Ideas de Vida y Muerte en Culturas Orientales, 1 Parte

Capítulo 5

ADOLFO DE FRANCISCO ZEA, M.D

(Presentación del retrato del doctor Luis Zea Uribe. Academia Nacional de Medicina. Sept. 29, 1994. “Medicina”, 38:31, Nov. 1994).

Es muy placentero para mí en la tarde de hoy entregar a la Academia Nacional de Medicina el retrato del doctor Luis Zea Uribe, mi abuelo, quien fuera miembro de la Corporación por largo tiempo y presidiera sus destinos de 1928 a 1930.

Y es especialmente significativo par mí, por ser el doctor Gilberto Rueda Pérez, mi compañero de estudios y amigo de siempre, quien ocupa hoy con lujo y distinción la Presidencia de la Academia.

El retrato es copia del que fuera pintado por el célebre miniaturista y retratista bogotano Luis Felipe Uzcátegui hace varias décadas y hace justicia a las inmensas calidades de su espíritu:

La frente amplia que traduce una inteligencia prodigiosamente lúcida, rápida y penetrante hasta lo maravilloso. Como lo señalara Armando Solano, y una mirada serena y bondadosa que rubricaba toda la labor de su inteligencia, siempre renovada por el estudio y siempre humanizada por el sentimiento.

Las líneas delgadas de su boca y el mentón recio del estudioso que además de adquirir amplios conocimientos médicos. Incursionó con su microscopio monocular en el mundo de lo infinitamente pequeño, y apreció con su telescopio el mundo de lo infinitamente grande.

Quizás fue el estudio de las maravillas del universo lo que lo llevó a investigar en el campo de los fenómenos espiritualistas, que hoy caen dentro de la órbita de la psicología y la parapsicología, para lo cual estaba admirablemente dotado.

Allí adquirió la certeza absoluta de la existencia del más allá y de un Dios inefable pleno de bondad, y ordenó su vida entera a adquirir el Conocimiento. A impregnar todos sus actos con un alto sentido de la ética y a buscar el perfeccionamiento personal en la existencia terrena, que en su sentir. Habría de permitirle en sucesivas encarnaciones acercarse cada vez más a la perfección.

Sus experiencias en el campo espiritualista y sus consideraciones de índole filosófica quedaron plasmadas en su libro “Mirando al Misterio”, publicado en París en 1922.

He querido distraer la atención de la Academia en la tarde de hoy para hablar de un tema muy a fín a mis preocupaciones intelectuales y espirituales.

El de las “Ideas de Vida y Muerte en Culturas Orientales”, como homenaje a la memoria del doctor Luis Zea Uribe. Quien también se ocupaba seria y constantemente de lo que algunos llaman sin razón “las cosas inútiles”.

Disertar sobre temas de antropología y de mitología, tocar el campo de las religiones y las filosofías. Podría parecer una osadía por tratarse en mi caso de asuntos al parecer lejanos de mi órbita profesional de internista y de cardiólogo. (Lea También: Ideas de Vida y Muerte en Culturas Orientales, 2 Parte)

No lo es, sin embargo, si se tiene en cuenta que se trata de un intento por profundizar un poco más en asuntos de mi interés intelectual. Muy cercanos al ejercicio de la medicina, como es el tema de la vida y la muerte.

Muchas de las ideas y concepciones del doctor Zea Uribe, nutrido en la cultura occidental, son claramente análogas a las que se encuentran en el Hinduismo y en el Budismo, ideas y concepciones que han plasmado las características de los habitantes del subcontinente asiático tanto en el pasado como en la actualidad.

Su creencia, por ejemplo, en la reencarnación y la forma como la concebía, guarda extraña similitud con el pensamiento oriental en la rueda de la vida del dios Shiva.

De la misma manera, su idea del Dios único, no antropomorfo como el del Antiguo Testamento. Es análoga a la existencia del Brahman, o el Atman o Realidad Profunda de los Upanishads.

La vida misma de Zea Uribe

Orientada a adquirir no sólo conocimientos amplios sobre múltiples cosas. Sino Conocimiento en el sentido abstracto de la palabra.

A servir a sus semejantes desinteresadamente y con el alto sentido ético que presidió todos sus actos. Su desprendimiento del lo mundanal y terreno que lo hermanaba con Epicteto, uno de sus filósofos de cabecera.

Y la riqueza moral que atesoró en su corazón, guardan una notable similitud con las enseñanzas impartidas a sus discípulos por los grandes pensadores que escribieron los himnos religiosos de la India. Que legaron joyas de poesía y de filosofía como el Bhagavad Gita y los Upanishads, y que se concretan en el siglo actual en figuras dignas de admiración y de respeto como el Mahatma Gandhi y el admirable poeta bengalí Rabindranath Tagore.

En abril de 1957. Una expedición arqueológica de la Universidad de Columbia dirigida por el antropólogo Ralf Solecki. Desenterró los restos de un hombre adulto muerto sesenta mil años atrás en la cueva Shanidar en el norte de Iraq.

Los restos pertenecían a un hombre de constitución robusta, musculoso a juzgar por las zonas de inserción de los tendones en los huesos, de cráneo un poco aplanado y frente huidiza. Cuya cara hacía protrusión hacia adelante y cuyo andar. Dde acuerdo a la conformación del esqueleto, había sido seguramente inclinado y vacilante. (Ver: Sobre Ideas de Vida y Muerte, Introducción)

Homo neanderthalensis

Se le reconoció como un Homo neanderthalensis, especie o subespecie de convivió por largos años con el Homo sapiens de Cromagnon, en diversas áreas de Africa, de Europa y de Asia Occidental.

Pero lo más importante no eran los restos mismos de este hombre de Neanderthal sino el hecho sorprendente de que había sido enterrado cubierto de flores.

En efecto. Las investigaciones de científicos del Museo del Hombre de París, encabezados por la antropóloga Arlette Leroi-Gourhan. Encontraron cinco variedades de pólenes fosilizados de plantas que cubrieron y enmarcaron el sitio del entierro.

Algunas de ellas eran simples retamas y cardos espinosos que habían servido de soporte a flores de malva rosadas, almizcleras perfumadas, alisos y colas de caballo.

El hallazgo del entierro de flores hizo pensar a Solecki que el amor por la belleza se encuentra más allá de los límites de nuestra especie y que no podríamos negar en adelante a los hombres primitivos la posesión de una amplia gama de sentimientos y experiencias humanas.

Para afirmar la humanidad de los hombres de Shanidar

Solecki no se apoyó en le hallazgo de utensilios de piedra o en alguna evidencia de estrategias sofisticadas de subsistencia. Sino en ese entierro ritual de flores que hacía presumir la existencia de algún tipo de lenguaje, un cierto grado de conciencia, y un desarrollo inicial de ideas mitológicas en esos seres primitivos de hace sesenta mil años.

Los antropólogos modernos han dedicado sus esfuerzos a precisar la época en la que apareció el lenguaje en el curso de la evolución de los homínidos así como su presencia en especies anteriores y paralelas al Homo sapiens, como es el caso del hombre de Neanderthal.

El estudio de las huellas dejadas por el cerebro en los cráneos fosilizados permite suponer que hace dos millones de años. Existían ya áreas cerebrales lo suficientemente desarrolladas como para servir de base a cierto tipo de lenguaje en cerebros que aún no habían alcanzado el desarrollo que se encuentra en el hombre actual.

De igual manera, se han interesado también en la evolución de los órganos de fonación que, con el correr del tiempo, y al igual que ocurre en el desarrollo del niño actual. Fueron descendiendo anatómicamente en el cuello para permitir la vocalización que, a su vez, depende fundamentalmente de la forma de la cavidad oral y de los labios, y que modifica los sonidos producidos en la laringe. La expansión de ésta es la clave de nuestra capacidad para producir un lenguaje totalmente articulado.

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