¿Qué tiene que ver todos estos Textos con las Mentes Geniales?

DR. GUILLERMO SÁNCHEZ MEDINA

He aquí otra pregunta: ¿nace o se hace el genio?

¿Está predeterminado o determinado su ser o hacer en el mundo?

En realidad el genio es un producto de un desarrollo genético ambiental y multifactorial; cuando me refiero a genético lo hago a una organización genética y al funcionamiento neuronal de interconexiones que dan la posibilidad al sujeto de interre­lacionar hechos, funciones, objetos, conceptos o encontrarlos en unas nuevas dimensiones conceptuales, revolucionando lo que se conoce y con posibilidad de una aplicación práctica u otra visión para construir otra armonía.

Este punto es tratado en los textos de “armonía” de A. Schoenberg el cual se pronuncia de la siguiente forma: “es evidente que así como a los armónicos condujeron a la división en 12 partes de la consonancia más sencilla, la octava, con el tiempo también producirá una mayor diferenciación de ese intervalo” (Cavia Naya M.V, 2003); esto relacionado con la armonía musical, pero sin embargo, podemos analogarlo a las matemáticas.

Entre tantos genios podemos encontrar en su historia no siempre tuvieron un rendimiento escolar excelente; por ejemplo el padre de Einstein al preguntar al maestro de su hijo Albert qué profesión podría convenirle más, él replicó: “tanto da.

Nunca hará nada de provecho”. Se cuenta que sus exámenes eran deficientes y tardó en empezar a hablar tar­díamente, entre muchas otras disfuncionalidades y al final fue quien revolucionó la física y el concepto del universo gracias a su coeficiente intelectual o mejor a su genialidad que no tiene que ver específicamente con la marcha y el lenguaje.

Recuérdese que Einstein no brilló en la escuela:

De niño era adverso al autoritarismo y fue excéptico y a la vez reconocía, ya de adulto, que su pensamiento era abstracto y matemático con falta de imaginación y habilidades prácticas. Cuando se graduo en el Politécnico, sólo logró un empleo de Inspector en la Oficina de Patentes; fue allí en donde inicio su doctorado en física. Einstein con respecto a la verdad declaró: “la verdad de una teoría está en la mente, no en los ojos” (“Hombros de Gigantes”, 2003, pág. 25 op. cit. )

De la misma manera, o semejante ocurrió con Kafka, Juan Sebastían Bach, Mozart y Mendelson y otros.

Por lo tanto ser genio es diferente a ser superdotado; el primero puede ser incomprendido y el segundo a pesar de las facilidades para aprender y resolver problemas puede carecer de valor para la historia. Fue David Wesley, en USA, jefe de psicología del Hospital Psiquiátrico Bellevue de Nueva York, quien diseñó una prueba de inteligencia para adultos y niños, y se refirió a que la inteligencia es: “la capacidad conjunta o global del in­dividuo para actuar con una finalidad, pensar racionalmente y para relacionarse de manera efectiva con el medio ambiente”.

De tal manera, la inteligencia se podía medir con un Co­eficiente Intelectual (C.I.) cuyo promedio normal es de 100 a 110 y de 110 a 130 es un nivel alto y más de 130 es un superdotado con un rendimiento elevado y encontramos en ellos un desarrollo adelantado en el inicio de la marcha y del lenguaje; sin embargo, estas mediciones no pueden ser inexorables y el sujeto con un cociente intelectual elevado no puede tener todo bajo control, en especial en los procesos creativos o deductivos, por ejemplo, lo encontramos en Einstein ya citado; otro de los ejemplos está en Charles Darwin quien estaba catalogado como necio e inútil.

Superdotados y genios han existido desde milenios atrás, (pero son dos conceptos distintos los que se pueden tener sobre ellos).

No todos los genios tienen éxitos y triunfan pues aquello depende de las oportunidades y/o la inteligencia emocional práctica y de comunicación, capacidades y destrezas, el medio ambiente y la imaginación; por ejemplo, Malcolm Gladwell en su obra “Outliers” muestra cómo una persona con cociente intelectual alto no pudo dar sino dos usos al ladrillo mientras que otra con cociente intelectual promedio dio 22. Aquí observamos cómo se separa el efecto intelectual de lo emocional.

(Lea También: Una Analogía y una Diferencia)

En el periódico El Tiempo en Bogotá, Colombia en Julio del 2010 apareció un escrito de Daniel Samper Pizano con el nombre. “¡Y nos creíamos muy vivos ¡” en el que escribe:

“Desde niño oigo chistes que celebran la viveza e inteligencia de los colombianos. Son cuentos que empiezan diciendo: “Se encuentran un gringo, un ruso, un español y un colombiano y…”. El desenlace siempre pone al colombiano por encima de los demás y refuerza nuestra idea de que Dios nos bendijo con un entendimiento superior. Pues bien, tengo dos malas noticias sobre la “superinteligencia colombiana”.

La primera es que los chistes que nos aplicamos en vanidoso ejercicio son universales y se oyen en el mundo entero con otros protagonistas. La segunda es que es falso que seamos muy inteligentes. Al contrario: una reciente investigación revela que ocupa­mos un lugar mediocre en la tabla de Coeficiente Intelectual del planeta. Estamos en el puesto 92 de 184 países, empatados con otros 19.

“El Coeficiente Intelectual (CI o, en inglés, IQ) es un índice que mide la inteligencia más allá de la ilustración, la educación o las circunstancias inmediatas. Se creó en 1912 y, con retoques y pulimentos, ya forma parte de los datos personales claves, como la edad o el peso.
El 68 por ciento de la población clasifica en el rango de 85 y 115 puntos y 100 es el nivel normal. De 125 hacia arriba hablamos de “inteligencias superiores”; Einstein registró 150 y unos pocos genios se acercan a los 200. Por el lado opuesto, de 85 puntos hacia abajo clasifican los cerebros de “nivel más bien inferior”; en 60 empieza la debilidad mental.
Pues bien, según el ranking mundial de CI, el promedio colombiano es apenas de 84: “nivel más bien inferior”. Los más inte­ligentes son los de Singapur (108), Surcorea (106), China y Japón (105), Italia (102), Islandia, Mongolia y Suiza (101). En los sótanos, un puñado de naciones africanas: Camerún, Mozambique y Gabón (64) y Guinea Ecuatorial (59).

“Los latinoamericanos de mayor CI son uruguayos (96), argentinos (93), chilenos (90), ticos (89), mexicanos (88) y ecuatorianos (88).

Colombia está por debajo de todos ellos y de brasileños (87), bolivianos (87), cubanos (85) y peruanos (85). Igua­lamos a paraguayos, panameños y venezolanos. Superamos a los centroamericanos y empatamos, entre otros, con afganos, jordanos, paquistaníes, marroquíes, ugandeses e isleños raros: vanautúes, micronesios… Como ya lo sugerían los resultados histó­ricos de las elecciones políticas, nuestra inteligencia invita a un severo ejercicio de humildad. No somos los más brillantes, los más vivos ni los más astutos. Por el con­trario, pedaleamos en el pelotón colero.

“Pero no caigamos en la depresión colectiva, pues el CI calla más de lo que revela. Malcolm Gladwell, cronista y ensayista, arguye en su libro Outliers (Fueras de serie) que para triunfar hacen falta más cosas que CI: oportunidades, suerte, inteligencia práctica, entorno, destrezas y capacidad de comunicación. El CI no mide la imagina­ción, por ejemplo. En cierta escuela británica pidieron a la alumna con máximo CI que inventara usos para un ladrillo y solo se le ocurrieron dos: arrojarlo y alzar pa­redes. En cambio, un condiscípulo suyo normalito propuso 22, desde levantar muros hasta emplearlo como pisapapeles.

“Lo más importante que debe decirse del CI es que sube con agua potable y proteí­nas, pues mejora cuando mejoran las condiciones sociales de la población. The Eco­nomist cita un estudio que registra el asombroso paralelo entre CI y salud pública: la escala que cifra la presencia de enfermedades infecciosas en un país es inversamente proporcional a la de CI: a más enfermedades, menor coeficiente.

He ahí, por fin, una noticia consoladora para los colombianos: somos mucho menos inteligentes de lo que creíamos, pero un cambio social podría empujarnos hacia arriba. El problema es cómo lograr ese desarrollo equitativo que hemos impedido peleando como idiotas desde hace dos siglos”.

De la misma manera, existen genios hereditarios como Kant y Fichte, Schiller, Haydn, Rembrandt, Goya, Thomas Mann, Greco entre tantos otros científicos, artistas, filósofos, li­teratos, pensadores.

Es de anotar aquí cómo en los antepasados de los genios pueden existir entornos familiares con altos cocientes intelectuales o capacidades, o habilidades; uno de los ejemplos es Bach en el cual había 7 generaciones de músicos, o lo contrario una carente tradición artística y musical como Haendel el cual tuvo que esperar a que su papá falleciera para dedicarse a la música componiendo el Mecías a los 54 años. Los genios tienen perso­nalidades distintas como Bach quien era básicamente de fe y de lo espiritual en la música; la característica de Haendel era la libertad; Beethoven era hijo de un músico mediocre y alcohó­lico; sin embargo, a los 13 años ya había compuesto 3 sonatas y a los 17 se trasladó a Viena para estudiar con Mozart quien desde niño mostró su genialidad y virtuosidad. Beethoven era tímido, inseguro, le costaba comunicarse y más si se trataba de mujeres; sufría una sensación de soledad total y no se casó, era básicamente inestable en todo, menos en su música; Bach en cambio tuvo 2 mujeres y 24 hijos y por lo tanto estable, sociable y familiar.

Otro de los factores de los genios es el de la relación con la madre que cuida con ahínco a su hijo en ausencia del padre; por ejemplo lo vemos en Goethe o en Thomas Mann y André Gide cuyas madres se convirtieron en musas como también en Marcel Proust.

La figura del padre sirvió como guía a Mozart; a la vez la orfandad de abandono en Voltaire, Rousseau, Gandhi, Sartre, Pascal, Kierkegaard, Tolstoi, Camus, Poe, Moliere, Dante, Shakespeare, Gar­cía Márquez; todos tuvieron su madre amorosa cerca. Sin embargo, cuando viene la orfandad esta se convierte también en un manantial de creatividad que defiende al sujeto contra la angustia de la separación, la pérdida, la falta del objeto y lo lleva al duelo, a la música o a la poesía creativa, artística, recreándose el mundo añorado.

Téngase en cuenta por ejemplo que Sigmund Freud, nació cuando su padre tenía 41 años y su madre 21; el primero tenía dos matrimonios anteriores y el hijo mayor de su padre ya tenía hijos. Sigmund Freud fue el protegido de su madre con privilegios especiales como el de tener una habitación para el sólo dándole siempre la razón y fue su primera profesora de lectura, ortografía, gramática y aritmética tratándole de responder todos los cuestionamientos; las conversaciones con su madre, desarrollaron en él una sed de aprender y comprender; así él escribió: “encontré en mí, como en cualquier otra parte, sentimientos de amor con mi madre y de celos hacia mi padre, sentimientos que pienso son comunes a todos los niños”.

Los genios de cualquier índole (literario, científico, plástico) se disipan si la disciplina y el trabajo no aparecen; por lo general el genio es un trabajador motivado con la voluntad de creación y con inspiración particular a la vez que con una energía que se vislumbra desde muy pequeño como se denotó en Dostoyevsky o Beethoven que a pesar de la adversidad, la enfermedad y su familia fueron genios creadores.

Otro de los ejemplos lo encontramos en Goethe que tuvo una familia en donde rondaba la enfermedad mental (5 de sus hermanos tenían deficiencias de este orden y murieron a edad temprana) y Cornelia, su esposa, murió 3 años después de dar a luz debido a una depresión post parto de la que nunca se recuperó; Goethe tuvo cinco hijos de los cuales uno llegó a ser adulto y sus nietos sufrieron de depre­sión y neurosis.

Descubrir si alguien es genio no es tarea fácil, pues puede estar mimetizados o mal valo­rados y pasan desapercibidos; sin embargo, todos los seres humanos tenemos una deuda con las mentes geniales, con las reconocidas y con las no reconocidas o que se perdieron por la incomprensión o la miopía o la negación de aceptar a la persona diferentes que rompen con paradigmas.

De una u otra manera, todavía desconocemos realmente el intrínculis o neuro­mecanismos específicos que hacen al ser genial. He aquí la incógnita del genio y la psicología de la vida cotidiana acompañada del “azar determinista”.

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