Las Pandemias y su Terapéutica

No son el cáncer, las enfermedades cardiovasculares o las guerras las que diezman a la humanidad. Son las infecciones, muchas de las cuales fueron dominadas por vacunas y antibióticos. Pero las deficiencias inmunológicas, la desnutrición, las malas condiciones higiénicas y la resistencia de los gérmenes a los antibióticos, siguen acabando con grandes grupos humanos especialmente vulnerables. En el transcurso de la historia muchas epidemias o verdaderas pandemias implantaron el terror en el mundo conocido, de las cuales el principal jinete apocalíptico fue la peste o Muerte Negra.

Según se menciona en el libro de los Números del Antiguo Testamento, Dios castigó en Baalpeor a los filisteos –los que ahora serían palestinos-, muriendo 24.000 personas. Las bubas (o ganglios) se llamaban emerodes, por lo que los sacerdotes presentaban como ofrenda expiatoria, cinco emerodes y cinco ratas, ambas en oro; esto era imagen de la enfermedad y de las ratas que corrompen la tierra, pues son estos roedores los que propagan la peste bubónica.

Mientras que el paludismo hizo estragos en el imperio romano de occidente, la peste que se llamó de Justiniano, acabó con la mitad de los habitantes de Bizancio, capital del imperio de oriente, en el año 542. Mas de 200 millares de personas fallecieron allí en menos de un semestre, y no sólo se presentó en el occidente de Asia, sino que se diseminó por el norte de África y por Europa, donde acabó con algo menos de la mitad de la población, y continuó presentándose por otro par de siglos de una manera episódica.

Dice la leyenda que la peste fue el origen de la fundación del primer hospital de Roma. En el 293 a.c., se envió desde la Ciudad Eterna a una expedición que solicitó auxilio en Epidauro, merced a una epidemia de peste. Una serpiente sagrada que debía curar a los enfermos, se tiró de la nave que surcaba el río Tìber y llegó a la isla de San Bartolomé donde la peste se acabó. Así que en la “proa” de la isla, que tiene forma de barco, se fundó un hospital. El fundador del hospital San Bartolomé de Londres, el monje Rahere, salió de dicha isla en el siglo XII. Se dice que Galeno, cuando regresó a Pèrgamo, lo hizo huyendo de la peste en Roma. Por supuesto que luego volvió a Roma, llamado por el emperador Marco Aurelio.

Susruta en el siglo V escribió sobre la peste que seguía a una mortandad de ratas en la India. La muerte negra del siglo XIV asoló nuevamente a este país, al igual que al de los tártaros, mongoles, sirios, armenios, mesopotámicos e italianos, chinos, egipcios, bizantinos, y luego a todas las naciones de Europa; al parecer tuvo su origen en el desierto de Gobi en el Asia.

En general las mejores medidas para la peste europea fueron las preventivas (que se aplicaron tardíamente), como el aislamiento del enfermo y cuarentena para los viajeros posiblemente infectados que venían en los barcos; se abrían las ventanas de las casas para airearlas y los médicos usaban guantes, capas y máscaras embebidas de vinagre, clavo y cinamomo, mientras las casas se fumigaban con carbón o sustancias aromáticas o enebro. Hubo otras medidas francamente erradas como matar los perros, o violatorias de los derechos humanos como ejecutar judíos y leprosos, a quienes se culpaba de envenenar las aguas.

No sólo los médicos describieron el cuadro clínico y social que se observó en los asentamientos humanos. Una de las mejores narraciones corresponde al italiano Giovanni Bocaccio, en su Decamerón. El cirujano Guy de Chauliac (1300-1367) fue físico y capellán de Clemente VI de Aviñòn, arrasada por la peste en 1348, habiendo prestado destacados servicios durante dicha epidemia que él mismo contrajo con el fin de justificar sus discusiones sobre la enfermedad; tuvo la fortuna de haberse curado, pero no sucedió lo mismo con Laura, la del poeta Petrarca. A más de la enfermedad propiamente dicha, la catástrofe sanitaria causada por los miles de putrefactos cadáveres cuyo número aumentaba diariamente en progresión geométrica, hizo que no alcanzaran ni los ataúdes ni los cementerios para enterrarlos, por lo que el Papa de Aviñòn bendijo el Ròdano para que en sus aguas se tiraran los cuerpos hediondos de los muertos. Médicos y clérigos murieron también por centenares.

Chauliac puede servirnos de ejemplo para decir que los médicos de Montpellier fueron los más interesados en estudiar la peste, y escribieron varios tratados sobre la enfermedad. El creía, al contrario de otros, que los antiguos habían tenido experiencia con las epidemias, pero que sus brotes habían sido locales, en contraposición con la mayor universalidad de la epidemia del siglo XIV. En el capítulo sobre enfermedades purulentas (apostemas) de su Magna Chirurgia discute las epidemias de 1348 y 1361, no las considera pestilencias sino apostèmicas y venenosas, siendo diseminados los humores venenosos por la conjunción de tres de cuatro planetas. Varios egresados de Montpellier escribieron tratados sobre la enfermedad, a la que inicialmente consideraron la pestilencia de los griegos, pero con la diferencia de que además era contagiosa, venenosa y con bubones. Posteriores autores insistieron en la taxonomìa y en el diagnóstico diferencial de las pestes. De todas maneras, el concepto galènico del desequilibrio de los humores fue el que prevaleció.

Ambrosio Paré cuenta cómo después de la Batalla de San Quintín, del tumulto de cadáveres salieron moscas azules y verdes que contaminaron el aire y causaron una epidemia de peste.

El Santo Patrono y abogado contra la peste fue San Roque, quien el mismo padeció y cuyas llagas fueron curadas por un ángel, según la leyenda.

Además de la Muerte Negra, otras epidemias afectaron a la Europa medieval como el mal de San Vito o corea, como se ha llamado popularmente tanto la Corea post-estreptocócica de Sydenham y también a la de Huntington; el Fuego de San Antonio (ergotismo y/o erisipelas), el paludismo y el tifo exantemático. En épocas posteriores estas naciones fueron asoladas por el sarampión, la viruela y la difteria, hoy prácticamente desaparecidas en virtud de las campañas de vacunación. Sin mencionar las hambrunas, que llevaban en su desnutrición y locura a la gente a tratar de devorar cadáveres.

En el siglo XVI hubo epidemias en Inglaterra, entre ellas la peste, el sarampión y la difteria, además de una infección que se llamó “la enfermedad del sudor”.

La peste de los pobres ocurrió en Londres en 1665. Comenzó en junio y desapareció en noviembre. Durante este tiempo la gran ciudad, que tenía quinientos mil habitantes, perdió la quinta parte de su población. Los pobres, que vivían en míseras casuchas y pésimas condiciones higiénicas (obviamente donde las ratas debían pulular), fueron las principales víctimas. Valientes médicos se le midieron a visitar y tratar los pacientes, pero muchos de ellos también murieron. Algunos destacados galenos presentes en esta peste de Londres fueron Thomas Sydenham (el Hipócrates inglés, por la veneración que sentía por el griego), y Nathaniel Hodges (1629-1688).

Del primero (1624-1689) debemos decir que fue el más importante clínico del siglo XVII, que hoy recordamos por la corea menor, asociada con la fiebre reumática, la que lleva su nombre, pero en que el medioevo se llamó Mal de San Vito. Sólo creyó en la observación en la cabecera del enfermo, y despreciaba las hipótesis teóricas y las ciencias básicas como la anatomía y la botánica. Hizo la mejor descripción sobre la gota, y muchas sobre enfermedades febriles como el sarampión. Usaba remedios simples y métodos como la refrigeración para las fiebres, ejercicios al aire libre para la tuberculosis, hierro para la anemia, quinina para la malaria, ungüentos mercuriales para la sífilis, tintura de opio con azafrán, clavo y cinamomo, lo que llevó el nombre de láudano de Sydenham.

Hodges visitó miles de enfermos a quienes aplicaba remedios tan bizarros como ineficaces; escribió un libro sobre la pestilencia, donde narraba la terapéutica que utilizaba, la que está generalmente descrita en los libros de historia de la medicina. Una de las cosas que había que combatir era la fetidez, pues se consideraba que la putrefacción de los humores conllevaba la producción de miasmas que causaban la enfermedad, y hasta bien entrado el siglo XIX, la peste se consideraba una enfermedad miasmático-contagiosa, con la misma etiología del tifo abdominal. Antes de iniciar sus cotidianas rondas, Hodges bebía el electuario anti-pestoso, masticaba pastillas basándose en mirra, cinamomo y raíz de angélica, y se aseguraba de tomar buenas cantidades de vino generoso (licoroso), antes y después de la comida y durante la noche, para dormir bien y sudar. Para los pacientes recomendaba dieta ligera, reposo absoluto y sudoración con raíz serpentaria de Virginia, teriacas del tipo agua de la peste con veintiún ingredientes o el cordial de Mayerne con veintinueve, además de otras medidas que se usaban a pesar de considerarse inútiles: piedra bezoárica, cuerno de unicornio y polvo de sapo desecado. También se usó la quina en años posteriores.

El Colegio de Medicina de París en aquella época, basándose en sus conocimientos de astrología y ciencias naturales, ofrecía un sombrío pronóstico sobre la enfermedad de aguas emponzoñadas y peces muertos. Sus recomendaciones eran tiros de perdigón que reflejaban su confusión, ignorancia y desesperación. Evitar el frío y la lluvia, exponerse al sol (particularmente los gordos), no embriagarse ni enfurecerse, no comer pescado ni aceite de oliva, considerar peligrosos los baños, los enemas laxantes y la cohabitación con las mujeres…

Un médico egresado de Montpellier, cuyo nombre era René Desgenettes (1762-1837), fue médico de Napoleón y perteneció a su ejército. Durante la campaña de Egipto, se presentó una epidemia de Peste, por lo que los soldados se aterrorizaron por la difusión de la mortal enfermedad. Para mostrar su valor y su sentido del deber, este médico se inoculó pus de un acceso bubónico en forma deliberada y delante de la tropa, con la fortuna de que el experimento no tuvo consecuencias mortales para él.

La Peste afecta los ganglios linfáticos formando adenopatías, principalmente inguinales y axilares, con fiebre y postración; por su forma de manzana, estas dolorosas adenopatías eran llamadas bubas (lo que daba la forma bubónica), asociada a equimosis, descritas como manchas negras en la piel (por lo que se llamaba peste o muerte negra), o con hemoptisis severa (en la forma neumónica).Se hablaba también de los carbuncos, que en realidad se relacionan con el ántrax. La peste no es propiamente una enfermedad de los humanos sino una epizootia, sufrida y transmitida por animales. Las epizootias siguen siendo una calamidad aún en el siglo XXI, pues se comparten sin número de enfermedades con vacas, gallinas, cerdos, perros, ratas, ovejas y caballos.

Hoy en día la Peste Bubónica es una enfermedad que se concentra en el suroeste de los Estados Unidos, es causada por la picadura de la pulga de los roedores y se trata con estreptomicina, mientras que los contactos se manejan preventivamente con tetraciclinas.

El agente etiológico es la bacteria Gram-negativa Yersinia pestis. Esta bacteria fue descubierta hacia 1894, casi al tiempo pero de manera independiente por un francés radicado en Hong-Kong, Alexandre Yersin (1863-1943) y por el japonés Shibasaburo Kitasato (1856-1931), discípulo y colaborador de Behring. En un comienzo llevó el nombre de Pasteurella, para luego recibir el de Yersinia. Koch, descubridor del bacilo de la tuberculosis y del vibriocoma del cólera, viajó por el sur de África y la India, para investigar las causas de la peste. Kitasato fue un colaborador de un discípulo suyo.

La sífilis, lùes o Morbo Gàlico afectó la Europa de la edad moderna, y muchos escritos –algunos importantes por el contenido poético e histórico como el de Fracastoro (1478-1553)-, fueron realizados. Don Jerónimo describe un paciente –Syphilus-, de quien dice que era un joven pastor que fue castigado por los dioses con una terrible enfermedad contagiosa y bubónica, que fue tratado con mercurio y con un remedio traído de América, el palo santo o guayaco, útil para tratar este mal francés (www.ihm.nlm.nih.gov ).

Epidemias de influenza (o gripe asiática) y de cólera han sido también causantes de grandes mortandades. Nuestros países andinos no han podido liberarse de brotes de esta última enfermedad en sitios alejados donde la gente no dispone ni siquiera de letrinas, ni hay sitios cercanos donde puedan ser re-hidratados de inmediato y tratados con antibióticos. Una bella descripción de lo que fue antaño esta epidemia en Cartagena se hace en el libro “El amor en los tiempos del cólera” de García Márquez.

La gran pandemia del tercer milenio, especialmente devastadora en el continente negro, es sin lugar a dudas el Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida. Los datos sobre el Sida en África son realmente aterradores, y aunque los sero-positivos pueden permanecer asintomáticos por largos periodos con los nuevos tratamientos, esto se logra a unos enormes costos que –particularmente los países pobres-, no pueden sufragar.

El 72% de los casos nuevos de la enfermedad, y el 80% de las muertes registradas, ocurren en el África sub-sahariana, que sólo tiene la décima parte de la población mundial.

Doce millones de niños africanos han perdido uno o dos de sus padres por causa del SIDA. El país más afectado es Sudáfrica con 4.7 millones de enfermos, por lo que se fundó un pueblo Sida cerca de Johannesburgo. Luego siguen Etiopía con 3 millones, Nigeria con 2.7, Kenya con 2.1, Zimbabwe con 1.5, Tanzania con 1.3, Mozambique con 1.2 y República del Congo con 1.1. Botswana tiene el 38.5 de sus adultos infectado. De lejos, el Sida es un mal que está diezmando al África. De mano con el retrovirus va la tuberculosis, en regiones donde además es endémica la malaria y muchas otras enfermedades tropicales, causantes de gran mortandad y morbilidad. Las medidas preventivas no han podido ser altamente eficaces, y el desarrollo de una vacuna que disminuya la prevalencia de una manera significativa no se vislumbra todavía. Pero gracias a Dios la invasión de patologías causadas por los gérmenes que originaron aquellas grandes pandemias ha podido ser controlada merced a los programas de vacunación masiva implantados por los gobiernos con la colaboración de la Organización Mundial de la Salud y de la industria farmacéutica.

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