Pócimas venenosas y mágicas

De la despensa de las brujas a los magos de las letras

A continuación describiremos los preparados elaborados con sustancias dotadas de propieda­des psicotrópicas y empleados, al margen de sus indicaciones clínicas, con otros fines no terapéuti­cos, en el marco de la tradición mágica durante el Siglo de Oro español, y en concreto las pócimas venenosas y narcóticas, de uso preferencial en el ámbito del delito.

La trascendencia literaria de estos preparados, elaborados por personas no cultivadas, ajenas a la materia médica y perseguidas por los responsables eclesiásticos, es tal, que constituyen una parte de gran relevancia en el discurso narrativo de algunos textos literarios.

Las pociones mágicas eran bebedizos ela­borados por brujas y hechiceras con diferentes objetivos: curación de enfermedades, hechizos o envenenamientos. El término «poción» deriva del latín «potio», que significa «bebida»; técnicamente, en el ámbito de la terapéutica, una poción era un preparado líquido de un peso de cuatro a seis onzas que se administraba en forma de cucharadas.

Sin embargo, a nivel popular, este término rápidamente derivó hacia la acepción de «veneno» y se enmar­có en la cultura de la magia, vinculándose a una amplia variedad de efectos, como la amnesia y la sedación, el enamoramiento, la transformación y la metamorfosis, la invisibilidad o la invulnerabilidad.

Como «bebedizos o pociones de bruja», estos plantas y otras sustancias, se asociaron estrechapreparados, obtenidos del caldo de la cocción de mente al mundo de los venenos­. 32

La elaboración y distribución de venenos en la época áurea estuvo en manos, excluyendo las propias de la profesión médica, de personas de grupos sociales marginales vinculados a la práctica de las «artes mágicas y oscuras».

Estas prácticas hechiceriles, en los territorios de la Corona española, anclados en viejas y acrisoladas supersticiones, se entrelazaban, habitualmente, con el ejercicio laboral de otros actores sociales, como adivinos, saludadores o sanadores33.

Del mismo modo, brujas y hechiceras, sobre todo en los grandes núcleos urbanos, estaban muy vinculadas al mundo de la germanía34 y del hampa35. Entre las múltiples acti­vidades de estas asociaciones delictivas, además del robo, del control de las casas de juego y de los ajustes de cuentas por encargo, se encontraba todo el submundo de la prostitución (Deleito y Piñuela, 2013).

Los burdeles eran regidos por las denomi­nadas «madres», que, en muchas ocasiones, ejer­cían también el oficio de brujas36. De hecho, estas mancebías, denominadas también, curiosamente, boticas, no sólo ofrecían el servicio de las meretri­ces o servían para su hospedaje, sino que servían de centro de distribución de pócimas y venenos, debido a la gran demanda de estos preparados37.

Los fines criminales de la cofradías de malhechores y de las envenenadoras por cuenta ajena solían ser muy diversos (Ferraris, 1907); desde intoxi­caciones agudas con fines puramente homicidas, hasta intoxicaciones crónicas, con dosis bajas de veneno, con objeto de dejar indefensa a la víctima y enmascarar el fin último del delito, que bien podría ser una incapacitación legal, la modificación de la voluntad o del juicio del envenenado, e incluso un adulterio. Y, por supuesto, también se disponía de su venta para la comisión de suicidios. (Leer también: Las propiedades psicoactivas de las plantas)

Los ingredientes tóxicos de las pócimas ve­nenosas procedían en exclusividad de la misma naturaleza, fundamentalmente del reino vegetal, y se venían utilizando simultáneamente como remedios terapéuticos desde tiempos remotos, a dosis más bajas, salvo ciertas excepciones, como la cicuta o el acónito; en menor medida, existían algunos minerales empleados como venenos, como el arsénico o el mercurio, mientras el resto procedía del reino animal, especialmente peligroso y temido (cantáridas o venenos de serpientes y escorpiones, por ejemplo).

Entre las plantas cabe mencionar la adelfa, la verbena o el tejo (Taxus baccata), aunque entre todas ellas destacan las plantas de la familia de las solanáceas38, como el beleño39, el eléboro, la belladona, la mandrágora o el estramonio (López-Muñoz et al., 2005). Tampo­co hay que olvidar al opio, prototipo, como se ha comentado, de agente sedante (Postel y Quétel, 1987).

Otras plantas empleadas en la elaboración de las pócimas fueron el apio (Apium graveolens), la cebolla albarrana (Urginea maritima), la artemisa (Artemisia vulgaris), la lechuga venenosa (Lactuca virosa), la higuera silvestre40 (Ficus carica) y el ciprés fúnebre (Cupressus sempervirens).

Entre los ingredientes de procedencia animal cabe resaltar las sustancias obtenidas de ciertos anfibios como sapos y escuerzos. De hecho, los sapos siempre han estado presentes en la simbo­logía asociada a la brujería41.

De ellos se obtenían ciertos líquidos42 que se empleaban en la fabricación de las unturas para el vuelo a los aquelarres43 y también constituía un ingrediente básico para la elaboración de muchas pócimas44. Y entre los in­ gredientes de origen mineral destaca el arsénico45, considerado como el rey de los venenos. Durante el Renacimiento, el arsénico constituyó el agente letal46 más importante del «arte del envenenamiento» (Pelta, 2000).

La toxicidad del arsénico es recogida por Lope de Vega en El santo negro llamado San Benedito de Palermo (1612): «Quando no pueda vengar, / mi cólera de otra suerte / le tengo de dar la muerte, / echándole rejalgar / en la comida, pues soy / del convento cocinero» (Acto 2º, v. 695). El dramaturgo también utiliza este mineral, de forma simbólica, en El llegar en ocasión (1615): «Laura.- ¡ay amor inhumano! / ¡ay basilisco encubierto!. / O qué fingido tesoro / estaba la estimación, / y como tus gustos son, / arsénico envuelto en oro» (Acto 2º, v. 325).


32 De hecho, un tipo especial de bruja fue la «venefica», que significa envenenadora, y era contratada específicamente para estos fines.
33 Comadres, comadronas y alcahuetas, además de herbo­larias y sanadoras, ejercían actividades indiferenciadas, relacionadas con el ejercicio heterodoxo y vulgar de la medicina, y concretamente, en lo que nos incumbe, eran unas perfectas conocedoras de las sustancias tóxicas.
34 El término «Germanía» deriva de la acepción «Herman­dad», pues el mundo de la delincuencia urbana, durante este Siglo de Oro, estaba organizado mediante una serie de normas internas que regulaban las actividades de todos sus miembros (desde una jerga propia a los ascensos en la organización): coimas, cotarreras, rufianes, pegoles, jorgo­linos, mandiles, abispones, postas, birlos, bravos, jaques o jayanes. [Véase, en este sentido, Perry (2012)].
35 Este ambiente de las asociaciones de malhechores y su funcionamiento se encuentra perfectamente retratado en la novela picaresca de Cervantes Rinconete y Cortadillo (1612).
36 Piénsese en Aldonza, la madre del Pablos «El Buscón», a la que Francisco de Quevedo hizo dedicarse precisamente a ambos menesteres ilegales.
37 Hay que tener presente que los venenos adquirieron una enorme popularidad durante el Renacimiento por su rele­vancia criminal, política y militar. Desde la perspectiva social, también influyó sobremanera la alta cota de virtuosismo que el «arte del envenenamiento» con fines políticos adquirió en este periodo; piénsese en la Italia subyugada al papado de los Borgia (1455-1503) y de los cardenales florentinos, quienes incluso desarrollaron su propio veneno, denomina­do «cantarella», «Acquetta di Perugia» o «Acqua di Napoli» (en el que el arsénico constituía un ingrediente básico), o en la corte francesa de Catalina de Médicis (1519-1589) (Corbella, 1998).
38 Lope de Vega se hace eco del carácter mágico y narcótico de estas plantas en su obra El llegar en ocasión (1615):
«Octavio.- Alguna yerva encantada / pise esta noche en la fierce, / o alguna rabiosa perra / de los lobos mordiscada. / Ha dormido en mis vestidos, / pues se ve tan claramente, / que en no conocer la gente / perdí los cinco sentidos… / Tirso.- Alto, yo estoy sin sentido, / del campo truje este mal. / O la mandrágora vi, / o algún pastor me echó sueño / con dormidera, o veleño, / o alguna adelfa comí» (Acto 2º, vv.10-23).
39 Un refrán popular español dice que «al que come beleño, no le faltará sueño», y «embeleñar» viene a significar adorme­cer. En Galicia se conoce como «herba dos ouvidos», pues no se recuerda lo acontecido tras su consumo. Y el Tesoro de la Lengua Castellana o Española de Covarrubias (1611) apunta: «Del veleño entiendo haberse dicho envelesarse, que es pasmarse y estar embelesado, y embelecos los engaños que nos hacen los embustidores y charlatanes, que nos sacan de sentido».
40 Sobre todo si era arrancada de la proximidad de un sepulcro.
41 El sapo era la forma que adquiría el demonio familiar que acompañaba día y noche a las brujas.
42 Hoy se sabe que de la piel de determinados sapos del género Bufo, como el Bufo marinu, se obtiene la bufotenina (N-dimetil-5-hidroxitriptamina), un alcaloide de efectos alu­cinógenos derivado de la serotonina, mediante dimetilación de su grupo amina.
43 Aquelarre viene a significar, en euskera, «llano del macho cabrío».
44 A título de ejemplo, existe constancia de su empleo en el juicio inquisitorial de Fago y Anso (1657-1658), en Aragón. Una de las reas, Gracia Aznárez, confesó que su comunidad de brujas se untaban con una sustancia extraída de un sapo (véase Gari Lacruz, 1993). Del mismo modo, en el más fa­moso de los procesos inquisitoriales por brujería en España, el de Logroño (1609-1614), donde 2000 personas fueron investigadas y procesadas por brujería, incluidas las brujas de Zugarramurdi, la rea Ana Sanz de Ylarduya confiesó que María de Eguilaz, viuda y vecina de Egino, e Ynesa Ruiz de Luzuriaga preparaban los ungüentos elaborados «con el agua que vomitan los sapos», con los que se untaban en el aquelarre de Ezcabita (Fernández de Pinedo y Otsoa de Alda, 2008).
45 Este mineral de color amarillo era denominado por los griegos «oropimente» (auri pigmentum: pigmento dorado) y desde la Edad Media se llamó «arsenikon» (que viene a significar potente o viril). La variedad blanca se denominaba vulgarmente «rejalgar».
46 A dosis elevadas causa la muerte del intoxicado en unas horas por fallos vasculares. A dosis más bajas, pero en casos también de intoxicación aguda por arsénico, al cabo de unas 12 horas tras la ingesta aparecen trastornos gas­trointestinales, como vómitos violentos e intensas diarreas, con una disminución progresiva de la presión arterial, con convulsiones, coma y muerte. Sin embargo, en casos de intoxicación crónica, además de un cuadro intestinal de diarrea, náuseas y vómitos, suelen aparecer síntomas de debilidad y fatiga, por afectación hematológica, e incluso hiperpigmentación cutánea (Ferraris, 1907).

Con respecto a los agentes vegetales, además de las solanáceas, las plantas más tóxicas usadas como ingredientes de las pociones venenosas son la cicuta, el acónito y la adelfa. La cicuta es una planta bienal de la familia de las umbelíferas que puede alcanzar los dos metros de altura y crece habitualmente en los bordes de los caminos de terrenos húmedos.

De ella se obtenían unas se­millas extremadamente tóxicas47, empleadas desde la Antigüedad. Decía Laguna en su Dioscórides que «la cicuta engendra vahídos de cabeza, y de tal suerte ofusca la vista que no ve nada el paciente. Le sobrevienen zollipos, se le turba el sentido, se le hielan las partes extremas y finalmente se le ataja el anhélito y así viene a ahogarse pasmado» (Laguna, 1563).

Lope de Vega gustaba de utilizar la cicuta como herramienta metafórica. Como ejemplo, de entre las 10 obras en que es mencionada, baste recordar El peregrino en su patria (1604): «Tiempla el furor; / ¿no ves que quien da el veneno / hace el pecado, y no el vaso / que va de sicuta lleno?» (Libro III).

Por su parte, el acónito (napelo)48 es otra planta muy tóxica49 que, desde la Edad Media, era utilizada, junto al eléboro negro50, para emponzoñar las saetas de los ballesteros. De ella decía Laguna (1563) que era veneno que «inflama la lengua y los labios»51.

Lope de Vega hace referencia al acónito, siempre de forma simbólica, en el Isidro (1599)52 y en La Gatomaquia (1624)53. La adelfa54, popu­larmente conocida como «baladre»55, también ha formado parte, junto con hortensias y cactus, de la despensa de hechiceras, las cuales utilizaban sus propiedades tóxicas para cocinar sus mágicas pócimas, especialmente las de aojamiento o mal de ojo (Hernández y Santillana, 2003).

Cervantes destaca el carácter ponzoñoso y amargo de la adelfa en La Galatea (1585) («composición venenosa / con jugo de adelfa amarga») y en El Quijote («… y tan amargo que en su composición son dulces las tueras y sabrosas las adelfas»).

Curiosamente, estos pasajes están redactados siguiendo un estilo muy parecido al de las anotaciones de Andrés La­guna, quien comenta que «a causa de su notable amargor, solemos rogar a Dios, que a la hembra desamorada, a adelfa le sepa el agua» (Laguna, 1563).

Por su parte, Lope de Vega hace mención a esta planta en 13 de sus obras y siempre en for­ma alegórica, como en El Perseo (1621) («Verdes Adelfas, si tenéis veneno, / y tanto os parecéis a la hermosura, / que mata con mirar blando y sereno», Acto 3º, vv. 562-564) o en Angelica en el Catay (1617) («Dime muger, para mi mal nacida / entre las yervas frías de Tesalia, / adelfa vil, veneno de mi vida», Acto 1º, vv. 230-232). En la actualidad, conocemos sus potentes efectos cardiológicos, semejantes a la intoxicación digitálica56.

En el marco literario de las intoxicaciones de base amatoria, Cervantes recurre al empleo de los venenos (López-Muñoz et al., 2011a; 2011b) con fines homicidas y criminales en su novela ejemplar de género bizantino La española inglesa (1613)57 (Figura 5).

En la trama narrativa, la camarera protes­tante, por despecho, decide envenenar a Isabela al haber despreciado los amores de su hijo, el conde Arnesto, aunque no se indica la fuente de obtención del veneno58: «Y fue su determinación matar con tósigo a Isabela;… aquella misma tarde atosigó a Isabela en una conserva que le dio, forzándola que la tomase por ser buena contra las ansias de cora­zón que sentía… a Isabela se le comenzó a hinchar la lengua y la garganta, y a ponérsele denegridos los labios, y a enronquecérsele la voz, turbársele los ojos y apretársele el pecho: todas conocidas señales de haberle dado veneno».

Cervantes, en esta obra, utiliza la acepción «tósigo», que proce­de del término latino «toxicum» y es referida en el Dioscórides como un veneno que inflama la lengua y los labios e induce la locura.

Precisamente, Lagu­na describe en su Libro VI, de forma muy parecida a como lo hace Cervantes, los efectos tóxicos inducidos por el beleño59: «a los que tragaron el hyoscyamo blanco sobreviene gran relajación de junturas, apostémaseles la lengua, hínchaseles la boca, inflámaseles y paréceles turbios los ojos, estréchaseles el aliento, acúdeles sordedad con váguidos de cabeza, y una comezón de las encías, y en todo el cuerpo.

Además de esto, embótaseles el sentido, les viene borrachez…» (Laguna, 1563). Sin embargo, otras sustancias tóxicas también podrían ocasionar la sintomato­logía descrita por Cervantes. Curiosamente, en el capítulo destinado al «toxico», veneno que «inflama la lengua y los labios», Laguna discute la naturaleza de esta sustancia mencionada por Dioscórides y de la que comenta que usaban los bárbaros para emponzoñar sus saetas.

Por este motivo, postula la posibilidad del eléboro negro o del napelo60, también usado por los árabes para este menester, ambos causantes de síntomas pa­recidos. Del mismo modo, debido a su sinonimia, Laguna asocia el «toxico»a los «taxicos», es decir aquellos venenos elaborados con el «zumo del texo»61, del que comenta que comido «es veneno que muy presto despacha.

El hervido de las bayas del árbol llamado taxo, si se bebe, induce por todo el cuerpo una gran frialdad, ahoga y da muerte muy presta y acelerada» (Laguna, 1563). Hoy se conocen los efectos tóxicos paralizantes del sistema nervioso central de la taxina, un potente alcaloide obtenido de estos árboles del género Taxus62.

Al hilo de los efectos secundarios de estos agentes, no deja de ser curiosa otra de las consecuencias del envenenamiento narrado por Cervantes: «Isabela no perdió la vida, que el quedar con ella la naturaleza lo conmutó en dejarla sin cejas, pestañas y sin cabello». Precisamente, uno de los efectos adversos más frecuentes de los taxanos (cuya frecuencia es superior al 10%) es la inducción de alopecia, debido a su mecanismo de acción antitumoral63.

Ilustración de la novela La española inglesa atribuida a Josef Ximeno


47 El principal responsable de la toxicidad de esta planta es un alcaloide llamado coniína, anteriormente denominado cicutina (Bruneton, 2000).
48 El acónito es conocido popularmente con distintos nombres, como «matalobos», «capucha de monje» (por la forma de sus flores), «nabillo del diablo» (por la forma de su raíz), «napela» o «centella» (por el resplandor de su raíz cuando se aproximaba una lámpara).
49 En este sentido, ya que el anapelo suele crecer entre los berros, un clásico refrán español apunta: «Moza que coges el berro, guárdate del anapelo».
50 El eléboro negro era denominado en Castilla como «hierba de los ballesteros».
51 Su gran toxicidad, con efectos paralizantes similares a la cicuta o al curare, hizo que la mitología griega uniera su origen a la espuma que echaba por la boca el guardián del inframundo, el perro Cerbero (Muñoz Páez, 2012).
52 «Porsena de barro hizo / la vajilla en que comió, / de ésta Agatocles se honró, / que, en barro quebradizo, / nunca acónito se dio» (Canto IV, v. 375).
53 « […] y dio bien, según los aforismos / de Nicandro; que son los celos mismos / un veneno tan súbito, que apenas / toca la lengua, cuando ya las venas / y el corazón abrasan: / Tan presto al centro de la vida pasan; / que no hay frías cicutas ni anapelos / como solo un escrúpulo de celos» (pp. 165-166).
54 De esta planta, recita el Dioscórides que «sus hojas y sus flores son veneno mortífero de los perros, de los asnos, de los mulos y de otros muchos animales cuadrúpedos» (Laguna 1563).
55 Llama la atención, en este sentido, su denominación vasca, «eriotz-orri», que viene a significar hoja de muerte, segu­ramente por su toxicidad, o el dicho popular de ser «más malo que el baladre».
56 Entre 4 y 12 horas tras la ingesta de esta planta aparecen los primeros síntomas de intoxicación, como trastornos gas­trointestinales (náuseas y vómitos), sensación de vértigo, excitación nerviosa, disnea, convulsiones tetaniformes y arritmias que pueden finalizar en parada cardiaca. Estos efectos de deben a su riqueza en heterósidos cardiotóni­cos (0,05-0,01%), como eleandrina y diacetiloleandrina, y geninas, como la digiroxigenina y la gitoxigenina (Bruneton, 2001).
57 En ella, Cervantes recurre a las aventuras de una feliz pareja que sufre continuos contratiempos, peligros, amenazas y ataques feroces de enemigos varios, pero, tras prolongados viajes por el mundo conocido, acaba triunfando el amor y la felicidad (Vivó de Undabarrena, 2006).
58 Nótese que el veneno fue administrado en una «conserva», es decir en un medicamento de consistencia blanda, inte­grado por una sustancia vegetal y azúcar, de forma que el principio activo terapéutico se conservaba y se facilitaba su administración.
59 Aunque Cervantes no menciona expresamente al beleño en relación a la composición de este preparado, si lo hace en alguna otra de sus obras literarias, aunque con un marcado carácter simbólico en relación a sus propiedades narcóticas. Así es mencionado en La Galatea (1585): «Tu has quitado las fuerzas al beleño, / con que el amor ingrato / adormecía a mi virtud doliente». También en Viaje del Parnaso (1614): «Morfeo, el dios del sueño, por encanto / allí se apareció, en la comedia La casa de los zelos y selvas de Ardenia (1615): «Bernardo. – … Eres un cierto beleño, / que, entre cuidados, y enojos, / ofreces siempre a los ojos, / blando, aunque forçoso sueño» (Jornada 1ª, v. 421). Por su parte, Quevedo hace una mención especial al beleño en una de sus sátiras, cuya intoxicación puede conducir a un sueño mortal del que no se despierta: «No ves que el aluro le trocó en beleño, / y que deja el velar para las grullas, / y ya es letargo el que antes era ceño?» (Quevedo, 1967, p. 463). Esto mismo podemos leer en la obra de Calderón de la Barca La vida es sueño, cuando Sombra se dirige al príncipe de las Tinieblas: «Confeccionemos, pues, lleno / de Opio, Veleño, y Cicuta, / en Flor, en Planta o en Fruta, / tal hechizo, o tal veneno, / que de sentidos ajeno / rompa el Precepto, y postrado, / deshecha, y aniquilado, / duerme letargo tan fiero, / que inhábil para Heredero / despierte, del Real Estado» (Acto 1º, v. 804). cuya corona / era de ramos de beleño santo». Y finalmente
60 La aconitina, alcaloide extraído de las raíces del acónito, es un potente veneno que produce, inicialmente, anestesia de labios, lengua, boca y faringe y, posteriormente, arritmias cardiacas, bradipnea, náuseas, vómitos, diarrea y convul­siones (Velasco, 1998).
61 De hecho, es conocido como el «árbol de la muerte».
62 De estas plantas se han obtenido, además, modernos agen­tes antineoplásicos, conocidos como taxanos o taxoides (paclitaxel y docetaxel).
63 Este mecanismo consiste en la inhibición de la función de los microtúbulos, esenciales para la división celular, por lo que a estos agentes se les ha catalogado como «venenos de la mitosis» (Horwitz, 1992).

Las solanáceas son plantas muy abundantes en la península, que crecen en terrenos nitrogena­dos, ricos en materia orgánica, como basureros, cementerios, riberas de los ríos, etc., por lo que brujas y hechiceras podían adquirirlas sin dificultad para elaborar sus pociones y sin desplazarse largos trechos.

En el caso de los bebedizos venenosos, además del beleño, comentado previamente, la mandrágora era otra de las plantas solanáceas más relacionada con el entorno de la brujería64 y de la magia65.

Además de los fines criminales, las pócimas de lamias y hechiceras también se elaboraban con otros usos ilegales, como era la sedación de los incautos66 con objetivos varios, como el robo o el adulterio.

Precisamente, este último uso aparece recogido en una curiosa cita en la novela ejemplar de Cervantes El celoso extremeño (1613), cuan­do la joven esposa Leonora aplica un preparado narcótico a su anciano marido Carrizales: «… los polvos, o un ungüento, de tal virtud que, untados los pulsos y las sienes con él, causaba un sueño profundo, sin que de él se pudiese despertar en dos días,… y asimismo le untó las ventanas de las narices… Poco espacio tardó el alopiado un­güento en dar manifiestas señales de su virtud, porque luego comenzó a dar el viejo tan grandes ronquidos…

El ungüento con que estaba untado su señor tenía tal virtud que, fuera de quitar la vida, ponía a un hombre como muerto». En este pasaje, Cervantes utiliza un adjetivo italianizado («alopiado») para dar cuenta de que el unto aplica­do por la esposa está elaborado con opio67.

Según Bucalo (1998), esta acepción, que no encuentra en ningún otro autor español de la época, deriva del término «alloppiato», que se venía utilizando en Italia desde el siglo XIV para designar aquellas bebidas que contenían derivados opiáceos68.

En este punto, es preciso resaltar que la descripción de los efectos del ungüento «alopiado» concuerda en gran medida con las descripciones efectuadas por Laguna en su Dioscórides. En relación con el papaver hortense, sobre todo la variedad llamada pithitis o nigrum papaver, Laguna anota que: «dada una onza de simiente a un hombre de complexión delicada, le hará dormir in aeternum

La lecheriza de la simiente… hace dormir gravísimamente… Es tan grande la frialdad del opio que quita el sentido a las partes, y ansí adormenta… En suma, el opio, enemigo del cuerpo humano, es un veneno sa­broso, que de nuestro calor natural no puede ser, sino difícilmente, alterado» (Laguna, 1563)69.

En esta novela, Cervantes también elude dar datos concretos sobre la composición del preparado, debido a la precaución que le causaba los efectos censores y punitivos del Tribunal del Santo Oficio, recurriendo al término italianizado «alopiado» como forma de enmascarar la referencia explícita al opio.

Tampoco comenta Cervantes la procedencia del mirífico unto, aunque la elaboración de este tipo de preparados solía recaer en manos de herbola­rias y sanadoras, mujeres próximas al ámbito de la hechicería y brujería, e incluso con actividades muchas veces compartidas.

Mucho más concreto y claro es Lope de Vega en relación al opio, tal vez por no temer a los cen­sores inquisitoriales, dada su limpieza de sangre y sus vínculos religiosos.

Aunque se refiere a la adormidera en 5 de sus obras, habitualmente de forma metafórica, en una de ellas, La pobreza estimada (1623), establece su relación con el mundo de la hechicería: «Julio.- Busquemos una hechicera. / Ricardo.- ¿Sabrá desapasionarme? / Julio.- Pues no, con darte un adarme / de infernal adormidera» (Acto 3º, v. 210).

En La Arcadia, Lope de Vega hace alarde de sus conocimientos sobre mitología y recuerda la utilización de la adormidera en la época romana, que, como rito previo al no­viazgo, se mezclaba con leche y miel, tal y como le sucedió a la diosa Venus.

Por tanto, no es de extrañar, como señala Lope de Vega en esta obra, que, en los sacrificios de los romanos a Venus, la adormidera sirviera como ofrenda a los dioses (Be­cerra, 2009).Calderón de la Barca también utiliza la adormidera y su jugo en su afamada obra La vida es sueño (1635), en manos del viejo Clotaldo, para narcotizar a Segismundo70, sacarlo de la torre y conducirlo a palacio en calidad de príncipe, lo que incide una vez más en el carácter tradicionalmente popular de esta planta.

Conclusiones

El mundo de la brujería y de los fenómenos afines es bastante habitual en los textos literarios del Siglo de Oro (Díez Fernández y Aguirre de Cárcer, 1992; Molho, 1992). No obstante, este tema puede constituir una mera extrapolación del interés, tanto popular como literario, que por estos temas hubo durante el periodo de la Contrarreforma en España (Lisón, 1990).

En el caso concreto de Cervantes, no solamente se limita en sus obras a describir detalladamente este tipo de prácticas y a mostrar el perfil de los sujetos que las ejecutan o las sufren, así como a relatar su forma de conexionarse con el resto de actores sociales, sino que, en un paso más allá, nos muestra los efectos tóxicos de las sustancias y preparados elaborados por estos personajes, ampliando nuestros conocimientos sobre el manejo de estos productos herbales por parte de colectivos marginales durante el periodo tardorrenacentista en España.

Pero Cervantes, habitualmente, evita dar datos concretos sobre la composición de los preparados de esta naturaleza que cita en sus obras, ni suele especificar ninguno de sus ingre­dientes, como hemos resaltado, a pesar de indicar su procedencia herbal, debido posiblemente a evitar una confrontación directa con el Tribunal de la Inquisición.

No obstante, el literato incide en una valoración juiciosa del carácter diabólico de estas prácticas (Johnson, 1991), realizando una profunda crítica a las ancestrales supersticiones asociadas en la novela ejemplar El coloquio de los perros, en relación a la adscripción vulgar de las pócimas con las prácticas mágicas, que «todas estas cosas y las semejantes son embelecos, mentiras».

Así mismo, también se refiere despectivamente a los filtros de amor y a las pócimas narcóticas elaborados con remedios herbales, a pesar del gran arraigo popular de que gozaban, como se pone de manifiesto en El Quijote: «suelen hacer algunas mujercillas simples y algunos embusteros bellacos, algunas misturas y venenos con que vuelven locos a los hombres» (Primera parte, capítulo XXII).

De forma distinta, Lope de Vega, ejemplo más llamativo de literato erudito del Renacimiento tardío español, versado en los saberes de la Antigüedad Clásica, hace trascender en sus obras un amplio conocimiento de diferentes materias científicas, destacando los concernientes a la historia natural, aunque también los de naturaleza terapéutica y tóxica.

En los textos lopianos, las llamadas a los agentes psicotrópicos, muchas veces relacionados con un simple inventario, a modo de bodegón, es harto habitual, tópico que puede constituir una mera extrapolación del interés, tanto popular como literario, que por estos temas hubo durante el Siglo Áureo.

En este contexto, los efectos tóxicos o salutíferos de estas sustancias tampoco escaparon a la pluma del dramaturgo madrileño, aunque estos recursos literarios fueron habitualmente de carácter simbólico y metafórico.

En suma, podemos afirmar que las obras lopianas reflejan el saber enciclopédico de su época y que Lope de Vega logró el arduo triunfo de difundir el conocimiento sobre la naturaleza le­gado por los clásicos, en nuestro caso en relación a la toxicología, al pueblo llano, sin desmerecer la atención por parte de las clases más cultivadas.


64 En este sentido, se tuvo por cierto que crecía debajo de las horcas, que era fertilizada por la sangre de los cadáveres y de ahí el nombre alemán «Galgenmannlein» (hombrecillo de las horcas).

65 Dado este carácter mágico, existió todo un ritual relativo al procedimiento de extracción de esta planta. El más do­cumentado durante el medievo consistía en atar la raíz de la mandrágora con una cuerda de la cual tiraba un perro negro, símbolo del maligno, que generalmente moría al oír el grito desgarrador de la planta durante su extracción. Por este motivo, las personas que organizaban el proceso debían taparse los oídos para evitar el mismo destino que el animal o bien para evitar perder la razón (Folch, 1942). Incluso en las fuentes árabes medievales se hace referencia a las propiedades mágicas de esta planta, advirtiendo del cuidado de arrancarla si no se quiere sufrir todo tipo de desgracias (Aba al-Malik B. Zuhr, 1992).

66 Estos «filtros narcóticos» ya aparecen recogidos en el famo­so Libro de Picatrix (El objetivo del sabio), escrito en el siglo X y atribuido al matemático andalusí Maslama al-Mayriti (n.d.), donde se mencionan como ingredientes, además del opio, otras sustancias ya comentadas: mandrágora, beleño negro, cilantro verde, adormidera negra, arsénico, estramonio, eléboro negro, cicuta, etc.

67 Ya en la Roma clásica, Dioscórides elaboraba una bebida para inducir el sueño a base de cocimiento de cabezuelas de papaver Reas.

68 Hay que tener presente, en este sentido, que Cervantes recurrió al uso frecuente de italianismos en sus obras (Bu­calo, 1998), dado su periplo italiano durante su juventud, entre 1569 y 1575.

69 De forma parecida se expresa Covarrubias en su Tesoro de la Lengua Castellana o Española (1611): «porque tomado con exceso puede resfriar de tal suerte el cerebro que, dejándole helado, le haga dormir a uno hasta el día del juicio».

70 «Con la apacible bebida / que, de confecciones llena, / hacer mandaste mezclando / la virtud de algunas hierbas, / cuyo tirano poder / y cuya secreta fuerza / así el humano discurso / priva, roba y enajena / que deja vivo cadáver / a un hombre, y cuya violencia / adormecido le quita / los sentidos y potencias» (pp. 170-171).

Cervantes y Lope de Vega, autores que abordaron en sus textos literarios el tópico de la brujería y de la botica hechiceril desde enfoques diametralmente opuestos, pero que recurrieron para su documentación a las más destacadas obras científicas de su tiempo; el Dioscórides de Laguna en ambos casos y la His­toria Natural pliniana en el segundo.

El uso de estas obras como herramienta referencial y documental no supone ninguna merma de la creatividad artística de ambos autores, como se podría pensar desde plan­teamientos reduccionistas, sino todo lo contrario: una aproximación de la ciencia a la literatura por primera vez en la historia de las letras españolas.

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Recibido: 29 de septiembre de 2017.
Aceptado: 10 de octubre de 2017.
Correspondencia:
Francisco López-Muñoz
francisco.lopez.munoz@gmail.com