El Hombrecito, 3 Parte

En esta, ya Mejia se había encargado de regar el cuento. Sin embargo a pesar del consenso unánime de que no valia la pena despilfarrar tanta plata en un montañero jetón de Belén, cuyo nombre ni siquiera había podido ser inscrito en los registros del San Jorge, la reputación de Restrepo era tal que éste y Escobar se sentaron solos sin ser importunados.

El gran jefe llegó primero que los huevos en perico. No se había acabado de sentar cuando preguntó: doctor Restrepo, barájeme otra vez el cuento del montañero ese.

El gran jefe era hombre de pocas palabras, pero era el gran jefe. Un magnifico cirujano, que harto de hacer dinero se había entregado por entero al manejo administrativo del hospital y lo hacia como si fuera una finca, ahorrando hasta el último peso para poder estirar el presupuesto.

Escuchó en silencio el relato que le hizo Restrepo con estudiada lentitud. Prendió un cigarrillo, lo miró largamente por entre el humo y finalmente como tasando las palabras musitó: hijo, yo también tuve 25 años. Siga adelante y gaste. (Vuelva a leer: El Hombrecito, 1 Parte)

Restrepo agradeció con frases entrecortadas y haló otra vez a Escobar hacia la sala de cirugía.

De paso para los quirógrafos entreabrieron la puerta de cuidados. Guisella tomaba la presión. Cuánto? 120/60, pulso? 80. Escobar preguntó de nuevo. El respirador? Está en On doctor. Okay.

Ese día la rutina de cirugía se vio interrumpida por una orden insólita. El jefe delegaba sus operaciones en los respectivos ayudantes. Habida cuenta de que ello no había sucedido en varios años, se tejieron toda clase de comentarios.

No faltó quién dijera que el hombrecito probablemente era su hermano. Pero no, era imposible. Todo el mundo sabia que la familia Restrepo nunca había salido de Pereira y era evidente que en lo físico nada los unía. Restrepo envolató la mañana entre los quirógrafos, su propio servicio y el hombrecito.

Era demasiado orgulloso para demostrar su desazón por el silencio del altavoz y mucho menos preguntar directamente a la operadora. Descansó sin embargo cuando alrededor del medio dia, escuchó su nombre a la sordina: doctor Restrepo. Prestamente alzó el auricular: Restrepo habla. Le va a hablar el doctor Givive de Manizales.

Aló? Si doctor, listo. Unos locos cuya goma es hacer favores lo consiguieron gratis en los Angeles y está en camino a Tocumen. Aló. Si señor, está vivo, estabilizado, buena eliminación, aunque inconsciente. Si doctor le llegó el lagarto ese? Sí es el que usted dice? Claro con razón dicen que usted es un mago.

Al descansar la bocina, sonó la alarma general hospitalaria, el indicador de que algo muy grave sucedía en al-guna parte del hospital. Instintivamente voló a cuidados intensivos. Todo marchaba normalmente.

-Qué pasó?

-Aquí nada, contestó Escobar con desgano.

– y tú qué haces aquí?

-Jugando ping pong, jefe, no me ve?

-Digo que te vayas a dormir. No tengo sueño. Allá tú y tu maldito On .

A las cinco de la tarde llegó Ortega más sucio y desharrapado que de costumbre.

A pesar suyo, no pudo evitar la reprimenda usual.

-Cuándo vas a comenzar a bañarte y a vestirte como un verdadero médico?

-Jefe, lo llama ese señor Gutiérrez, contestó el otro, evadiendo la mirada.

José, qué pasa? No lo puedo creer. Algo le tenía que tocar al hombrecito. Entonces mañana? Sí, hay un vuelo

directo entre Bogotá y Pereira que llega aquí a las seis y treinta de la mañana. No, ni riesgos. Yo mismo iré por él.

Salió, despacio como siempre, con el corazón saltándole en el pecho.

En la puerta inexplicablemente estaba el viejo. No había tristeza ni resignación en su mirada. Sólo ruego.

– Doctor, mi muchacho cómo está? -No me jodas viejo.

El viejo no pestañeó. Sólo murmuró muy quedo al pasar Restrepo a su lado. Claro como a ustedes no les interesan sino los ricos. El médico se encogió de hombros, ni lo miró siquiera y pasó de largo.

En el cafetín, esperaban Zapata y los otros. Callados, más bien daban la impresión de aburrimiento.

Se sentó y anunció calmadamente: Se ganó 24 horas el hombrecito.

El avión de los Angeles por pura casualidad hizo conexión en New Orleans con el carguero de Sam que en este momento está aterrizando en Miami. La pendejada esa estará aquí mañana a las 6 a. m. Se pueden ir a descansar. Esta noche trasnochará el equipo entero. Ruby, Amparo, Guisella, Consuelo y Escobar.

Los otros obedecieron a regañadientes. Sabían que discutir con él era inútil.

Sin la más mínima señal de cansancio subía las escaleras cuando sonó de nuevo la alarma. Irrumpió como una tromba en cuidados intensivos.

Todas las enfermeras y Escobar pugnaban por contener al hombrecito que se agitaba en la camilla como un saltamonte. Convulsiones! Estúpidos! Fue lo primero que advirtió Givive. Definitivamente eran incapaces de conectar el cerebro con el resto del organismo.

Escobar pálido y sudoroso gritó como si fuera en un tren expreso: Qué calmante le aplicamos? Cualquiera, contestó muy de sí mismo, para el caso da lo mismo. Difenilhidantoina venosa.

Menos mal pensó Escobar que tiene un catéter en la cava. El hombrecito pareció quedar exhausto y el sopor se acentuó. El jefe aprovechó para dar la buena nueva.

La droga Ilega mañana. Escobar puede irse a dormir.

El anestesista no contestó y se hizo el qoe arreglaba las mangueras. Entonces dormiré yo, dijo con sequedad.

Antes de acostarse en el sofá-cama del bienestar médico, Ilamó por última vez a Gutiérrez. Qué hubo. Ah! Bueno. Allí estaré a las seis. Y se durmió. Despertó a las cinco en punto. No se mojó el pelo siquiera. Escasamente orinó con mucho ruido.

Cruzó por la sala que, contrariamente a 10 usual, en esa hora estaba vivamente iluminada. Escobar cabeceaba a la cabecera del hombrecito. Las cuatro enfermeras giraban alrededor so-lícitamente: pulso, presión, catéter de presión venosa central, sonda vesical.

Escobar vete a dormir, regreso en una hora.

– y cómo sabes que se aplica la cosa esa?

-Pendejo, eso lo tiene que decir en el envelope como dicen esos gringos.

Mientras conducía a la velocidad desusada por la avenida 30 de .agosto, recordó la película “el salario del miedo” e instintivamente disminuyó la velocidad. No era el caso echar a perder ese paseo, por una imprudencia.

Al llegar a Matecaña, el pequeño aeropuerto estaba atiborrado. Parqueó en el lugar reservado a la aduana y preguntó por el capitán. Lo encontró en la sala de pilotos con un pequeño paquete cuadrado debajo del brazo.

Escasamente 10 saludó con una sonrisa, le estrechó la mano y recibió el paquete.

Buena suerte, dijo el capitán.

No se dio cuenta cómo ni por dónde se halló en el hall del hospital. Había una conmoción poco común, que cesó por encanto al aparecer él con el paquete.

Subió de tres en tres las escaleras y sólo alcanzó a oír tras sí: Se las va a comer vivas!

Sólo al abrir la puerta de la sala de cuidados intensivos comprendió con exactitud el alcance de la expresión. El hombre yacía quieto en la camilla. Sin la inmovilidad del tórax, la sola palidez cerúlea del rostro hubiera evidenciado la muerte. A su alrededor, las cuatro mujeres, quietas, hieráticas, más pálidas que el difunto, parecían cadáveres a quienes la muerte hubiera sorprendido en posiciones grotescas.

Buscó con la mirada una explicación y sus ojos se fijaron en la válvula. Alguien inexplicablemente la había puesto en Off. Lentamente desconectó el tubo de traqueotomía del respirador. Lo sacó y depositó suavemente en el agua estéril.

Cubrió la cara del hombrecito con la sábana. Dio media vuelta. Abandonó la estancia. En el corredor, por fortuna, no estaba el viejo. Cuando bajaba de una en una las escaleras, tropezó con el gran jefe que subía jadeando. Como siempre en los momentos difíciles le trató con suma afectuosidad.

-Qué ha pasado hijo?

-Nada jefe, que nuestro jefe de consulta externa dice que “el indio y el tomillo son incompatibles”.

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