Una Aproximación a la Ciencia y el Arte: Florence Nightingale, La Enfermera que Rompió Esquemas

Florence Nightingale: The Nurse That Broke Schemes

Fanny Casas Sora*

Hubo un tiempo en el que el oficio de enfermera no tenía respeto ni valoración social, a mediados del siglo XIX, ser enfermera era poco más o me­nos que pertenecer a una clase social muy baja, se decía que eran “ayudantes de poca monta” y que estaban ahí por­que no tenían otra cosa que hacer en la vida. Esto cambió a mediados del siglo XIX con la irrupción de una mujer intrépida y valiente, una mujer que dio un vuelco a todo, para elevar la enfermería de un oficio a una profesión.

Florence Nightingale

La enfermera que rompió esquemas en el diseño de hos­pitales, usó la popularidad de su historia para promover reformas en muchas áreas de salud y estableció a la en­fermería como una profesión.

Nació en el seno de una rica familia inglesa, adepta a la doctrina unitaria (disidentes de la Iglesia Anglicana). Sus padres William y Frances Nightingale en su viaje de bodas viajaron por Europa durante dos años hasta cuando se radicaron en Inglaterra. Florence nació en la Villa Colom­bia, Florencia, Italia el 12 de mayo de 1820.

Florence nació en la Villa Colom­bia

Creció en una época de intensos cambios sociales, en un entorno de ideas liberales y reformistas. Su abuelo materno, William Smith, fue diputado durante 46 años, gran defensor de los dere­chos de los disidentes en materia religiosa y militante por la abolición de la trata de esclavos. Al participar algunos miembros de su familia en la vida política, no es de ex­trañar que Florence se sintiera profundamente interesada por los problemas de su época.

La educación de Florence y la de Parthenope, su hermana mayor, fue supervisada por su padre, quien había estudia­do en la Universidad de Cambridge. Su programa de es­tudios comprendía el latín, el griego, la historia, la filoso­fía, las matemáticas, las lenguas modernas y la música. William Edward Nightingale fue un hombre de ideas pro­gresistas en lo referente a la mejora de la sociedad y a la educación de la mujer, por lo que se ocupó de la educa­ción de sus hijas. Florence siempre tuvo afición por el es­tudio y durante los últimos años de su vida prestó una valiosa ayuda a Benjamín Jowett en la traducción de los Diálogos de Platón, lo que muestra su erudición.

Una mujer de la posición social de Florence tenía escasas oportunidades de aplicar en la práctica sus conocimientos. Era todavía una adolescente cuando empezó a sentir un conflicto entre su propia voluntad de acción y, la animada vida familiar y social.

A los 17 años tuvo una experiencia mística donde sintió la “llamada de Dios”, experiencia decisiva que fortaleció su convicción de que no estaba hecha para una vida or­dinaria (ella siempre afirmó que Dios la había elegido para ser soltera), y a partir de ese día decidió entregarse de lleno por los demás. Entre los 20 y los 30 años, tuvo fre­cuentes conflictos con sus padres que querían un matri­monio para ella, pero logró mantener su independencia.

En 1840, con 20 años, cuando la so­ciedad de entonces obligaba a las jó­venes a las tareas domésticas, les co­municó a sus padres que su intención era estudiar Ciencias Exactas. Tuvo la oposición de su madre pero se “alió” con su padre y, al fin, consiguió el permiso para estudiar matemáticas, cinco años después cuando su madre aún no se había recuperado del “dis­gusto”, Florence reunió a sus padres y les dijo que ya no quería ser mate­mática, que su sueño era ser enfer­mera.

A la madre casi le da un infar­to, su hija de alta alcurnia pertenecien­do a un estrato social tan bajo; no lo podía creer. Pero la terquedad de Flo­rence de nuevo venció, y en un viaje de placer por Egipto, descubrió que en las escasas salas hospitalarias que había en Alejandría, además de su fal­ta de higiene, la asepsia brillaba por su ausencia, y desde ese año, 1849, se entregó a aprender todo lo que pudo sobre la Enfermería.

Viajó por varios países, visitando ins­tituciones médicas, para observar la forma como se realizaban curas y se atendía a los enfermos; ya intuía que además de las curas físicas, la aten­ción psicológica era fundamental para el paciente.

En 1845, Florence, decidida a apren­der la enfermería en la práctica, pidió permiso a sus padres para atender a los enfermos en la Clínica Salisbury, pero no lo obtuvo porque ellos con­sideraban que no era un trabajo ade­cuado para una dama de su posición social.

“Para ellos era como si hubie­se decidido ser ayudante de cocina” Finalmente, llegó a la conclusión de que sólo la viudez o la pobreza po­dían dar una ocasión de trabajar a una mujer con educación. Durante este periodo de su vida, recibió el estímu­lo del doctor Samuel Gridley Howe, el americano pionero en la enseñan­za para ciegos, quien le aconsejó que perseverara en su vocación a pesar de la consternación de familiares y ami­gos.

En 1848, Florence tuvo la oportunidad de enseñar durante varios meses a los niños pobres en la Ragged School de Westminster. Esta experiencia le abrió los ojos ante el fenómeno de la po­breza y adquirió la certeza de que po­día ser útil pero, una vez más, no pudo hacer oídos sordos a los reparos de su familia: “Si pudiéramos ser educa­dos – observó Florence – dejando al margen lo que la gente piense o deje de pensar, y teniendo en cuenta sólo lo que en principio es bueno o malo, ¡qué diferente sería todo!”.

En 1849, Florence se embarcó en un viaje cultural por Egipto y Grecia du­rante el que dedicó tiempo a tomar apuntes detallados sobre la situación social y sobre los vestigios arqueoló­gicos. En el viaje de regreso, de paso por Alemania, el grupo visitó Kaiser­swerth, cerca de Düsseldorf, lugar en el que el pastor Theodor Fliedner ha­bía fundado en 1836 un hospital que era además orfanato y escuela. El per­sonal de la institución estaba consti­tuido por “diaconisas” formadas por Fliedner y su esposa Caroline. A los treinta años, Florence volvió a Kaiser­swerth para recibir la formación de enfermera pese a la oposición de su familia.

Florence volvió a Kaiser­swerth

Un relato que publicó sobre la vida en Kaiserswerth lo define como un lugar en el que las mujeres podían recibir una educación útil. Relato que comienza con una crítica a la educa­ción que se impartía a las mujeres: aunque desde el punto de vista inte­lectual se había dado un paso ade­lante, desde el punto de vista práctico no se había progresado.

La mujer está en desequilibrio, su educación para la acción no va al mismo ritmo que su enriquecimiento intelectual. Florence no veía ningún sistema sencillo para corregir la desigualdad entre la teoría y la práctica. Su idea era: “hay que rea­lizar ensayos, hay que emprender es­fuerzos; algunos cuerpos tienen que caer en la brecha para que otros pa­sen sobre ellos…”.

No encontró una aplicación inmedia­ta a la formación adquirida, por lo que a su regreso de Kaiserswerth, en 1851, redactó un borrador en lo que ella de­nominó su “religión para artesanos”. Eran consideraciones filosóficas que publicó más tarde en tres volúmenes, en una edición privada, con el título Suggestions for thought for searchers after religious truth.

En un capítulo de carácter semi auto­biográfico titulado “Cassandra”, texto clave para entender la historia de esta mujer del siglo XIX, lanzó un apasio­nado llamamiento a un nuevo tipo de educación: “Las mujeres anhelan una educación que les enseñe a enseñar, que les enseñe las reglas de la mente humana y cómo aplicarlas…”. Como era característico en ella, tras haber ex­presado su idealismo, proseguía con su pragmatismo: “y sabiendo, en la si­tuación actual, lo imperfecta que pue­de ser tal educación, anhelan una ex­periencia, pero una experiencia apli­cada y sistematizada”.

Nightingale fue cortejada por el polí­tico y poeta Richard Monckton Mil­nes, pero lo rechazó convencida de que el matrimonio interferiría con su capacidad de seguir su llamada a la enfermería. Estando en Roma en 1847 conoció a Sidney Herbert, un político brillante y casado. Ambos se sintieron mutuamente atraídos y se hicieron ami­gos de por vida. Herbert le fue útil en su trabajo en Crimea y en el campo de la Enfermería, y ella fue una con­sejera clave en su carrera política.

En 1853 visitó el Hospital Lariboisière en París, quedó impresionada por sus salas, construidas a modo de pabello­nes. Estas salas estaban especialmen­te diseñadas para recibir la luz y el aire fresco, al tiempo que permitían que los “efluvios malignos” o “miasmas” pu­dieran disiparse entre los largos y es­trechos bloques.

Su estudio sobre la disminución de la mortalidad en La­riboisière contribuyó a confirmar la denominada “teoría de los miasmas”, que sostenía que la enfermedad surgía espontáneamente en los espacios sucios y cerrados. Ésta había sido la base para el desarrollo de la sanidad pública en el Reino Unido a partir de 1830, con medidas tales como la cons­trucción de alcantarillas y el suminis­tro de agua pura a las ciudades.

Entre los que se ocupaban de sanidad pú­blica, los llamados “reformadores de la sanidad”, había pocos médicos; mu­chos eran ingenieros civiles y Edwin Chadwick, principal encargado de la sanidad en aquella época, trabajaba en una compañía de seguros. En 1858, Louis Pasteur descubrió los “gérme­nes” y probó que la enfermedad no aparecía espontáneamente. Esto sirvió de base a algunos científicos médicos para atacar los proyectos de los refor­madores sanitarios; pero aunque las premisas de estos fuesen erróneas, puede afirmarse que sus conclusiones eran correctas y que sus reformas eran válidas.

Hospital lariboisiere en paris

El interés de Florence Nightingale por la higiene durante la guerra de Crimea, así como la importancia que dio al pa­pel de la enfermera en la organización del entorno, se debe en gran medida a su forma de entender las causas de la enfermedad. Se distingue de los par­tidarios de la “teoría de los miasmas” de su tiempo por la conexión tan per­sonal que establece entre sus ideas científicas y religiosas. Para Florence, Dios había creado la enfermedad de los miasmas para que el hombre pu­diera conocer sus causas a través de la observación y prevenir así su reapa­rición mediante la organización del entorno.

Creía, por consiguiente, que las enfermeras, al encargarse de la higiene, tenían una oportunidad úni­ca para progresar espiritualmente, para descubrir la naturaleza de Dios me­diante el aprendizaje de sus “leyes de la salud”. Florence Nightingale consi­deraba que nunca se le había ense­ñado nada sobre la naturaleza de la enfermedad, ni siquiera en Kaiser­swerth, sino que había aprendido a través de la experiencia, la observa­ción y la reflexión, de modo que, cuan­do fue llamada a organizar la forma­ción de enfermeras, intentó reprodu­cir las condiciones en las que ella había aprendido la realidad evidente de la enfermedad.

Obtuvo su primer empleo en agosto de 1853; era un puesto que por fin le daba la oportunidad de aplicar sus co­nocimientos y su formación. Fue nom­brada directora de un sanatorio para señoras de la alta sociedad, que se encontraba en Upper Harley Street, No. 1, en el West End de Londres, don­de permaneció hasta el estallido de la guerra de Crimea.

Demostró ser una excelente gerente y, aunque en el tra­bajo diario tanto ella como sus enfer­meras se atenían sin discusión a las indicaciones de los médicos, en todo lo referente al tratamiento y en sus relaciones con el comité de dirección impugnaba las decisiones y a veces hasta hacía caso omiso de ellas en in­terés de los pacientes.

En 1854, cuando estaba buscando nue­vas oportunidades de demostrar sus aptitudes, estalló la guerra de Crimea. El Secretario de Estado para la Guerra, Sidney Herbert, designó a Florence Nightingale para dirigir a un grupo de enfermeras. Ninguna mujer había ocupado antes un puesto oficial en el ejército y su nombramiento podía te­ner resultados interesantes, ya que se trataba de una enfermera experimen­tada, muy inteligente, pero nada dis­puesta a aceptar órdenes de una je­rarquía cerril.

Florence entendió inmediatamente cuál era la situación en Escutari, don­de se encontraba el principal hospital británico. Una de sus primeras medi­das fue someter a sus enfermeras a la autoridad de los médicos para evitar ganarse la antipatía de los médicos, lo que le habría dificultado las posi­bles reformas. Colocó agua potable e instaló una lavandería en el hospital y en tan sólo un mes ya había conse­guido mejorar el mantenimiento de las salas, había obtenido ropa de cama y prendas nuevas para los sol­dados y con su propio dinero salía a los mercados a comprar fruta y ver­dura fresca para mejorar las comidas del hospital consiguiendo que la si­tuación de los soldados empezara a mejorar.

Es en este momento cuando aflora su sapiencia matemática y estadística y, empieza a apuntar en pequeñas piza­rras las circunstancias que afectaban a cada soldado. Anima a sus enfer­meras a hacer lo mismo. Es la prime­ra vez que se realizan cuadros, gráfi­cos y gracias a sus estadísticas, pudo comprobar que en un sólo mes ha­bían muerto más de 3.000 soldados, pero para su sorpresa se comprobó que sólo 60 ó 70 habían muerto por las heridas del combate.


* Enfermera, Universidad Nacional de Colombia. Administradora de Salas de Cirugía, Hospital Universitario Fundación Santa Fe de Bogotá.
Correspondencia: fanny_c@starmedia.com
Recibido: mayo de 2010
Aceptado para publicación: mayo de 2010
Actual. Enferm. 2010;13(2):35-42

El resto fue a causa de infecciones y enfermeda­des. El dato era más que esclarecedor. Un mes después, la mortandad había descendido en 60%. Años después, según los especialistas médicos, la ac­tuación de Florence y sus “chicas” con­siguió salvar la vida de más de 5.000 soldados ingleses.

Además de supervisar la asistencia a los pacientes, escribió cartas en nom­bre de los soldados, organizó un sis­tema para enviar dinero a sus familias y proporcionó juegos y cuartos de lec­tura a los convalecientes. Se enfrentó tanto con las autoridades militares como con el servicio de intendencia y no dejó ni un momento de descan­so al director de los servicios médicos militares. El creciente interés del pú­blico por sus iniciativas dio a su opi­nión una fuerza de la que no dispo­nían los reformadores en las filas del ejército. Muchas de las recomenda­ciones de la directora de enfermeras al Secretario de Estado para la Guerra se convirtieron rápidamente en nue­vos reglamentos militares.

Si su genio administrativo la hizo ga­narse el respeto de la reina Victoria y de muchos de los miembros del go­bierno, lo que suscitó el cariño del pueblo británico fue la atención y el cuidado que dedicó personalmente a los soldados enfermos y heridos. Se dice que cada noche recorría los seis kilómetros de pasillos del hospital y un soldado agradecido recordaba cómo besaba la sombra de la “dama del candil” cuando ésta pasaba por su lado. Florence Nightingale se convir­tió en un símbolo de esperanza en una campaña militar que, por lo demás, fue desastrosa.

La leyenda de Florence Nightingale nació la mañana del 24 de febrero de 1855 cuando un reportaje en el Illus­trated London News publicó la imagen de una mujer moviéndose por un hos­pital repleto de soldados heridos, su­jetando una lámpara.

En noviembre de 1855, en el momen­to en que la popularidad que ganó Florence durante la guerra de Crimea había llegado a su apogeo, sus segui­dores organizaron una reunión públi­ca en Londres con el fin de reunir fon­dos para que, a su regreso a Inglate­rra, pudiera llevar a cabo la reforma de los hospitales civiles mediante la creación de una escuela modelo de enfermeras y de auxiliares de hospi­tal.

Cuando volvió a Inglaterra, Florence se indignó al comprobar que las auto­ridades no parecían dispuestas a inves­tigar demasiado sobre la desastrosa organización que había causado en Crimea 16.000 muertos por enferme­dad frente a 4.000 muertos en el cam­po de batalla. Inmediatamente mon­tó una campaña para la creación de una comisión investigadora, y el asun­to no concluyó hasta 1860.

Según el biógrafo crítico Lytton Stra­chey, “Escutari le había proporciona­do conocimientos, pero también le había dado poder: su inmensa repu­tación la sostenía; era una fuerza in­calculable” (1918). En realidad, el “po­der” de Nightingale era algo más sutil que lo que parecía dar a entender Stra­chey, pero aun así era irresistible.

Florence Nightingale utilizó su influen­cia en favor de la educación de los soldados británicos y de los médicos militares. A pesar de que las órdenes que recibió antes de ir a Crimea limi­taban sus competencias, en el momen­to más crítico de la guerra señaló la falta de experiencia práctica de mu­chos de los jóvenes cirujanos y había propuesto que recibieran lecciones so­bre patología y cuestiones afines sin esperar a que acabara el conflicto.

Como resultado de su sugerencia, se instaló durante algún tiempo un la­boratorio de patología en Escutari. Su interés por la instrucción práctica en medicina iba a ser luego compartida por la Comisión Real sobre sanidad en el Ejército Británico, que hizo de esa instrucción una de sus cuatro áreas de estudio.

La historia de Nightingale

Florence se dedicó a ordenar sus prue­bas sobre la mala administración de los hospitales y a reunir estadísticas de mortalidad. La elección en 1860 de Florence como primera mujer miem­bro de la Royal Statistical Society se basó esencialmente en la calidad de sus es­tadísticas sobre Crimea.

Elaboró planes para la educación mé­dica militar, el objetivo de la forma­ción estaba basado en las lecciones aprendidas en la reciente guerra, don­de observó la necesidad de la existen­cia de una escuela donde el alumno pudiera adquirir un conocimiento prác­tico entre su ingreso en el ejército y el momento de incorporarse a su re­gimiento.

Estas propuestas fueron pre­sentadas de un modo tan convincen­te que fueron puestas en práctica por médicos y cirujanos experimentados, veteranos de la campaña de Crimea. En 1860, se creó la primera Escuela de Medicina Militar del Reino Unido en Fort Pitt (Chatham). Su interés por la educación en el ejército abarcaba desde la formación de los médicos hasta la enseñanza a las tropas.

Así como las reformas suscitadas por la guerra de Crimea requerían una aten­ción inmediata, las reformas en la asis­tencia a los enfermos no precisaban de tanta urgencia. Así, Florence Nig­htingale sólo volvió a consagrarse a la formación de enfermeras en 1869, cuatro años después de la guerra de Crimea, actividad a la que su nombre siempre ha estado estrechamente uni­do.

La idea de formar enfermeras no era totalmente nueva en la Gran Bretaña de mediados del siglo XIX. Ya antes de la guerra de Crimea habían comen­zado a resurgir las asociaciones de en­fermeras, que agrupaban a numerosas mujeres competentes y moralmente intachables, en contraposición al es­tereotipo de enfermera borracha e ig­norante creado por Charles Dickens.

Durante los decenios de 1830-1840 y 1840-1850, y gracias a las nuevas li­bertades religiosas, se habían creado en Gran Bretaña numerosos centros como el St. John’s House, una herman­dad anglicana creada en 1848, que en tres meses formaba a mujeres para cui­dar a los enfermos pobres en sus pro­pios hogares.

Seis enfermeras de este centro acompañaron a Florence Nig­htingale a Crimea; sin embargo, y a pesar de la amistad que entabló tan­to con Mary Jones, directora de la her­mandad, como con la reverenda ma­dre Clare Moore, superiora del Con­vento de la Merced de Bermondsey, del que procedían algunas de las en­fermeras de Crimea, Florence insistió en instaurar una formación laica de las enfermeras. A medida que madu­raba su idea, era consciente de la re­sistencia que podía suscitar.

En los hospitales, algunos habían em­pezado a protestar ruidosamente con­tra las nuevas enfermeras. En 1856, John Flint South, cirujano en el Hos­pital St. Thomas de Londres, declaró que en su opinión una enfermera no necesitaba más formación que una criada. A pesar de todo, Florence y el Fondo Nightingale comenzaron a ne­gociar en 1859 la creación de un cen­tro de formación de enfermeras en el Hospital St. Thomas. La oposición de ciertos sectores de la profesión médi­ca era inevitable.

Para ella era evidente que los mejores profesores eran los que practicaban realmente su oficio: la autora de estas líneas, que conoce tal vez mejor que ninguna otra persona en Europa lo que podríamos llamar el trabajo de enfer­mera de hospital, es decir, la labor prác­tica de la enfermera, cree sinceramen­te que es algo imposible de aprender en los libros y que sólo se puede apren­der a fondo en las salas de un hospi­tal; también cree que para aprender a administrar cuidados médicos en ci­rugía, la mejor escuela de Europa es observar a una “monja” de cualquier hospital de Londres.

Aunque Florence Nightingale conside­raba que los libros de texto eran in­apropiados para enseñar en qué con­sistía el “quehacer” de la enfermera, admitía que los libros podían ser úti­les para familiarizarse con el entorno administrativo o sanitario de la labor de la enfermera.

Su insistencia en que, para facilitar el estudio y la reflexión, cada alumna en­fermera debía tener su propia habita­ción en el Hogar Nightingale muestra que no sólo le preocupaba el aspecto práctico de la formación.

En sus primeros años, la Escuela Nig­htingale tenía las siguientes caracterís­ticas:

• La escuela era independiente, pero estaba vinculada a un hospital
• Las alumnas dependían únicamen­te de la enfermera jefe
• La escuela proporcionaba un ho­gar a las alumnas
• La instrucción de las alumnas co­rría a cargo de miembros del hos­pital (monjas y médicos)
• La evaluación de las alumnas corría a cargo de las monjas y de la enfer­mera jefe
• Las alumnas recibían un salario mí­nimo durante su formación.

El contrato de alumna enfermera es­tipulaba que ésta debía aceptar, tras su formación, un puesto en algún hos­pital elegido por el Fondo Nightinga­le, cuya política consistía en enviar gru­pos de enfermeras para difundir el sistema Nightingale de formación en otros hospitales.

La nueva labor de Florence Nightin­gale entrañaba no pocas dificultades. El sistema dependía de monjas que carecían de formación; los médicos, como era de prever, no entendían que las enfermeras necesitaran una forma­ción específica; la enfermera jefe, Sa­rah Wardroper, responsable de las enfermeras en el hospital, utilizaba a las alumnas como personal suplemen­tario. En definitiva, no resultaba fácil encontrar alumnas con las cualidades requeridas.

Según Monica Baly, historiadora del Fondo Nightingale: el candil de Nig­htingale no dio luz inmediatamente; la reforma llegó de manera lenta y pe­nosa, de forma que lo que se conoció como el sistema Nightingale no fue el proyecto ideal imaginado por Floren­ce Nightingale, sino un experimento pragmático derivado de un compro­miso forzoso.

La afirmación de la doctora Baly es sin duda acertada: la escuela no progresó de manera tan regular como sugirie­ron los primeros historiadores, y la pri­mera década fue especialmente difícil.

Desde 1872 hasta cuando sus fuerzas empezaron a flaquear, siguió de cer­ca el desarrollo de la escuela y los pro­gresos de muchas alumnas a las que enviaba anualmente un documento impreso lleno de consejos prácticos y morales.

Henry Bonham-Carter, primo de Flo­rence Nightingale y secretario del Fon­do Nightingale de 1861 a 1914, contri­buyó con su dedicación a que se re­conocieran los resultados de la Escue­la Nightingale. En 1887, año en el que se jubiló de su puesto de dirección la Sra. Wardroper, Bonham-Carter tuvo la satisfacción de anunciar que 42 hos­pitales contaban con enfermeras jefes formadas en la Escuela Nightingale, en la que un total de 520 enfermeras ha­bían completado su instrucción. Los éxitos de la escuela facilitaron la in­corporación de alumnas mejor capa­citadas, por lo que “enfermeras Nig­htingale” cada vez mejor preparadas comenzaron a crear sus propias escue­las de enfermeras.

Las primeras emigraciones de “enfer­meras Nightingale” a Australia, Cana­dá, India, Finlandia, Alemania, Suecia y Estados Unidos permitieron la crea­ción de una red internacional de es­cuelas que aplicaban el sistema Nig­htingale. A medida que el oficio de en­fermera se convertía en todo el mun­do en una ocupación digna para la mujer, el “candil” de Florence Nightin­gale pasó a ser el emblema de la pro­fesión, simbolizando, por un lado, la esperanza transmitida a los heridos en Crimea y, por otro, la cultura y el estu­dio. Cuando, en 1934, se creó la Flo­rence Nightingale International Foun­dation con el objeto de perpetuar dig­namente el legado educativo de Flo­rence Nightingale, su emblema fue, naturalmente, un “candil”.

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