Una Revolución en Salud Pública, 1 Parte
1 Parte
Alfredo Jacome Roca, MD
Academia Nacional de Medicina
Las medidas higiénicas que más muertes han prevenido son el suministro de agua potable para consumo humano y la vacunación masiva.
Esto último pertenece a la segunda mitad del siglo XX, pero las primeras vacunas se originaron en las dos centurias inmediatamente anteriores.
Los nombres de Edward Jenner (1749-1823), Louis Pasteur (1822-1895), Jonas Salk y Albert Sabin son tal vez los màs destacados en la historia de las vacunas anti-infecciosas. La ciencia –basada en la observación-, revolucionó la medicina y la misma economía, cuando pudo comprobar que la calidad y duración de la existencia de los seres vivos estaba amenazada o en algunos casos protegida, por otros organismos vivientes que no podíamos observar a simple vista: los microbios.
No hay duda que Pasteur fue genial, más académico, mejor científico; pero Jenner pegó primero. Este último fue discípulo del famoso anatomista y fisiólogo inglés John Hunter (1728-1793), con quien realizó numerosas estudios como naturalista. Fue Hunter el autor de aquella famosa frase en carta a Jenner: “¿Por qué teorizar?” Vamos al experimento”. Y no se refería a lo que luego sería la “vaccinia” sino a la temperatura de los erizos durante la hibernación.
(Lea También: Una Revolución en Salud Pública, 2 Parte)
Edward Jenner (Fig.22-1) fue un personaje sencillo, ante todo un médico rural.
Con contadas excepciones, ejerció toda la vida en su natal Berkeley en el condado de Gloucester. Una de las pestes que le tocó afrontar fue la viruela o “pequeña pústula”, que asolaba a los humanos (en Europa particularmente después del siglo XVI), diezmándolos por doquier. Llegó al viejo continente procedente de oriente con los cruzados, y a España con la invasión de los moros. Era una enfermedad que causaba ceguera o en numerosos casos, la muerte; sumamente maligna en comparación con otra que daba en las reses, que se llamaba “pústula de las vacas” o “vacuna”. Las lecheras de aquella campiña inglesa decían que no les daba la viruela porque durante el ordeño habían contraído de las ubres la “pústula vacuna”, lo que les confería protección. Y pensando en que la voz del pueblo es la voz de Dios, Jenner se dedicó a observar y a propalar la idea de que era factible “vacunarse” contra la viruela. En 20 años de necia insistencia ante sus colegas, finalmente en 1796 se lanzó a practicar exitosamente la primera vacunación.
Para ser sinceros, ya los chinos inoculaban a las lecheras para prevenir la vacuna; y en Inglaterra usaban la técnica china, pasando sobre una zona de la piel previamente escarificada un hilo contaminado del pus; generalmente con ausencia total de asepsia, lo que generaba infecciones que eran más dañinas que la patología que se trataba prevenir.
Observando cuidadosamente, vio Jenner que a la vaca le daban dos tipos de infecciones, y que sólo una de ellas confería inmunidad exclusivamente durante cierta etapa de la enfermedad.
Sarah Nelmes padecía el mal benigno de la vacuna, causado por un virus diferente al de la viruela pero que confiere inmunidad cruzada; esta es una erupción pustular que se acompaña de leve malestar general que sana rápidamente.
Esta lechera fue quien donó el pus que fuera inoculado a James Phipps, un niño de 8 años que resistió sin enfermar otra inoculación dos meses después, esta vez de viruela virulenta. Y así 23 casos más, que fueron informados en un pequeño libro con un extenso título, aunque sería muy corto en relación con el inmenso bien que generaría.
De charlatán pasó a médico galardonado y muy conocido, pero nunca quiso dejar su pueblito natal. Se logró disminuir la incidencia de la mortal viruela, aunque muchos otros que aplicaron mal la técnica y utilizaron sueros contaminados, sólo lograron diseminar la enfermedad. En cambio el suero por él aplicado era eficaz e inocuo. Un verdadero médico, Jenner solía vacunar a los niños pobres de Berkeley en la glorieta de su jardín. En carta que Thomas Jefferson, entusiasmado por su descubrimiento, alguna vez le dirigiera, decía: “ las generaciones futuras sabrán únicamente por la historia que existió la asquerosa viruela, y que gracias a usted ha sido extirpada”. Esta profecía sólo fue realidad hacia finales del siglo XX, por lo que se suspendió esta vacunación; que sólo la amenaza de una guerra bacteriológica puede resucitar, seguramente con una vacuna con mejor perfil de seguridad y tolerancia.
El caso de Pasteur (1822-1895) es diferente; aunque no fue médico, pero sí doctor en física y química, fue un verdadero genio de la medicina. Inicialmente trabajó con la actividad óptica de ciertas sustancias cristalinas, y recibió la Legión de Honor por esos estudios sobre la luz polarizada. Hasta ahí parecía un científico corriente, aunque exitoso.
En Lille fue llamado por los industriales de la destilación del azúcar de la remolacha, que estaban preocupados porque su líquido con frecuencia se estropeaba. Pasteur descubrió que la fermentación la causaban organismos vivos y más adelante encontró microbios en la espuma flotante en las cubas de vinagre, pero también en los barriles y las botellas de vino. El método de calentar los líquidos y destruir los gérmenes después de la fermentación sin alterar el gusto, se conoce como “pasteurización” en honor de su autor, y de esta manera los productores de vino, de vinagre, los lecheros, y más adelante los criadores de gusanos de seda (que padecían una enfermedad que el francés estudió para evitarla), debieron a Pasteur su prosperidad.
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