Semilla, Similibus Curantur

Alfredo Jacome Roca, MD
Academia Nacional de Medicina

La medicina del siglo XIX –que llamaremos “ortodoxa”- utilizaba métodos sangrientos, dolorosos y tóxicos.

A finales del siglo anterior había por ejemplo ejercido un famoso médico inglés llamado John Brown (1735-1788) que afirmaba que la vida dependía de un continuo estímulo, y por consiguiente trataba las enfermedades con enormes dosis de medicamentos estimulantes. Se decía que los métodos brownianos mataron más gente que la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas juntas.

No era pues de extrañar que un médico alemán, Samuel Hahnemann (1755-1843) fuese exitoso con su filosofía médica y sus manejos prácticos de la patología. Si algo le reconocen tirios y troyanos a este colega, es que sus microdosis moderaron la peligrosa costumbre de tratar hasta la intoxicación, olvidando aquel “primum non nocere” de Hipócrates. La aparición en sociedad la hizo Hahnemann (Fig. 21-1) al polemizar en relación con los conceptos emitidos por un famoso médico y químico de Glasgow, William Cullen (1710-1790) en un libro que escribió sobre la corteza peruana, o sea la quina. Decía Cullen que el efecto curativo de la quina era debido a sus propiedades astringentes y a su sabor amargo.

Políglota, pues dominaba siete idiomas, Hahnemann tradujo el libro pero añadió que la quina funcionaba porque sus dosis tóxicas producían los mismos síntomas de la enfermedad que pretendía tratar, el paludismo, y no porque fuese astringente y amarga. En efecto, Hahnemann co

nsumió dosis progresivamente altas de quina hasta que desarrolló fiebre, escalofríos y otros síntomas similares a los vistos en malaria.

(Lea También:Una Revolución en Salud Pública, 1 Parte)

Samuel HahnemmanSus biógrafos dicen que el alemán era un respetado químico, ávido experimentador y experto traductor, ya que hizo este trabajo con unos 20 grandes textos médicos y científicos.

Incluso escribió un libro muy utilizado por los boticarios de la época, el “Lexicon farmacéutico”.

Sólo para enfrentarse a ellos cuando empezó a promulgar sus teorías terapéuticas, ciertamente muy conservadoras, que sostenían lo siguiente:

1) la droga elegida para el tratamiento debe ser capaz de producir los mismos síntomas que la enfermedad que busca mejorar (“Similia, similibus curantur”, que se oponía a teorías prevalentes de “Contraria, contrariis curantur”).

2) Siempre debe usarse una sola droga (le querían dar un adiós a la polifarmacia), y la segunda dosis no puede darse hasta que el efecto ( y lo que podríamos llamar hoy “niveles”) haya pasado totalmente.

3) La droga debe darse en la dosis mínima efectiva (lo que suena lógico), por lo que habría que hacer progresivas diluciones del medicamento (“potenciación”) antes de administrarlo.

Los droguistas se enfurecieron, pues las micro-dosis llevaban también a micro-precios, y además con el tiempo, Hahnemann dejó de confiar en su capacidad (o interés) en hacer las diluciones, por lo que él mismo se dedicó a preparar sus propias drogas; las llamó “homeopáticas” (homoios –similar- y pathos –sufrimiento) aplicando en pleno la teoría de los “similares” de la que ya habían hablado Hipócrates y Paracelso, y que fue utilizada por culturas indígenas, griegas y chinas, entre otras.

El promotor de las dosis infinitesimales fue expulsado de Leipzig, acusado de usurpar las funciones de los boticarios, y pasó a Coten donde tuvo el apoyo del Gran Duque Fernando.

Escribió sus teorías en un libro titulado “Organón”. Curiosamente algunos hechos en medicina han confirmado teorías de los “similares”, casualmente el descubrimiento por su contemporáneo Jenner de la vacuna antivariólica, que protegía contra la viruela al usar pequeñas dosis del mismo virus, pero atenuado. Otras veces, las microdosis han resultado superiores a las macrodosis, como ocurrió hace varios lustros con el manejo del coma diabético, que pasó de usar megadosis de insulina (además de inferior calidad a las actuales insulinas) a las microdosis administradas con bombas de infusión continua; lo que tiene que ver con la sensibilidad al medicamento, con los receptores y con su regulación hacia abajo.

Como sucede a menudo con los seguidores de algún destacado maestro, los homeópatas se dividieron entre los que usaban los medicamentos homeopáticos más potenciados (o de mayor dilución, con diluciones de doscientos y hasta más de cien mil veces) o los de baja o mediana potencia, tal como lo respaldaba Hahnemann (que los usaba en diluciones de 2, 6, 9, 12 o 30 veces), y aunque tardíamente en su vida este alemán consideró que diluciones más altas podrían ser efectivas, nunca utilizó alguna droga homeopática diluida más allá de la potencia 1500.

La homeopatía fue muy popular en Europa y América en el siglo XIX.

Se crearon muchas escuelas de enseñanza homeopática, y a ellas ingresaron médicos que habían estudiado en escuelas clásicas de medicina.

En Filadelfia se fundó una que llegó a ser centro médico afamado y que se llamó “Colegio Médico de Hahnemann”, en el siglo XX, los ataques dirigidos por los “alópatas” contra los homeópatas dieron fruto, y en esto influyó la campaña realizada por la misma Asociación Médica Americana, y por el informe Flexner de 1910 que logró el cierre de numerosas facultades homeopáticas.

En respuesta, estas empezaron a incluir en su currículo mayor cantidad de temas científicos, lo que hizo que muchos egresados se pasaran a ejercer la medicina ortodoxa, mejor aceptada y más rentable.

Hoy la homeopatía tiene cierta clientela, particularmente en el manejo de enfermedades neurovegetativas o alérgicas (como el síndrome del intestino irritable o la rinitis estacional); en el caso de esta última enfermedad se ha demostrado la inocuidad del tratamiento mas no su eficacia; pero al tratarse de una enfermedad benigna, no habrá mayor problema si el paciente selecciona este tipo de terapia.

El cuerpo médico ha limado ya asperezas con colegas o grupos que trabajan en homeopatía (y en varias otras terapias de medicina alternativa o medicina milenaria); algunos quizás la catalogan (con Laín Entralgo), como una “medicina creencial”.

A principios de este siglo falleció en Londres Isabel, la llamada “Reina Madre” de Inglaterra, y viuda del Rey Jorge VI. Durante sus 101 años de vida tuvo buena salud, diríamos que se mantuvo muy animosa y rozagante.

No hay duda que su longevidad se debió a “buenos genes”, aunque ella la atribuía al consumo de té (a las cinco de la tarde, como todos los ingleses), una copita diaria de ginebra y a los medicamentos homeopáticos. Una buena rutina y mucho amor, es sin duda una relajante medicina.

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