La Muerte, en el Contexto de los Evangelios Sinópticos

Evangelios Sinópticos

En los evangelios sinópticos de Mateo, Marcos y Lucas, llamados así porque consisten en una colección de homilías e historias que circularon de manera oral entre los creyentes dos o tres décadas antes de ser escritos, dos son los temas fundamentales: la creencia de Jesús en un Dios único, capaz de proveer todo lo necesario a aquellos que buscan fielmente su justicia, y el amor incondicional para con Dios y para con el prójimo.

Su prédica se centraba en enseñar a las personas la adecuada relación con Dios mediante el arrepentimiento, y la adecuada relación de unos con otros a través del perdón.

La muerte, es ciertamente un hecho inevitable, pero dentro del panorama de la vida de una persona religiosa, es un hecho infinitamente menos importante que la obediencia a Dios y el amor al prójimo.

Sin embargo, frente a su propia muerte, Jesús experimenta la variedad de emociones que se podrían esperar de un mortal ordinario. Al temor, en sus horas finales, se agregan los sentimientos de traición y abandono por parte de sus amigos.

Dice San Lucas en 22:42-44:

“Padre si quieres, aparta de mí este cáliz; sin embargo, no se haga mi voluntad sino la tuya. Y estando en agonía oraba más intensamente; fué su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra”. En Mateo 27:46: “Eli, Eli, lemá sabaktani”, que quiere decir, “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?” Esto es más que temor a la muerte. Es el temor a que su vida hubiera sido en vano.

Para los evangelios sinópticos la muerte tiene un carácter de inevitable histórico.

La continuidad ofrecida frente a la muerte, no es la supervivencia de un alma purificada, sino un estilo moral de vida, una manera de vivir con los otros.

La muerte no es descrita como un mal, como un destino injusto, como una distorsión de la naturaleza, ni como una tragedia humana.

Lo más importante es que la muerte no es vista como lo opuesto a la vida, sino como un paso a lo trascendente, al más allá. En ese sentido, los relatos sobre la resurrección de Cristo indican que su muerte fue exitosa al extender su vida a la vida de sus amigos. Gracias a su muerte, éstos prosiguieron la obra que él había emprendido comprendiendo que el propósito mismo de su vida era ofrendársela a otros.

En el cuarto evangelio, el de Juan, se establece la idea de que, al igual que en la tradición judía, el mundo es bueno en sí mismo y no malo. El mal proviene del falso y voluntario conocimiento acerca del mundo.

En el capítulo 8:31-32 lo expresa así: “Entonces dijo Jesús a los dirigentes judíos que le habían creído: “Vosotros para ser de verdad mis discípulos, tenéis que ateneros a ese mensaje mío. Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres”. La vida eterna, para San Juan, no es entonces una liberación del cuerpo o una liberación del mundo sino de la ignorancia. Es vivir en el mundo tal y como éste es de verdad.

La visión de Juan surge de manera vívida en su narración de los acontecimientos al rededor de la muerte y la resurrección de Jesús. Su unidad con el padre elimina cualquier sentimiento de temor o abandono.

No suda sangre, ni ora pidiendo fuerza para soportar la muerte como en los evangelios sinópticos. Según Juan, (19:30), sus últimas palabras fueron:

“Todo está consumado”, expresión de confianza en que lo que era necesario hacer había sido hecho en su existencia terrenal. Que su vida mortal fue completa, y que su muerte no fué en vano.

A su turno, San Pablo promete una nueva vida, resurrecta para los fieles, y lo expresa así, revirtiendo el pecado de Adán: “porque por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos. Porque así como en Adán todos mueren, así también con Cristo todos serán vivificados” (I Corintios, 15:21-22).

Para San Pablo, la muerte ocupa un lugar más prominente del que ocupa en los evangelios sinópticos y en San Juan.

San Pablo establece la visión de la discontinuidad de la muerte como transformación; lo que causa la ruptura del curso de la vida no es el fallecimiento biológico ni el momento en el que se desprende la carne del alma inmortal. Es la transformación de ésta la que restaura la existencia humana destruida por la muerte.

Los cristianos entienden la discontinuidad de la muerte como una transformación. La continuidad correspondiente no está en la inmortalidad como pensara Sócrates, sino en la fe: “El que crea en mí no ha de morir”, dice Jesús. El papel de la fe es central en el entendimiento cristiano de la muerte.

La doctrina de la fe es una de las más difíciles y la que suscita más controversias en el pensamiento cristiano.

La fe, decía Santo Tomás, es pensar con beneplácito cuando sabemos que aquello que pensamos es verdadero. La entendió como un hábito, lo que le permitía ligar voluntad e intelecto en el acto de la fe. Esto significa que la fe tiene por objeto tanto las cosas que son verdaderas como las que son buenas.

Martín Lutero no intentó separar voluntad de intelecto en la cuestión de la fé.

Para Lutero la creencia o fe no es un acto y mucho menos un hábito en el sentido tomista. Lutero, como San Pablo, no niega el carácter absoluto de la mortalidad natural.

Pero en tanto que ésta es un fin natural es también un fin establecido por Dios, y así no es un mal en sí mismo. Tanto Lutero como San Pablo consideraron la resurrección como un hecho que verdaderamente ocurrió en el tiempo, pero un hecho que ha cambiado la naturaleza de todo el tiempo. El tiempo mundanal es dejado a un lado. El nuevo tiempo es la vida eterna o la resurrección de la vida. (Lea También: Ideas de Vida y Muerte en Culturas Orientales, 1 Parte)

Además del Cristianismo, las otras grandes religiones de la humanidad se han preocupado por encontrar el significado de la muerte.

La necesidad espiritual de los hombres hizo decir a Arnold Toynbee, el célebre historiador inglés, las siguientes palabras: “Estoy convencido que ni la ciencia ni la tecnología pueden satisfacer las necesidades espirituales a que todas las posibles religiones tratan de atender, por mas que consigan desacreditar algunos de los dogmas tradicionales de las llamadas grandes religiones”.

Las religiones procedentes de la India están penetradas de una experiencia y una esperanza primordiales. La vida es dolor. Toda nueva vida engendra un dolor nuevo, y no obstante han de ser posibles la superación del dolor, la liberación y la salvación. El Hinduismo que es un sistema religioso abierto, una unidad vital dentro de una diversa pluralidad de formas, concepciones y ritos, no hace formulaciones dogmáticas fijas y de validez universal sobre Dios, el hombre y el mundo.

A través de las más variadas formas de ascesis y meditación yoga,

Persigue la liberación del ciclo de las encarnaciones o Samsara, en el que cree, mediante una inserción del propio Yo en el universo, o lo que es igual, mediante la unión con el absoluto.

El Budismo, vigente desde hace 2500 años, muestra el camino medio entre los dos extremos del deleite sensual y el masoquismo, entre el hedonismo y el ascetismo.

Su objetivo es entender por qué se sufre para eliminar la causa del sufrimiento mismo, recorriendo ocho pasos fundamentales para lograrlo: recto conocer; querer; decir; obrar; vivir; esforzarse;pensar y contemplar.

Al final, se quiere lograr la liberación total de toda sensibilidad, de toda limitación. Es la teología negativa de la aniquilación o nirvana del budismo clásico, al que en cierta forma se opone el nuevo budismo, cuyo contenido teológico positivo lleva a identificarse con el absoluto y la felicidad, haciendo posible una conciencia más fuerte de la trascendencia, un culto más rico y una forma más perfecta de meditación.

El pensamiento de Confucio es pragmático, centrado en las relaciones interhumanas y habla poco de la relación con lo suprahumano. La ley moral del hombre es acomodarse en todo su obrar al orden eterno del mundo.

La sabiduría consiste en el conocimiento de la voluntad del cielo y éste es concebido como personificación del orden cósmico y moral. La actitud ética básica es la piedad, con virtudes cardinales sobresalientes como la benevolencia, la honradez, el decoro, la sabiduría y la felicidad, que regulan las relaciones interfamiliares y las de los súbditos con los soberanos.

Estas concepciones fueron modificadas en el siglo actual para hacerlas acordes con las nuevas situaciones sociales, en el sistema político desarrollado por Mao Tse Tung, que vino en cierta forma a constituirse en una religión substitutiva.

El Islamismo que apareció en Arabia en el siglo VII,

Se basa en la premisa de que no hay más Dios que Alá y que Mahoma es su profeta. Sus deberes básicos son cinco: la profesión de fe, la oración ritual cotidiana, la limosna a los pobres, el ayuno en el mes de Ramadán, y la peregrinación a la Meca. Una religión fácilmente asequible, sin sacramentos ni imágenes cultuales, sin música religiosa ni consagraciones espirituales, y una creencia en el paraíso lleno de verdor y de placeres, reservado como eterna vida a los que mueren defendiendo la religión.

Todas las concepciones religiosas, que ligeramente he delineado, enfocan el problema de la muerte de diversas maneras y recorren diferentes caminos que centran los problemas de múltiples formas: Buda, hijo de reyes, en el exterminio del mundo. Confucio, hombre docto y político, en la construcción del mundo; Mahoma, rico comerciante, en el dominio del mundo; y Jesús, apóstol de la mansedumbre, en la crisis del mundo.

Las diferentes postulaciones guardan la coherencia que les ha permitido subsistir hasta el momento, con independencia total de que se considere qué partes de verdad contiene cada una de ellas.

El desarrollo de la psicología profunda desde finales del siglo XIX, ha permitido enfocar el problema de la muerte en términos estructurales partiendo del hecho central absolutamente cierto de lo inevitable del proceso.

Freud equipara el nacimiento de la psicología primitiva con la creencia en los espíritus de los muertos, y señala la diferencia con la moderna psicología que no admite la existencia de los espíritus ni la llamada culpa de la sangre, pero que tiene que pagar su no creencia con la neurosis.

En un escrito de Freud de 1915,

Descubierto recientemente y presentado en el último Congreso Internacional de Psicoanálisis celebrado en Buenos Aires, se expresa el pensamiento del padre del Psicoanálisis sobre la muerte. Transcribo algunos de los párrafos de este interesante estudio, publicado más de cincuenta años después de la muerte del científico.

“Cuál es nuestra opinión de la muerte? Opino que es extraña. Generalmente nos comportamos como si quisiéramos eliminar la muerte de la vida. La queremos matar callando, por así decirlo.

Esa tendencia no se puede imponer tranquilamente. La muerte se hace notar de vez en cuando. Entonces nos sentimos profundamente perturbados y arrancados de nuestra seguridad por algo excepcional. Nos espantamos cuando un andamio al caer sepulta tres o cuatro obreros o cuando naufraga un barco con varios centenares de pasajeros, y nos conmocionamos cuando la muerte le toca a un conocido.

Nadie podría deducir de nuestro comportamiento que reconocemos la muerte como necesidad, que tenemos la firme convicción de que cada uno le debe a la naturaleza su muerte…. Ninguno de nosotros cree en su propia muerte. No la podemos imaginar. En todo intento de pensar qué nos sucederá después de la muerte, quién nos llorará y cosas parecidas, podemos ver que participamos aún en función de observadores…. Si se produce la muerte de otro, lo admiramos casi como un héroe que fue capaz de hacer algo extraordinario. Si fue nuestro enemigo nos reconciliamos con él.

Pero, quedamos indefensos cuando la muerte se lleva a una persona querida. Enterramos con ella nuestra esperanza; no nos dejamos consolar y nos resistimos a reemplazarla….. Nuestra relación con la muerte tiene un efecto marcado sobre nuestra vida. La vida empobrece, pierde su interés. Nuestras relaciones sentimentales y la intensidad insoportable de nuestro dolor nos vuelven cobardes, nos impiden afrontar los peligros que nos amenazan”.

Más adelante, estudia la posición del hombre de la prehistoria frente a la muerte como si el primitivo tuviera de ella una visión contradictoria.

“Por un lado, dice, consideró la muerte seriamente, aceptándola como destrucción de vida y usándola en ese sentido Por otro, la negó, la ignoró. Esto, provenía del hecho de que el primitivo tenía una posición radicalmente diferente frente a la muerte del otro, del desconocido, que la que tenía frente a su propia muerte.

El hombre primitivo no podía negar la muerte; la había experimentado radicalmente en el dolor por la pérdida de los seres queridos, pero no podía admitirla porque no podía imaginar su propia muerte. Así, aceptó compromisos. Admitía la muerte pero negaba que fuera el aniquilamiento vital que él había pensado para sus enemigos. Junto al cuerpo de la persona querida inventó los espíritus, pensó la división del difunto en un cuerpo y una o varias almas, y por el recuerdo del difunto, imaginó otras formas de existir para las cuales la muerte es solamente el principio: la idea de otra vida después de la muerte aparente”.

“Mucho más tarde, las religiones fueron capaces de transformar esa existencia posterior en la más preciada y bondadosa, y de menospreciar la vida concluida por la muerte como meramente preparatoria.

Entonces sólo fue consecuente prologar la vida hacia el pasado, inventar las existencias anteriores, la reencarnación y la transmigración de las almas, todo con el propósito de robarle a la muerte su sentido de derogación de la vida….. Junto con el cuerpo de la persona amada se formó, no solo la doctrina del alma y la creencia en la inmortalidad, sino también la conciencia de culpa, el miedo a la muerte y las primeras normas éticas. La conciencia de culpa surgió del sentimiento ambivalente respecto del muerto. El miedo a la muerte, de su identificación con él.

El dogma ético más antiguo y aún hoy vigente que se formuló antaño: “No matarás”, fue concebido junto al cuerpo de la persona muerta a quien se amaba, y extendido lentamente al no-amado, al extraño, y por último también al enemigo…”.

“Frente a la muerte nuestro inconsciente asume la misma posición del hombre primitivo. Vale decir que lo inconsciente en nosotros no asume su propia muerte. Está obligado a comportarse como inmortal. “No te puede pasar nada”, es una afirmación que se hace dejándose llevar por la fe en la inmortalidad del inconsciente”.

Al final señaló por primera vez la existencia de un impulso destructor, al afirmar que “A las relaciones más tiernas e intensas pertenece, con muy pocas excepciones, una pizca de enemistad que anima el deseo del inconsciente de la muerte ajena”.

Años después, postuló el instinto tanático del ser humano, una de las más discutidas de sus hipótesis, en el libro “Más allá del Principio del Placer”, en el que dice su famosa frase: “Si hemos de considerar como verdad que no conoce excepción que todo muere por razones internas, entonces nos veremos precisados a decir que la ambición de toda vida es la muerte”.

Y en forma de metáfora expreso: “Me atrevo a decir que debemos los despliegues más agradables de la vida amorosa a la reacción frente a la espina de los instintos sanguinarios que guardamos en nuestro pecho”.

Carl Jung, el psicoanalista suizo que separó su escuela de la freudiana hacia 1912, se enorgullecía de ser empirista y no filósofo.

Sus postulaciones son a menudo oscuras ya que el léxico que emplea incluye términos generalmente mal definidos o intercambiables, como psique, ánima, alma, ego, conciencia, persona, yo, espíritu e inconsciente colectivo.

Se refería a la psique como aquel elemento de la vida personal que tiene la posibilidad de volverse consciente, pero estimaba que la conciencia era una adivinanza cuya solución desconocía y afirmaba:

“Es probable que lo que llamamos conciencia sólo esté contenido en el espacio y el tiempo y que el resto de la psique, lo inconsciente, exista en un estado de relativa intemporalidad e inespaciedad”.

Jung formuló una interesante teoría, según la cual vivimos en el mundo de las imágenes. Incluso, “las actividades de ver y oír crean imágenes de sí mismas que cuando se relacionan con el ego producen una conciencia de la actividad en cuestión”.

Si hubiera hablado de reacciones neurales e impulsos eléctricos, la mente hubiera sido esencialmente idéntica al cerebro, pero al referirse a la actividad de la mente como producción de imágenes, se separó un poco de lo material del cerebro humano.

La imaginación con la que operaba la mente indicaba la espontaneidad misteriosa de la psique, fuente de vitalidad que fluía por su propio impulso.

Jung comparó el transcurrir de la vida a una parábola de ciento ochenta grados. Decía que el niño era llevado hasta el período adulto del cenit del arco mediante el flujo natural de una energía a la que llamó instinto. La conciencia no surge al comienzo de la curva sino más tarde y se empareja con el desarrollo físico en la cúspide de la parábola. Pero luego, al cambiar la dirección de la curva, al llegar al medio día de la vida y al descender, ya no hay ascenso, despliegue o incremento, sino muerte, puesto que el final es su meta.

Cuando el descenso comienza “nace la muerte”, y con frecuencia, la crisis de la vida surge de la falta de voluntad para aceptar la geometría de la curva. Se preguntaba si podríamos prepararnos para la muerte y si sabemos qué alcanzamos con élla.

Si la muerte comienza al iniciarse el descenso de la parábola, el morir tiene su origen antes de que la verdadera muerte ocurra.

En el cenit de la parábola cada acto de la imaginación, cada uso de la imagen, es una especie de lucha, una desafiante repulsión del instinto natural, y es allí cuando interviene la libertad como capacidad para mantener viva la imaginación frente al instinto.

Sus conceptos recuerdan las ideas de los filósofos físicos modernos para quienes la vida es una lucha permanente contra la entropía, aquella fuerza de la naturaleza que siguiendo la segunda ley de la termodinámica, nos va conduciendo inexorablemente hacia el cero absoluto. La psique, para Jung, debe ver que sólo puede “morir con vida”, y que su libertad consiste en llevar esa mortalidad a una continuidad más alta.

Jung estudió lo que Jacob Burckhardt había llamado “las imágenes primordiales” y se sintió obligado, no sólo a argumentar que el inconsciente tenía una cierta forma universal, sino a dar el paso siguiente al afirmar que existe un inconsciente universal compartido por todas las psiques individuales. A él se refiere como el inconsciente colectivo o impersonal y es en verdad el enfoque estructural de sus planteamientos.

El destino de la existencia humana en su postulación, es crear más y más conciencia. Considera al avance de la conciencia sobre el inconsciente como la tarea primordial del ser humano.

Cuando la vida orgánica se desarrolla en forma de parábola hasta la muerte orgánica y ésta ya es avizorada en el cenit de la curva, la psique reacciona con temor a la muerte. Cuando el ego examina y acepta la mortalidad física, la acepta como un sacrificio porque equivale a abandonar algo que se siente como propio. Esta aceptación por el ego sólo puede concebirse como un acto de libertad. El ego, dice, sólo puede morir en un acto de libertad.

Tal como lo expresa el profesor James Carse al interpretar a Jung,

La muerte es el sacrificio del ego al inconsciente. Es el reconocimiento de que el ego pertenece al mundo inferior de las sombras. La transformación que surge con este sacrificio libera enormes cantidades de energía que visitan el consciente bajo la forma de imaginación, pero una imaginación de tal poder poético, que reconocemos que ella es la creadora y no la creación del alma.

Morir es regresar a los orígenes impersonales e inmortales de la psique. Pero morir no es un movimiento antivida sino una demanda por una vida más plena a través de la experiencia de la muerte. Por eso al final de su existencia Jung declaró: “Todo mi trabajo ha estado relacionado en el aquí y la vida verdadera””.

En su interesante libro “On Death and Dying”, publicado en 1972, la doctora Elizabeth Kübler-Ross analiza los períodos por los que pasa el ser humano cuando toma conciencia de que una enfermedad acabará con él en cierto tiempo.

Las etapas recorridas por el hombre en tales circunstancias son similares a las reacciones que se observan en los familiares después de la muerte del ser querido, y siguen muy de cerca lo que en otra época Freud señalara como la elaboración del duelo ante la pérdida.

Parte la doctora Kübler-Ross del postulado de que para el inconsciente es inconcebible imaginar el final de nuestra vida, y que si ésta tiene que acabar, no lo será por causa de una enfermedad o por simple vejez, sino por la intervención de una fuerza del mal que nos mata de fuera.

La proximidad de la muerte se asocia con el temor a morir, cuya intensidad es variable según las personas, las culturas y las épocas de la historia.

En un comienzo, es la negación el más ostensible de los sentimientos que se experimentan. Es el decir habitual “no es posible, no puede ser verdad que a mí me ocurra esto”; entonces, se elaboran variados rituales para apoyar la negación: los informes no corresponden al enfermo, las radiografías no son las propias.

La negación opera como un amortiguador después de recibirse una noticia inesperada o impresionante, y permite que el enfermo movilice con el tiempo otras defensas menos radicales. La necesidad de negación existe en todos los pacientes en algún momento del proceso, más al principio de una enfermedad grave que hacia el final de la vida.

Cuando no es posible continuar manteniendo como defensa la negación, aparecen sentimientos de ira y de envidia: “por qué yo?”. La ira se desplaza hacia los demás y es difícil de afrontar por los familiares y las gentes que atienden al enfermo.

El paciente en ocasiones siente envidia por la buena salud de los demás y esto aumenta su sufrimiento. Interviene luego otro sistema defensivo: si no es posible negar la proximidad de la muerte, si la ira no surte los efectos que se desean, entonces se puede establecer un compromiso, un pacto que permita posponer el desenlace; el pacto o transacción generalmente se hace con Dios y se mantiene en secreto; se pide un aplazamiento de la “sentencia” a cambio de lo cual habrá una cierta “buena conducta” por parte del enfermo.

Como el paciente no puede ya negar su enfermedad, cuando ésta progresa aún más, su sensibilidad y estoicismo, su ira y su rabia serán pronto sustituidos por una gran sensación de pérdida. El paciente se deprime intensamente y es absurdo intentar mostrarle el lado alegre de una vida que está terminando de perder.

Lo que más duele es la pérdida de la esperanza. Después de haber pasado por las fases anteriores, se entra en la etapa de la aceptación en que el paciente no se deprime ni se enoja por su “destino”. No es ciertamente una fase feliz. Está casi desprovista de sentimientos. Es como si el dolor hubiera desaparecido y la lucha hubiera terminado.

Las comunicaciones con los demás se vuelven más mudas que orales. Sin embargo, es propio de la naturaleza humana dejar alguna puerta abierta a la esperanza, esperar un milagro, como lo debió experimentar el primer paciente al que le hicieron un trasplante de corazón. La esperanza finalmente se pierde y la aceptación, como solución para todo, toma fuerza mayor y el paciente puede morir en paz.

En los primeros mil años de la Era Cristiana, los hombres esperaban el retorno de Cristo sin temer al Juicio Final. A partir del siglo XII, se fue estableciendo el gran dilema del juicio y se hizo patente el temor a la muerte, en especial si no se tenían los auxilios religiosos y no se recibía el perdón.

Juicio y resurrección fueron los temas obligados de la pintura de los siglos siguientes, y la imagen de la Alta Edad Media de la destrucción en polvo y arena, se transformó en la corrupción pululante de gusanos.

Los horrores de la descomposición fueron un medio utilizado por los monjes mendicantes para conmover y convertir a las poblaciones laicas, en especial a las urbanas. Cambiaron también las costumbres funerarias. Antes, el muerto era expuesto y transportado desde su cama a su sepultura con el rostro descubierto.

A partir del siglo XIII, no sólo se ocultó el rostro a las miradas, sino que se envolvió el cadáver de la cabeza a los pies en un sudario y se le encerró en un cajón de madera. Estas costumbres subsisten todavía entre nosotros pero se permite que los familiares y amigos del difunto puedan ver su rostro antes de enterrarlo.

La muerte misma o el acto de morir era hasta finales del siglo pasado un asunto público como lo ha señalado con numerosos ejemplos Philippe Aries en su libro “El Hombre ante la muerte”.

Cuando se llevaba el viático a un enfermo, lo mismo en las ciudades francesas o alemanas que en Santafé de Bogotá, todo el mundo, así se tratara de un desconocido de la familia, podía entrar en la habitación del moribundo.

A comienzos del siglo XX, la muerte de un hombre modificaba solamente el espacio y el tiempo de un grupo social y podía extenderse a la comunidad entera. Se cerraban los postigos de las ventanas, se encendía cirios y sonaba la campana de la iglesia parroquial. El período de duelo era prolongado y variable según la relación del difunto y sus deudos.

La muerte era un acontecimiento público que emocionaba a la sociedad entera; no era sólo un individuo el que desaparecía, sino la sociedad misma la que había sido alcanzada, y cuya herida necesitaba cicatrizar. En la actualidad, la actitud social ante la muerte se ha invertido, como bien lo señala Aries. La sociedad no tiene ya pausas. La desaparición de un individuo no afecta ya su continuidad.

En la ciudad todo sigue como si nadie muriera. Entre nosotros el tradicional coche mortuorio, negro, con penachos de igual color y tirado por caballos, también enjaezados de negro, es sustituido por una limosina que suele pasar inadvertida en el oleaje de la circulación.

Años antes, a mediados del siglo anterior, se inició un proceso de medicalización de la muerte. Hasta ese entonces a las gentes poco les preocupaba saber el nombre de las enfermedades.

En las novelas de Balzac, por ejemplo, el médico juega un papel social y moral considerable. Es el tutor de los humildes y el consejero de los ricos y de los pobres; cuida un poco, pero no cura y ayuda a morir.

Veinte años más tarde, cuando Tolstoi escribió su novela “La muerte de Iván Ilich”, la situación cambia y el paciente se pega al médico como un parásito. Iván Ilich, visita al doctor que no sabe si el problema que lo aqueja es el apéndice o un riñón flotante; sigue todas las recomendaciones del médico y observa los resultados. Su inquietud o su satisfacción dependen de dos variables: el conocimiento del mal y la eficacia de los cuidados.

Cuando Iván Ilich capta las dudas del médico, acude al charlatán y su enfermedad lo encierra como un pájaro en su jaula. Luego, cuando se agrava, encuentra que la mentira que se dice acerca de que sólo estaba un poco enfermo pero no moribundo como él sentía, le atormentaba. Sufría porque no se quisiera admitir lo que todos veían tan perfectamente como él mismo; de que se mintiese obligándole a tomar parte en aquel engaño.

Esa mentira, que se cometía con él mismo en vísperas de su fallecimiento, rebajaba el acto formidable y solemne de su muerte. Iván Ilich quería decir a los demás:

“No más mentiras, saben ustedes y yo también que estoy muriendo”. Pero no tiene el valor de actuar así porque es prisionero del personaje que se ha dejado imponer y que él mismo se ha impuesto. Palabras en cierta forma similares en su sentido a las que dijo un enfermo que yacía lleno de tubos en una Unidad de cuidado intensivo: “me frustran en la muerte”.

Con el correr del siglo XX, la habitación del moribundo pasó de la casa al hospital. Se fue aislando paulatina o bruscamente de su ambiente más querido. Las paredes de su cuarto llenas de retratos familiares, sus libros, sus pipas y sus objetos personales, se cambiaron por la atmósfera fría y tecnológicamente impecable del hospital, en donde flota siempre la mentira que atormentara a Iván Ilich.

La encuesta Guren, realizada en los Estados Unidos en los años 60, señala modificaciones importantes relacionadas con la muerte. La tasa de creencia en la vida futura está comprendida entre un treinta y un cuarenta por ciento; la creencia disminuye entre los jóvenes y aumenta en los enfermos graves.

La idea del infierno desaparece casi por completo, lo mismo que la condenación eterna. El gran fenómeno que se pone de manifiesto es la decadencia del luto. La incineración predomina sobre la inhumación; se tiene el sentimiento de que con la incineración la muerte está liquidada más completa y definitivamente que en el caso del enterramiento; algunos, los más radicales hacen dispersar las cenizas.

Con el progreso de la técnica, y muy especialmente de la cirugía, las condiciones de eficacia plena de la medicina sólo están congregadas en el ámbito de un hospital.

Es lo que se cree en nuestros días. Por una pendiente insensible y rápida, se asimilaron los moribundos a los pacientes operados graves, y por esa razón, en las ciudades se ha dejado de morir en las casas, al igual que se ha dejado de nacer en ellas.

En la actualidad, Iván Ilich hubiera sido cuidado en un hospital, quizás se hubiera curado y no se hubiera escrito la novela.

La muerte cambió de definición. Se habla ya de muerte cerebral, muerte biológica y muerte celular. A menudo no basta el paro del corazón y la respiración; se requiere que cese la actividad cerebral que mide el electroencefalograma. Con frecuencia, el paciente en coma profundo es mantenido vivo artificialmente.

Parece que hubiera abdicado en sus familiares o médicos su derecho a morir. El médico del hospital se torna impersonal; su poder decisorio depende de la organización y de la disciplina de la Institución. La muerte en el hospital es un nuevo estilo de morir.

La prolongación de la vida, o mejor el retraso de la muerte, se obtiene en las Unidades de cuidado intensivo a un gran costo afectivo.

Estos servicios han progresado con la técnica hasta extremos insospechados, pero se requiere de nuevos sistemas y concepciones que conduzcan a una nueva determinación de valores y prioridades; un regreso al humanismo perdido en el exceso de la sofisticación y la tecnología. De allí que hayan surgido corrientes de opinión, nacidas de la piedad hacia el moribundo alienado, orientadas hacia la mejora del morir devolviendo al moribundo su dignidad ultrajada.

La dignidad de la muerte exige ante todo que sea reconocida, no ya sólo como un estado real sino como un acontecimiento esencial, un acontecimientos que no está permitido escamotear.

Debe buscarse un sistema que permita la razonable recuperación de los pacientes y que impida el advenimiento de la soledad como destino final de la muerte de los enfermos en los pabellones hospitalarios.

Los conceptos relacionados con la muerte han cambiado con el correr del tiempo. Si para Platón la vida y la muerte se relacionan una con otra como los términos de una contradicción: es vida o es muerte, para Kierkegaard se relacionan como los términos de una paradoja: es vida y es muerte.

Si no podemos experimentar la propia muerte sino la de otros, no es porque las cosas sean contingentes, sino porque nosotros somos contingentes. Kierkegaard y otros existencialistas, como Sartre, fueron los adalides del concepto de libertad. Uno de ellos decía: “No vivimos en absoluto a menos que libremente queramos hacerlo”.

La conciencia, en el pensamiento de los existencialistas es siempre, tal como ya lo había señalado Husserl, conciencia de…; tiene por lo tanto una intencionalidad y una posicionalidad al servicio de la libertad que hace a la vida significativa.

En esa concepción, la muerte en sí es absurda porque nos despoja de nuestra posibilidad, de nuestra situación de aún no estar muertos. Lo que tiene entonces significado es simplemente el estar vivo, el moverse hacia adelante hacia un fin al que no podemos llegar. La vida así considerada llega a ser un mero escape del pasado.

Para Ludwig Wittgenstein, existencialista y quizás el filósofo alemán más connotado del siglo XX, “la muerte no es ningún acontecimiento de la vida. La muerte no se vive, la muerte no es un hecho objetivo que ocurre de alguna manera dentro de nuestra subjetividad”.

Hegel intentó mostrar que es a través del entendimiento, del conocer, como surge el problema de la muerte y que ésta se resuelve a través de la razón, porque es a través del entendimiento como llegamos a la autoconciencia a la cual no solamente estamos limitados, sino que nos limita.

Hegel describe la mortalidad como una parte de la estructura del Yo. Es verdad que la existencia personal la hemos recogido de otros, pero sólo como un don que puede ser recibido en tanto que continuemos dándolo.

Pienso que una reflexión de esta naturaleza pudo hacerse el profesor Alfonso Uribe Uribe, cuya memoria recordamos hoy en esta Conferencia, al dar de sí mismo vida verdadera a los pacientes que acudieron a buscarlo.

Finalmente debo señalar que la ciencia moderna se ha ocupado de entender la vida y la muerte, de definir y ubicar la conciencia y conocer sus posibles características biológicas, mediante el estudio científico del funcionamiento cerebral. Neurólogos-filósofos como Sir John Eccles, premio Nobel de Medicina, han intentado aproximar lo que él considera como la mente al cerebro, buscando lograr un concepto aceptable científicamente de una Unidad Psicobiológica como la postulada por Aristóteles hace 2300 años. Sus libros “El Misterio humano” y “Muerte y Cerebro” son intentos afortunados en ese sentido.

Al terminar el segundo de ellos se expresó así:

“En nuestra época el hombre ha extraviado su camino ideológicamente. Creo que la ciencia ha ido demasiado lejos al romper la creencia del hombre en su grandeza espiritual, y le ha dado la idea de que es meramente un animal insignificante que surgió por azar y necesidad en un planeta insignificante en la gran inmensidad del cosmos. Creo que la principal dificultad estriba en la arrogancia y autosuficiencia de los líderes intelectuales.

Debemos aceptar el gran desconocimiento de la física y la fisiología de nuestros cerebros, de las relaciones de mente y cerebro y de nuestra imaginación creadora. Cuando pensemos en todo ello debemos tornarnos mucho más humildes. El futuro inimaginable que puede ser nuestro, debe ser el cumplimiento adecuado de nuestra vida presente y debemos estar preparados para aceptar su responsabilidad como un magnífico regalo. En la aceptación de ese maravilloso presente de la vida y la muerte, debemos estar preparados, no para lo inevitable de alguna otra existencia sino para poder esperar que ella sea posible.

En el contexto de una Teología Natural he llegado a convencerme de que somos criaturas con algún significado sobrenatural que aún está mal definido. Cada uno de nosotros puede tener la creencia de que está actuando en un inimaginable drama sobrenatural y debemos hacer lo posible por desempeñar bien nuestro papel. Entonces, podemos esperar con serenidad y alegría las revelaciones futuras de lo que existe después de la muerte…”.

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