual, mediante la unidad con el absoluto.

El Budismo, vigente desde hace 2.500 años muestra el camino medio entre los dos extremos del deleite sensual y el masoquismo, entre el hedonismo y el ascetismo. Su objetivo es entender por qué se sufre para eliminar la causa del sufrimiento mismo, recorriendo ocho pasos fundamentales para lograrlo: recto conocer, recto querer, recto decir, recto obrar, recto vivir, recto esforzarse, recto pensar, y recto contemplar.

Al final se quiere lograr la liberación total de toda sensibilidad, de toda limitación; es la teología negativa de la aniquilación o nirvana del budismo clásico, al que en cierta forma se opone el nuevo budismo, cuyo contenido teológico positivo lleva a identificarse con el absoluto y la felicidad haciendo posible una conciencia más fuerte de la trascendencia, un culto más rico y una forma más perfecta de meditación.

El Confucionismo, es pragmático, centrado en las relaciones interhumanas y habla poco sobre las relaciones con lo suprahumano. La ley moral del hombre es acomodarse en todo su obrar al orden eterno del mundo. La sabiduría consiste en el conocimiento de la voluntad del cielo y éste es concebido como personificación del orden cósmico y moral.

La actitud ética básica es la piedad, con virtudes cardinales sobresalientes como la benevolencia, la honradez, el decoro, la sabiduría y la felicidad, que regulan las relaciones interfamiliares y las de los súbditos con los soberanos. A estas concepciones se las modificó en el siglo actual, para hacerlas acordes con las nuevas situaciones sociales en el sistema político desarrollado por Mao Tse Tung, que vino en cierta forma a constituirse en una religión sustitutiva.

El Islamismo, que apareció en Arabia en el siglo VII, se basa en la idea que no hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta. Sus deberes básicos son cinco: la profesión de fe, la oración ritual cotidiana, la limosna a los pobres, el ayuno del mes de Ramadán y la peregrinación a la Meca. Una religión fácilmente asequible, sin sacramentos ni imágenes culturales, sin música religiosa ni consagraciones espirituales y una creencia en un paraíso lleno de verdor y de placeres, reservado como eterna vida a los que mueren defendiendo la religión.

Todas las concepciones religiosas, que ligeramente he delineado, enfocan el problema de la muerte de diversas maneras y recorren diferentes caminos que centran los problemas de múltiples formas: Buda, hijo de reyes, en el exterminio del mundo. Confucio, hombre docto y político, en la construcción del mundo.

Mahoma, rico comerciante, en el dominio del mundo y Jesús, apóstol de la mansedumbre, en la crisis del mundo. Las diferentes postulaciones de todos ellos guardan la coherencia que les ha permitido subsistir hasta el momento, con independencia total de que se considere qué partes de verdad contiene cada una de ellas.

El desarrollo, desde fines del siglo XIX, de la psicología profunda, ha permitido enfocar el problema de la muerte en términos estructurales partiendo del núcleo central o hecho absolutamente cierto de lo inevitable del proceso.

Freud equipara el nacimiento de la psicología primitiva con la creencia en los espíritus de los muertos y demuestra la diferencia con la moderna psicología que no admite la existencia de los espíritus ni la llamada culpa de la sangre, pero que tiene que pagar esa no creencia con la neurosis.

En un escrito de Freud de 1.915 descubierto recientemente y presentado en el Congreso Internacional de Psicoanálisis reunido hace pocos meses en Buenos Aires, se expresa el pensamiento del padre del Psicoanálisis sobre la muerte. Transcribo algunos de los párrafos y presento algunas ideas contenidas en este interesante estudio, publicado por vez primera, más de cincuenta años después de la muerte del cien tífico.

“¿Cuál es nuestra opinión acerca de la muerte? Opino que es extraña. Generalmente nos comportamos como si quisiéramos eliminar la muerte de la vida; la queremos por así decirlo, matar callando. Por supuesto que esa tendencia no se puede imponer tranquilamente. La muerte se hace notar de vez en cuando. Entonces estamos profundamente perturbados y arrancados de nuestra seguridad por algo excepcional.

Nos espantamos cuando un andamio al caer sepulta tres o cuatro obreros o cuando naufraga un barco con varios centenares de pasajeros, y estamos más conmocionados cuando la muerte le toca a un conocido. Pero nadie podría deducir de nuestro comportamiento que reconocemos la muerte como necesidad, que tenemos la firme convicción de que cada uno le debe a la naturaleza su muerte …Ninguno de nosotros cree en su propia muerte. No la podemos imaginar.

En todo intento de imaginarnos qué sucederá después de la muerte, quién nos llorará y cosas parecidas, podemos ver que participamos aún en la función de observadores …Si se produce la casualidad de que otro muere, lo admiramos casi como un heroe que fue capaz de hacer algo extraordinario. Si fué nuestro enemigo nos reconciliamos con él.

Empero quedamos indefensos cuando la muerte se lleva a una persona querida. Enterramos con ella nuestra esperanza; no nos dejamos consolar y nos resistimos a reemplazar la persona perdida .., Pero nuestra relación con la muerte tiene un efecto severo sobre nuestra vida. La vida empobrece, pierde su interés. Nuestras relaciones sentimentales, la intensidad insoportable de nuestro dolor nos vuelven cobardes, nos impiden afrontar los peligros que nos amenazan”.

Más adelante Freud sugiere la posición del hombre de la prehistoria frente a la muerte como si de ella el primitivo tuviera una visión contradictoria. Por un lado, dice, “considerarla muerte seriamente aceptándola como destrucción de vida y usándola en ese sentido. Por otro lado, la negó, la ignoró. Esto en su sentir provenía del hecho de que el primitivo tenía una posición radicalmente diferente frente a la muerte del otro, del desconocido, que frente a su propia muerte.

El hombre primitivo no podía negar la muerte; la había experimentado radicalmente en el dolor por la pérdida de los seres queridos, pero no podía admitirla porque no podía imaginar su propia muerte. Así aceptó compromisos; admitía la muerte pero negaba que fuera el aniquilamiento vital que él había pensado para sus enemigos.

Junto al cuerpo de la persona querida inventó los espíritus, pensó la división del difunto en un cuerpo y una o varias almas y por el recuerdo del difunto imaginó otras formas de existir, para las cuales la muerte es solo el principio, la idea de otra vida después de la muerte aparente”.

“Mucho más tarde las religiones fueron capaces de volver esta existencia posterior en la más preciada y bondadosa y de menospreciar la vida concluída por la muerte como meramente preparatoria. Entonces sólo fué consecuente prolongar la vida hacia el pasado, inventar las existencias anteriores, la reencarnación y la transmigración de las almas, todo con el propósito de robarle a la muerte su sentido de derogación de la vida …”

“Junto con el cuerpo de la persona amada se formó no solo la doctrina del alma y la creencia en la inmortalidad, sino también la conciencia de culpa, el miedo a la muerte y las primeras normas éticas. La conciencia de culpa surgió del sentimiento ambivalente respecto del muerto; el miedo a la muerte, de su identificación con él. El dogma ético más antiguo y aún hoy vigente que se formuló antaño: “No matarás”, fue concebido junto al cuerpo de la persona muerta a quien se amaba y extendido lentamente al no amado, al extraño y por último también al enemigo …”.

“Frente a la muerte nuestro inconsciente asume la misma posición del hombre primitivo, vale decir que lo inconsciente en nosotros no asume su propia muerte; está obligado a comportarse como inmortal. “No te puede pasar nada”, es una afirmación que se hace dejándose llevar por la fe en la inmortalidad del inconsciente”.

y al final del artículo, señaló creo yo que por primera vez, la existencia de un impulso destructor al afirmar que “a las relaciones más tiernas e intensas pertenece con muy pocas excepciones una pizca de enemistad que anima el deseo del inconsciente de la muerte ajena”.

Años después, postuló la existencia del instinto tantico del ser humano en una de las más discutidas de sus hipótesis, en su libro “Más allá del Principio del Placer”, en el que dice su famosa frase: “Si hemos de considerar como verdad que no conoce excepción que todo muere por razones internas, entonces nos veremos precisados a decir que la ambición de toda vida es la muerte”.

Y en forma de metáfora se expresó así: “Me atrevo a decir que debemos los despliegues más agradables de la vida amorosa a la reacción frente a la espina de los instintos sanguinarios que guardamos en nuestro pecho”.

Carl Jung, el psicoanalista suizo que separó su escuela de la freudiana hacia 1912, se enorgullecía de ser un empirista y no un filósofo. Sus postulaciones son a menudo oscuras ya que su léxico incluye términos generalmente mal definidos o intercambiables como psique, ánima, alma, ego, conciencia, persona, yo, espíritu e inconsciente colectivo.

Se refería a la psique como aquellos elementos de la vida personal que tienen la posibilidad de volverse consientes, pero estimaba que la conciencia era una adivinanza cuya solución él no conocía y afirmaba: “Es probable que sólo lo que llamamos conciencia esté contenido en el espacio y el tiempo, y que el resto de la psique, lo inconsciente, exista en un estado de relativa intemporalidad e inespaciedad”.

Formuló una interesante teoría, según la cual vivimos en el mundo de las imágenes. Incluso “las actividades de ver y oir crean imágenes de sí mismas, que cuando se relacionan con el ego, producen una conciencia de la actividad en cuestión”.

Si Jung hubiera hablado de reacciones neurales o impulsos eléctricos, la mente hubiera sido esencialmente idéntica al cerebro, pero al referirse a la actividad de la mente como producción de imágenes, se separó un poco de lo material del cerebro humano. La imaginación con la que operaba, según él, la mente, señalaba la espontaneidad misteriosa de la psique, fuente de vitalidad que fluía por su propio impulso.

Jung comparó el trascurrir de la vida a una parábola de 180 grados y decía que el niño era llevado hacia adelante hasta el período adulto del cenit del arco mediante el flujo natural de una energía a la cual llamó instinto; la conciencia no surge al comienzo de la curva sino más tarde y se empareja con el desarrollo físico en la cúspide de la parábola, pero luego ‘al cambiar la dirección de la curva, al llegar al medio día de la vida y al descender, ya no hay ascenso, despliegue o incremento sino muerte, puesto que el final es su meta.

Cuando el descenso comienza, “nace la muerte” y con frecuencia la crisis de la vida surge de la falta de voluntad para aceptar la geometría de la curva.

Jung se preguntaba si podríamos prepararnos para la muerte y si sabemos qué alcanzamos con ella. Si la muerte comienza al iniciarse el descenso de la parábola, entonces el morir, tiene su origen antes que la verdadera muerte ocurra. En el cenit de la parábola cada acto de la imaginación, cada uso de la imágen es una especie de lucha, una desafiante repulsión del instinto natural y es allí cuando interviene la libertad como capacidad para mantener viva la imaginación frente al instinto.

Sus conceptos recuerdan las ideas de los filósofos físicos modernos, para quienes la vida es una lucha permanente contra la entropía, aquella fuerza de la naturaleza que siguiendo la segunda ley de la termodinámica nos va conduciendo inexorablemente hacia el cero absoluto. La psique para Jung debe ver que solo puede “morir con vida” y que su libertad consiste en llevar esa mortalidad a una continuidad más alta.

Jung estudió lo que Jacob Burckhardt había llamado “las imágenes primordiales” y se sintió compelido no solo a argumentar que el inconciente tenía una cierta forma universal, sino a dar el paso siguiente al afirmar que existe un inconciente universal compartido por todas la” psiqucs individuales. A él se refiere como el inconciente colcctivo o impersonal y es en verdad el enfoque estructural de sus planteamientos. El destino de la existencia humana en su postulación, es crear más y más conciencia y considera al avance de la conciencia sobre el inconciente como la tarea primordial del ser humano.

Cuando la vida orgánica se desarrolla en forma de parábola hasta la muerte orgánica y ésta ya es avizorada en el cenit de la curva, la psique reacciona con temor a la muerte.

Cuando el ego examina y acepta la mortalidad física, la acepta como un sacrificio porque equivale a abandonar algo que se siente como propio y ésta aceptación por el ego, sólo puede concebirse como un acto de libertad. El ego dice, sólo puede morir en un acto de libertad. Tal como lo expresa el profesor James Carse al interpretar a Jung, la muerte es el sacrificio del ego al inconsciente; es el reconocimiento de que el ego pertenece al mundo inferior de las sombras.

La transformación que surge con este sacrificio libera enormes cantidades de energía que visitan el consciente bajo la forma de imaginación, pero una imaginación de tal poder poético que reconocemos que éIla es la creadora y no la creación del alma. Morir es regresar a los orígenes impersonales e inmortales de la psique. Pero morir no es un movimiento anti vida sino una demanda por una vida más plena a través de la experiencia de la muerte. Por eso al final de su existencia declaró; “todo mi trabajo ha estado relacionado en el aquí y la vida verdadera” .

En un interesante libro titulado “On death and Dying”, publicado en 1972, la doctora Elisabeth Kubler – Ross analiza los períodos por los que pasa el ser humano cuando toma conciencia de que una enfermedad acabará con él en cierto tiempo. Las etapas recorridas por el hombre en tales circunstancias son similares a las reacciones que se observan en los familiares después de la muerte del ser querido, y siguen muy de cerca lo que en otra época Freud señaló como la elaboración del duelo ante la pérdida.

Parte la doctora Kubler – Ross del postulado señalado anteriormente de que para el inconsciente es inconcebible imaginar el final de nuestra vida, y que si ésta tiene que acabar, no lo será por causa de una enfermedad o por simple vejez, sino por la intervención de una fuerza del mal que nos mata de fuera.

La proximidad de la muerte se asocia con el temor a morir, cuya intensidad es variable según las personas, las culturas y las épocas de la historia. En un comienzo es la negación el más ostensible de los sentimientos que se experimentan, es el decir habitual de “no es posible, no puede ser verdad que a mi me ocurra esto”; se elaboran variados rituales para apoyar la negación; los informes no corresponden al enfermo, las radiografías no son las propias.

La negación opera como un amortiguador después de recibirse una noticia inesperada o impresionante y permite que el enfermo movilice con el tiempo otras defensas menos radicales. La necesidad de negación existe en todos los pacientes en algún momento, más al principio de una enfermedad grave que hacia el final de la vida.

Cuando no es posible continuar manteniendo como defensa la negación, aparecen sentimientos de ira y de envidia, “¿Por qué yo?”. La ira se desplaza hacia los demás y es difícil de afrontar por los familiares y las gentes que atienden al enfermo. El paciente en ocasiones siente envidia por la buena salud de los demás y ésto aumenta su sufrimiento.

Interviene luego otro sistema defensivo: si no es posible negar la proximidad de la muerte, si la ira no surte los efectos que se desean, entonces se puede establecer un compromiso, un pacto que permita posponer el desenlace; el pacto o transacción generalmente se hace con Dios y se mantiene en secreto; se pide un aplazamiento de la “sentencia”, a cambio de lo cual habrá una cierta “buena conducta” por parte del enfermo.

Como el paciente ya no puede negar su enfermedad, cuando ésta progresa aún más, su sensibilidad y estoicismo, su ira y su rabia serán sustituidos pronto por una gran sensación de pérdida. El paciente se deprime intensamente y es absurdo intentar mostrarle el lado alegre de una vida que está terminando de perder. Lo que más duele es la pérdida de la esperanza.

Después de haber pasado por las fases anteriores se entra en la etapa de la aceptación en la que el paciente no se deprime ni se enoja por su “destino”. No es ciertamente una fase feliz; está casi desprovista de sentimientos. Es como si el dolor hubiera desaparecido y la lucha hubiera terminado. Las comunicaciones con los demás se vuelven más mudas que orales.

Sin embargo, es propio de la naturaleza humana dejar alguna puerta abierta a la esperanza, esperar un milagro, como 10 debió experimentar el primer paciente a quien le hicieron un trasplante de corazón. Cuando ésta finalmente se pierde, la aceptación como solución para todo toma fuerza mayor y el paciente puede morir en paz.

En los primeros mil años de la cristiandad, los hombres esperaban el retorno de Cristo sin temer al Juicio Final. A partir del siglo XII, se fue estableciendo el gran dilema del juicio y se hizo patente el temor a la muerte, en especial si no se tenían los auxilios religiosos y no se recibía el perdón. Juicio y resurrección fueron temas obligados de la pintura de los siglos siguientes y la imagen de la Edad Media Temprana de la destrucción en polvo o arena, se transformó en la corrupción pululante de gusanos.

Los horrores de la descomposición fueron un medio utilizado por los monjes mendicantes para conmover y convertir a las poblaciones laicas, en especial a las urbanas. Cambiaron también las costumbres funerarias; antes el muerto era expuesto y transportado desde su cama a su sepultura con el rostro descubierto. A partir del siglo XIII, no solo se ocultó el rostro a las miradas, sino que se envolvió el cadáver de la cabeza a los pies en un sudario, y se le encerró en un cajón de madera; estas costumbres subsisten entre nosotros aun cuando es habitual el permitir que se vea el rostro del difunto por sus familiares y amigos antes de enterrarlo.

La muerte misma o el acto de morir eran hasta finales del siglo pasado un asunto público, como lo ha señalado con numerosos ejemplos Philippe Aries en su libro “El Hombre ante la Muerte”. Cuando se le llevaba el viático a un enfermo, lo mismo en las ciudades francesas o alemanas que en Santafé de Bogotá, todo el mundo aunque se tratara de un desconocido de la familia, podía entrar a la casa o en la habitación del moribundo.

A comienzos del siglo XX, la muerte de un hombre modificaba solemnemente el espacio y el tiempo de un grupo social, lo que podía extenderse a la comunidad entera; se cerraban los postigos de las ventanas, se encendían cirios y sonaba la campana de la Iglesia parroquial. El período de duelo era prolongado y variable según la relación del difunto y sus deudos. La muerte era un acontecimiento público que emocionaba a la sociedad entera; no era sólo un individuo el que desaparecía sino la sociedad la que había sido alcanzada y cuya herida necesitaba cicatrizar.

En la actualidad la actitud social ante la muerte se ha invertido como 10 señala Aries. La sociedad no tiene ya pausas; la desaparición de un individuo no afecta ya su continuidad. En la ciudad todo sigue como si nadie muriese. Entre nosotros el tradicional coche mortuorio, negro, con penachos de igual color y tirado por caballos, también enjaezados de negro, es sustituido por una limusina que puede pasar inadvertida en el oleaje de la circulación.

Años antes, a mediados del siglo anterior, se inició un proceso de medicalización de la muerte. Hasta ese entonces a las gentes poco les preocupaba saber el nombre de las enfermedades. En las novelas de Balzac, por ejemplo, el médico juega un papel social y moral considerable; es el tutor de los humildes y el consejero de los ricos y de los pobres; cuida un poco, pero no cura y ayuda a morir.

Veinte años más tarde, cuando Tolstoi escribió su novela “La muerte de Ivan Ili tch” , la situación cambia y el paciente se pega al médico como un parásito. Ivan Ilitch, visita al doctor quien no sabe si el problema que 10’ aqueja es el apéndice o un riñón flotante; sigue luego todas las recomendaciones del médico y observa los resultados. Su inquietud o su satisfacción dependen de dos variables: el conocimiento del mal y la eficacia de los cuidados. Cuando Iván Ilitch capta las dudas del médico, acude al charlatán y su enfermedad lo encierra como a un pájaro en su jaula.

Luego, cuando se agrava, encuentra que la mentira que se le dice, que sólo estaba un poco enfermo pero no moribundo como él se sentía, le atormentaba; sufría de que no se quisiera admitir lo que todos veían tan perfectamente como él mismo, de que se mintiese obligándole a tomar parte en aquel engaño. Esa mentira que se cometía con él mismo en vísperas de su fallecimiento, rebajaba el acto formidable y solemne de su muerte.

Ivan Ilitch quería decir a los demás: “no más mentiras, saben ustedes y yo también que estoy muriendo”, pero no tiene el valor de actuar así, porque es prisionero del personaje que se ha dejado imponer y que él mismo se ha impuesto. Palabras en cierta forma similares en su sentido son las que dijo un enfermo que yacía lleno de tubos en una unidad de cuidado intensivo: “me frustran en la muerte”.

Con el correr del siglo XX, la habitación del moribundo pasó de la casa al hospital. Se fue aislando paulatina o bruscamente de su ambiente más querido; las paredes de su cuarto llenas de retratos familiares, sus libros, sus pipas y sus objetos personales, se cambiaron por la atmósfera fría y tecnológicamente impecable del hospital, en donde flota siempre la mentira que atormentara a Ivan Ilitch.

La encuesta Guren realizada en los Estados Unidos en los años 60, señalaba modificaciones importantes relacionadas con la muerte. La tasa de creencia en la vida futura está comprendida entre un 30% y un 40%; la creencia disminuye entre los jóvenes y aumenta en los enfermos graves.

La idea del infierno desaparece casi por completo lo mismo que la condenación entera, y el gran fenómeno que se pone de manifiesto es la decadencia del luto; la incineración predomina entonces sobre la inhumación. Se tiene el sentimiento de que con la incineración la muerte está liquidada más completa y definitivamente que en el caso del enterramiento; algunos, los más radicales, hacen dispersar las cenizas.

Con el progreso de la técnica y muy especialmente de la cirugía, las condiciones de eficacia plena de la medicina solo están congregadas en el ámbito de un hospital; eso al menos es 10 que se cree en nuestros días. Por una pendiente insensible y rápida se asimilaron los moribundos a los pacientes operados graves, y por esa razón en las ciudades se ha dejado de morir en las casas, al igual que se ha dejado de nacer en las casas. En la actualidad, Ivan Ilitch hubiera sido cuidado en el hospital, quizás se hubiera curado y no habría habido novela.

La muerte cambió de definición. Se habla ya de muerte cerebral, muerte biológica y muerte celular. A menudo no basta el paro del corazón y la respiración; se requiere que cese la actividad cerebral que mide el electroencefalograma. A menudo el paciente en coma profundo es mantenido vivo artificialmente. Parece que hubiera abdicado en sus familiares o médicos su derecho a morir, y el médico del hospital se torna más impersonal; su poder decisorio depende de la organización y la disciplina de la Institución. La muerte en el hospital es nuevo estilo de morir.

La prolongación de la vida, o mejor, el retraso de la muerte, se obtiene en las Unidades de Cuidado Intensivo a un gran costo afectivo. Estos servicios han progresado en la técnica hasta extremos insospechados, pero se requiere de una meta tecnología que conduzca a una nueva determinación de valores y prioridades, un regreso al humanismo perdido en el exceso de la sofisticación y de tecnología.

De allí que hayan surgido corrientes de opinión, nacidas de la piedad al moribundo alienado, orientadas hacia la mejora del morir, devolviendo al moribundo su dignidad ultrajada. La dignidad de la muerte exige ante todo que sea reconocida, no ya solo como un estado real, sino como un acontecimiento esencial, un acontecimiento que no está permitido escamotear.

Debe buscarse un sistema que permita la razonable recuperación de los pacientes y que impida el advenimiento de la soledad como destino final de la muerte de los enfermos, en los pabellones hospitalarios.

Los conceptos relacionados con la muerte, han cambiado con el correr de los tiempos. Si para Platón la vida y la muerte se relacionan una con otra como los términos de una contradicción, es vida o es muerte, para Kierkegaard, se relacionan como los términos de una paradoja, es vida y es muerte.

Si no podemos experimentar la propia muerte sino la de otros, no es por que las cosas sean contingentes sino porque nosotros somos contingentes. Kierkegaard y los existencialistas como Sartre fueron los adalides del concepto de libertad.

Uno de ellos decía: “no vivimos en absoluto a menos que libremente queramos hacerlo”; es verdad que la existencia personal la hemos recibido de otros, pero sólo como un don que puede ser recibido en tanto que continuemos dándolo. Pienso que una reflexión de ésta naturaleza pudo hacerse el profesor Alfonso Uribe Uribe, cuya memoria recordamos hoy, al dar de sí mismo vida verdadera a los pacientes que recurrieron a buscarlo.

Hegel intentó mostrar que es a través del entendimiento, del conocer, como surge el problema de la muerte y que este se resuelve a través de la razón, porque es a través del entendimiento como llegamos a la autoconciencia a la cual no solamente estamos limitados, sino que nos limita. Hegel describe la mortalidad como una parte de la estructura del Yo.

La conciencia, en el pensamiento de los existencialistas como Sartre es siempre, tal como ya lo había señalado Huserl, conciencia de …; tiene por lo tanto una intencionalidad y una posicionalidad, al servicio de la libertad que hace a la vida significativa.

En su concepto la muerte en si es absurda porque nos despoja de nuestra posibilidad, de nuestra situación de aún no estar muertos. Lo que tiene entonces significado es simplemente estar vivo, moverse hacia adelante, hacia un fin al que no podemos llegar. La vida asi considerada llega a ser un mero escape del pasado.

Para Wittgenstein, el filósofo alemán del siglo XX, “la muerte no es ningún acontecimiento de la vida. La muerte no se vive, la muerte no es un hecho objetivo que ocurra de alguna manera dentro de nuestra subjetividad”.

Finalmente, para concluir, la ciencia moderna se ha ocupado de entender la vida y la muerte, de definir y aún ubicar la conciencia, de conocer sus posibles características biológicas, mediante el estudio científico del funcionamiento cerebral. Neurólogos – filósofos como Sir John Eccles, premio Nobel de medicina, han intentado aproximar lo que él considera como mente al cerebro, buscando lograr un concepto aceptable científicamente de una Unidad Psicobiológica, como la postulara en otros términos Aristóteles hace 2.300 años. Sus libros “El Misterio Humano” y “Mente y Cerebro” son intentos afortunados en ese sentido.

Al terminar el segundo de esos libros se expresó en las siguientes palabras: “En nuestra época el hombre ha extraviado su camino ideológicamente. Creo que la ciencia ha ido demasiado lejos al romper la creencia del hombre en su grandeza espiritual y se le ha dado la idea que es meramente un animal insignificante que surgió por azar y necesidad en un planeta insignificante en la gran inmensidad del cosmos.

Creo que la principal dificultad estriba en la arrogancia y autosuficiencia de los líderes espirituales. Debemos aceptar el gran desconocimiento de la física y la fisiología de nuestros cerebros, de las relaciones de mente y cerebro y de nuestra imaginación creadora. Cuando pensamos en todo ello debemos tomamos mucho más humildes. El futuro inimaginable que puede ser nuestro, debe ser el cumplimiento adecuado de nuestra vida presente y debemos estar preparados para aceptar su responsabilidad como un magnífico regalo.

En la aceptación de ese maravilloso presente de la vida y la muerte, debemos estar preparados no para lo inevitable de alguna otra existencia sino para poder esperar que ella sea posible. En el contexto de una Teología Natural he llegado a convencerme de que somos criaturas con algún significado sobrenatural que aún está mal definido. Cada uno de nosotros puede tener la creencia de que está actuando en un inimaginable drama sobrenatural y debemos hacer lo posible por desempeñar bien nuestro papel. Entonces podemos esperar con serenidad y alegría las revelaciones futuras de lo que existe después de la muerte” …

Lecturas recomendadas

1. AYER, A. J. : Philosophy in the Twentieth Century. Londres, 1982.
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4. BAUM, W. :Ludwig Wittgenstein. Alianza Ed., 1.985.
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30. SCHRODINGEN, E.: What is life? The physical Aspects of Living Cel!o Cambridge, 1969.
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‘Conferencia “Alfonso Uribe Uribe”, del Departamento de Medicina de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional, presentada a la Academia Nacional de Medicina, en sesión deiS de diciembre de 1991.

“Miembro de Número, Academia Nacional de Medicina.

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