La Locura antes del Siglo XVI

ADOLFO DE FRANCISCO ZEA, M.D

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“Los locos, los pobres locos y la sensatez que nos enseñan”.

MAURICE DE FLEURY, título de su libro, 1929

I

El ser humano, temeroso de las enfermedades y admirador perseverante y firme de aquellos que las curan, mira fácilmente los hechos de la medicina con una mezcla de desdén y miedo, admiración y asombro. Más adelante, rechaza y reprime inconscientemente los factores capaces de producirle angustia.

No es de extrañar por ello que muchos personajes notables de la historia médica hayan sido estudiados casi exclusivamente desde el ángulo de sus aspectos positivos o dignos de encomio. Desestimando aquellos que lo son menos o que suscitan sentimientos negativos de temor o miedo.

Un notable personaje de los comienzos del Renacimiento, Ambrosio Paré, médico del rey Francisco Primero de Francia y universalmente conocido como padre de la moderna cirugía por sus esfuerzos por aplicar el método científico al desarrollo de su arte y por su sensatez extrema en el ejercicio de su profesión. Creía ciegamente en la existencia de brujas y hechiceras que por el sólo hecho presumible de serlo debían ser destruidas por el fuego.

Nunca pensó Paré que esas infelices mujeres podían ser atendidas y tratadas por los médicos como gentes enfermas, hecho que olvidan a menudo sus biógrafos.

Aparecen aquí dos facetas distintas de ese célebre personaje: de un lado, el hábil cirujano que por primera vez desde Celso utilizó la ligadura de las arterias sangrantes. Y además el científico benévolo que suprimió el uso del aceite hirviente en el tratamiento de las heridas de guerra preconizando en su lugar su limpieza con yemas de huevo, agua de rosas o vino blanco suave. Del otro, el cortesano intolerante y servil que seguía a pie juntillas el severo mandato del Éxodo: “No dejarás que viva la hechicera” (Éxodo 22:17).

En la época de Ambrosio Paré los hombres cultos, al igual que las gentes corrientes, creían en la existencia de seres invisibles que habitaban los espacios sublunares del cielo, el mundo subterráneo y las profundidades de los mares.

Afirmaban, que esos seres increibles de fábula ejercían su acción infatigable sobre los seres humanos de manera benéfica, si eran ángeles, y en forma maléfica si eran demonios. La fantasía les llevó a creer que los espíritus podían manifestarse visualmente en virtud a que estaban constituidos por una forma de materia muy tenue, levemente visible, similar al ectoplasma con el que los espiritualistas del siglo XIX explicaron las supuestas “materializaciones” de los seres ultraterrenos.

Un relato atribuido al papa León IX, citado por Ignacio Padilla en su libro “El diablo y Cervantes” (2005), tipifica el modo de pensar de esas gentes. Según el relato, el demonio anunciaba su presencia generando pereza, sueño y hambre.

El deseo irrefrenable, el sueño durante la misa y la oración, el escozor, la risa, las llagas y los olores fétidos eran para los monjes de entonces signos inequívocos de invasión de la sociedad por los demonios. La catatonia, el embotamiento sensorial y el mutismo. Que indicaban la posesión por los espíritus del Mal, fueron más tarde contrapuestos al desenfreno, al punto que se hizo necesario dividir a los posesos en dos grupos: los mudos y los locuaces.

Era tal el temor de Paré por todo lo que pareciera diabólico y tan firme su creencia en la existencia de Satanás y sus legiones demoníacas, que en sus obras completas, publicadas en Lyon en 1633 y editadas en París doscientos años más tarde, se encuentran afirmaciones del siguiente tenor:

“Los que están poseídos por demonios hablan con la lengua fuera de la boca; lo hacen también por el vientre y por las partes naturales; hablan lenguas desconocidas; hacen temblar la tierra, tronar, relampaguear; levantan el viento y arrancan los árboles de cuajo, cambian de lugar las montañas, alzan castillos en el aire y los colocan donde quieren…..” (Ristich de Groote, 1967).

Ambrosio Paré, al igual que tantos otros médicos famosos del siglo XVI, fue un producto genuino del tiempo en que le tocó vivir; una época en que la medicina no se había despojado de la oscuridad de su pasado medieval. Y estaba signada además por contradicciones y antinomias ordenadas en gran variedad de constelaciones en el orden de lo psicológico, lo sociológico y lo cultural, factores que es preciso tener en cuenta si se quiere entender la forma de pensar de las gentes de aquellos días.

En el caso de Ambrosio Paré, la falta de congruencia entre la práctica de una medicina que él logró hacer avanzar celosamente gracias a sus notables capacidades de observador y experimentador, y sus creencias apocalípticas en materias religiosas. Revelan las contradicciones internas del espíritu de uno de los más brillantes exponentes de la ciencia de su tiempo, cuya personalidad se había forjado dentro del marco de las formas de concebir la vida en los inicios de la Edad Moderna en el medio cultural en que se desenvolvió su existencia.

Hoy recordamos con respeto la vida de Paré como médico e innovador insigne, y hacemos de lado con benevolencia y generosidad las convicciones religiosas fanáticas que empañaron su parábola vital.

Y sin embargo, pese a la admiración y reverencia que sentimos por el sabio renacentista como profesional esclarecido del arte de curar, no es posible olvidar que cien años atrás algunos pensadores iluminados ya habían destacado con entereza y valor la condición humanista de la medicina frente a las costumbres sombrías de aquellos tiempos. Olvidar estos hechos, significa ignorar el sentido de todo un período de la historia y entender mal el verdadero espíritu de la medicina.

En el pensar de los contemporáneos de Paré, los ángeles tenían la forma de esferas perfectas; no podía ser de otro modo ya que la esfera era consideraba la figura geométrica más pura del universo.

¿No era acaso esférica la forma que Dios le había dado al sol y a la luna? ¿Y no eran esféricas también las órbitas recorridas por los planetas del zodíaco?; y la que mantenía suspendidas e inmóviles en lo alto las estrellas del firmamento?

En un comienzo, según relata Platón en “El Banquete”, también el hombre era considerado esférico por ser completo en sí mismo y autosuficiente. En castigo por su soberbia fue dividido en dos por Zeus y desde entonces busca incesantemente su otra mitad para recobrar su integridad plena. De allí deriva la expresión corriente de encontrar la media naranja que el hombre ansiosamente siempre anhela alcanzar.

Se tenía la creencia de que los ángeles tenían vidas limitadas tan sólo a setecientos u ochocientos años; que bebían, comían y cumplían sus funciones fisiológicas como cualquiera de los seres humanos y que podían sentir la noble pasión del amor.

La concepción de la naturaleza “ligeramente material” de los espíritus del cielo, derivada de las ideas de Demócrito sobre el alma, dio origen a discusiones bizantinas sobre temas abstrusos como el sexo de los ángeles y sobre cuántos de ellos podrían sentarse cómodamente en la cabeza de un alfiler.

Con el tiempo, las cosas habrían de cambiar paulatina y substancialmente. El filósofo inglés E. R. Dodds (1960), sostiene que cuando irrumpe un nuevo esquema de creencias en una época determinada el esquema anterior raras veces se borra totalmente; el antiguo puede subsistir como elemento adicional del nuevo. Esquemas que son incompatibles entre sí pueden entonces persistir yuxtapuestos e inclusive ser aceptados por un mismo individuo.

Thomas S. Kuhn expresó ideas similares en su libro “The Structure of Scientific Revolutions” (1962), en la que estudia con detalle los paradigmas de la ciencia. Piensa Kuhn, con razón indudable, que a veces es preciso esperar a que desaparezcan de la escena los últimos sostenedores de un viejo paradigma para que el nuevo se consolide definitivamente.

II

El hombre físicamente enfermo no pone en duda la realidad de su padecer.

En el transcurrir cotidiano de las antiguas civilizaciones y culturas, las demandas de ayuda o de simple consuelo de los seres humanos para liberarse del dolor y atenuar la obligada ansiedad que generan los males. Dieron origen a la aparición de curanderos y chamanes estableciendo de ese modo formas precoces de vinculación entre médicos y enfermos que evolucionarían paulatinamente hacia lo que hoy conocemos como la relación médico-paciente.

A los enfermos de esos días, al igual que lo que acontece con frecuencia en nuestro tiempo, poco o nada les importaba conocer acerca del origen de sus padecimientos. En la práctica, solamente querían poner fin a sus aflicciones y mitigar sus dolores. Aprendieron a confiar ciegamente en los curanderos que les atendían con devoción y celo y a no dudar de los métodos que empleaban para aliviar su condición de enfermos.

No les preocupaba saber si los tratamientos se centraban en invocaciones de espíritus buenos para propiciar las curaciones, en la ejecución de rituales mágicos con el mismo objetivo, o en la administración de misteriosos preparados de hierbas, flores, frutos y otras sustancias de supuesta eficacia curativa. Lo fundamental para el enfermo, lo que tenía vital importancia para él, era obtener su propia mejoría.

La confianza que el hombre depositó en sus curanderos trajo consigo su idealización cuando los resultados obtenidos eran los deseados.

Pero a la vez que confiaba en los sanadores y los idealizaba, les exigía que llevasen una forma de vida aislada y pura diferente a la de los demás miembros de su clan. El carácter idealizado de los chamanes y las características de su manera peculiar de vivir y comportarse, constituyen, al decir de Zilboorg. Factores de importancia en la génesis de la tradición ética de la profesión médica de los últimos tres mil años.

El Juramento Hipocrático, para este historiador de la psicología, no es solamente la formulación elevada de los ideales éticos de un gran médico, o el planteamiento de una concepción original de la medicina que aún tiene vigencia en nuestros días, sino la expresión clara de esa tradición que los seres enfermos lograron imponer a sus curanderos y sanadores (Zilboorg, 1941; Jaeger, 1957).

A diferencia de los pacientes afligidos por patologías de origen orgánico que tienen absoluta certeza de estar enfermos, los de la mente con frecuencia lo ignoran y protestan airadamente cada vez que se intenta hacerles comprender que están en el error y requieren ayuda.

Esto explica por qué en muchas culturas y civilizaciones del pasado, los enfermos de la mente fueron considerados seres privilegiados dotados de poderes sobrenaturales cuyos padecimientos eran sagrados sin el menor asomo de duda.

De acuerdo al modo de razonar de aquellos tiempos, los perturbados de la mente eran seres extraños frente a los cuales las gentes ilustradas y las almas sencillas sólo podían sentir temor reverencial; a tal grado, que se estimaba peligroso que alguien se aventurase con osadía o por ingenuidad a intentar reducirlos a la normalidad.

De allí surgió precisamente la idea que perduró por siglos de que la medicina no tenía papel alguno que desempeñar en el caso de los pacientes mentales, y que el poder o el derecho sobre tales enfermos debía estar en manos de las autoridades de la iglesia, más sabias e idóneas que las suyas.

Muchas figuras pioneras de la medicina intentaron establecer las causas reales de enfermedades extrañas como la epilepsia, y las de otras afecciones que por entonces se consideraban de origen sobrenatural.

Hipócrates y sus discípulos trabajaron arduamente para convencer a las gentes que la epilepsia, como casi todas las enfermedades nerviosas, obedecía a factores orgánicos y que su apelativo de sagrada estaba equivocado. En su libro “La Enfermedad Sagrada”, sostenía: “En nada me parece que la epilepsia sea algo más divina ni más sagrada que las otras, sino que tiene su naturaleza propia de la que se origina…..

Los primeros en sacralizar la dolencia fueron gentes parecidas a los magos, charlatanes y embaucadores de ahora, que se dan ínfulas de ser muy piadosos y saber más. Ellos tomaron lo sagrado como escudo de su incapacidad por alcanzar otros remedios de que servirse, y para que no quedara en evidencia que todo lo ignoraban, consideraron sagrada esta afección” (Hipócrates, 1980).

Con la evolución del pensamiento en el escenario cristiano de la Edad Media, la medicina fue perdiendo su influjo en el campo de las enfermedades de la mente.

Bien pronto se resignó a ceder los terrenos en que había trabajado infatigablemente durante siglos y puso las afecciones mentales bajo la tutela de los que creían en la acción diabólica de los espíritus del Mal como causa de las enfermedades. De aquellos que tenían la convicción de que los demonios se adueñaban de los seres humanos y los transformaban, muchas veces contra su voluntad, en cuerpos y almas destinados inexorablemente al eterno castigo en las sentinas del infierno.

Se creía que los pacientes que padecían de dolencias que alteraran el obrar natural de las facultades del alma, que como sustancia inmaterial creada por Dios no era susceptible de ser estudiada por la medicina. Debían estar al cuidado de la iglesia que podía orientarlos sabiamente dentro del marco estricto de la religión.

Los temores a la condena eterna en el infierno y a los tormentos del purgatorio, cuya existencia había sido definida por la iglesia del siglo XIII como dogma de fe, aumentaron las ansiedades de los deprimidos y maníacos, y las de aquellos que a pesar de sus conflictos psicológicos no habían perdido totalmente la razón (Le Goff, 1981).

Esta situación empeoró considerablemente con el auge avasallador de los sermones de los predicadores itinerantes del medioevo con sus continuos y pertinaces llamamientos al arrepentimiento de los fieles.

De éstos, se confiaba que tomarían plena conciencia de la severidad de los castigos que les esperaban en los imperios del purgatorio y del infierno por los pecados cometidos.

Para los enfermos neuróticos y los maníaco-depresivos, que aceptaban de buena fe la justicia de padecer enfermedades por las faltas cometidas contra la divinidad, pecados que al decir de los teólogos revestían inmensa gravedad, los conflictos psicológicos se tornaban intolerables y muy difíciles de superar.

III

A finales de la Edad Media un hecho inesperado cambió el curso de la historia de las enfermedades endémicas de aquellos tiempos:

Por razones que aún son inexplicables, la lepra, el temible mal de Lázaro, había comenzado a desaparecer del escenario europeo. Los leprosos dejaron de ser considerados “almas separadas de la Iglesia y de la compañía de los Santos” y el trato inhumano al que estuvieron sometidos por siglos se alivio considerablemente. Los leprocomios, que habían alcanzado la cifra exorbitante de 19.000 en todo el continente, quedaron practicamente desiertos y sus recursos fueron destinados a otra clase de centros asistenciales.

La sífilis, importada de América por los conquistadores españoles, se extendió rápidamente y las enfermedades venéreas pasaron a ser el principal motivo de preocupación de las incipientes autoridades sanitarias.

Los enfermos mentales empezaron a ser mirados como individuos desechables destinados a su total exclusión de la sociedad. Las autoridades aprovecharon las vacantes en los hospitales originadas por la disminución de los enfermos lazarinos para ocuparlas con este nuevo tipo de pacientes (Foucault, 1964).

Existía en ese tiempo una creciente aversión por la locura, que la Edad de la Fe había colocado en la jerarquía de los vicios.

La locura formaba parte de las dualidades que se repartían la soberanía del alma humana: prudencia y locura, perseverancia e inconstancia, esperanza y desesperación, caridad y avaricia, castidad y lujuria, dulzura y dureza, paciencia y cólera, concordia y discoria, fe e idolatria, obediencia y rebelión.

A comienzos del Renacimiento, la locura pasó a ocupar el primer lugar entre los vicios a pesar de que muchos pensadores contemporáneos se preguntaban si realmente existía. Para Erasmo (1605), por ejemplo, “más que locuras en sí, existen formas humanas de locuras…..

La locura no tiene que ver tanto con la verdad y con el mundo sino con el hombre, y con la verdad de sí mismo que el hombre está capacitado para percibir.”

En la última década del siglo XV un poeta alemán de nombre Sebastián Brandt publicó un libro titulado “Das Narrenshiff”, en el que se relata un viaje imaginario hacia el “País de los Locos” en un barco cuyos viajeros personifican virtualmente todos los vicios y todas las locuras de la época. El libro tuvo gran popularidad y se tradujo a seis idiomas en el curso de sólo quince años.

Las grandes ciudades medievales de aquellos días se desembarazaban de los incómodos enfermos mentales embarcándolos, como en el relato de Brandt, en navíos que recorrían los ríos y canales europeos para depositarlos lejos de sus sitios de origen.

El “Narrenschiff” se convirtió en una figura símbólica que enardecía la imaginación de las gentes en los momentos mismos en que la locura hacía irrupción brusca en el campo de la literatura (Basbanes, 1995).

En la iconografía, “La Nave de los locos” de Hieronimus Bosch, que se conserva en el Museo del Louvre, refleja de manera admirable la situación contemporánea de los enfermos de la mente. Algunos han interpretado el sentido de esa obra maestra como una forma de expresión de las maneras de sentir de ese entonces: “Donde la locura es bendición, se decía, es locura ser sabio” (Linfert, 1989).

En el siglo XVI y en los siguientes resurgió con vigor el viejo pensamiento cristiano de que el mundo es locura a los ojos de Dios.

Calvino, por ejemplo, señaló que la insania era la medida propia del ser humano frente a la inmensa razón de la Divinidad; que la peor locura del hombre era no reconocer la miseria en la que está encerrado y la flaqueza que le impide acceder a la verdad y al bien.

La locura se estableció firmemente en la literatura de finales del siglo XVI y comienzos del XVII de muy diversas maneras.

Foucault las ha estudiado con rigor en su libro “Histoire de la folie” (1964). Merecen mencionarse porque son demostrativas de los razonamientos que las gentes se hacían para explicar las diferencias de origen de diversos trastornos mentales.

La primera modalidad de la demencia en ese entonces, era “la locura por identificación novelesca” cuyas características fueron trazadas por Cervantes; la segunda, “la locura de la vana presunción” en la que el demente se identifica consigo mismo mediante una adhesión imaginaria que le permite atribuirse cualidades, virtudes o poderes de los que está desprovisto en la vida real; la tercera, “la locura del justo castigo” en la que la locura misma castiga los trastornos del corazón por medio de los trastornos del espíritu; y la cuarta, “la pasión desesperada” en la que al amor engañado en su exceso no le queda como recurso salida distinta a la locura (Foucault, 1964).

En la primera de sus “Meditaciones Metafísicas”, publicadas en 1647, René Descartes colocaba la locura al lado del sueño y de todas las causas de error.

Al referirse al hecho de que los sentidos suelen engañar en cosas ”muy poco sensibles”, sostiene que hay otras muchas cosas de las que razonablemente no se puede dudar: “¿Cómo podría negar que estas manos y este cuerpo me pertenecen?

A menos que me compare a ciertos insensatos cuyo cerebro está perturbado de tal modo por los negros vapores de la bilis, que constantemente aseguran que son reyes cuando son muy pobres, que están vestidos de oro y púrpura cuando están desnudos, o que se imaginan ser cántaros o tener un cuerpo de vidrio? Y qué? Son locos, y yo no sería menos extravagante si me determinara por sus ejemplos”(Descartes, 1997).

La duda conduce a pensar que la demencia está por fuera del dominio de pertenencia en el que el sujeto conserva su derecho a la verdad.

Un hombre puede ser un loco, sostenía Descartes, pero el pensamiento, como ejercicio de la soberanía de un sujeto que se considera con el deber de percibir lo cierto, no puede serlo: “Yo, que pienso, no puedo estar loco”. El sujeto que duda excluye la locura del ámbito de sus consideraciones personales.

Al cambiar con el paso del tiempo las ideas sobre el origen de las distintas formas de demencia, cambiaron también las antiguas maneras de manejarlas. Desaparecieron las “Naves de los locos” y fueron sustituidas prontamente por los hospitales mentales en donde los enfermos eran irremisiblemente internados.

(Lea También: Erasmo, Cervantes y Don Quijote)

IV

En 1656 se decretó en Francia la fundación del “Hospital General”, una Institución al servicio de los pobres de la ciudad de París, “de todos los sexos, lugares y edades, de cualquier calidad y nacimiento, y en cualquier estado en que se encuentren, válidos o inválidos, enfermos o convalecientes, curables o incurables”; y en julio de 1676, un edicto real ordenó el “establecimiento de un Hospital General en cada una de las ciudades del Reino.”

La nueva Institución agrupaba diversos establecimientos bajo una sola administración. No era propiamente un centro de asistencia médica sino un lugar destinado a albergar mendigos, ociosos, desocupados, estudiantes díscolos, individuos inadaptados a la sociedad, haraganes de toda clase, sujetos que pudieran representar algún peligro para la vida en comunidad, algunos enfermos y, por supuesto, numerosos locos.

El Hospítal General desempeñó un papel social de ayuda y represión en el que se mezclaban, no sin conflictos, antiguos privilegios de la Iglesia como la asistencia a los pobres y los ritos de hospitalidad, con el afan burgués de poner orden al mundo de la miseria.

Cuando se estableció, no se pretendía dar atención médica ni ocupación alguna a las gentes reclusas sino suprimir la mendicidad. Significaba una nueva forma de reacción frente a los problemas económicos del desempleo y la pobreza, una nueva ética del trabajo. Reflejaba además, la condición peculiar de una ciudad en la que la obligación moral y la ley civil se confundían con la autoridad.

“El internamiento fijó para los enfermos mentales el momento en el que la locura comenzó a relacionarse intimamente con la pobreza y la incapacidad para trabajar, integrarse y socializarse” (Foucault, 1964).

La iglesia aprobó lo que se conoció por entonces con el nombre de el “Gran Encierro”:

Decretado por Luis XIV para las grupos sociales apartados de los parámetros universalmente aceptados como normales.

Los miserables dejaron de ser reconocidos como un pretexto enviado por Dios para despertar la caridad de los cristianos y darles así la ocasión de salvarse. Los católicos parisinos, por su lado, vieron en ellos “la hez de la República”, no tanto por las miserias corporales que suelen inspirar compasión sino por las espirituales que causan horror.

El internamiento quedó doblemente justificado como beneficio y castigo según al valor moral de aquellos a quienes se imponía. Para la Iglesia misma, de acuerdo a un sermón de esos días relacionado con la obra de San Vicente de Paul, “el fin principal por el cual se ha permitido que a algunas personas se las haya puesto fuera del desorden del gran mundo….., es impedir que quedaran retenidos por la exclavitud del pecado y eternamente condenados, y darles además el medio de gozar de un contento perfecto para adorar a la divina providencia en esta vida y en la otra” (Foucault, 1972).

Para la atención exclusiva de enfermos mentales se destinaron en París los viejos hospitales de “La Salpetriere”, “La Sabonerie” y “Bicetre”.

Estos nosocomios permitían que las gentes los visitaran con frecuencia pagando un pequeño estipendio para regocijarse con el morboso espectáculo de los dementes encadenados firmemente con argollas de hierro a las paredes de sus celdas.

En Inglaterra, hasta bien entrado el siglo XIX, el público acudía asiduamente los domingos el asilo de Bedlam a disfrutar por escasos peniques de esa forma insólita de entretenimiento.

En España se estableció el Hospital General con fines similares a los de la institución francesa.

Gracias a los adelantos de la medicina española, heredada de la de los árabes, surgió el hospital mental. Los primeros establecimientos psiquiátricos fueron fundados a lo largo de todo el siglo XV con permiso especial del rey don Fernando el Católico o el de sus sucesores.

En 1409 se fundó el hospital de Valencia; el de Zaragosa en 1425 por iniciativa del fraile mercedario Juan Gilabert Jofré; los de Valladolid y Sevilla en 1436; el de Toledo en 1480; el de Barcelona en 1481, y finalmente el de Granada en 1507.

Eran Instituciones conocidas y visitadas por las gentes. Quizás por ello, Fernández de Avellaneda en su “Quijote apócrifo”, colocó a Don Quijote en el Hospital de Toledo, conocido popularmente como “La casa del Nuncio” (Alonso-Fernández, 2005; Granjel, 1980; Mendoza-Vega, 2005).

Algunos médicos españoles de los siglos XVI y XVII contemporáneos de Cervantes, como Francisco Valles, Cristóbal de Vega, Luis Vásquez, Diego de Uruñuela y Luis Mercado exploraron el campo de la psicología y se refirieron en sus escritos a la locura y sus formas de presentarse. Luis Mercado, por ejemplo, al hablar de la manía, la melancolía y la histeria en su tratado “De morborum internorum”, expuso ideas que se consideraron avanzadas en su tiempo:

“Los hombres, decía, no deliran por aquella mente que los separa de los brutos sino por los sentidos internos que tienen en común con ellos, a saber, la imaginativa y la razón sensitiva.” (Granjel, 1980).

La perturbación mental interesó a algunos de los humanistas españoles que se ocuparon de temas de la medicina, como lo prueban las referencias a la melancolía y el frenesí de los “Diálogos familiares” de fray Juan de Pineda.

Cervantes tuvo posiblemente conocimiento de los asilos de las ciudades en las que vivió, en especial el de Sevilla, y pudo haber tenido contacto directo con los enfermos mentales recluidos en ellos. Por esa razón, el historiador Antonio Hernández de Morejón (1836) no vaciló en incluirlo en su catálogo de médicos de España.

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