Los Fundamentos de la Relación Medico-Paciente

Capítulo 2

ADOLFO DE FRANCISCO ZEA, M.D

(Rev. Col. Cardiología. Vol. 6: 263. No. 5. , Junio, 1998.

Acta Médica Colombiana. Vol 24: 102. No. 3. Mayo/junio, 1999).

Honra al médico, porque lo necesitarás; pues el Altísimo es el que le ha hecho. / Porque de Dios viene toda medicina y el médico será remunerado por el rey. / Sea perfecta tu oblación pero da lugar al médico, y no te falte, pues también lo necesitarás a él. / Peca contra su hacedor, el que se hace fuerte frente al médico.

ECLESIÁSTICO 38: 1,2,11,12,15.

Relación médico-paciente es aquella que se establece entre dos seres humanos: el médico que intenta ayudar al paciente en las vicisitudes de su enfermedad y el enfermo que entrega su humanidad al médico para ser asistido. Esta relación ha existido desde los albores de la historia, y es variable de acuerdo a los cambios mismos que ha experimentado a través de los tiempos la convivencia entre los hombres. Desde la mentalidad mágica dominante en las llamadas “sociedades primitivas” hasta la técnica que prevalece en los tiempos actuales.

El fundamento de la relación médico-paciente, al decir de Lain Entralgo, es la vinculación que inicialmente se establece entre el médico y enfermo por el hecho de haberse encontrado como tales entre sí; vinculación cuya índole propia depende, ante todo, de los móviles que en el enfermo y en el médico han determinado su mutuo encuentro.

Como todo encuentro interhumano, el que reúne al médico y al enfermo se realiza y expresa de acuerdo a las modalidades cardinales de la actividad humana, una de las cuales, la cognoscitiva. En el caso de la relación médica, toma forma específica como diagnóstico, es decir, como método para conocer lo que aqueja al enfermo.

No se trata meramente de una relación dual entre dos seres para obtener algo, como serían los beneficios de un negocio, sino de una relación más estrecha, interpersonal.

El enfermo y el médico se reúnen para el logro de algo que importa medularmente a la persona del paciente y que está inscrito en su propia naturaleza: la salud.

El diagnóstico médico, lo señala acertadamente Lain Entralgo, no es nunca el conocimiento de un objeto pasivo por una mente activa y cognocente, sino el resultado de una conjunción entre la mente activa del médico y una realidad, la del enfermo, esencial e irrevocablemente dotada de iniciativa y libertad.

El hombre como individuo viviente o como animal racional, es constitutivamente un ente social y como tal se realiza en todas sus actividades. Quiere esto decir que el diagnóstico del médico no podrá ser completo si no es social. En otros términos si no se tiene en cuenta lo que en el condicionamiento y en la expresión de la enfermedad haya puesto la pertenencia del paciente a la concreta realidad en que existe.

Esta relación interpersonal que conduce al conocer o diagnosticar la dolencia del enfermo, se ordena en seguida a la ejecución de los actos propios del tratamiento que se inician desde el momento mismo en que se establece la relación interpersonal.

Ernest von Leyden solía decir a comienzos del siglo, que el primer acto del tratamiento es el acto de dar la mano al enfermo, y como lo señala Michael Bálint. El médico es el primero de los medicamentos que él prescribe.

El tratamiento así iniciado no representa la simple ejecución fiel por parte del paciente de las prescripciones terapéuticas del médico, sino que es en realidad una empresa en la que el médico y el paciente colaboran a través de su relación interpersonal.

De allí la importancia de la adecuada relación médica para el buen éxito del tratamiento, y la necesidad de tratar a los enfermos teniendo en cuenta todos los registros de su respectiva personalidad, desde el nivel intelectual hasta las peculiaridades de su vida afectiva.

El tratamiento médico es en rigor, por su esencia misma, un acto social sometido en los pueblos cultos a ordenamientos legales que lo reglamentan y ejecutado dentro de los grupos sociales a que el enfermo pertenece, ya se trate de la familia. La profesión o los amigos. Ese carácter social viene determinado por la ordenación de la sociedad en clases economico-políticas y por la inexorable pertenencia del paciente a una de ellas.

De allí que la asistencia médica haya sido diferente y variable, como se indicará más adelante, en el seno de las sociedades del tipo de la ciudad griega o de los establecimientos medievales, y que tuviera especiales características en la medicina privada de hace varias décadas y en la socializada que se ha tornado inevitable en los tiempos presentes.

Por otra parte, la relación médico-paciente expresada en el conocimiento o diagnóstico y en la razón operativa del tratamiento, se establece también en la esfera afectiva. El paciente pone afectivamente en su relación con el médico la expectante vivencia de su necesidad a la vez que éste aporta su voluntad de ayuda técnica, una cierta misericordia genéricamente humana, la pasión que le despierte la fascinante empresa de gobernar científicamente la naturaleza y su indudable apetito, patente o secreto, de lucro y de prestigio.

Lain Entralgo se expresa así:

“La peculiar afección que enlaza al médico y al enfermo, llamémosla philia, “amistad” en los antiguos griegos, o “transferencia” en los actuales psicoanalistas, es el resultado que en el alma de uno y otro determina esta dual y compleja serie de motivos”. Y Duhamel indica que la relación médico-paciente es el encuentro de una conciencia, la del médico, con una confianza, la del paciente.

En el plano de la ética, la relación médico-paciente, en lo que al paciente atañe, viene ante todo configurada por el hecho de que el médico no debe ser para el enfermo otra cosa que médico.

El médico debe resolver, inicialmente en el sentido de la ayuda, la tensión ambivalente que dos tendencias espontáneas y antagonistas, una hacia la ayuda y otra hacia el abandono, suscitan siempre en el alma de quien contempla el espectáculo de la enfermedad. Ser médico implica hallarse habitual y profesionalmente dispuesto a una resolución favorable de la tensión ayuda-abandono.

Por razón de su esencia la relación médica es ética siempre, y si se acepta que toda ética descansa sobre una visión religiosa del mundo. La relación médica se hallará siempre más o menos explícitamente arraigada en una determinada posición del espíritu frente a la religión. (Lea También: Violencia y Salud (sobre la Violencia Humana))

Si se quiere examinar la relación médico-paciente desde el punto de vista de la ciencia y la filosofía del siglo XX. Es necesario precisar antes algunos elementos que nos ayuden a entender que se trata de una relación que se establece entre dos globalidades, o para decirlo en los términos filosóficos de Merleau Ponty, entre dos corporeidades o totalidades, la del médico y la del paciente.

La filosofía desarrollada por Descartes en el siglo XVII:

Era de carácter subjetivista e idealista. Se originó en la bien conocida dualidad platónica del alma y el cuerpo. La noción cartesiana central era la de la primacía de la conciencia, expresada en su proposición de que el espíritu se conoce a sí mismo más inmediata y directamente de lo que puede conocer cualquier otra cosa; que conoce al “mundo exterior” sólo mediante lo que el mundo imprime en la mente a través de las sensaciones y de la percepción.

De allí que para Descartes toda filosofía debe comenzar por el espíritu individual, concepto que le permitió formular su primer argumento en tres palabras: “Pienso, luego soy”, en las cuales se refleja con claridad el individualismo del Renacimiento. Para Descartes, el Yo se coloca en el interior mismo de la percepción, no analizando, por ejemplo, la visión, la audición o el tacto como funciones de nuestro cuerpo, sino solamente como pensamiento de ver, de oír y de tocar.

Dividió así el universo, por una parte, en un proceso objetivo en el espacio y en el tiempo, y por otra, el alma en la que se refleja aquel proceso. Es decir, distinguió la “res cogitans” de la “res extensa”, división que hoy en día no es aceptada unánimemente ni por la ciencia ni por la filosofía modernas.

La separación tajante que establecía Descartes entre el espíritu que piensa y por lo tanto es, y todo lo demás, incluso el cuerpo, lo condujo a razonar, como matemático que era, que fuera de Dios y del alma. El universo entero con todos sus constituyentes inorgánicos, orgánicos y biológicos, podía explicarse por leyes mecánicas y matemáticas como lo habían insinuado Leonardo y Galileo en los tiempos iniciales de la industrialización de la Europa occidental.

Para Descartes:

Todo movimiento de todo animal y aun del cuerpo humano, como la circulación de la sangre, es un movimiento mecánico, y todo el universo y cada uno de los cuerpos son máquinas.

Pero fuera del mundo está Dios y dentro del cuerpo está el alma espiritual. Con la expresión “Cogito, ergo sum”, se inició la gran lucha de la epistemología que, al decir de Will Durant, se transformó en una guerra de trescientos años que estimuló primero y acabó luego por devastar la filosofía moderna.

El Mecanicismo Cartesiano, en el campo de la medicina, ha contribuido desde su formulación hasta los tiempos actuales a la fragmentación del ser humano en partes similares a las de las máquinas, que se deterioran y dañan, y pueden ser tratadas o eventualmente reemplazadas independientemente, con prescindencia absoluta de la unidad psicobiológica del ser humano que postulara Aristóteles en otros términos y como lo señalan también algunos de los filósofos e historiadores de la ciencia de nuestros días.

El Mecanicismo de Descartes se hizo notar de inmediato en un momento de la historia en el que el hombre comenzaba a fabricar para su beneficio máquinas cada vez más complejas. Julien Offray de la Mettrie, médico del ejército francés que vivió en la primera mitad del siglo XVIII, perdió su cargo oficial al escribir un libro sobre “La Historia natural del Alma”, y se ganó el destierro con una obra sobre “El Hombre Máquina”.

Sostenía en forma algo osada para su tiempo, y para cualquiera otra época, que el mundo entero sin exceptuar al hombre era una máquina.

El alma, creía, es material, tal como lo había pensado Epicuro, y la materia está animada. Pero sea lo que fuere, lo cierto es que actúan una sobre otra y crecen y declinan de un modo que no ofrece dudas acerca de su semejanza esencial y su interdependencia.

Señalaba que la inteligencia de los animales tenía su raíz en el movimiento para buscar los alimentos y reproducirse a diferencia de las plantas que no se desplazaban. Y que la inteligencia aumentaba en el hombre, mucho más móvil que los animales, porque en él las necesidades eran muy superiores a las de plantas y animales.

Textualmente afirmaba: “Pienso que de dos médicos, el mejor y más digno de confianza es el más experto en la física o mecánica del cuerpo humano, y el que deja en paz el alma, con todas las perplejidades que este fantasma engendra en los necios y los ignorantes, no ocupándose más que por la pura ciencia natural…”

Si se parte del postulado cartesiano antes mencionado, el hombre, o el ser, tendría que ser considerado como una subjetividad que en la medida en que es espíritu, construye paulatinamente la representación de las causas mismas que están encargadas de actuar sobre él. En esa filosofía de la conciencia. Esta perspectiva idealizante concede una primacía absoluta a la interioridad.

Por contraste:

Los filósofos de la naturaleza, y la ciencia positiva que vino después, situaron al hombre en una posición diametralmente opuesta al considerarlo como “un producto de su medio”, o como el resultado de las influencias físicas y sociológicas que lo determinan desde fuera y lo llevan a ser simplemente una cosa entre las cosas. Tales tipos de consideraciones tenían que conducir a la imposibilidad de reconciliar el espíritu y la naturaleza convertidos así en dos sustancias incomunicables.

En la medida en que los científicos comenzaron a ahondar en los detalles de los procesos naturales y lograron demostrar que muchos de ellos podían ser descritos matemáticamente y por lo tanto explicados, la actitud del hombre frente a la naturaleza quedó profundamente alterada.

Se aceptó a la naturaleza como un concepto colectivo de todos los dominios de la experiencia que resultan asequibles al hombre con los medios de la técnica y la ciencia natural, prescindiendo de si algunos de tales dominios formaban parte de la “naturaleza” que conocemos por la experiencia ordinaria.

Así surgió a la larga la imagen simplista que el materialismo del siglo XIX daba al universo: los átomos son la realidad que auténticamente existe en el universo; se mueven en el tiempo y en el espacio, y gracias a su posición relativa y a sus movimientos, generan la policromía fenoménica de nuestro mundo sensible.

La concepción materialista del mundo se agrietó en el siglo XX cuando el desarrollo de la electricidad postuló que lo auténticamente existente no era la materia sino el campo de fuerzas, a pesar de lo cual los materialistas continuaron considerando a las partículas subatómicas que se iban descubriendo como la última realidad objetiva del universo.

En la medida en que han continuado desarrollándose los hallazgos y las postulaciones de la ciencia:

Se han producido hondas alteraciones en los fundamentos de la física del átomo que a su vez modifican las concepciones filosóficas sobre el Universo y sobre el Hombre.

Se consideró poco satisfactoria la existencia de los 92 átomos diferentes que estableciera Mendelejev, y se intuyó la posibilidad de reducirlos a tres partículas elementales, el protón, el neutrón y el electrón, que tendrían como característica la estabilidad.

Luego se describieron múltiples partículas subatómicas inestables que tomaron el nombre genérico de mesones, constituidos por idéntica materia, y de los tres componentes básicos se pasó a uno solamente.

Hoy en día se afirma que sólo existe una única materia, en estados estables como el protón, el neutrón y el electrón, y en estados inestables como los mesones.

Werner Heisenberg se expresa así: “Se ha puesto de manifiesto que la realidad objetiva de las partículas elementales constituye una simplificación demasiado tosca de los hechos y que se debe pasar a concepciones más abstractas.

Lo cierto es que cuando queremos formarnos una imagen de las partículas elementales, nos encontramos ante la imposibilidad de hacer abstracción de los procesos físicos mediante los cuales ganamos acceso a la observación de las mismas….. La cuestión de si las partículas existen “en sí” en el espacio y en el tiempo, no puede plantearse ya en esa forma, puesto que no podemos hablar ya de los procesos que tienen lugar cuando la interacción entre las partículas y algún otro sistema físico, por ejemplo los aparatos de medición, revele el comportamiento de la partícula.

La noción de la realidad objetiva de las partículas elementales se ha disuelto por consiguiente en forma muy significativa:

No en la niebla de alguna noción nueva de la realidad, oscura o todavía no bien comprendida, sino en la transparente claridad de una matemática que describe, no el comportamiento de las partículas elementales, sino nuestro conocimiento de dicho comportamiento.

El físico entiende que su ciencia no es más que un eslabón en la cadena sin fin de las contraposiciones del hombre y la naturaleza, y que no le es lícito hablar sin más de la naturaleza “en sí”. La ciencia natural presupone siempre al hombre y no nos es permitido olvidar que, como lo ha dicho Niels Bohr, nunca somos sólo espectadores sino también actores en la comedia de la vida”.

Uno de los filósofos del siglo XX que más influencia ha tenido en el estudio de las relaciones entre la conciencia y la naturaleza, ha sido indudablemente el francés Maurice Merleau Ponty, fallecido hace treinta años.

En sus libros “La Estructura del Pensamiento” y “La Fenomenología de la Percepción”, señaló la discordancia existente entre la visión que el hombre pueda tener de sí mismo, por reflexión o conciencia, y la que obtiene relacionando sus conductas con las condiciones exteriores de las que depende en forma manifiesta.

La filosofía pontyana, trazada con maestría en esas obras, intenta superar la discordancia que se observa entre el punto de vista reflexivo, o perspectiva idealista, y el punto de vista objetivo, o perspectiva realista. Su problema crucial estriba en saber dónde termina lo percibido y dónde comienza lo pensado y cómo se da el tránsito de lo implícito a lo explícito.

El filósofo parte de la noción de estructura del comportamiento cuyo estudio en los tres órdenes fundamentales del universo, el físico, el vital y el humano, constituye el único método de abordar la realidad.

En el orden físico, el análisis de los hechos nos obliga a reconocer la prioridad del todo como una unidad en la que cabe distinguir, pero no aislar, las partes. En relación al todo, las partes no gozan de individualidad; no poseen propiedades o funciones constantes, no son externas entre sí. Para Merleau Ponty, la Forma o Gestalt, y en particular los sistemas físicos, se definen como procesos totales en los que las propiedades no son la suma de las que poseerían las partes aisladas, sino más bien procesos totales que pueden ser indiscernibles el uno del otro aun cuando sus partes comparadas una a otra difieran en magnitud absoluta.

La forma se nos presenta como un “individuo”, una “unidad interior”, inscrita en un segmento de espacio y resistente a la deformación de las influencias externas. La forma, para Merleau Ponty, no puede definirse en términos de realidad sino en términos de conocimiento, es decir como objeto de percepción.

En el orden vital, se establece además un nexo indisoluble entre la estructura, y la significación que la complementa. Señala que no podría comprenderse biológicamente el organismo reduciéndolo a un conjunto de partes iguales yuxtapuestas en el espacio y existentes unas fuera de otras como sumas de acciones físicas y químicas. Esta “coordinación por el sentido”, que descubre en el organismo una “unidad de significación”, se funda en la originalidad del propio comportamiento animal.

Significación, sentido y valor, no son nociones que se introducen arbitrariamente sino determinaciones intrínsecas del propio organismo.

Toda acción o situación particular, incluso en el caso del comportamiento humano, participa de la estructura del comportamiento total.

El orden físico, el orden vital y finalmente el orden psíquico, representan tres tipos de relaciones o estructuraciones y constituyen una jerarquía en donde la individualidad se realiza cada vez más. Materia, vida y espíritu no pueden definirse como tres ordenes de realidad sino como tres planos de significación o tres formas de unidad.

En el orden humano, la conciencia no es aquella entidad cuya esencia consiste totalmente en conocer. Es primordialmente la conciencia de percepción de las experiencias vividas. La percepción resultará de una acción de las cosas de la naturaleza sobre el cuerpo, y del cuerpo sobre el alma.

Nuestra experiencia externa es la de una multiplicidad de conjuntos significativos para la conciencia que los conoce. Aquello que llamamos naturaleza es ya conciencia de naturaleza, lo que llamamos vida es conciencia de vida, y lo que llamamos psiquismo es ya un objeto de la conciencia.

En la filosofía pontyana, la conciencia no es la facultad separable del cuerpo en que se efectúa. La subjetividad originaria es corporeidad y la conciencia se manifiesta corpóreamente. Merleau Ponty introduce el concepto de “cuerpo propio” como unidad indisoluble de espíritu y materia.

El acto más instintivo no es nunca un acto maquinal sino un acto impregnado de sentido, a la vez que el acto más elevado del espíritu es siempre también un acto corpóreo. El yo, en estas postulaciones, no es la “res cogitans” de Descartes, sino un yo operante cuya unidad engloba todas las percepciones y todos los movimientos del cuerpo.

Cuando estoy de pie y tengo la pipa en mi mano cerrada:

La posición de mi mano no está determinada por el ángulo que forma con mi antebrazo, mi antebrazo con el brazo, mi brazo con el tronco y mi tronco finalmente con el suelo. Sé donde está mi pipa por un saber absoluto y por ello sé donde está mi brazo y dónde está todo mi cuerpo.

La fenomenología del cuerpo propio, -yo soy mi cuerpo y por mi cuerpo estoy presente en el mundo y me inserto en él-, es fundamento de mi existencia y sentido de mi ser como ser-en-el-mundo. Yo soy mi cuerpo, es decir, subjetividad encarnada, intrínseca e inmediatamente comprometida en el seno de una realidad.

La existencia es, por lo tanto, experiencia perspectivista, no pura sucesión de imágenes o representaciones que la subjetividad contemplara más o menos activamente sin estar implicada en ella. En cada momento de la vida somos una cierta perspectiva, la cargamos con nosotros y sólo a partir de ella el resto comienza a presentársenos.

Merleau Ponty designa como “esquema corporal” a la unidad corpórea, es decir, a la posesión indivisa de todos los órganos. La dinámica de tal esquema revela la espacialidad del cuerpo propio y su capacidad para orientarse o situarse en el mundo. Es la esencia concreta de la espacialidad objetiva.

En la idea pontyana, “el cuerpo propio” está en el mundo como el corazón en el organismo; mantiene constantemente en vida el espectáculo visible, lo anima y lo alimenta interiormente formando con él “un sistema”.

Esta unidad corpórea o esquema corporal del plano físico, del vital y del psíquico:

Constituye la totalidad cuya existencia es experiencia perspectiva. Cuando experimentamos un dolor físico intenso, es la totalidad corpórea la que se ve afectada, y lo mismo ocurre cuando una dolencia afecta el núcleo de nuestro psiquismo.

Es precisamente la integridad del esquema corporal, concebida en los términos antes descritos, la que permite que un amputado perciba su miembro seccionado como si aún fuera propio y la que, de igual manera, se afecta sensiblemente cuando se siente agobiada o amenazada por la destrucción parcial o total de la esfera biológica o del psiquismo.

Nos quedaríamos cortos en el análisis de los elementos fundamentales que configuran la relación médico-paciente, si no tomáramos en consideración los aspectos espirituales de los seres humanos, que trascienden y van más allá de los hechos que ocurren en la esfera de lo físico-orgánico y de los que se presentan en el campo del psiquismo.

Tales aspectos espirituales han sido señalados en sus estudios sobre la Persona Humana y el análisis existencial por Víctor Frankl, catedrático de neuropsiquiatría de la Universidad de Viena, recientemente fallecido.

El distinguido psiquiatra austríaco, en su estudio titulado “Diez tesis sobre la Persona”, parte del concepto de que la persona es un in-dividuum, es decir algo que no admite partición, y no se puede subdividir o escindir porque es una unidad. Afirma que incluso en estados patológicos del tipo de la esquizofrenia no se llega realmente a la división de la persona, y que hoy en día ya no se habla de doble personalidad sino de conciencia alternante.

Pero además de ser un in-dividuum, la persona es también in-sumabile, a la cual nada se le puede agregar porque no sólo es una unidad sino una totalidad. A esto se añade que la persona, como tal, no puede propagarse por sí misma; sólo el organismo se propaga a partir del organismo de los padres. La persona, la mente personal, la existencia espiritual, no puede ser propagada por el hombre.

La persona es espiritual, y en virtud de ese carácter, la persona espiritual se halla en contraposición con el organismo psicofísico. Este, el organismo, es la totalidad de los órganos, es decir, de los instrumentos.

La función del organismo es instrumental y expresiva. La persona necesita de su organismo para actuar y expresarse. Como instrumento que es, en este sentido constituye un medio para un fin y como tal tiene valor utilitario. El concepto opuesto al del valor utilitario es el de dignidad; pero la dignidad pertenece sólo a la persona. Le corresponde naturalmente con independencia de toda utilidad social o vital.

Aquel que tiene conciencia de la dignidad de cada persona siente también absoluto respeto por la persona humana, por el enfermo, por el incurable y por el insano irreversible.

Quien ve solamente el organismo psicofísico y pierde de vista la persona que se halla detrás, es el médico absolutamente técnico para quien el hombre enfermo es solamente el hombre máquina al que he hecho referencia anteriormente.

Los aspectos espirituales de la persona humana, en el sentir de Frankl, no son alcanzados por la fisiología ni tampoco por la psicología. Están más allá de estos dos campos de estudio del ser humano.

Por otra parte, la persona es existencial, con lo cual se quiere decir que no es fáctica ni pertenece a la facticidad. El hombre, como persona, es un ser facultativo; él existe de acuerdo a su propia posibilidad, por la cual o contra la cual puede decidirse. Ser hombre es ante todo ser profunda y finalmente responsable.

Con esto también se quiere decir que es mucho más que meramente libre. En la responsabilidad se incluye el para qué de la libertad humana, aquello para lo que el hombre es libre, en favor de qué o contra qué se decide.

En la postulación de Frankl, la persona es yoica, y el Yo no se puede derivar del Ello como lo sugiriera Freud. Pero se admiten en ella los aspectos inconscientes del Yo y se diferencia el inconsciente instintivo, que aceptan los psicoanalistas, del inconsciente espiritual. Señala Frankl que al inconsciente espiritual, “le concierne la fe inconsciente, la religiosidad inconsciente como relación innata, inconsciente y a menudo reprimida del hombre con la trascendencia”.

La persona no es sólo unidad y totalidad en sí misma.

En ella está presente la unidad fisico-psíquico-espiritual, y la totalidad representada por la criatura “hombre”. El hombre, entonces, representa un punto de interacción, un cruce de tres niveles de existencia o de tres dimensiones, la física, la psíquica y la espiritual, pues es unidad y es totalidad.

Pero dentro de esta unidad y totalidad, lo espiritual del hombre se contrapone a lo físico y lo psíquico. Si se proyecta al hombre, desde el ámbito espiritual que le corresponde naturalmente, al plano de lo meramente psíquico o físico, se sacrifica, no sólo una dimensión sino justamente la dimensión humana.

El aspecto espiritual del ser humano que lo diferencia del animal, es su capacidad de trascender y de enfrentarse consigo mismo. La persona no se comprende a sí misma sino desde el punto de vista de la trascendencia; más que eso, el hombre es hombre sólo en la medida en que se comprende desde la trascendencia; y también es sólo persona en la medida en que la trascendencia lo hace persona.

Ideas similares sobre la trascendencia y la conciencia autoreflexiva, producida a través de siglos de evolución, han sido expresadas magistralmente por Pierre Teilhard de Chardin en su célebre libro “El Fenómeno Humano”.

En forma análoga a Merleau Ponty, Frankl se refiere al sentido de la existencia o de la vida en términos más espirituales que los que se advierten en las postulaciones del filósofo francés. A la manera kantiana, considera la fe del hombre en el sentido de su propia existencia como una de las patologías del espíritu de la época actual, y recuerda las palabras de Albert Einstein quien se expresó así: “Quien siente su vida vacía de sentido, no solamente es desgraciado sino que es apenas capaz de sobrevivir”.

En la búsqueda del sentido de la vida, el hombre es guiado por su conciencia que podría definirse como la capacidad de percibir totalidades llenas de sentido en situaciones concretas de la vida.

Refiriéndose al análisis existencial que preconiza, dice Frankl: “No podemos dar un sentido a la vida de los demás. Lo que les podemos brindar es únicamente mostrar el ejemplo de lo que somos, ya que la respuesta al problema final de la vida humana no puede ser intelectual sino sólo existencial”. Múltiples han sido las respuestas, optimistas unas y nihilistas otras, que intentan dar al interrogante del sentido de la vidas las filosofías existencialistas del siglo XX, desde Kirkegaard y Bergson hasta Heidegger y Sartre.

Decía al comienzo que la relación médico-paciente es ética siempre y que si toda ética descansa sobre la visión religiosa del mundo, la relación médico-paciente se encontraría siempre arraigada en una determinada posición del espíritu frente a la religión.

No quiero significar con esto la religión entendida como teología sistemática, ceremonias de culto y organizaciones eclesiásticas, sino aquello que William James, en su libro “Las Variedades de la Experiencia Religiosa”, llama el sentimiento religioso, es decir, la religión personal en la que confluyen las disposiciones interiores del hombre mismo, su conciencia, sus merecimientos, su impotencia y su sensación de ser incompleto, y cuyos actos morales son personales, no rituales.Aquella religión personal en la que se establece una relación directa, de corazón a corazón, de alma a alma, entre el Hombre y su Hacedor.

La religión personal está relacionada con los sentimientos, actos y experiencias de los seres individuales en su intimidad, en tanto que se establecen y mantienen en relación con aquello que consideran como divino.

Por divino se entiende aquella realidad primaria a la cual el individuo se siente impelido a responder con solemnidad y gravedad; no como sometido a un yugo que doblega, sino como una sensación de bienaventuranza que oscila entre la serenidad amable y el gozo espiritual infinito.

El sentimiento religioso confiere al hombre una nueva visión de su vida que ninguna otra parte de nuestra naturaleza puede llenar con éxito.

Todos los elementos que he mencionado, desde los planos físico, biológico y psíquico hasta el espiritual y el sentimiento religioso, se encuentran indisolubles en el núcleo de la Persona Humana en tanto que es unidad y totalidad.

Es la totalidad de la Persona Humana del médico la que debe actuar frente a la totalidad de la Persona Humana del paciente, en una relación interpersonal que no puede ser otra que única.

La relación médico-paciente así concebida, ha adoptado modalidades diferentes en las distintas épocas históricas según las condiciones socio-económicas y políticas existentes en un momento dado en diferentes culturas y áreas geográficas. Pero siempre se trata de una relación única en su base fundamental del encuentro ocasional de dos Personas en función de lograr como objetivo común la salud del enfermo.

Las diversas modalidades de la relación médico-paciente, adecuadas o inadecuadas, completas o incompletas, no son iguales si el tipo de relación es meramente humanitaria y de misericordia, como la de la medicina que se practicaba en los antiguos hospitales de caridad; o si se trata de una relación fundamentalmente académica o universitaria en la que prive la necesidad del médico de adquirir el conocimiento científico apoyándose muchas veces en excesos de técnica.

Es diferente si la tecnología del profesional predomina sobre todos los demás aspectos de la relación, y la modifica negativamente si transforma al paciente en un mero objeto de estudio y ensayo.

Es también distinta cuando se establece la relación sobre un trasfondo de sistemas contractuales en los cuales la intervención de un tercer elemento, el asegurador, modifica los términos y las buenas circunstancias de la relación, lo que se torna cada vez más evidente en los sistemas de medicina prepagada de la actualidad, y en razón a las disposiciones legales que bajo el término de mala práctica ponen en guardia al médico en su ejercicio profesional.

El mundo occidental, del que formamos parte, es heredero cultural de sociedades ya desaparecidas que nos legaron concepciones filosóficas y religiosas, disposiciones jurídicas, formas de arte y maneras de pensar que, decantadas a través de los tiempos y adicionadas por nuevas ideas que en buen o en mal sentido las han modificado, constituyen la estructura vital de nuestras sociedades actuales.

En el campo de la relación médico-paciente, se revelan huellas de concepciones y modos de actuar del pasado que aún en nuestro tiempo conservan una cierta vigencia. Ejemplo de esta afirmación es la distinción que existía en la antigua Grecia entre los médicos de esclavos y los médicos de hombres libres, que en nuestros días se encuentra representada por la diferencia establecida entre médicos de ricos y médicos de pobres, o entre los médicos que ejercen la práctica privada y los profesionales que la practican dentro del marco de las diversas formas de seguridad social o medicina de prepago.

Esta doble modalidad del ejercicio médico en la sociedad esclavista griega tenía su razón de ser dadas las condiciones socio-económicas y políticas de la época, pero en nuestros tiempos, revela una indudable falla en la relación del médico con los grupos menos favorecidos de la escala social, tal como se advierte en los sistemas de relación médico-paciente de la actualidad.

Platón en uno de sus más importantes diálogos:

“El Banquete”, señaló las diferencias existentes entre el “eros”, o amor, y la “philia”, o amistad, en sus distintas analogías y relaciones, para concluir indicando que la meta de la amistad es la perfección de la naturaleza humana, en individuaciones de esa naturaleza como son los amigos, o los pacientes en el caso de la profesión médica.

En medicina, aún se utilizan términos que expresan la “philia” del médico por el paciente cuando se habla de filantropía o amor al hombre, y de filotecnia o amor al arte, entendiéndose por ésta el arte de curar.

Además, todavía se utiliza la palabra “tekhne”, vocablo de donde se derivan técnica y tecnología, empleada como un saber, en el sentido de qué se hace y porqué se hace; en síntesis, un saber hacer según el “qué” y el “por qué”.

Para los médicos hipocráticos, existían dos modos de enfermar cualitativamente distintos entre sí, según se tratara de si el paciente estaba afectado por enfermedades originadas “por necesidad” de la naturaleza, que tendrían carácter incurable o mortal, o por enfermedades que aparecen “por azar”, que serían susceptibles de ayuda técnica.

Las primeras, se concebían como desórdenes morbosos regidos por una misteriosa e invencible necesidad de la naturaleza, frente a las cuales la tekhne del hombre sólo podía manifestar su impotencia. Las segundas, admitían la intervención del médico, uno de cuyos papeles fundamentales era establecer, según los signos pronósticos, si el proceso morboso era obra de la necesidad o bien producto del azar.

Si la enfermedad era una producto de “la necesidad de la naturaleza”. El médico debía resignarse con honda veneración religiosa a su impotencia terapéutica y aceptar que toda técnica tiene sus límites.

En el Corpus Hipocraticum:

Se señalan las características que debe tener el médico para lograr una buena relación con el paciente. “El médico, dice, vestirá con decoro y limpieza y se perfumará discretamente porque todo eso complace a los enfermos; será honesto y regular en su vida, grave y humanitario en su trato. Sin llegar a ser jocoso y sin dejar de ser justo, evitará la excesiva austeridad…. Entrado a la habitación del enfermo. El médico deberá recordar la manera de sentarse, la continencia, el indumento, la gravedad, la brevedad en el decir, la inalterable sangre fría, la diligencia frente al paciente, el cuidado, la respuesta a las objeciones”.

Si se trataba de enfermos esclavos, su atención no estaba a cargo de médicos sino de empíricos, cuya comunicación verbal con el paciente era mínima. Si se trataba de enfermos ricos y libres, el médico hipocrático tradicional ilustraba al enfermo mediante “bellos discursos”, por medio de los cuales se persuadía al enfermo de que el remedio que se la iba a administrar era el más adecuado, individualizando el tratamiento de un modo más perfecto que el meramente cuantitativo.

Pero además de ilustrar al paciente sobre la enfermedad y sus tratamientos, y de persuadirlo para obtener su aceptación, algunos médicos establecían una medicina pedagógica cuya norma era seguir día a día el curso vital del enfermo a la manera como el pedagogo va siguiendo los pasos del niño que cuida. El empleo abusivo del método pedagógico, y por lo tanto la excesiva individualización somática y biográfica de los tratamientos, era perjudicial.

En opinión de Platón.

Tal sistema debería ser proscrito en toda polis que aspire a la perfección. Esto le conducía a proponer, para su ciudad perfecta, un cuerpo médico “que cuide de los ciudadanos de buena naturaleza anímica y corporal pero que deje morir a aquellos cuya deficiencia radique en sus cuerpos, y condene a muerte a quienes tengan un alma naturalmente mala e incorregible”.

En el alma del hombre, dice Lain Entralgo, existe un “instinto de auxilio”, que en la ética médica hipocrática podía ser incrementado o debilitado por la educación para que fuera humanamente eficaz. El rasgo más central y meritorio de la ética hipocrática consistió en aceptar, interpretar y potenciar técnicamente ese instinto de auxilio al semejante enfermo.

Estoy de acuerdo con Lain Entralgo cuando dice que a través de tantos cambios algo, sin embargo, perdura constante de la medicina antigua: la actitud del médico frente al enfermo, esquemáticamente reducible a dos tipos diferentes, uno menos noble y otro más noble. Los médicos pertenecientes al primero, practican su técnica movidos principalmente por un vehemente afán de prestigio y de lucro; los médicos integrantes del segundo son, por supuesto, técnicos profesionales y hombres sensibles a la atracción que sobre el alma humana ejercen el renombre y el dinero; pero el móvil que últimamente los ha llevado a ser “técnicos” de la medicina y a actuar como tales, es el doble amor a la naturaleza y al arte de curar.

Con el advenimiento del Cristianismo se afirmó que el hombre.

Entre todas la criaturas del mundo, es la única creada “a imagen y semejanza de Dios”. Al aforismo aristotélico de “Ama a tu amigo como a tí mismo”. El cristianismo contrapuso el “Ama a tu prójimo como a tí mismo”; y “prójimo” ó “próximo” puede y debe ser cualquier hombre, como lo señala la parábola del buen Samaritano.

Desde el punto de vista cristiano, la perfección de la naturaleza física no es condición suficiente para la perfección de la persona. La bondad moral del hombre, la perfección de su persona, no es consecuencia de la perfección de su naturaleza física.

La filantropía helenística fue notablemente ampliada por el Cristianismo. Para el cristiano primitivo, la enfermedad, ademas de ser un desorden más o menos duradero de la naturaleza del paciente, era un evento personal del hombre que la padecía, y poseía en su estructura una dimensión esencial, religiosa y moral, tanto en orden a la condición humana general como respecto de la singularísima persona afectada.

Se consideró que la enfermedad es causa de aflicción, y que rectamente soportada es signo de distinción sobrenatural. Muchos de los pasajes evangélicos establecieron una relación análoga entre “salud” y “salvación”, por un lado, y “enfermedad” y “pecado” por el otro.

Desde el punto de vista social, el médico cristiano estableció la condición igualitaria del tratamiento.

La acción misericordiosa del médico debía ejercerse en la persona del enfermo, del ser doliente:

Cualquiera que fuese su condición social o económica; en consecuencia, el tratamiento había de ser practicado con independencia de la condición social del enfermo. A diferencia de los griegos, frente a los enfermos incurables o moribundos el médico cristiano, y como él todos los miembros de su comunidad, se creían en el deber de prestar ayuda técnica y caritativa a pacientes para cuyas dolencias, muchas veces, ya nada era capaz de hacer el arte de curar.

Se estableció la ayuda gratuita por caridad al enfermo menesteroso, y se incorporaron prácticas religiosas en el cuidado del enfermo, tales como la oración, la unción sacramental y en algunos casos el exorcismo.

En la temprana edad media, la Regla de San Benito establecía que la asistencia médica debía ser prestada a los enfermos como si en verdad se prestase al mismo Cristo. A partir de esa época, la asistencia médica fué pasando a sacerdotes tanto del clero secular como del regular.

Pero, por otra parte, la amistad del médico con su paciente, recibió en ocasiones la impronta de la situación feudal y la mentalidad ordálica de aquellas sociedades, como lo demuestra con bárbara elocuencia la conducta de Austriquilda, esposa del rey Gonthan, con sus médicos Nicolás y Donato: en el año 580 cayó enferma, y sintiéndose próxima a morir, pidió a su marido que ordenase decapitar a los dos médicos que la habían asistido porque los remedios por ellos prescritos se habían mostrado ineficaces. El deseo de la moribunda se cumplió fielmente, según la crónica de Gregorio de Tours, a fin de la señora no entrase sola al reino de la muerte.

Siglos más tarde:

Suspendida la vigencia social de la mentalidad ordálica al condenarse oficialmente la ordalía por el Concilio de Letrán de 1216. El pensamiento común de los médicos de la baja Edad Media consideró que la enfermedad era real, no un ente de razón; que siendo real, en cuanto tal, no poseía realidad sustantiva; que no siendo sustancia, era un accidente de la sustancia del individuo que la padecía. Se pensó que le enfermedad, como afección morbosa, poseía un sentido que ponía a prueba la condición moral del hombre: si la enfermedad generaba desesperación o ira, era ocasión de pecado, en tanto que era meritoria si se tomaba como un sufrimiento no merecido que cristianamente se acepta y se ofrece.

La medicina medieval tardía, con el tránsito de la asistencia médica monástica a la acción de la práctica profesional de los laicos, formados en Salerno y en las nacientes Universidades europeas, era todavía una medicina promovida por la caridad que se expresaba en la “Amicitia Christiana” hacia la persona del enfermo, y fué esencialmente igualitaria en los centros monásticos, aunque Armando de Villanova señalaba sin ambages dos modos de atender al enfermo: la “medicina para ricos” y la “medicina para pobres”.

La vinculación entre el médico y el enfermo fué cristianamente entendida. Médicos y enfermos encontraron que el fundamento de su mutua relación era la amistad médica cristiana.

Luego vino el Renacimiento y el afán de conocimiento y de creación de belleza condujo al desarrollo del humanismo en todos los ámbitos de la ciencia y el arte.

En la España de Carlos V, la versatilidad de los médicos era tal, que a finales del siglo XVI la cuarta parte de los 541 libros médicos editados en el continente en el curso de 125 años tenían que ver con temas no totalmente relacionados con la medicina. Esta amplitud de visión del médico, necesariamente tenía que reflejarse en su relación con el paciente.

Algunos títulos de libros de esa época, publicados en Sevilla, Toledo y otras ciudades españolas, reflejan la mentalidad de la época: “Crónica e historia universal general del Hombre”, de Juán Sánchez Valdés de la Plata. “Examen de los ingenios para las ciencias”, del doctor Huarte de San Juan; “Conservación de la salud del cuerpo y del alma”, de Blas Alvarez de Miramar; “Las lágrimas de Angélica”, de Luis Bartolomé de Soto, y los “Discursos del amparo de los legítimos pobres”, de Cristóbal Pérez de Herrera.

La Reforma de Martín Lutero generó en toda Europa, y muy especialmente en España, un movimiento contrario, la Contrareforma, cuyas características de severidad se hicieron sentir en las regiones sometidas a la autoridad de Felipe II. La vida cultural y científica de España se transformó cuando el monarca cerró virtualmente las puertas españolas a toda influencia que pudiera generar la Reforma protestante en España. Con la mira de defender la religión católica se impidió todo contacto con universidades extranjeras, y bajo penas severísimas de confiscación y destierro la juventud española que se formaba en París y Montpellier se vio forzada a regresar a la Península.

Los médicos de la época de Felipe II:

En consecuencia, carecieron de la amplitud humanística que caracterizó a los de la época de Carlos V; fueron más científicos si se quiere, pero sometidos a la voluntad del todopoderoso monarca. Un ejemplo patente de la intervención de la autoridad en la relación médico-paciente se puede encontrar en las vicisitudes del tratamiento del hijo de Felipe II, el tristemente célebre príncipe Carlos, inmortalizado siglos después por Schiller en el teatro y por Verdi en la ópera, que relato con más detalles en otro capítulo del libro.

Las múltiples juntas médicas que se realizaron para estudiar la enfermedad del príncipe y para determinar la conducta terapéutica, fueron presididas por el monarca o, en su defecto, por el Duque de Alba. La trepanación del cráneo del príncipe fue dirigida por el propio Duque, quien para fortuna del enfermo ordenó suspenderla en sus fases iniciales a los médicos del heredero al Trono, don Bartolomé Hidalgo de Agüero, don Dionisio Daza Chacón, y el inmortal Vesalio, quien por esa época era médico de la corte española.

La medicina se fue constituyendo como una actividad científica en la medida en que la creciente investigación descubría y explicaba los fenómenos fisiológicos y fisiopatológicos.

El desarrollo de la ciencia entre los siglos XVII y XIX fue inmenso, y el cambio de orientación de la relación médico-paciente se fue dirigiendo cada vez más hacia la que podía imperar, gracias a una asistencia hospitalaria bien organizada, en centros prestigiosos como la Salpetriére en París, el Guy´s Hospital en Londres y la Allgemeine Krankenhaus en Viena.

Se fue estableciendo la práctica del “médico de cabecera” que habría de ser sustituido en el siglo actual por el especialista, y finalmente se institucionalizó la medicina privada.

Para los historiadores contemporáneos de la ciencia:

Como el profesor Bernard Cohen de la Universidad de Harvard, las tres más grandes revoluciones intelectuales de los últimos cien años están relacionadas con los nombres de Karl Marx, Charles Darwin y sobre todo Sigmund Freud.

Con independencia de que el psicoanálisis freudiano ortodoxo se considere o no como ciencia, o se le relacione más con una filosofía e inclusive con una religión. El hecho es que su impacto en el campo de la medicina ha sido enorme y que las concepciones psicológicas, después de Freud, han tenido vastas repercusiones en el diagnóstico y el tratamiento de entidades patológicas y en el conocimiento mismo del hombre.

En el campo de la relación médico-paciente, al nexo que vinculaba entre sí al terapeuta y al enfermo, la antigua philia, se le llamó transferencia. En sus “Estudios sobre la Histeria”, Freud describió esa particular relación afectiva que en el curso de la terapia analítica suele establecerse entre el médico y el paciente, y la concibió como una transferencia a la vez necesaria y perturbadora. La transferencia presupone en el paciente honda confianza en el médico y se la encuentra en toda actividad médica que exija una colaboración con el enfermo y tienda a una modificación de su estado psíquico.

El manejo de la transferencia, que es condición indispensable para la resolución del problema psicológico, es la pieza central del tratamiento psicoanalítico. La actitud del médico, en cuanto a saber escuchar e interpretar el material suministrado por el paciente, es la ayuda técnica que se le presta al enfermo para la adecuada solución de sus conflictos.

Freud estableció inicialmente la regla de la “pasividad” del médico:

Según la cual, éste debe conducirse como una pantalla neutra respecto a las expresiones y actitudes del paciente. Psicoterapeutas posteriores, incluso de corte analítico, consideran, sin embargo, que para la adecuada y pronta solución de los conflictos se requiere de la intervención activa del médico en la relación analítica.

El fenómeno complementario de la transferencia es la contratransferencia, que implica el revivir de situaciones transferenciales en el alma del terapeuta, como consecuencia de la cura analítica, y la consiguiente proyección de las mismas sobre la persona del paciente.

Spitz define la contratransferencia como una reacción espontánea del analista a la personalidad del paciente. Este proceso se resuelve en formas inconscientes que alcanzan expresión en la actitud del analista; actitud que a su vez conduce a producir modificaciones en la transferencia del enfermo.

A la interpretación clásica, erótica si se quiere, del psicoanálisis ortodoxo freudiano, Adler y los adeptos a la “psicología individual” piensan que el fenómeno de la transferencia debe ser interpretado desde el punto de vista del instinto del poder de Jung, y la refieren al inconsciente colectivo en que se halla implantada el alma del enfermo.

No es habitual hablar de transferencia y contratransferencia en la relación ordinaria médico-paciente, términos que se reservan habitualmente para las relaciones psicoanalíticas. Sin embargo, es claro que fenómenos análogos ocurren en la relación médico-paciente ordinaria y condicionan, como lo expresé en un comienzo, la situación de tensión ambivalente de las tendencias espontáneas y antagónicas hacia la ayuda y el abandono que se suscitan en el médico que se enfrenta a la enfermedad.

Ser médico, dije antes, es hallarse habitual y profesionalmente dispuesto a una resolución favorable de la tensión ayuda-abandono.

En el curso de las últimas décadas se han venido presentando cambios importantes en el ejercicio de la profesión médica que influyen notablemente en la relación médico-paciente.

El desarrollo impresionante de la tecnología médica y la ampliación de los conocimientos, hacen que el profesional de nuestra época se vea precisado a solicitar la ayuda técnica de sus colegas para el diagnóstico y tratamiento de sus enfermos. Esto es especialmente evidente, y en ocasiones dramático, en el caso de pacientes graves o complicados que necesitan atención especializada en las llamadas Unidades de cuidado intensivo.

Hoy en día, el costo de la asistencia médica es considerable y está por fuera de los presupuestos de salud de una persona corriente, lo que ha conducido al desarrollo de sistemas de atención médica de diferentes tipos, generalmente agrupados bajo el nombre de Sistemas de medicina prepagada. En los sistemas de medicina de prepago. El paciente es más consciente de su derecho a ser asistido, y el médico menos libre en el ejercicio de una medicina antiguamente llamada liberal.

Las nuevas situaciones creadas se reflejan en la modalidad de la relación médico-paciente de los tiempos actuales, al igual que en otros tiempos se reflejaron también en la relación médica al superarse la esclavitud, al minimizarse el sentido mágico de la medicina, al desarrollarse el método experimental y la medicina científica, al establecerse la medicina privada y las modernas concepciones psicoanalíticas, y finalmente, al implantarse en la actualidad la socialización de la medicina.

Todas estas etapas de la historia:

Tan distintas unas de otras, con modalidades diversas de relación médico-paciente, tienen, si se analizan en profundidad, un común denominador: el encuentro de una totalidad, la del médico, con otra totalidad, la del paciente, empeñadas en lograr el objetivo común de recuperar la salud del enfermo.

Pero, es la totalidad del médico en sus aspectos físicos y biológicos, psicológicos y espirituales la que forma la base de una buena relación con el enfermo, independientemente de las circunstancias coyunturales en que se desarrolle tal situación en los tiempos presentes. Es el médico, consciente de su misión profesional, plenamente identificado con la esencia de la medicina que practica. El que puede lograr el encuentro de su propia conciencia con la confianza que le entrega su enfermo.

Pero para lograr que la relación médico-paciente se obtenga en la mejor forma posible, los médicos y los enfermos tienen deberes ineludibles que cumplir. Del lado del paciente, sus obligaciones para con el médico se sintetizan en tres: lealtad en la correcta información que le suministra sobre la enfermedad, confianza en la pericia médica del profesional, y por ende, obediencia a sus prescripciones; y finalmente, distancia, la afectuosa distancia que evita que la confianza y la amistad dejen de ser transferencia útil y se truequen en transferencia perniciosa.

Del lado del médico, las obligaciones para con el paciente se centran en el cumplimiento de la regla de oro del arte de curar, cual es la búsqueda del bienestar del paciente. Para lograrlo, no basta simplemente poseer habilidad adecuada y conocimientos sobre el arte, ampliados con elementos técnicos suficientes.

Es necesario que el médico ponga a la disposición del enfermo:

En la noble misión de curar o consolar, todas sus fuerzas biológicas, físicas y espirituales, que permitan establecer los diagnósticos acertados e implantar los tratamientos pertinentes. Impregnarse y comprender con benevolencia, como si fueran propios, los sentimientos de aceptación y de rechazo del paciente, captando y entendiendo serenamente sus actitudes, sus angustias y sus depresiones. Estimar el grado de información que debe dar al enfermo sobre sus dolencia, valorando cuidadosamente la forma y la oportunidad de suministrarla.

Entender cuán importante es muchas veces el silencio frente a la abundancia de palabras. Establecer la afectuosa distancia que él mismo le pide al paciente, y estar en todo momento bien dispuesto a entregar al enfermo, con generosidad y altura, su amistad invariable y lo mejor de su saber profesional.

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