La Medicina del Renacimiento Español

Capítulo 7

ADOLFO DE FRANCISCO ZEA, M.D

(“Medicina”, No. 9:33, 1984. “Nueva Frontera”, Nos 410, 411, 1982).

Arnold Toynbee postula en su “Estudio de la Historia” la tesis de que las civilizaciones crecen y se desarrollan en la medida en que son capaces de responder con éxito a los desafíos que se les presentan. Cuando esto no ocurre así, como es el caso de los nómadas mongoles del Asia Central, que tuvieron que enfrentarse a las difíciles exigencias de la vida en las estepas. Terminan transformándose en esclavos de su medio ambiente e incapaces de cualquier actividad creadora.

No se presentan estas situaciones en la mayoría de las civilizaciones occidentales en la cuales cada reto ha determinado una respuesta exitosa que a la vez provoca desequilibrios que requieren nuevos ajustes creativos. Este impulso, o “elan” del crecimiento, para usar la terminología de Bergson. Está ejemplificado en el mito de Prometeo que atraviesa con su antorcha las esferas celestes para robar a Zeus el fuego para el hombre y persuadirle de la necesidad de permitir el desarrollo perpetuo de la Humanidad.

El fuego prometeico es la fuerza que da la vida; además, simboliza el ardor de la curiosidad intelectual y del conocimiento, lo que lleva implícitamente el fruto peligroso de esa misma curiosidad. En el Renacimiento, los fenómenos de desafío, respuesta exitosa y nuevo desafío, corroboran las postulaciones de Toynbee a la vez que se acompañan de los castigos, prohibiciones y contrarreformas que trajeron la luz y las sombras a una etapa importante de la civilización occidental.

En el año 1604, en la Casa de Francisco Pérez:

Se imprimió en Sevilla un libro dedicado a la ciudad en el que se recogían las publicaciones de don Bartolomé Hidalgo de Agüero, quien había fallecido ocho años antes en 1596.

Hidalgo de Agüero fue uno de los más destacados cirujanos del Renacimiento español junto con Dionisio Daza Chacón, y su libro se publicó con el título de “Thesoro de la Verdadera Cirugía y Vía Particular Contra la Común”. De esta obra póstuma del médico renacentista se hizo una edición princeps de mil ejemplares.

Por razones que me son desconocidas, un ejemplar llegó a nuestro país y hace pocos años le fué obsequiado por uno de sus pacientes al profesor Miguel Antonio Rueda Galvis, de cuya biblioteca formó parte hasta su muerte acaecida en 1980. Es mi deseo rendir en esta oportunidad un especial homenaje de admiración y de cariño a la memoria del Académico Rueda Galvis, quien se destacó notablemente como médico-cirujano en el campo de la urología. Como catedrático universitario y como diplomático, y cuya interesante personalidad supo entregar a quienes tuvimos el honor de conocerle y de tratarle el don valioso de una amistad cordial e inmejorable.

Es muy posible que en alguna época el libro de Hidalgo de Agüero hubiera formado parte de a biblioteca de la Diócesis de San Gil:

Ya que en tiempos pasados eran los eclesiásticos las figuras de la sociedad encargadas de conservar con especial esmero las pocas obras que se imprimían; pero estas no pasan de ser conjeturas mías y lo único que me es dable afirmar es que además de este ejemplar, que hoy en día constituye un verdadero tesoro en mi biblioteca. Existe otro en la biblioteca particular del profesor Gabriel Sánchez de la Cuesta, presidente de la Academia de Medicina de Sevilla, profesional muy versado en el estudio de la Historia de la Medicina en general y de la sevillana en particular.

Otro ejemplar más, incompleto, se encuentra en la Biblioteca Nacional de Andalucía.

Con el profesor Sánchez de la Cuesta tuve oportunidad de dialogar personalmente, en su residencia de Sevilla, sobre la fascinante personalidad del autor del libro y sobre su época plena de desarrollos médicos; época en la cual, nuevas y variadas direcciones señalaron la evolución de la medicina renacentista en un mundo agitado por inquietudes religiosas y políticas tan grandes como la creación de un imperio, el descubrimiento de un nuevo continente, y la herejía que amenazaba destruir el más importante tesoro de España, su religión.

A la vez, era patente la necesidad imperiosa de seguir adelante en la evolución intelectual y cultural del Hombre, a pesar de las restricciones provocadas por algunos de los factores mencionados.

Don Bartolomé Hidalgo de Agüero nació en Sevilla en 1530.

Su vida profesional transcurrió en su totalidad en esa ciudad, por entonces la más populosa de España, y el puerto al que llegaban la mayor parte de los bajeles provenientes de los territorios de ultramar recientemente descubiertos.

La publicación de su obra fue autorizada por Felipe II en 1593. El 5 de noviembre del mismo año, el Cabildo de la ciudad la autorizó en consideración a “la mucha satisfacción que la ciudad tiene de su persona y letras y experiencia”.

Una Cédula Real fechada en Toledo el 13 de julio de 1596, concedió licencia a la ciudad misma para imprimir el libro, y el 5 de julio de 1597, pocos meses después del fallecimiento de su autor, el Cabildo acordó pagar la mitad de la publicación, quedando como obligación de la viuda y de sus tres hijos, costear la segunda mitad de la misma.

La obra va precedida de un prólogo del doctor Francisco Ximénez Guillén, “médico, yerno del autor, a los lectores”, en el cual, tanto en prosa española como en versos latinos, resalta el valor de la obra y de su autor.

La nota preliminar de presentación del libro, fue escrita por don Dionisio Daza Chacón, quien era “Médico y Cirujano de la Magestad del Rey Felipe II nuestro Señor”, como también lo había sido de la corte del Emperador Carlos V, en cuyo servicio había actuado distinguiéndose en la batalla de Lepanto.

La nota de Daza Chacón, modelo de claridad y brevedad en la presentación de un libro científico, dice lo siguiente: “Yo he visto en este libro que Vuestra Magestad me cometió de medicina y cirujía del doctor Bartolomé Hidalgo de Agüero, Médico y Cirujano, vezino de la ciudad de Sevilla; el qual libro es muy docto y de mucho trabajo, y assi me aparece que se le dé licencia para imprimirse, por la gran utilidad y provecho que se seguirá a la República con su mucha erudición y experiencia.

La qual tiene aprovechada de doze Médicos y Cirujanos los más doctos que residen en la misma ciudad, a la cual experiencia se ha de atender más que a los dichos de los antiguos.

Menciona el doctor Daza Chacón a los médicos antiguos que utilizaban los procedimientos médico-quirúrgicos conocidos como “vía común”, en contraste con los nuevos que utilizaban la “vía particular” desarrollada, entre otros, precisamente por el inquieto cirujano Hidalgo de Agüero, quien después de haber tenido ocasión de emplear los sistemas antiguos en el tratamiento de sus pacientes del Hospital del Cardenal de Sevilla, los había desechado por inadecuados y obsoletos. La “vía común”, rechazada por los nuevos profesionales, era nada menos que el conjunto de procedimientos y sistemas vigentes desde Hipócrates y Galeno, desarrollados en la España de la época gracias a antiguas indicaciones de los médicos árabes.

La publicación de un libro en el siglo XVI era una empresa mucho más difícil de realizar que en el siglo XX.

Las dificultades técnicas de impresión sólo se superaban con inmenso trabajo y además, los costos económicos de producción eran casi insuperables. Sólo era fácil publicar cuando se tenía el respaldo de las autoridades reales o de las eclesiásticas.

Para Hidalgo de Agüero el respaldo y la autorización de Felipe II, expresados en una generosa Cédula Real que se lee con deleite al comienzo del libro, derivó, en mi opinión, del papel desempeñado por Hidalgo de Agüero en el tratamiento de la lesión craneoencefálica del Príncipe heredero, hecho que le colocó en posición importante en la corte española y facilitó la publicación de la obra después de diez años de arduas y tediosas labores.

La edición de libros médicos en el continente europeo se inició en España en 1475.

Ciento veinticinco años después, al finalizar el siglo XVI, se habían publicado en Europa 541 títulos, de los cuales trescientos cincuenta correspondían a primeras ediciones, en su mayor parte debidas a profesionales españoles; ciento noventa y un títulos, aproximadamente una tercera parte de la producción total, eran reimpresiones con frecuencia hechas en diversas imprentas europeas, lo que atestigua la importancia de la producción científica española.

El libro de Hidalgo de Agüero tuvo una primera reimpresión en 1624, y una segunda en 1656. Entre 1475 y 1600, las ciudades españolas que editaban libros eran Salamanca, Zaragoza, Burgos, Toledo, Barcelona, Valencia, Pamplona y Sevilla. Hacia mediados del siglo XVI, fue Sevilla el centro editorial más importante, lugar que habría de ocupar Madrid posteriormente cuando esta ciudad, centro geográfico de la península, se convirtió por decisión de Felipe II en la capital de su Reino.

Entre las demás regiones de Europa editoras de libros se destacaron las ciudades italianas, y las de Flandes, en donde la presencia de España era un hecho político. También se editaban libros en otras pocas ciudades aisladas como París, Lyon, Amberes, Venecia y Colonia. (Lea También: Persistencia del Pensamiento Mágico en la Medicina Moderna)

Los libros médicos, si se exceptúan los de cirugía, se escribían por ese entonces en el idioma universitario que era el latín; inclusive existían severas disposiciones contra la publicación en lenguas romances.

Una firme advertencia de la Universidad de Salamanca, fechada en 1561, decía lo siguiente: “Item estatuimos y ordenamos que todos los lectores de la Universidad, así cathedráticos como de cathedrillas, sean obligados a leer en latín y no hablen en la cáthedra en romance”. Sin embargo, a pesar de la presión en favor de conservar el latín como lengua científica, otras voces que sostenían puntos de vista opuestos se hicieron oír por esa época.

El humanista Miguel de Sabuco, se expresó en la siguiente forma: “Dexemos el latín y el griego y hablemos en nuestra lengua; que hartos daños hay en el mundo por estar las scientias en latín”; y otro más, el doctor Huarte de San Juan escribió lo siguiente: “Ninguno de los grandes autores antiguos, fue a buscar lengua extranjera para dar a entender sus conceptos; los griegos escribieron en griego, los romanos en latín, los hebreos en hebraico y los moros en arábigo.

Y así yo hago en español por saber mejor esta lengua que otra ninguna”. En esa forma, poco a poco las lenguas romances desplazaron al latín de los textos de estudio.

Un hecho interesante de señalar es que la cuarta parte de los libros médicos editados en Europa en los 125 años a que he hecho referencia, no tenían relación con el quehacer médico y quirúrgico.

El mundo español de la época mostraba su preocupación por intereses de muy diversa significación, desde los puramente literarios en prosa y verso, hasta la explicación escrita de pensamientos políticos generalmente frustrados, especulaciones filosóficas, o bien expresiones diversas de momentos de duda o de crisis en las convicciones religiosas. En el fondo, no eran más que un reflejo de lo que fue el Renacimiento y el deseo siempre vivo de imitar en cierta forma a figuras multifacéticas como Paracelso.

Algunos médicos escritores cultivaron exitosamente la poesía. En ese campo se destacó por el valor y la amplitud de su obra poética, don Luis Barahona de Soto, quien a imitación de Orlando de Ariosto, escribió en 1586 las “Lágrimas de Angélica”.

Otros, como don Alonso Pérez, dedicó preciosos esfuerzos para producir la segunda parte de la “Diana de Montemayor”, obra que fue traducida al inglés, al francés y al alemán, y que habría de merecer muchos años después la crítica desfavorable de don Marcelino Menéndez y Pelayo, quien se refirió a la “prosa mazorral y pedestre, cobertura de una fábula en la que el médico quiso introducir la indigesta erudición que en sus lecturas habían granjeado”.

Otros autores fueron más afortunados: don Andrés Laguna, importante anatomista español, quien en su texto clásico había descrito técnicas adecuadas substitutivas de los métodos improvisados de Leonardo Da Vinci, escribió también un libro titulado “Viaje a Turquía”, cuyo original, descubierto a comienzos del siglo XX, en opinión de la crítica actual es una excelente novela de aventuras eróticas y de especulaciones intelectuales del autor como fruto de su viaje al oriente.

El tema del Hombre es una preocupación que atestigua el influjo ejercido en el mundo intelectual por las conquistas de la nueva anatomía.

Fue tratado con un enfoque antropológico por Juan Sánchez Valdés de la Plata en su “Crónica y Historia General del Hombre”, cuya intención didáctica y moralizadora buscaba ofrecer lecturas que “apartasen de los libros de mentiras y patrañas fingidas que llaman de caballerías de que ay tanta abundancia”.

El libro de Blas Alvarez de Miramal, titulado “La conservación de la Salud del Cuerpo y del Alma”, tiene como tema principal el examen de la realidad humana, conocimiento al que otorga su propia dignidad por ser el hombre, “el más perfecto de los mixtos y en él concuerdan y se juntan en paz y concordia quantas cosas ay criadas en el universo”.

Esta magnífica visión del hombre, típicamente renacentista, se atempera en el autor del libro, con una visión ascética de su caducidad pues el cuerpo, agrega, “es espuma hecha carne vestida de una hermosura frágil y momentánea que finalmente se ha de venir a convertir en un cadáver triste de espantosa figura”.

Finalmente, la obra del doctor Huarte de San Juan, “El examen de los ingenios para las ciencias”, está compuesta por dos tratados principales: uno de índole psicológica en el que se analizan “los ingenios” y su acomodación a las distintas ciencias y profesiones, y otro de orientación biológica, dedicado a la mejora de los “ingenios”.

El libro, al decir de Iriarte, su máximo crítico, debe destacarse y alabarse “no por sus interpretaciones metafísicas, sino por aquel viraje de la atención hacia la observación sistemática, hacia el examen descriptivo de los procesos psíquicos”, que convierte a su autor en un verdadero precursor de la psicología moderna.

Algunos médicos se preocuparon por el conocimiento y la explicación natural de mundo circundante, y publicaron libros con títulos tales como “Secretos de filosofía, historia natural y filosofía natural y moral”.

Otros más intervinieron francamente en la política social de la época. Tal fue el caso de don Cristóbal Pérez de Herrera, quien en 1598 publicó sus “Discursos del Amparo de los Legítimos Pobres”, en los que formulaba programas capaces de mejorar la realidad social española; presentaba proyectos para reducir los excesos en la ostentación de los trajes y de las joyas, e ideas para remediar las agonías de la agricultura y del comercio.

Al lado de estos intereses fundamentalmente sociales, se encuentra y sobresale vívidamente, la figura interesantísima y dramática de Miguel Servet. Servet, descubridor para Occidente de la circulación pulmonar, quien, en actitud psicológicamente suicida desafió a los diversos grupos religiosos, católicos o reformistas con su doctrina sobre la Trinidad en su libro “De Trinitatis Erroribus” y posteriormente en su obra “Chistianismi Restitutio”.

Servet fue para Melachtón un “hombre de temperamento fanático”, y para Jerónimo Alejandro, nuncio papal en Alemania, “un grandísimo ingenio pero un gran sofista”. El odio teológico de Calvino lo llevó al martirio y la muerte en la hoguera, pero su imagen resplandece en un mural, obra del maestro Diego Rivera, en el “Instituto Nacional de Cardiología Ignacio Chávez” de la ciudad de México, en el cual, en medio de las llamas, lleva al cinto los dos importantes libros que causaron su martirio y su muerte.

La España del Renacimiento se inicia a mediados del siglo XV con el matrimonio de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla y su vigencia se prolonga hasta la muerte de Felipe II en 1598.

A la consolidación de la unidad española con la victoria de los moros de Granada y la incorporación del reino de Navarra, sucede la ampliación de los territorios bajo el dominio real al producirse el descubrimiento de América. El firme establecimiento del imperio bajo Carlos V se amplía todavía más bajo Felipe II con la incorporación transitoria de Portugal y sus colonias, en virtud de su matrimonio con su prima María infanta de Portugal.

Ya desde el reinado del Emperador Carlos V y fundamentalmente desde la batalla de Lepanto, España se puso en íntimo contacto con el Renacimiento italiano y a la vez se ofreció a la influencia de lo que Laín Entralgo llama el “Erasmismo”, en recuerdo de Erasmo de Rotterdam.

Tanto el humanismo italiano como la penetración del erasmismo, constituyen, junto con la reacción contra la desviación religiosa que comenzaba a atisbarse en la península, las influencias más importantes en el mundo intelectual y científico del Renacimiento español. Si la vida de España toda ha de cambiar, cambiará también la organización de su medicina, merced a las decisiones que el todopoderoso Rey Felipe II habrá de tomar e imponer en sus territorios continentales y en las posesiones de ultramar.

Desde el punto de vista demográfico, España peninsular era un conglomerado fundamentalmente rural de apenas nueve millones de personas.

Su ciudad más populosa era Sevilla con noventa mil habitantes. Barcelona y Valencia no llegaban a los treinta mil, y Madrid, convertida por el Rey en la capital del Imperio, era apenas una pequeña ciudadela en donde la higiene no existía.

Veamos cómo la describe Lamberto Wyts, quien llegó a la corte en el séquito de María de Austria, cuarta esposa de Felipe II: “Tengo esta villa de Madrid por las más sucia y puerca de todas las de España, visto que no se ven por las calles otros grandes “servidores”, como ellos los llaman, que son grandes orinales de mierda, vaciados por las calles, lo cual engendra una fetidez inestimable y villana….

Si se os ocurre andar por dentro del fango, que sin eso no podéis ir a pie, vuestros zapatos se ponen negros, rojos y quemados. No lo digo por haberlo oído decir sino por haberlo experimentado varias veces. Después de las diez de la noche no es divertido pasearse, tanto que, después de esa hora, oís volar orinales y vaciar porquerías por todas partes”. La ciudad de Sevilla, en donde vivía y trabajaba Hidalgo de Agüero, era ciertamente un poco más civilizada que Madrid.

Sin embargo, las instalaciones de baños, que perduraron desde la época de la dominación islámica en algunas ciudades como Sevilla, fueron prohibidas oficialmente por una orden real de 1566 que disponía, “que en el reino de Granada no haya baños artificiales”; se ordenaba destruir los existentes y se establecían graves penas para quienes continuaran haciendo uso de ellos.

Durante la primera parte del Renacimiento español, la de Carlos V, al decir del catedrático de Salamanca profesor Luis C. Granjel, España se abrió sin reservas a los influjos del resto de Europa.

Buena parte de los intelectuales y médicos se formaban en Italia o en Francia y vivían parte de sus vidas en esos países. En la segunda etapa renacentista, la de Felipe, diversos factores políticos y religiosos dieron lugar al viraje que afectó de inmediato el ámbito cultural y científico.

El cambio ya se advierte en una carta de Carlos V a su hija Juana, regente del Reino en ausencia de Felipe y fechada hacia 1559. El emperador que había abdicado y se había refugiado en el Monasterio de Yuste, ante los primeros brotes de herejía en España, recomienda “proceder contra ellos como sediciosos, escandalosos, alborotadores e inquietadores de la República”.

Era necesario defender la religión católica de la amenaza de los herejes.

Para lograrlo, se publicó el primer Índice de libros prohibidos, y en el mismo año, Felipe lanzó una pragmática que transformó en un ciento por ciento el curso de la vida cultural y científica de España.

A la letra dice: “Mandamos que de aquí en adelante ninguno de los nuestros súbditos y naturales, de cualquier estado, condición y calidad que sean; eclesiásticos o seglares, frailes o clérigos, ni otros algunos no puedan ir ni salir de esos reinos a estudiar, ni enseñar ni aprender, ni a estar ni residir en universidades ni estudios ni colegios fuera de estos reinos, y que los que hasta ahora y al presente estuvieren y residieren en tales universidades, estudios o colegios:

Se salgan y no estén más en ellos dentro de cuatro meses después de la data y publicación de esta carta; y que las personas que contra lo contenido en nuestra carta fueren o salieren a estudiar o aprender, enseñar, leer, residir o estar en dichas universidades, estudios o colegios fuera de estos reinos;

A los que estando ya en ellos y no se salieren y fueren o partieren dentro del dicho tiempo, sin tornar ni volver, siendo eclesiásticos, frailes o clérigos, de cualquier estado, condición y dignidad que sean, sean habidos por agenos y extraños destos reinos y pierdan y les sean tomadas las temporalidades que en ellos tuvieren; y los legos caigan o incurran en perdimento de todos sus bienes y destierro perpetuo destos reinos”.

Como ejemplo de lo que esta severa prohibición produjo como hechos negativos para el mundo del médico, basta señalar que frente a más de trescientos escolares que estudiaron medicina en Montpellier entre 1500 y 1558, la cifra apenas si llegó a superar la decena con posterioridad al año de 1559.

España se aisló de los movimientos culturales europeos no católicos en un esfuerzo gigantesco por detener el progreso de ideologías extrañas al pueblo español que atentaban contra el bien muy preciado de su religión. Es la Contrarreforma.

Empero, el mundo contemporáneo continuó presentando fenómenos políticos y culturales que iban moldeando una nueva época de la historia: La armada invencible fue derrotada en 1588, a tiempo que Enrique IV se convertía al catolicismo porque, decía, “París bien vale una misa”.

En 1592 aparecieron las primeras menciones escritas sobre el uso del café, en las cuales se decía que el producto se empleaba durante los servicios religiosos en Arabia y Abisinia para evitar que los feligreses conciliaran el sueño; Zacarías Jaensen combinó por primera vez los lentes cóncavos y convexos en un telescopio; Giordano Bruno fue puesto preso por la Inquisición, y Palestrina compuso el Stabat Mater y el Magnificat. Es en esa misma época en la que Shakespeare escribió su Ricardo III y su Tito Andrónico; cuando Thomas de Campanella produjo en Padua su obra maestra, e Isabel I de Inglaterra fundó el Trinity College de Irlanda y la Universidad de Dublin. Es el momento en que nace la Opera.

Se introdujo por primera vez en el lenguaje científico la palabra Química, a partir de la voz griega Caos; Galileo inventó el termómetro; Johannes Kepler se convirtió en asistente de Tycho Brahe; William Gilbert, médico de la reina de Inglaterra, escribió sobre los magnetos y el gran magneto que es la tierra; y en España misma, Cervantes publicó la primera parte de Don Quijote de la Mancha, un año después de aparecido el libro de Hidalgo de Agüero.

La célebre prohibición al contacto cultural de España con el resto de Europa produjo en la península conflictos en el campo médico.

Se observaba una actitud diferente entre los profesionales formados en la fase renacentista de Carlos V, de talante humanístico continental, como Andrés Laguna y Miguel Servet, y los formados después de la pragmática de Felipe II, que a pesar de ella llegaron a ser importantes figuras médicas de la segunda mitad de la centuria, como Francisco Vallés y Luis Gallardo. En este último grupo se encuentran las personalidades sobresalientes de Dionisio Daza Chacón y Bartolomé Hidalgo de Agüero.

Daza Chacón formó parte de los llamados “médicos imperiales”, es decir, aquellos vinculados a la corte por los servicios que prestaban al rey o a sus familiares y cortesanos.

Devengaba salarios de más de 60.000 maravedíes, suma bastante considerable si se piensa que además del título de médico de la corte existían otras posibilidades de aumentar sus ingresos. Claramente se refiere a éste punto el médico de la corte López de Villalobos, al responder a una indiscreta pregunta formulada por un cortesano: “Yo, señor, no vivo con el rey por lo que él me da, sino por lo que me puede dar sin poner nada de su bolsa”.

Hidalgo de Agüero no era un médico de la corte, pero a base de trabajo y de experiencia había logrado destacarse como médico universitario en el Hospital del Cardenal de Sevilla. Vivía más modestamente que Daza Chacón, pero tenía su pasar y ocasionalmente era llamado a prestar sus servicios profesionales a familiares del rey o a miembros de su corte.

Además de los médicos de la corte y de los universitarios u hospitalarios, ejercían en España médicos contratados por los consejos de las ciudades o por los grandes señores y dignidades eclesiásticas; sus emolumentos ascendían en ocasiones a los veinte o treinta mil maravedíes.

En términos generales se tendía a lograr que los profesionales de la medicina obtuvieran una capacitación adecuada, finalidad a la que contribuyó con eficacia la institución del Tribunal del Protomedicato.

A una disposición de 1563 pertenece el siguiente acuerdo: “Para graduarse los médicos de bachilleres en Medicina, mandamos, que primero sean bachilleres en Artes en Universidades aprobadas, antes que puedan ganar curso de Medicina, y que en el año que se hicieren bachilleres en Artes no puedan tomar ni aprovecharse de algún tiempo dél para curar en medicina, y mandamos, que para hacerse en Medicina, haya de tener y tenga el que se hobiera de graduar quatro cursos de Medicina ganados en quatro años cumplidos;

Y después de haberse hecho bachiller en Medicina, hayan de practicarla, sin que puedan curar, dos años continuos en compañía de médicos aprobados, y la dicha práctica de los dichos dos años no pueda ser antes de ser bachilleres en Medicina para los dos dichos años que han de andar a la práctica”.

El médico se reconocía por el atuendo que indicaba el nivel universitario del saber en que se apoyaba su ejercicio profesional.

El vestido habitual era el sayo de terciopelo y un sombrero del mismo tejido, forrado en raso carmesí con borla de oro y azul; se distinguía el médico además por el uso de anillos. Filótimo, personaje médico de los “Diálogos” de Fray Juan de Pineda, exponía así su anhelado deseo: “si alcanzase un par de anillos de oro que me resplandeciesen en el dedo cuando tomo el pulso a los enfermos, no pensaría que algún médico del pueblo me fuese delante”.

La mula era de uso privativo de los médicos para su transporte, costumbre que se mantuvo durante muchos años, hasta la época de Felipe V cuando se restringió su empleo exclusivamente para usos militares.

Los cirujanos, carentes casi todos de preparación universitaria, gozaban de condición social superior a la del médico, pero entre ellos, se hacía diferenciación clara entre los que no podían ostentar título distinto al de los empíricos más o menos hábiles, calificados por Arceo con desprecio, como gentes que “andan de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad”;

Para ellos, añade “no hay enfermedad incurable, todo lo hallan fácil, prometen la curación, pero no la buscan hasta después de haber sacado todo su dinero a los infelices pacientes”; y por otra parte, los que sí tenían formación científica, lo que hizo más digna su profesión en la medida en que se fueron estableciendo las cátedras de cirugía y se hizo obligatorio su estudio.

Como en todo tiempo y lugar, era de esperar con frecuencia la ingratitud de los pacientes con sus médicos, tal cual se observa en la siguiente versión castellana, del historiador Hernández Morejón sobre un texto poético de Pedro Jimeno:

“Ven, y si bien reparas, al médico verás con cuatro caras, observa cuatriforme su figura, sin que el círculo asigne cuadratura.

Cuatripartida forma le destina/ de su ejercicio la común rutina, del vulgo novelero; pues Dios le juzga sin ser el verdadero, ángel le mira y hombre le parece y demonio también cuando se ofrece; de modo que Dios, ángel, hombre y diablo, unidos pueden verse en un retablo.

Mírasele deidad cuando es venido/ a curar al doliente y afligido; ángel cuando el enfermo va en bonanza, y la perdida sanidad alcanza; hombre cuando no ejerce sus funciones, y goza en sociedad sus atenciones; y demonio feroz, cuando es hallado, de aquel a quien curó, y no le ha pagado”.

El oficio de curar también estuvo encomendado, tanto en el ámbito rural como en el urbano, a empíricos especializados cuya actividad quedaba claramente inmersa en el mundo oscuro de la superstición.

Esa medicina empírica la ejercieron los sobanderos o algebristas, los hernistas y sacadores de la piedra, los “batidores de la catarata” u oculistas, los sacamuelas y las parteras.

Entre los empíricos y los profesionales titulados y los cirujanos, se situaban los barberos y los sangradores. La misma Corte se mostraba suspicaz ante la actividad rectora de los empíricos especializados en el tratamiento de los problemas urológicos.

El llamado “doctor Romano” fue autorizado para difundir su tratamiento de las que se llamaban “carnosidades de la verga”, y se concedieron licencias de ejercicio profesional para los expertos en el tratamiento del “mal de la piedra” y de las carnosidades uretrales.

Por otro lado, los moros y los judíos habían entrado en franca decadencia desde el decreto de expulsión de esas minorías por los Reyes Católicos en 1492.

Se consideraba indispensable llevar a cabo hasta su culminación el proceso tendiente a conducir al derrocamiento de la tradición islámica. “Los seguidores de la corriente humanística que ellos iniciaron, ha escrito López Piñero, atacaron duramente a los bárbaros que manejaban las doctrinas médicas clásicas a través de las inexactas traducciones medievales y de las “corrompidas” interpretaciones de los árabes”.

En el curso de este período histórico se procedió duramente, a través de la Inquisición, contra judíos y “conversos”, a pesar de que médicos eminentes como Andrés Laguna, los Fragoso y Daza Chacón eran muy seguramente de progenie judía.

Sin embargo, en situaciones especiales, la Corte misma acudía a los moros y judíos empíricos, como en el caso del morisco valenciano Pinterete, llamado a colaborar con sus ungüentos en el tratamiento del príncipe Carlos, heredero del trono español.

Los doscientos ochenta y cinco folios del libro de Hidalgo de Agüero se dedican exclusivamente al saber médico y con especialidad a la cirugía.

Para Hidalgo, la cirugía es la “ciencia que enseña el modo y calidad de obrar principalmente soldando y cortando, cauterizando y exercitando otras obras de manos con que sana a los hombres según es posible”.

Y añade, “la cirugía es un movimiento ligero de manos no temblorosas, adquirido con experiencia y razón, que es lección de los libros. Adquiérese con theoría y práctica”. Después agrega: “¿Por qué dice que sana a los hombres según es posible? Porque ningún cirujano está obligado a sanar todas las enfermedades; basta hacer buenamente lo que las reglas del arte mandan…..

¿Por cuantas maneras se hazen las enfermedades incurables? Por una de tres. La primera por ser incurable de su naturaleza como es cáncer o lepra confirmada. La segunda porque la cura de una enfermedad podría ser causa de otra mayor, como si serrássemos las fístulas y almorranas antiguas. La tercera, por no ser obediente el paciente a lo que el médico o cirujano le manda”…

“El oficio de cirujano consiste en quatro partes, unir lo separado y separar lo unido, y quitar lo superfluo y extraño, y conservar las partes.

Dízese unir lo separado, como por costura o ligadura, y separar lo unido como haziendo sangrías y aberturas, y quitar lo superfluo y extraño como quitando carne crecida, pelos, tierra, huesos, pedazos de espadas y otras cosas semejantes”.

En la parte final, “Theorica de Cirujía”, menciona de la siguiente manera las condiciones que se requieren por parte de los pacientes: “Son tres: La primera que sea obediente al cirujano. La segunda que tenga confianza y fee. La tercera, que sea paciente y sufra la pena con paciencia”.

Siguiendo la tradición de los libros de cirugía del renacimiento, Hidalgo de Agüero trata primero el tema de las heridas, después se refiere a los tumores y las úlceras, para pasar posteriormente a la traumatología o “álgebra” y a los quehaceres quirúrgicos, que como las sangrías y las evacuaciones, habían sido delegados en manos de los empíricos.

El Renacimiento había traído consigo, como grave problema médico, el del tratamiento de las heridas producidas por la pólvora en las acciones bélicas, para cuya solución las obras clásicas de Galeno, Hipócrates y Celso se habían mostrado carentes de valor.

Se tenía como creencia general que las heridas producidas por armas de fuego estaban envenenadas a causa de la pólvora y que era necesario cauterizarlas vertiendo sobre ellas aceite hirviendo, a fin de prevenir el envenenamiento. Ambrosio Paré, cirujano militar de los ejércitos de Francisco I, rey de Francia, había utilizado ese método hasta que un día le faltó el aceite y se vio precisado a utilizar un digestivo hecho con yema de huevos, aceite de rosas y terebinto.

“Aquella noche, dice Paré, no pude dormir a placer temiendo que por falta de buena cauterización encontraría muertos o envenenados a los heridos, a quienes no había podido poner el mencionado aceite, lo que me hizo levantarme muy temprano para visitarlos; más allá de mi esperanza encontré que aquellos a quienes había puesto el medicamento digestivo sentían poco dolor y sus heridas estaban sin inflamación ni tumefacción, habiendo descansado bastante bien durante la noche; los otros, a quienes había aplicado el aceite hirviendo, los encontré con fiebre, grandes dolores y tumefacción en torno a sus heridas. Entonces resolví para mi mismo, no quemar nunca más tan cruelmente a los pobres heridos por arcabuzazo”.

Este fué un cambio notable del paradigma médico vigente en esa época en toda Europa. En España, Daza Chacón y en Italia, Bartolommeo Maggi, para poder demostrar que las heridas por arma de fuego no eran cáusticas ni tóxicas, hicieron pruebas disparando arcabuces contra sacos de pólvora comprobando que éstos no ardían, y que al adosar flechas de cera a las balas, no se fundían con el disparo y el azufre no ardía.

Hidalgo de Agüero, hizo la segunda aportación de importancia al saber quirúrgico de España al establecer que las heridas de arma blanca y en particular las craneanas, con o sin fractura, debían ser tratadas por la “vía particular” que prescinde del “pus loable” de los árabes y de los drenajes y contraaberturas que se practicaban corrientemente, e indicó el método de limpiarlas simplemente, y permitirles que cicatrizaran por primera intención quitando siempre lo “superfluo y demasiado como tierra, pelos, piedras y pedazos de espadas”.

En su libro hace un estudio histórico de las seis vías o sistemas que se han empleado para el tratamiento de las heridas, desde Hipócrates y Galeno, para concluir que su propia “vía particular” es la que produce los más adecuados resultados.

Son estas sus palabras: “Lo primero que haze la vía particular en una contusión con llaga, considera si tiene cavidades o no, lava la herida con vino tibio y déjala limpia de lo arriba dicho, y júntala por si o con ligadura o costura aplicando luego el Azeite Benedicto con planchuelas… y si en esta contusión con llaga ay cavidades, y es grande, anse de dilatar las cavidades y limpiarlas con la loción del vino tibio, y después que estuviere limpia de todo, la junta y la cura sin formación con el aceyte Benedicto dicho arriba, haciendo las evacuaciones universales, sangrando y purgando según las fuerzas del sujeto…

Y si la contusión con llaga tuviere cascos quebrados este caso se curará con el mismo orden del azeite Benedicto, no como aglutinante, sino como digerente hasta el término de los siete días, y desde ay en adelante con la coloradilla y nuestro ungüento capital con formación, y cada día más ligera sin uso de instrumentos”.

El sistema empleado por Hidalgo de Agüero es de especial importancia en las heridas con fractura del cráneo, en donde los llamados “instrumentos ferrales” no debían ser usados porque pueden perforar las meninges. Su descripción es muy detallada tanto de la clínica como de la técnica del tratamiento.

Es extenso también el análisis que hace de los diversos medicamentos empleados en cirugía, que el autor reduce a unos pocos verdaderamente útiles como el vino tibio y el aceite Benedicto anteriormente mencionado.

Hacia 1584, Hidalgo de Agüero hizo imprimir unos “Avisos” en los que señalaba las ventajas de la vía particular contra la común.

Tales opiniones fueron discutidas por un excelente traumatólogo cirujano de la Corte, el Licenciado Fragoso, quien le entabló una agria polémica a la que contestó el doctor Hidalgo con palabras emotivas que muestran el punto al que podían llegar las discusiones científicas entre dos eminentes cirujanos.

Dice Hidalgo: “Mi Licenciado: notísimo es a todos que el ciego que assí nació y lo está mal, puede juzgar de colores, y pues así lo estays, ¿cómo se puede sustentar lo que dezis que enseñays contra mis avisos, careciendo de todo punto de su inteligencia y genuino sentido? Abrid los ojos, que ya no podéis pretender ignorancia, pues ay cirugía a la que vos sabeys”.

A esta introducción siguen cincuenta folios de discusiones sobre las ideas admitidas por Fragoso, en las cuales se expresa con idéntica ironía y dureza a la empleada en las palabras iniciales.

No sabemos cuál fue el resultado de la polémica con el licenciado Fragoso, pero poco tiempo después aparecieron los datos estadísticos con los que Hidalgo de Agüero quiso demostrar la bondad de sus procedimientos quirúrgicos. Dice así: “Hize regular por dicho Hospital del Cardenal, donde asientan los heridos y se han visto que el año pasado de mil y quinientos y ochenta y tres años, encontraron cuatrocientos cincuenta y seys y murieron veynte.

En dos meses que hice assentar de por sí los heridos de cabeza, encontraron cincuenta y siete, y salieron sanos cincuenta y murieron siete. Y en los años en que han curado mis antecesores y yo por lo común, se halla mayor número de muertos que de los vivos”. Esta es probablemente la primera referencia estadística adecuada de la medicina del Renacimiento.

La peste que asoló a Europa en el siglo XIV, continuó presentando brotes esporádicos temibles hasta comienzos del siglo XVII, y fue especialmente virulenta entre los años 1597 y 1604 cuando en España causó más de seiscientas mil muertes.

La literatura médica renacentista produjo cuarenta y siete obras que trataban exclusivamente de la enfermedad, pero en casi todos los libros de estudio no faltaban capítulos dedicados a su descripción y a los débiles esfuerzos para controlarla.

Hidalgo de Agüero en un capítulo de su obra la analiza con cierta extensión. Tomo de él un párrafo angustiado que dice así: “También no ha faltado quien ha dicho y aun reducido a question, que pues el linaje humano suele ser asaltado y combatido de tres furias, como guerra, hambre y peste, que qual sea la mayor destas; y aunque traen no pocas para probar, unos la guerra, otros la hambre y otros la peste, siempre ha vencido el que defiende y tiene a la peste por mayor, pues se ve que la guerra se puede defender con trincheras, fossos o murallas o dándole a partido; y del hambre también se sabe que se pueden librar con legumbres que ay en las huertas, o con yerbas o raíces que hay en las montañas;

Solo de la peste no se puede librar, por estar el aire aficionado, y tener necesidad dél para la vida por la respiración y refresco del corazón; y también por huir el padre del hijo, y el hijo del padre, assí a mi parecer se debe tener que solo la peste mereció ser la mayor de las furias”.

Además de la peste, los médicos renacentistas se vieron enfrentados a distintas “fiebres pestilentes” de características peculiares realmente nuevas, y tuvieron que afrontar la expansión desconcertante de la sífilis epidémica, o morbus gallicus, incluida por Luis Lobera en el grupo de las “cuatro enfermedades cortesanas”.

Esta enfermedad es descrita en diversos capítulos del libro de Hidalgo de Agüero, quien además de preocuparse por tratar de establecer sus orígenes, señala claramente las vías de contagio, y se detiene en el tratamiento que en esa época se llevaban a cabo mediante la ingestión de infusiones de la madera del guayacán pulverizada, macerada o largamente hervida, que se importaba, al igual que la enfermedad, de los nuevos territorios americanos.

El tratamiento se asociaba a fumigaciones con los vapores que desprende el cinabrio colocado en braseros y dentro de estufas de las que sólo emergía la cabeza del paciente. Era tan apreciado el palo de guayaco, que su alabanza, escrita por Cristóbal de Cantillego, se iniciaba con la siguiente invocación:

“Guayaco si tu me sanas/ y sacas de estas pendencias/ contaré tus excelencias/ y virtudes soberanas”.

Y termina con esta alusión a la situación en que el autor dice encontrarse:

“O guayaco:/ enemigo del dios Baco/ y de Venus y Cupido,/ tu esperanza me ha traído/ a estar contento de flaco./ Mira que estoy encerrado,/ en una estufa metido,/ de amores arrepentido/ de los tuyos confiado./ Pan y pasas,/ seis o siete onzas escasas,/ es la tasa la más larga/ agua caliente y amarga,/ y una cama en que me asas”.

El renombre de don Bartolomé Hidalgo de Agüero y su prestigio como profesional de la medicina se consolidó en esa época merced a circunstancias dolorosas de la Casa Real.

Hacia 1562, la tranquilidad de Felipe II y de su reino se vio perturbada por la gravísima enfermedad de don Carlos, heredero de la Corona Española. El joven príncipe contaba a la sazón 16 años. Los relatos de la época nos lo describen como “deforme, infeliz, deprimido unas veces y exaltado otras, afectuoso con los pocos que quería y peligroso para los muchos que odiaba, incapaz de realizar cualquier esfuerzo continuado y organizado”.

El Embajador austríaco Diefrischstein decía: “Su rostro nada tiene de los Habsburgo; el pecho es mezquino y tiene una joroba en la parte baja de la espalda, el hombro derecho es más bajo que el otro, su voz es chillona y tartamudeante”. Concluía que el cerebro del príncipe no era completamente normal. Era por otra parte infinitamente curioso y hacía constantemente preguntas como un niño, sin discernimiento y sin fin; padecía de frecuentes fiebres tercianas y cuartanas y era infinitamente sádico.

En la noche del 19 al 20 de abril de 1562, al parecer herido en su amor propio por observaciones que se hacían sobre su impotencia, se propuso enamorar a la hija de uno de los porteros de palacio, muchacha que respondía al nombre de María de Garcitas, con tan mala fortuna que al bajar con poco tiento una escalera cuyo quinto escalón estaba estropeado, se desplomó en la oscuridad dando un grito y se golpeó fuertemente la cabeza contra una puerta cerrada.

La herida no parecía en un comienzo grave y así lo pensó Daza Chacón, su médico de cabecera, y el doctor Olivares, médico también de la corte, quienes se limitaron a sangrarlo dos veces y a acostarlo.

A los pocos días hizo su aparición la fiebre y se presentó una especie de erisipela que le invadía la cara, las orejas y el cuello hasta el pecho y los brazos; se paralizó la pierna derecha y el príncipe comenzó a delirar.

El primero de mayo, nueve médicos vigilaban de cerca al príncipe enfermo, entre ellos el famoso anatomista Andrés Vesalio quien había llegado de Roma y se desempeñaba como médico de la corte española.

Vesalio habría de morir de hambre dos años después en un islote del mediterráneo oriental, a donde llegó a nado después de naufragar el barco en que viajaba en 1564. Fueron nueve los médicos del príncipe y cincuenta las juntas médicas que se celebraron.

El rey asistió a catorce de ellas. De acuerdo a la tradición de Castilla el rey se sentaba en el centro con todos los Grandes de España detrás; el duque de Alba a la derecha y don García Toledo, quien actuaba como maestro de ceremonia, a la izquierda. Al frente se colocaban en media luna los médicos que eran llamados uno a uno por don García para exponer sus opiniones y las razones en que las fundaban.

El dos de mayo, el rey envió con carácter urgente cartas a los clérigos de todos los santuarios famosos de España, como Monserrat, Guadalupe y Zaragoza, “pidiéndoles que imploraran el favor de Dios Nuestro Señor y la intercesión de su Santa Madre para que devuelvan la salud a mi hijo”.

A pesar de todos los ruegos, hacia el 9 de mayo don Carlos parecía un cadáver; sólo le quedaba un vestigio de pulso y los médicos estaban de acuerdo en que apenas viviría unas cuantas horas. Se llamó a la corte al curandero morisco Pinterete quien poseía un par de ungüentos que después de aplicados no produjeron ninguna mejoría.

Finalmente, llegó a palacio un grupo de monjes franciscanos que traían, envuelta en un sayal oscuro, la momia de un fraile fallecido cien años atrás en Alcalá de Henares y que a pesar del tiempo transcurrido “aún despedía un suave olor”.

La momia fue colocada en la cama del príncipe, que no estaba más inmóvil ni parecía más muerto que el cadáver.

Simultáneamente, los médicos se decidieron a tratarlo de acuerdo al procedimiento de Hidalgo de Agüero, a instancias de Daza Chacón. Se limpió entonces cuidadosamente la herida con vino tibio, se aplicó un linimento seco en la cabeza y se utilizaron cantidades generosas de manteca lavada en agua de rosas y betónica.

A las nueve, dice Daza Chacón en su relato, “el médico portugués comenzó a usar el trépano y después el Duque de Alba me ordenó que lo hiciera yo; seguí trepanando y encontré el cráneo blanco y recio y comenzaron a salir de la porosidad del hueso gotas pequeñas de sangre muy encarnada y suspendí la trepanación”.

El cirujano había procedido de acuerdo a la técnica que describe Hidalgo de Agüero en la siguiente forma:

“Primero que los accidentes aparezcan, conviene legrando raer la primera lámina o diploa, o tabla y la antrosidad hasta la vítrea que es la última superficie de la segunda tabla y allí parar, porque en la vítrea se han de conocer y contemplar tres cosas: La primera si está blanca.

La segunda si está de color de sangre. La tercera si está lívida o negra totalmente; y si estuviere blanca está natural y no demanda perforación ni cosa debajo de sí que ofenda las membranas, y si estuviere rubra o lívida o negra entonces se ha de perforar hasta la dura mater porque allí está o sangre o sanies”. Se continuó enseguida la limpieza de la herida con vino tibio y la salud del príncipe comenzó a mejorar.

El Duque de Alba que, como soldado que era, “no se acostó ni se mudó durante semanas enteras hasta que pasó la crisis”, se dio entonces el lujo de reposar sobre una silla.

El 17 de julio la herida estaba ya cicatrizada.

Un alma piadosa había retirado la momia de entre las sábanas en los momentos en que el príncipe recobraba el conocimiento y decía a los que le rodeaban que había visto un fraile franciscano delante de él con un crucifijo en la mano hecho de dos cañas atadas por una cinta verde.

Pensando que era San Francisco, le había hablado y según Daza Chacón, “no se acuerda de lo que respondió más sí que lo consoló y dijo que no moriría de ese mal”.

Pero a pesar de la mejoría, según lo señala el historiador Carrera, “la voluntad del príncipe quedó menos sujeta a la razón y menos compatible con la de su padre”. La inestabilidad mental y emocional del príncipe, que eran evidentes, lo pusieron a merced de los conspiradores protestantes de Flandes, en ese entonces bajo el dominio español.

Su padre se vio obligado a encerrarle como prisionero en una torre durante algún tiempo y allí falleció por muerte natural, o quizás por intervención directa del rey, a las cuatro de la tarde de la víspera de Santiago, el 24 de julio, el mismo día en que él había dicho que sería el último día de su vida. Tenía 23 años y dieciséis días.

Los eruditos están de acuerdo en que la momia del franciscano nada tuvo que ver con la curación del príncipe de Asturias y que sólo sirvió para añadir un rasgo terrible de medievalismo a la escena.

Las opiniones de los médicos se dividieron. El doctor Olivares sostuvo que aunque concediendo algo a la intercesión del fraile momificado y a las oraciones de los justos, el restablecimiento del príncipe se debió principalmente a la habilidad de los médicos. Daza Chacón opinó que aunque el tratamiento de los médicos coadyuvó en la curación, fue principalmente por el factor sobrenatural de la ayuda de Dios y por las oraciones del pueblo español como se logró la mejoría.

Sea de ello lo que fuere, el hecho es que poco después Felipe II pidió la canonización del fraile franciscano. Don Carlos no vivió para ver el acontecimiento.

Su padre, después de apoyar la causa durante los reinados de tres pontífices, tuvo la satisfacción de saber que el Papa Sixto X, “con aprobación unánime de todos los cardenales y el aplauso del mundo cristiano, había elevado al humilde monje a los altares de la Iglesia con el nombre de San Didacus, honrado por la iglesia universal el 13 de noviembre, acontecimiento que fue conmemorado dándole a un pueblo de California el nombre de San Diego, hoy día la importante ciudad del occidente norteamericano.

En adelante, el nombre de San Diego se conservó en las innumerables Recoletas que perpetuaron su memoria en las ciudades de toda España y en las de América Latina, como la muy bella y colonial de Santafé de Bogotá.

Dos siglos después, en 1787, Friedrich Schiller inmortalizó la figura del príncipe en un drama histórico cuyo tema central es la rivalidad entre el padre y el hijo, al parecer rigurosamente histórica.

Felipe se había desposado por tercera vez con Isabel de Valois, princesa francesa que inicialmente era la prometida de su hijo.

Schiller utilizó el tema para expresar sus conceptos de libertad personal y política a través del personaje central de la obra, el marqués de Posa, que toma el papel del príncipe y clama por la libertad de pensamiento de la región flamenca oprimida por la Inquisición, en uno de los pasajes más memorables de la literatura dramática alemana.

El tema de Schiller fue llevado después magistralmente a la música por Giuseppe Verdi en la ópera Don Carlos, estrenada en parís el 11 de marzo de 1867.

Fueron entonces los románticos, Schiller en la literatura y Verdi en la música, quienes finalmente se encargaron de rescatar la figura del príncipe Carlos, de tan pobre y triste significación histórica, a través de la magia y del genio inmortal que los caracterizaron.

Hemos llegado ya al final de la visión panorámica de la medicina del Renacimiento español que me propuse presentarles, gracias a la figura médica estelar de esa época, el doctor Bartolomé Hidalgo de Agüero.

Agradezco a ustedes con sinceridad la paciencia y benevolencia que tuvieron al escucharme y aspiro haber logrado transmitirles siquiera una parte del inmenso placer que yo he tenido al estudiar la vida, la obra y la interesante etapa histórica en que transcurrió la existencia de tan ilustre profesional de la medicina.

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