Obituario, En el entierro de Antonio Ucrós Cuéllar

Capilla de Cremación Cementerio Jardines de Paz Bogotá, miércoles 28 de septiembre de 2005

Académico Dr. Zoilo Cuéllar-Montoya,
Presidente Academia Nacional de Medicina de Colombia

El primer recuerdo que tengo de Antonio se remonta, en lo más profundo de mis memorias infantiles, a una celebración familiar en el potrero de El Caracolí, en la Hacienda El Trueno, cuando aún estaba él de novio con Consuelo y cuando yo recién caminaba por este mundo: eran apenas mis tres años.

Comenzaba, quizás, el anochecer y por mi memoria transitan, además del cambiante fuego de las hogueras, el parpadear de las estrellas en un firmamento limpio, azul profundo, propio de esos anocheceres calentanos, la quietud de las obscuras sombras de los árboles que enmarcaban el potrero y el canto de las chicharras y los grillos, los queridos rostros de quienes nos precedieron, de todos aquellos que pueblan el reino de nuestras vivencias de niñez y juventud; de muchos de quienes conformaban, por entonces, las familias Cuéllar Calderón, Ucrós Cuéllar, Araújo Cuéllar, Montaña Cuéllar y Guzmán Cuéllar.

Son, ciertamente, recuerdos en forma de fragmentos de video: en la primera secuencia aparecen Antonio y Consuelo cuando departían alegre y afectuosamente, tomados de la manos, sentados sobre un tronco y, en la secuencia inmediata, cuando bailaban, rodeados de parejas, unas jóvenes, otras no tanto, al ritmo de las notas que desgranaban, en la complicidad de la penumbra, las guitarras, los tiples, las bandolas y los instrumentos de percusión de unos músicos de pueblo.

De los párrafos iniciales del capítulo que con su ágil y elegante prosa escribió Antonio sobre El Trueno he pensado que, como un homenaje a su memoria, vale la pena escuchar sus emotivas palabras.

Así escribió Antonio: “Como sucedió a los protagonistas de Rebecca cuando iban llegando a Manderley, plenos de ansiedad, así nos pasó a nosotros cuando fuimos, en pos de los recuerdos, a contemplar la casa de El Trueno. (Lea también: Obituario, Académico Dr. Antonio Ucrós Cuéllar)

Habíamos dejado atrás la población cundinamarquesa de Apulo, por la carretera que de Anapoima conduce a Tocaima y pensábamos que de un momento a otro, al voltear un recodo del camino, hacia la izquierda, iba a aparecer ante nuestros emocionados ojos, en la vega del río Bogotá, próxima a su margen izquierda, la vieja casa de El Trueno, llena para nosotros de toda suerte de hermosos recuerdos de nuestra niñez y nuestra juventud.

Ellos encontraron las ruinas aún en llamas de Manderley, cuyos rojizos resplandores rompieron con su luz las tinieblas de la madrugada y al observarlos, desde la distancia, les hicieron pensar que amanecía.

Y nosotros…,¡ Nosotros no encontramos nada!. Ni el menor rastro, ni siquiera unas ruinas en donde había estado la casa: tanto que pensamos que estábamos equivocados”.

Inicialmente, por la diferencia de edad y, naturalmente, de intereses, mi relación con Antonio fue lejana pero, al iniciar mi carrera de medicina y luego, durante mi ejercicio oftalmológico, las mutuas referencias de pacientes nos aproximaron cada vez más, hasta hacer crecer entre nosotros una gran amistad y una permanente camaradería, en especial en el área de la historia y, fundamentalmente en la de la historia familiar:

al fin y al cabo, es mucha la sangre huilense que corre por nuestras venas y la tierra de nuestras querencias, aunque lejana en el tiempo y en el espacio, sigue siendo un fuerte lazo de unión entre los linajes de Zoilo Cuéllar Sierra y Manuelita Durán Buendía;

De- José Eugenio Ucrós Simó y Matilde Durán Buendía quienes, una luminosa mañana de mayo del año 1870, en la señorial casona de la hacienda La Angostura, propiedad del General Liborio Durán Borrero, en el municipio de Campoalegre, Huila, unieron sus vidas para siempre y dieron origen a innumerables lazos matrimoniales entre sus numerosos descendientes.

Hoy el destino pone en mis labios el adiós definitivo a quien más que tío, fue un gran amigo, colega y profesor y me corresponde hacerlo a título personal y a nombre de la Academia Nacional de Medicina de Colombia, de la cual fue Antonio, su ilustre Miembro de Número.

Quiero pintar con las palabras, para que permanezca en nuestros corazones, la figura señera de Antonio; su sonrisa abierta y franca; su forma de ser, directo, concreto y, ciertamente, incondicional en el afecto y la amistad; fue vertical en sus conceptos éticos e intachable en su vida, tanto en la profesional como en la privada.

Se destacó, indiscutiblemente, como brillante profesional de la endocrinología, dentro de la cual fue pionero en la subespecialidad pediátrica. Brilló como docente, pues fue indiscutible maestro de su ciencia, cofundador de la Facultad de Medicina del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, como Miembro de Número que era de la Sociedad de Cirugía de Bogotá y del Cuerpo facultativo del Hospital de San José, Facultad de la cual ocupó la Decanatura.

Pero fue, sobre todo, consecuencia lógica de su bonhomía, verdadero honor a su estirpe, un incansable apóstol de su profesión: son incontables los menesterosos de salud para el cuerpo y para el alma que, en el curso de su valiosa vida, en su consultorio particular, en los vetustos pabellones de los hospitales que frecuentó, en su casa de campo o aún en la de Bogotá, recibieron de él una generosa y desinteresada ayuda, material y espiritual.

Conclusión natural de su sapiencia y de su ciencia, fueron su trabajo como ilustre investigador y el haber sido prolífico escritor, tanto en los temas médicos como en los de historia.

En el ámbito de su familia, como característica que puede definir quizás a los Ucrós, Antonio se constituyó en centro de unidad, no sólo con sus hijos sino también con sus hermanos y fue un ejemplo a seguir, como su hermano Alejandro, para todos nosotros y para las generaciones venideras.

Para Consuelo, para cada uno de sus hijos e hijas, nueras y yernos y para todos sus nietos; para Alfonso y Teté e hijos, para toda la familia Ucrós y sus demás allegados y amigos quiero ser portador, en nombre de la Academia Nacional de Medicina, en el de los Cuéllar Calderón y sus descendientes y en el mío propio, en medio de la inmensa tristeza que nos embarga en estos momentos, de un mensaje de consuelo, de paz, de solidaridad que, estoy seguro Antonio, en la inmanencia de su presencia, desde recintos celestiales a los que como hombre de inmensa fe llevó el Señor, comparte, bendice y envía a todos los suyos, dentro de los cuales nos incluimos quienes tuvimos la inmensa fortuna de contar con su afecto y amistad. Querido Antonio: ¡Qué en paz descanses!

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