Homenaje a Jaime Vidal Perdomo
Jorge Enrique Valencia Martínez*
Pienso que acertó el señor Presidente de la Academia Colombiana de Jurisprudencia, Marco Gerardo Monroy Cabra:
Al conferirme el encargo, honroso por mil títulos, de representar a nuestra institución en este solemne y sentido acto de estricta justicia, para exaltar la dilatada actividad intelectual y la prestancia académica de Jaime Vidal Perdomo.
Y no se equivocó porque a mí, su alumno, y acaso el último de ellos, correspondía, más que a otros, tomar la palabra y cumplir con tan gratísimo deber, pero se equivocó, de pe a pa, cuando en su bondad y en su benevolencia, confió en mis capacidades, que no son tantas, para rendir homenaje a la persona eminente y al jurisconsulto integral, que es y ha sido el profesor Vidal a todo lo largo de su jornada.
Entro, pues, a hablar por otros, con el máximo de gratitud y agradecimiento a mi maestro, y me honro en llamarme discípulo suyo.
Entonces:
No había cumplido yo los dieciocho años cuando arribé a Bogotá en el año de 1.962, lleno de grandes ilusiones, de románticos ensueños, de vigor y de esperanzas, con la aspiración de estudiar la carrera del derecho y seguir las huellas de mis mayores.
Era la capital, plácida, serena, muy gris, fría hasta lo indecible, algo distante, pero con una cultura sin afectación ni tendencias paganas, y por donde quiera, había fogosidad, optimismo, nervio y calor.
Todavía tengo a la vista –y estas son evocaciones de otras épocas, y de otros mundos, de los cuales hoy no se acuerda nadie–, que los sitios frecuentados por los escolares no eran otros diferentes a hacer antesala en la Biblioteca Nacional, ir a cine a los teatros Lux, Faenza, y acaso al Atenas y al Imperio, asistir a algunos establecimientos que rodeaban la parroquia universitaria, y caminar por la carrera séptima, lo que constituía, ¡por qué no decirlo!, actos sociales obligados. Muchas cosas a una vez.
Aún no asomaba la seriedad de la vida. Los momentos de otros días, traen consigo una lisonja y un bálsamo para el corazón, como un soplo de Dios.
Dijo Silva: “con el vago recuerdo de las cosas que embellecen el tiempo y la distancia retornan a las almas cariñosas cual bandadas de blancas mariposas los plácidos recuerdos de la infancia”, y digo yo ahora, de la juventud. Las estaciones pasan y no vuelven. Los recuerdos están acabados.
Mi padre –quien creía en mi porvenir en el foro–, me había aconsejado:
Una vez tomé la decisión de no ingresar a la Universidad del Cauca –lo que por cierto le causó un gran disgusto que después conocí–, que me matriculara, y en atención a las circunstancias de la República, en una de las siguientes tres universidades, por su marcado influjo en el ideal de la libertad y la concepción de su independencia: la Nacional, la Libre o el Externado de Colombia.
Creía él, en los espíritus libres y en el respeto por las ideas ajenas, y es que la libertad consiste, como lo dijo un egregio pensador contemporáneo “no en proceder sin razón, sino en proceder conforme a la propia razón”. Estaba en lo cierto.
Él, liberal de cepa, no quería que uno de sus hijos se formara en otros claustros, por reconocidos y renombrados que fueran, bien que diciendo verdades, y expresando opiniones muy mías, ninguna de las otras facultades de derecho, con excepción de las dichas, estuvieron en mis planes.
No perdí la brújula, y esto ya me parece suficiente. (Lea También: Su Experiencia Docente de Revista Jurisdictio)
Me inscribí y fui admitido en el Externado, y traigo a la memoria, como debe ser, la vieja casona que nos albergó, majestuosa y señorial, no obstante su modestia física, asaz sostenida por sus antecedentes y su tradición, y sus plurales valores llenos de fastos y de gravitación intelectual.
¡Que universidad, que profesores, que abogados de reposo y exposición!, ¡que aleccionamientos tan elocuentes y tan disertos, abiertos a todas las corrientes ideológicas y a la sabiduría toda!.
Por algo se ha dicho que las universidades reciben el influjo de sus preceptores y del ambiente en que se van desenvolviendo.
Como no recordar, más allá de las puertas y las ventanas de las aulas:
A Ricardo Hinestroza Daza, sabio jurisconsulto, maestro de juventudes, a Fernando Hinestroza Forero, faro de talento y capacidad, a Alfonso Reyes Echandía, tan cercano a mí, en lo jurídico y en lo afectivo, a Antonio Rocha, antiguo Decano de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad Nacional, a Joaquín Vanin Tello, a Gregorio Becerra, a Simón Carrejo, a Guillermo Camacho Henriquez, a Jaime Giraldo Ángel, a Carlos Restrepo Piedrahita, a Luis Fernando Duque, a Rafael Poveda Alfonso, a Samuel Finkielsztein, a Luis Fernando Gómez,
A José Granada, a Mario Montoya, a Jacobo Pérez Escobar, a Hernán Salamanca, a Antonio Rivadeneira, a Eduardo Umaña Luna, a Ernesto Vásquez Rocha, a Hernando Baquero, a Enrique Coral Velasco, a J. J. Gómez, a Rafael Forero Rodríguez, a Abel Cruz Santos, a Enrique López de la Pava, a Gustavo Rendón, a Eustorgio Sarria, a Carlos Vélez, a Hernán Vélez, a Hugo Vela Camelo, a Otto Morales Benitez, a Carlos Gustavo Arrieta, a Eduardo Arias Osorio, a Aurelio Camacho Rueda, a Hernando Franco Idárraga, a Antonio José Cancino, a Isaac López Freile, a Alfonso Tocancipá Baena, a Gonzalo Vargas Rubiano, y a otros afamados catedráticos –y todos fueron mis profesores–, que nos enseñaron una inolvidable lección de fe en la razón y en el derecho.
Y entre todos ellos, cómo no retener la figura de Jaime Vidal Perdomo, el maestro de todos, titular de la cátedra de la ciencia constitucional por derecho propio, mente cultivada y poderosa, jurista ejemplar y meritorio, entregado al saber y a la ilustración, y a más de esto, o precisamente por esto, un hombre excelente por la corrección y la trayectoria de su comportamiento. Cuantas lecciones encierran su biografía y su producción.
El Ser Humano
Por mi cuenta, y con acentuado tono de emotividad, quiero trazar brevemente el semblante humano y espiritual del doctor Vidal, para que las generaciones actuales y las venideras –y vale la pena que se note–, conozcan más de su existencia vital y de su ideario.
Que otros escriban, con controversia o sin ella, sobre sus juicios y discernimientos reflejados en la Teoría del Estado y su función social y política, o sobre la Constitución del Estado, o sobre el por qué o el para qué del Estado y del Derecho, o de los objetivos del Estado y la condición jurídica de los ciudadanos, o del poder constituyente legítimo (soberanía del pueblo), y tantos temas más que él explica de modo trascendental y sobresaliente, porque es un maestro.
O de sus lucubraciones y predicamentos con respecto del derecho administrativo colombiano, y sus documentos principales, calificados como “un derecho nuevo”; o de las garantías y derechos de los administrados frente a la omnipotencia del Estado; y de la poca o mucha influencia del sistema francés en nuestros esquemas administrativos que él destaca con ojo avizor y gestos de gran estima y perspicacia, por la solidez y fortaleza de su jurisprudencia.
Y bien:
Nació el doctor Vidal Perdomo en Icononzo (Tolima) el 9 de diciembre de 1931. Hizo el bachillerato en el Colegio Saleciano León XIII y alcanzó su título de doctor en Derecho y Ciencias Políticas y Sociales en la Universidad Nacional el 12 de abril de 1956, con un impecable expediente académico.
Su memoria doctoral versó sobre la posesión en derecho civil, cuestión compleja y no exenta de embarazos y tropezones.
Y ya en el terreno de sus preocupaciones, encaró la posesión como institución jurídica, mostrando razonamientos y disquisiciones acerca de la naturaleza de hecho o de derecho de la posesión, glosando la doctrina romana de la posesión en el derecho alemán, la buena fe y la posesión, la posesión como base de la usucapión, elucidando, para rematar, todas sus distinciones y caracteres y proyectar otras riquezas.
El tema posesorio, para decirlo suavemente, no puede enfocarse con términos convencionales o lugares comunes. Y es que bastante de creatividad y de fuerza discursiva se palpan en las apuntaciones de quienes se preocupan por estos tópicos.
Dijo alguien, con fortuna, que la escritura es la gran destructora de la posesión. Tengo en la mente que la tesis del maestro, cuidadosamente dispuesta y situada, debió celebrarse como merece, que está bien encarecerlo.
Y entre los rasgos que matizan la personalidad del doctor Vidal Perdomo, advero que no le conocí un ímpetu agresivo, rifeño, intolerante, caústico.
Por el contrario –y corra mi pluma sobre el papel–, en cualquier tiempo un ánimo tolerante y circunspecto, reposado, por poco diplomático, para zanjar los debates y disputas con relación a las opiniones de los demás, cuando son diferentes y contrarias a las propias, contribuyendo en todo caso al desenvolvimiento de la juridicidad.
No van con él, los reproches de mal talante, ni los sacudimientos violentos del instinto, ni el eclipse interior, ni los estremecimientos del arrebato.
Sus expresiones y sus maneras de decirlas, jamás hieren el alma del interlocutor, ni la rozan siquiera. Nunca –y esta circunstancia es digna de aducir–, la réplica a un agravio, jamás una ofensa, en todo caso, voces y dicciones de singular deferencia y tolerancia, porque de asiento ha habitado con calor generoso y noble, en las regiones excelsas y luminosas del pensamiento.
Estas han sido sus normas de vivir y de actuar. El supremo hacedor sabe siempre lo que hace.
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