Cargos Públicos
Es para relievar –por su devoción plena e incondicional a las responsabilidades públicas–, que el doctor Vidal ocupó múltiples y muy significativos empleos oficiales, entre ellos, el de Secretario General del Ministerio de Agricultura (julio a diciembre de 1.960); Asesor del Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (1.962) y Subgerente Jurídico del mismo entre 1.964 y 1.966;
Secretario Jurídico de la Presidencia de la República (agosto de 1966 a octubre de 1969); Senador de la República (julio de 1978 a julio de 1982); Concejal de Bogotá (1982–1986); Embajador de Colombia en el Canadá (abril de 1.987 – septiembre de 1.990); Conjuez de la Corte Suprema de Justicia en varios períodos y Conjuez de la Corte Constitucional (1.992 a 2.000).
No tengo que decir –porque todos conocemos sus propensiones subjetivas y la llama mental que ha guiado su existencia–, que anduvieron a las parejas su honradez, su decoro y su aspiración por servir a Colombia.
A nadie defraudó, y lo que es más apreciable, no se defraudó a sí mismo, que es esta una de las cosas más elevadas y sublimes que en el mundo cabe ser.
Ejercicio Profesional
Aunque es una tarea espesa y difícil la práctica de la Abogacía –y con cuantas espinas está sembrado el camino de los letrados–, en un primer tracto comprendido entre 1.970 y 1986 y después de 1.991, y ya de manera ininterrumpida hasta este segundo, se ocupó el doctor Vidal Perdomo de distintos aspectos jurídicos, cargando sobre sus hombros la toga del abogado.
Es saludable que la teoría se integre con la práctica. Recuerdo a Chiovenda: si el puro teórico carece de sentido, el puro práctico es una desdicha. Lo ha hecho, y lo sigue haciendo, con sus más elevados afanes, como un título de honor, sin rendimientos o consecuencias ventajosas, sin codicias de riquezas o bienes, y únicamente dispuesto a hacer triunfar la profesión de la abogacía, dentro de los severos postulados de la justicia inmutable y la equidad.
Conociendo al maestro y su sensibilidad no debió serle fácil por aquellos amaneceres, y menos ahora, en estos intervalos de tradiciones embusteras y de juegos acomodados –y es que los hombres no cambian–, luchar por el derecho y la razón. Lo digo yo que algo conozco del asunto.
Cuando la Abogacía –escribió D. Gabriel Maura haciendo la apología del Sr. D. Germán Gamazo–, se ejerce como un sacerdocio, cuando la toga no es disfraz sino uniforme, cuando no se sube a estrados como al más lucrativo de los tablados, sino como a tribuna que nada desmerece del púlpito o del escaño, todo letrado es jurisconsulto.
A buen seguro –porque no conocí sus pliegos y memoriales–, debió el profesor Vidal, con el sello de la autenticidad:
La sumisión a la ley, la observancia de los principios, y como intérprete del derecho, esbozar muy selectas hojas con referencias a específicos casos que demandaron su vigilancia y cuidado profesional. Ojalá que alguna vez reúna en un cuerpo, con una adecuada selección de objetos y una íntima y sugerente conexión, sus doctas opiniones y dictámenes, su parecer letrado, en suma, su producción entera.
Sería cosa de regocijarse, y en mejor –por el gran servicio que prestaría al derecho colombiano–, que la Academia se fijara en esto, porque en el empeño hay ventajas inestimables.
En lo demás, me acuerdo ahora –y permítaseme que asuma el oficio de vindicador de cosas preteridas–, que las revistas especializadas en difundir y divulgar la jurisprudencia entre nosotros, ponen en relieve con gruesos titulares el nombre de los magistrados que redactaron la sentencia, aplaudiendo unos a uno y otros a otro, pero lamentablemente olvidan el del abogado que esforzadamente, y con la enjundia del discernimiento y de la crítica, siempre leal y siempre oportuna, defendió la causa, mostrando entre los lineamientos de la motivación, errores y desafueros, los que ocurren constantemente.
Que difícil hacerse escuchar por los jueces, y sobre todo, que estos reconozcan sus yerros y desatinos. Y con el respeto que profeso a la Judicatura, queden unos tales distingos, como un testimonio de esta era.
Su Paso por la Política
El doctor Vidal fue Senador de la República y Concejal de Bogotá. No es usual que los académicos, gente de erudición y de buenas letras, intelectuales de valía, ingresen a las filas partidistas, para dedicarse a las fórmulas de la política y las cosas del gobierno, cuestión que a algunos puede parecer inesperada y extraña, porque pueden confundirse sus roles en medio de las brumas grises de lo impreciso.
Es clara la disociación, que es lo que puede publicarse para obedecer una discreción natural.
Acaso la gestión del político no coincida con quienes predican la voz de la academia en el sentido clásico, auténtico e inviolable de la expresión, aunque a veces se hermanan, porque los designios coinciden y se complementan, una y otra y otra vez, como aquí ocurrió, para fijar el sentido recto de las cosas. (Lea También: En la Academia)
Jaime Vidal Perdomo llegó a la política y al parlamento, inspirado, no lo dude nadie, en servir a la República con sus luces y su prestigio, con propósitos cívicos y desprendidos, y con la severidad de sus costumbres, para dar de sí todo lo que era capaz de dar.
No lo veo –observando más de cerca su temperamento y conociendo su naturaleza–, entregado a la acción política deleznable en el sentido que todos conocemos, ni como un fino maniobrero, ni imponiendo motivos cargados de pasión o sectarismos, ni intercediendo por tesis falsas o máximas en las que no cree, ni como un tribuno demagogo, en los hechos o en la intención.
Pero si lo veo dentro de una muy atrayente cultura política– necesaria para el cumplimiento de las funciones públicas –, por encima de sí mismo, concentrado en solucionar los enormes problemas sociales que le correspondió vivir y que marcaron un periodo harto difícil de la historia patria, con la sola mira de satisfacer sus necesidades y reclamos, para estar mejor y estar más seguros, para mantener la paz, la concordia y la unión entre hermanos.
Por donde se tiene por cierto que su desinteresada voluntad, su inquebrantable fe en las instituciones republicanas y su concepción del servicio público, explican con creces su tránsito por la rama legislativa. Sea el ejemplo manifiesto.
En los últimos tiempos se han venido presentado ataques frontales y virulentos contra la clase dirigente del país, unos ciertos, y otros también, porque algunos de sus personeros olvidan las miras patrióticas encumbradas para los cuales fueron elegidos.
Retengamos esta requisitoria para decir, no más, que lo comprometido ocurre cuando se mezclan, con cara de ambición, el interés público con el privado.
Y si bien digo con lealtad y franqueza que en este momento hay síntomas de decadencia en nuestras Cámaras, fuerza es expresar que en la clase política hay también hombres de palabra que acuden a la cita de honor, con brío, lucha, fatiga y responsabilidad para reemplazar, con métodos saludables y contra las potencias oscuras del medio, las estructuras feudales dominantes y para paliar los problemas que ondean en el tejido y en el entramado social, mirando únicamente los intereses públicos.
Cuando esto ocurre se proclama su grandeza y su pundonor, y no hay de seguro quien no acepte la anterior definición.
En pulcra frase, razón y patriotismo son sus persuasivas armas, y hago constar, en todo caso –y esto se omite de continuo–, que es una ocupación digna y preeminente si se la entiende como debe ser: un afán sin tasas sin condiciones, por la defensa de la igualdad de oportunidades, por la defensa de los intereses vivos de la colectividad y por la defensa de todo aquello que sea recto y justiciero.
Se puede venir al Congreso, con procedimientos decentes y respetables, para proclamar enfáticamente sistemas y principios que acojan el bien público, para instaurar un orden de cambio, para sembrar en el presente y sembrar en el porvenir, para que se preserven los mandatos de la moral y las buenas costumbres; para que la justicia social no sea un mito o una simple ficción, para irradiar las castas y los intereses de los poderosos, para reivindicar los derechos de los trabajadores y de los más débiles, para repeler los absolutismos y afirmar el principio de libertad, y para todo aquello que busque el bienestar común y la redención del pueblo.
Y yo que he estado en el mundo y dentro de sus luchas, quiero recordar que este severo apostolado –y más allá de lo puramente abstracto–, lo proclamaba y solía acoger el Papa León XIII, quien sabía lo que decía y que siendo un hombre tan solo, dicho sea en su elogio, con la concisión del lenguaje evangélico, hizo tanto por el orden social.
Estas verdades, que producen en el alma cristiana y ante los dictados de la razón natural, una indignación sin límites, están ahí y siguen ahí, y seguirán ahí, como lo escribí en alguna coyuntura crítica, con un estado de ánimo de profunda desazón y melancolía. Todo es uno y lo mismo, y nada va a cambiar, por dentro y por fuera, y por ello estos escrúpulos resultan plenamente platónicos y sin consecuencias.
¡Que le hemos de hacer!. Pero las cosas son para decirlas.
Triste es advertir cómo unos cuantos –que censuran la injusticia y dicen hablar con rectitud, y que siempre se escandalizan con tono quejumbroso al escuchar los anteriores postulados–, olvidan estos textos bíblicos y se desentienden, dentro de su discreta medianía, de todo aquello que informa la igualdad al través de la educación y otras oportunidades.
Sigue siendo esto un espectáculo curioso con el riesgo, como alguien escribió, de gustar poco a unos y disgustar mucho a otros. Pero digo más: algunos hay –como enseñó Courier–, que no han tenido más esfuerzo que el de nacer.
Al senador Vidal, individuo de orden y de reglas, que recorrió los caminos y procedimientos del parlamento, le correspondió presentar al Congreso Nacional, entre otras muchas, las ponencias correspondientes a dos proyectos de ley, de origen gubernamental, importantísimos, que se convirtieron en Leyes de la República: las leyes 58 de 1.982 y 19 del mismo año.
Por aquella se conceden facultades extraordinarias al Presidente de la República para reformar el Código Contencioso–Administrativo.
Se trata de que los organismos de la Rama Ejecutiva del Poder Público y las entidades descentralizadas del orden nacional, y las Gobernaciones, y el Alcalde de Bogotá, reglamenten la tramitación interna de las peticiones que les corresponda resolver, y los mecanismos para atender las quejas por el mal funcionamiento de los servicios a su cargo, señalando para ello, plazos máximos según la categoría o calidad de los negocios.
Se consagra en la susomentada normatividad que la actuación administrativa se desarrollará con arreglo a los principios de economía, celeridad, eficacia e imparcialidad y que estos principios servirán para resolver las cuestiones que puedan suscitarse en la aplicación del procedimiento administrativo.
Establece, además, que no podrá pedirse la revocación directa de los actos administrativos respecto de los cuales se hayan ejercido los recursos por vía gubernativa, y muchas cosas más. Por las restante, se definen los principios de los contratos administrativos y se conceden facultades extraordinarias al Presidente de la República para reformar el régimen de contratación administrativa previsto en el Decreto 150 de 1.976 y se dictan otras disposiciones.
Comenta y puntualiza lo que debe entenderse por contratos administrativos (los de obras públicas, los de prestación de servicios, los de concesión de servicios públicos, los de explotación de bienes del Estado, los de suministro), y también se definen los contratos de obra pública que se celebren para la ejecución de obras; de concesión de servicios públicos; de suministros, etc.
Amplia y conducentemente se explica la evolución interna y externa en el derecho colombiano y en el comparado, mostrando los principios de la nueva legislación.
Se señala la competencia de la jurisdicción administrativa, mencionando que en Colombia se ha seguido el modelo francés de la dualidad jurisdiccional (justicia administrativa compuesta por el Consejo de Estado y los Tribunales Administrativos, y la ordinaria por los Jueces Civiles y laborales), advirtiendo la tendencia a diferenciar los contratos administrativos propiamente dichos de los contratos de derecho común de la administración y toda su problemática.
Vese en las partes de mayor estima de estos proyectos gubernamentales, un pliego de modificaciones presentado por el Senador Vidal de muy subidos alcances y muy puestos en razón.
Su influjo, pues, se percata de entrada, llenando inevitables vacíos y necesidades harto apremiantes. Santo y bueno, que así se aprobaron, con total aceptación, las leyes mencionadas.
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