Cosmovisión de Cervantes y de Don Quijote

ADOLFO DE FRANCISCO ZEA, M.D

“Empapada intensamente en las aguas del Renacimiento, España conserva la conciencia universalizadora de la Edad Media….. La España del siglo XVI es un producto de dos factores: la Edad Media y el Renacimiento.”

DÁMASO ALONSO en el prólogo al libro “Para leer a Cervantes” de Martín de Riquer, 2003

I

Lo que históricamente se conoce con el nombre de Siglo de Oro de la literatura hispánica, o Edad de Oro de España, es un período que se extiende desde el advenimiento de Felipe II al trono español hasta la muerte del célebre dramaturgo don Pedro Calderón de la Barca.

Corresponde aproximadamente a los años comprendidos entre 1550 y 1681 en los que España estuvo gobernada por la Casa de Austria.

El reinado de Felipe II, el monarca “todo de negro hasta los pies vestido” en cuyos dominios “no se pone el sol”, fue una época de guerras religiosas y de consolidación sociopolítica del Imperio español en sus posesiones europeas y en las nuevas tierras de América descubiertas por Cristobal Colón.

Una época además, en que la Reforma protestante de Lutero y Calvino avanzó de manera impetuosa por todo el continente y en la que nació la Contrareforma católica, liderada por el monarca, la Iglesia y el Tribunal de la Inquisición, en cuyo nombre muchas de las libertades individuales de los españoles se vieron hostigadas y el espíritu crítico fue sustituido por la mansedumbre y la sumisión a la autoridad.

La época de Felipe II estuvo marcada por la personalidad vigorosa del monarca, su seriedad imperturbable, su estoicismo, su marcada inclinación a la vida mística y una enérgica defensa de la catolicidad que le llevó a decir: “Prefiero no reinar a reinar sobre herejes”.

Su reinado quedó simbolizado para siempre en un monumento representativo de la España de su siglo, El Escorial, construido en memoria de la batalla de San Quintín del 10 de agosto de 1557 y como reparación al humilde convento francés dedicado a San Lorenzo que había sido destruído por las tropas.

Como mecenas del arte, Felipe II favoreció a los pintores y los arquitectos antes que a los hombres de letras; fundó una Academia de Matemáticas y envió a Francisco Hernández a estudiar la fauna y la flora de la Nueva España.

Pero para defender la religión católica de las ideas heréticas que la amenazaban, cerró las fronteras de su reino al pensamiento continental al prohibir el ingreso de libros a España y al hacer regresar, mediante una severa Pragmática, a los estudiantes que se formaban en universidades europeas.

El reinado de Felipe III, que vino después, se caracterizó por la corrupción administrativa, la debilidad del monarca frente a una serie de válidos y favoritos encabezados por don Francisco Sandoval y Rojas, Duque de Lerma; más tarde por su hijo, el Duque de Uceda y finalmente por el fraile dominico Luis de Aliaga.

La omnipotencia de los favoritos habría de culminar en la poderosa y dominante figura de don Gaspar Guzmán, Conde Duque de Olivares, durante el reinado de Felipe IV.

Con Felipe III, a quien “no se le conocía otro ejercicio que la obediencia”, se acentúa la decadencia económica, política y social de España, cuyas primeras señales de deterioro se habían manifestado durante el reinado de su antecesor; pero a la vez, comienza en los albores del siglo XVII el espléndido florecimiento del arte, la literatura y el espíritu.

El nuevo monarca era la persona menos indicada para gobernar a la España de su tiempo; ya lo había previsto su padre al decir: “Dios, que me ha dado tantos reinos, me ha negado un hijo capaz de regirlos”.

Un gobernante irresoluto, débil de carácter e inclinado a obedecer a sus favoritos, más que a mandarlos, apoyó las artes y permitió que se efectuaran cambios notables en las serias costumbres del reinado anterior.

Esto encuentra expresión en las frívolas diversiones cortesanas de los nobles y palaciegos que modificaron la corte de Felipe II, una corte “en la que no se conoce pasatiempo alguno y está fría como un hielo”, según afirmaba algún diplomático italiano contemporáneo.

Don Gregorio Mayans i Siscar refiere una simpática anécdota que refleja el ambiente de levedad de aquellos días: “Estaba el Rey Don Felipe, tercero de este nombre, en un balcón de su Palacio de Madrid, i espaciando la vista observó que un estudiante, junto al río Manzanares, leía un libro, i de cuando en cuando interrumpía la lección, i se daba en la frente grandes palmadas acompañadas de extraordinarios movimientos de placer i alegría; i dijo el Rey: ese estudiante, o está fuera de sí, o lee la historia de Don Quijote.

I luego se supo que sí la leía porque los palaciegos suelen interesarse mucho en ganar albricias de los aciertos de sus Amos en lo que poco importa” (Mayans i Siscar, 1764).

A Felipe III le sucedió en el trono Felipe IV, otro gobernante débil de carácter que no siguió el consejo que Carlos V le había dado a su hijo sobre las relaciones con aquellos favoritos que ponían su influencia únicamente al servicio de sus intereses y medro personal:

“No te dejes dominar de tus consejeros y desconfía de todos ellos.” Su sucesor, Carlos II, entró en la historia con un nombre que refleja la atmósfera de brujería de aquellos días de tránsito entre la Edad de la Fe y el Renacimiento: Carlos “el hechizado”. Con este desafortunado gobernante termina en España el dominio de la Casa de Austria y se inicia el de los Borbones con Felipe V, el nieto amado de Luis XIV.

II

Hacia fines del siglo XVI los habitantes de la península ibérica no llegaban a los ocho millones, que equivale en nuestros días a dos veces y media la población de la Ciudad de México, para una población mundial de más o menos setenta millones de habitantes.

Tres cuartas partes de las gentes vivía en las zonas rurales y el ochenta por ciento de ellas en Castilla, proporción que se mantuvo estable a todo lo largo de la centuria.

Las ciudades españolas no eran muchas ni estaban muy pobladas. La más populosa era Sevilla con noventa mil almas; Salamanca contaba con cuarenta mil, en tanto que Madrid, la capital del reino, no pasaba de treinta o cuarenta mil almas.

A diferencia de las ciudades, las poblaciones rurales que formaban parte del campo mismo estaban privadas en general de actividades de importancia.

El analfabetismo era tan alto que a mediados del siglo tan sólo la mitad de los habitantes de España sabía firmar.

Desde el Sínodo de Salamanca de 1604 se vigilaba el cumplimiento del requisito de disponer de permiso eclesiástico para enseñar a leer y se insistía en la prohibición de utilizar “libros deshonestos o de caballerías” para la enseñanza (Pfandl, 1994).

La gente analfabeta se congregaba en las ventas a escuchar la lectura de libros y noticias, o a conversar con los amigos en amenas reuniones como las relatadas en “Tertulias de la aldea”, libro de un autor anónimo de la época de Felipe IV.

En el Quijote, dice el ventero lo siguiente: “Cuando es tiempo de la siega, se recogen aquí….. muchos segadores, y siempre hay algunos que saben leer, el cual coge uno de estos libros en las manos, y rodeámonos de él más de treinta y estámosle escuchando con tanto gusto que nos quita mil canas; a lo menos, de mí se decir que…… querría estar oyéndoles noches y días” (Quijote I, 32).

La sociedad cristiana de las épocas anteriores al siglo XVI se dividía en dos grupos cuyas metas eran diferentes: los monjes y clérigos que servían a Dios mediante las plegarias y los sacramentos, y los laicos que se encargaban de su protección.

A esa división en dos estados, el laico y el eclesiástico, se superpuso a partir del siglo X una división funcional en tres órdenes que habría de subsistir hasta fines de la Edad Media, e incluso hasta la Revolución francesa de 1789: los “oratores”, los “bellatores” y los “laboratores”.

En un célebre escrito para el rey capeto Roberto el Piadoso, hacia 1030, el obispo Adalberón de Laon decía lo siguiente:

“La casa de Dios, que se pretende única, está dividida en tres: unos oran, otros combaten y otros trabajan. Estas tres partes no sufren por verse separadas; los servicios proporcionados por la una son condición de las obras de las otras dos. Este conjunto triple no deja de permanecer unido; es así como la ley ha podido triunfar y el mundo gozar de la paz” (Le Goff, 1999).

La sociedad española del siglo XVI comprendía entre sus clases al clero, la nobleza, la clase media o burguesía, los letrados, la milicia, los campesinos, la plebe y las gentes del hampa y germanía.

La nobleza estaba subdividida en tres grupos. Al de más alcurnia, representado por los Grandes de España, le sucedia el de los Caballeros de las órdenes militares de Alcántara, Calatrava, Santiago y Montesa.

Los nobles sumaban más o menos ciento treinta mil en todo el reino, es decir, quinientas mil personas aproximadamente si se cuentan sus familiares, lo que representa una fracción importante de la población total de la península.

No se podía adquirir el título de Caballero por nacimiento o herencia sino por nombramiento o espaldarazo, razón por la cual Don Quijote, después de la vela nocturna de sus armas, recibió su investidura mediante el espaldarazo del ventero antes de dar comienzo a su primera salida de aventuras (Quijote I, 3).

En un escalón más bajo estaban los Hidalgos, que constituían una suerte de nobleza inferior, la nobleza de cuna, derivada de las antiguas familias que habían recibido el título de nobleza por méritos adquiridos en las guerras de la Reconquista, y las familias procedentes de las nuevas generaciones, que en la época de los Austria, recibieron ejecutoria de nobleza por merecimientos y motivos de diversa índole.

Los hidalgos eran labradores que disponían de una mayor estima social por parte de sus vecinos.

Eran campesinos ricos que disponían de ese honor por reconocimiento espontáneo, o por compra o por pleitos, para lograr alcanzar un estatus que además de prestigio les significaba verse libres de pagar los pechos o impuestos.

Representaban las oligarquías rurales en las que la estima social era importante para perfilar la categoría social de un grupo, definir las alianzas, favorecer los matrimonios y cohesionar los linajes.

Anclados en el medio rural, los hidalgos vivían apegados al ciclo de las cosechas, al calendario del clima, la siembra, la recolección, la reproducción del ganado y la esquila de ovejas.

Los hidalgos llevaban una vida monótona cuyos sobresaltos provenían de los momentos en que se presentaban las sequías, las malas cosechas y las epidemias. Solían ser los poseedores de los mayorazgos que arrastraban penosamente los últimos restos de un pasado esplendor, y que al correr del tiempo, y durante varios siglos, dieron origen a hidalgos tan altivos como pobres (Rivero Rodríguez, 2005).

De la fusión de la nobleza con la burguesía se formaron los académicos y los letrados, los eruditos, licenciados y doctores que encarnaban la aristocracia intelectual y que eran mirados habitualmente con desprecio y malquerencia por los ingenios legos.

Llevaban el “Don”, que en su origen era título de nobleza, y que más tarde fue usurpado por los hidalgos hasta llegar a generalizarse de tal manera, que algún contemporáneo de Cervantes refiere que “lo usaba la gente baja y hasta las rameras públicas” (Pfandl, 1994).

La carrera de las armas, al igual que la eclesiástica, era el recurso de los segundones, es decir, de los hijos no primogénitos de las casas nobiliarias. Las gentes distinguidas y de mejor condición prestaban el servicio militar según su capacidad o inclinación, por tiempos variables según fuera menester.

Cervantes, por ejemplo, ejerció la milicia durante varios lustros y combatió con orgullo en Lepanto y en Túnez, y Lope de Vega sirvió con decoro en la Armada Invencible.

El campesinado, clase social en la que se podría colocar a Sancho, había perdido en la época de los Austria mucho de la prosperidad que tuvo a finales de la Edad de la Fe. Fray Benito de Peñalosa y Mondragón hace una descripción descarnada de los campesinos de aquellos días:

“El estado de los labradores de España en estos tiempos….. a tanto ha llegado, que suena tan mal el nombre de labrador, que es lo mismo que pechero, villano, grossero, malicioso y de ay baxo, a quien sólo adjudican las comidas grosseras, los ajos y cebollas, las migas y cecina dura, la carne mortecina, el pan de cebada y centeno, las abarcas, los sayos gironados y caperuzas de bobo, los bastos cuellos y las camisas de estopa….., las chozas y cabañas, y algunas mal aderezadas tierras, y algunos ganados flacos y siempre hambrientos por carecer de pastos comunes…..; afecto y cargado todo de tributos, hipotecas, pechas, censos y muchas imposiciones. Los menages y los ajuares de sus casas son de risa y entretenimiento a los cortesanos….

Cuando un labrador viene a algún pleito, quién podrá ponderar las desventuras que padece, y los engaños que todos le hacen burlándose de su vestido y lenguaje……?” (Pfandl, 1994).

Es justificado imaginar que las diferencias sociales y económicas entre los hidalgos y los labradores, bien representados por Don Quijote y Sancho Panza, eran mayores en aquellos días que las que existen en los nuestros entre los hacendados y los trabajadores de su hacienda.

Sancho resumió sabiamente las diferencias entre ricos y pobres, sorprendido por la largueza y ostentación de las bodas de Camacho: “Dos linajes solos hay en el mundo, como decía una abuela mía, que son el tener y el no tener, aunque ella al de tener se atenía; y el día de hoy, mi señor Don Quijote, antes se toma el pulso al haber que al saber: un asno cubierto de oro parece mejor que un asno enalbardado” (Quijote II, 20).

III

En su clásica obra “La decadencia de Occidente” (1922), Oswald Spengler estudia las desigualdades entre los campesinos y señores del final de la Edad Media, expresadas simbólicamente por las “chozas” rurales y los “castillos” que adornaban los campos.

El célebre escritor analiza las diferencias que existían por entonces entre la ciudad y el campo, los pobres y los ricos, las gentes cultas y las iletradas, que Cervantes simbolizó con los castillos creados por su fantasía y, siglos después Kafka con un Castillo lejano e inaccesible para el agrimensor.

“La casa aldeana, dice Spengler, es el símbolo del sedentarismo. Lo que significa para el labriego su casa, eso mismo significa la ciudad para el hombre culto.

Lo que para la casa son los espíritus buenos, es para la ciudad el dios protector o el santo patrón”. La aldea formada por conjuntos de casas rurales era la exaltación de la imagen del campo.

Como representación simbolica de los campesinos, las casas rurales resultaban tan eternas e inmutables como los labriegos mismos, a pesar de las transformaciones que se hacían junto a ellas cuando se construían los castillos y catedrales. El espíritu de la ciudad era diferente. La ciudad no compartía con el campo el amor por la naturaleza (Spengler, 1965).

El castillo, por su parte, símbolo de la clase de los poderosos, apareció muy pronto junto a las construcciones aldeanas.

Era fundamentalmente un lugar de habitación, una residencia aristocrática que albergaba al señor o “dominus”, con sus parientes, oficiales, familiares y domésticos.

A partir de los siglos X y XI se comenzaron a multiplicar las residencias fortificadas de los señores de las tierras y los hombres, y los castillos adquirieron tamaños cada vez mayores e imponentes, a veces tenebrosos.

A partir del siglo XIV, el castillo se abrió más hacia el exterior y las habitaciones se iluminaron a través de ventanas enrejadas provistas de vidrieras, o cubiertas al menos con papeles y telas engrasadas (Tuchman, 1980; Le Goff; Schmitt, 2003).

Las viviendas ordinarias eran construidas con ladrillos o adobes. Hacia el interior daban frente a patios exclusivos y hacia el exterior a callejuelas o calles desprovistas casi siempre de aceras. Las casas para huéspedes eran conocidas con los nombres de posadas o mesones.

El de fonda se reservaba para las hospederías de mayor distinción o más acomodadas, y el de venta para los hospedajes de los campos despoblados que servían de albergue a los viajeros. Era habitual que el nombre de mesonero o de ventero se tomara como sinónimo de ladrón; de allí el refrán popular que corría por entonces: “Si no fuera por el dinero nadie sería mesonero.”

IV

En un congreso reciente de medievalistas norteamericanos, la doctora Lynn White sostuvo que el siglo X europeo había sido un período de novedades decisivas en el campo de los cultivos y la alimentación.

La introducción masiva de legumbres ricas en proteínas, como las habas, las lentejas y los guisantes, dotadas de alto poder energético, “habría suministrado a la humanidad la fuerza que iba a ayudarle a edificar catedrales y roturar extensas superficies” (Le Goff, 1999).

Es bien sabido que el suministro adecuado de nutrientes, y en especial de proteínas, es un factor de importancia para el desarrollo del cerebro de los seres humanos. Su carencia, como se encuentra en vastos sectores de los países en vía de desarrollo, se refleja en el bajo cociente de inteligencia de los escolares.

En el período estudiado por la doctora White, se presentaron transformaciones importantes en los arados y demás instrumentos de labranza, así como en los ciclos de las siembras y en las maneras óptimas de utilizar la tracción animal. El molino de agua, por ejemplo, se modificó y extendió por Europa entre los siglos XI y XIV, al igual que el arado medieval que procedía del de ruedas descrito por Plinio el Viejo en el siglo I.

Estos factores, y el desarrollo del comercio que hizo más próspera la economía del continente, contribuyeron en forma decisiva a la mejoría de la nutrición de las gentes, en una época que se ha llamado con alguna razón el Renacimiento del siglo X.

El modelo alimentario de los países del sur del continente europeo era a finales de la Edad Media rico en productos de origen vegetal, es decir, harinas, cocidas con agua y sal y acompañadas de pan, vino, aceite y hortalizas, algo de carne y sobre todo queso de cabra.

En el modelo de los pueblos célticos y germánicos del norte, los alimentos de origen animal tenían mayor importancia. Estos modelos de alimentación se oponían entre sí como signos de identidad y diferenciación cultural (Le Gof, 1999).

La expansión demográfica del siglo XI, ocasionada por una situación alimentaria favorable que habría de continuarse en los siglos siguientes, condujo a transformaciones graduales del régimen alimenticio de los estratos inferiores de la sociedad.

El rápido aumento de la población trajo como consecuencia el desarrollo de la agricultura en detrimento del cultivo de los montes y el pastoreo, y condujo además a la expansión de superficies cultivadas en detrimento de los pastos y de los bosques.

Los habitantes de las ciudades comían más carne que los campesinos; generalmente carne de ovejas y carneros, en razón a que la población ovina superaba los tres millones de cabezas en España; e incluso carne bovina, menos costosa, que no era consumida por los labriegos que preferían cuidar sus bueyes como instrumentos de trabajo y evitaban su sacrificio.

Los habitantes de las ciudades comían pan blanco elaborado con trigo candeal, en tanto que los campesinos lo consumían de cereales inferiores como el sorgo, el centeno y la cebada bajo la forma de pan negro, harinas cocidas y sobre todo sopas.

Era muy conocida la llamada “sopa gratuita” que se ofrecía a las gentes a la entrada de los conventos, y la célebre “olla podrida”, en la que entraban como elementos constitutivos zanahorias, cebollas, coles, ajos, aceite, pimienta, vinagre, carnes de ternera, cerdo, carnero y una buena ración de tocino (Pfandl, 1994).

A partir del siglo XIII las harinas, cereales y legumbres comenzaron a jugar un papel preponderante en la alimentación de todas las capas de la sociedad.

El pan adquirió un carácter casi simbólico para designar cualquier tipo de alimento producido gracias al trabajo del hombre.

En los comienzos de la Edad Moderna, los alimentos, los tipos de pan, las clases de carne, los pescados, las legumbres y las frutas eran objeto de identificación y prescripción social. La agronomía recomendaba al campesino el consumo de productos burdos como el centeno y la cebada por ser más apropiados a sus modos y géneros de vida.

La medicina, por su lado, pronosticaba enfermedades para aquellos que se nutrieran con alimentos que no estuvieran acorde con su rango social: el rico, por ejemplo, tendría problemas digestivos si tomaba sopas pesadas, y el estómago del pobre no podría asimilar manjares refinados y selectos (Le Goff, 1999).

En el primer capítulo del Quijote, Cervantes menciona los elementos constitutivos de la alimentación de don Alonso Quijano, que corresponden bien a su condición de hidalgo: “Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino los domingos” (Quijote I, 1).

Una alimentación en la que el salpicón corresponde al fiambre preparado con los restos de la olla del mediodía, los duelos y quebrantos posiblemente a huevos con chorizo o tocino, y el palomino al “plato especial” de los domingos.

La relación entre la calidad de los alimentos y la calidad de las personas se postulaba como verdad absoluta: se consideraban más “nobles” y apropiados para los hidalgos los recursos alimentarios que se encontraban en los árboles, como las frutas, o en el aire, como las aves, en tanto que se estimaban como “viles” y buenos para el campesino los que se encontraban a ras del suelo e incluso bajo tierra.

Esta “ideología” de los alimentos, afirma Massimo Montanari (1999), “fue precisada, definida y codificada entre los siglos XIV y XVI en un período caracterizado a la vez por gran movilidad social y por una tendencia de las clases dominantes a reforzar la afirmación de sus privilegios. Transmitida por la Edad Media a la Edad Moderna, habría de ser por varios siglos más un punto ineludible de referencia de la cultura europea: a cada cual lo que le corresponde y que cada uno se quede en su lugar” (Le Goff, 1999).

V

Dice Cervantes que la lectura de libros de caballerías condujeron a Alonso Quijano a la pérdida de la razón, idea muy fácil de aceptar en aquel tiempo ya que esas lecturas eran consideradas causa frecuente de locura.

Cuando Cervantes comenzó a escribir su novela, los libros de caballerías habían comenzado a desaparecer de España y del continente europeo. El último de ellos, titulado “Policisne de Beocia”, fue publicado en 1602, tres años antes de la aparición de la primera parte del Quijote.

Los libros de caballerías tuvieron su orígen en la literatura francesa del siglo XIII; concretamente en las obras del escritor Chrétien de Troyes en las que se narran las aventuras caballerescas y los trances sentimentales de algunos personajes que, supuestamente, vivieron en los tiempos del rey Arturo y sus caballeros de la Tabla Redonda.

La literatura caballeresca en la península ibérica se consolidó más tarde con libros originales de autores españoles entre los que sobresale el muy conocido “Amadis de Gaula”, nombre del caballero con el que se identificó muchas veces Don Quijote. Del siglo XV al XVI se publicaron veinte ediciones de esa novela en la ciudad de Zaragoza.

Durante el siglo XV, como lo señala Riquer (2003), “aparecen narraciones de aventuras de caballeros que retratan con gran fidelidad la sociedad y las costumbres de aquella centuria, desprovistas de inverosimilitud y situadas en tiempo próximo y en tierras conocidas”. Entre las más leidas se cuentan “Tirante el Blanco”, del escritor valenciano Johanot Martorell, las “Sergas de Espladian”, y en el ciclo de los Palmerines, el famoso “Palmerín de Inglaterra”.

Don Gregorio Mayans i Siscar hace la critica de los libros de caballerías y hazañas heroicas, diciendo:

“Afeminan los ánimos por una parte, y por otra los embravecen ciertos Libros que llamamos de Caballerías, porque en ellos se describen las monstruosas hazañas de unos Caballeros imaginarios que tenían sus damas i por ellas hacían mil locuras, hasta llegar a hacerles oración, invocándolas en sus peligros con ciertas fórmulas como si fuesen abogadas de las lides i peleas……

La lectura de estos Libros incita los ánimos a unas acciones bárbaras por el imaginario punto de defender las Mugeres, incluso por causas deshonestas……

Había hombres neciamente ocupados en fingir, i publicar, tan extravagantes caprichos, porque había Lectores más necios que ellos que los leían, i aplaudían, i tal vez los creían” (Mayans i Siscar, 1764).

Luis Vives, el célebre intelectual del siglo XVI citado varias veces por Mayans, habla de la “corrupción de las Artes por las leyendas de los Libros de Caballerías”.

Al censurar su lectura, decía: “La erudición no se ha de esperar de unos hombres que ni aun vieron la sombra de la erudición. Pues cuando cuentan algo, qué gusto puede haver en unas cosas que fingen tan abierta i neciamente?….

Qué discreciones pueden decir unos Escritores faltos de toda buena doctrina, i arte?….. Confieso mi pecado, porque también los he leído alguna vez, pero no hallé rastro alguno de buena intención, o de mejor ingenio…. Aunque lo que dicen fuesse mui agudo, i agradable, yo nunca querría un emponzoñado deleite….” (Mayans i Siscar, 1764).

“Quiso Dios, continúa Vives, que Miguel de Cervantes escribiesse una invectiva contra los Libros de Caballerías publicando la Historia de Don Quixote de la Mancha, la qual no mira a más que a deshacer la autoridad i cabida que en el Mundo, i en el Vulgo, tienen los Libros de Caballerías.

Consideraba Cervantes que un clavo saca a otro, i que supuesta la inclinación de la mayor parte de los ociosos a semejantes Libros, no era el medio mejor para apartarlos de tal lectura la fuerza de la razón, que sólo puede mover a los animos considerados; sino un Libro de semejante inventiva, i de honesto entretenimiento, que excediendo a todos los demás en lo deleitable de su lectura, atraxesse a sí a todo género de gentes, discretos i tontos.

Para cuyo fin, no era necessario gran fondo de doctrina, sino tal discreción, i gracia en el decir, que se llevassen toda la atención” (Mayans i Siscar, 1764).

Los libros de caballerías fueron las últimas expresiones de un mundo medieval que comenzaba a desaparecer. Un aspecto importante de su atractivo radicaba en los valores positivos que transmitían, como la generosidad, la valentía y la caridad.

Eran tan entretenidos que muchas gentes les prestaban atención desmesurada, no obstante los hechos violentos que solían encontrarse en las páginas de muchos de ellos.

En la novela cervantina resplandece el respeto por todo lo bueno de la caballería andante que estaba consignado en los libros de aventuras y hazañas heroicas.

En el capítulo 32 de la segunda parte, Don Quijote hace la apología de su condiclón de caballero expresando a los duques sus firmes convicciones con las siguientes palabras: “Unos van por el ancho campo de la ambición soberbia, otros por el de la adulación servil y baja, otros por el de la hipocresía engañosa, y algunos por el de la verdadera religión; pero yo, inclinado de mi estrella, voy por la angosta senda de la caballería andante, por cuyo ejercicio desprecio la hacienda, pero no la honra.

Yo he satisfecho agravios, enderezado entuertos, castigado insolencias, vencido gigantes y atropellado vestiglos……. Mis intenciones siempre las enderezo a buenos fines, que son de hacer bien a todos y mal a ninguno…….” (Quijote II, 32).

VI

El ideal caballeresco como anhelo de perfeción individual y comunitaria, tomó sus orígenes en la Grecia antigua en donde los héroes legendarios fueron prototipos humanos dignos de admiración.

Eran ellos, además, buenos ejemplos a seguir en todo aquello que la educación o paideia señalaba a los ciudadanos de la polis para alcanzar la areté, es decir la perfección y el ideal supremo de nobleza espiritual y humana.

La imitación de lo heroico no significaba desde luego renuncia a la identidad personal; la areté se relacionaba precisamente con las normas estrictas del comportamiento social y con los altos ideales de la vida privada de los seres humanos.

Le épica medieval tardía, heredera de la griega, implicaba la fusión del valor y la sabiduría como elementos indispensables para alcanzar la perfección.

Don Quijote, por ejemplo, aparece como un héroe valiente que intenta ser sabio, al decir de Angel Pérez Martínez (2004). Sus extravíos mentales no le impiden el uso de una aproximación a la realidad cuyas características le dan un carácter relevante a su personalidad.

Dentro de sus parámetros, Don Quijote razona de manera adecuada; su lógica es perfecta en materias de discernimiento de lo universal a lo particular, al punto que su sobrina dirá, no sin ironía: “si fuese menester, en una necesidad podría subir en un púlpito e irse a predicar por esas calles” (Quijote II, 6).

El cumplimiento del deber, característica principalísima de los personajes homéricos, se traducía en el caballero medieval en las obligaciones perentorias que debía cumplir para “desfacer entuertos”, corregir errores y enmendar lo que está malo.

“Sea quien fuere”, dice Don Quijote a la princesa Micomicona cuando ésta le pide castigar ejemplarmente al gigante, “que yo haré lo que soy obligado y lo que me dicta mi conciencia conforme a lo que profesado tengo” (Quijote I, 29).

Y en relación a la lucha contra el mal en cualesquiera de sus formas, le dice a Sancho, revelando de paso su inmensa riqueza moral: “Hemos de matar en los gigantes a la soberbia, a la envidia, en la generosidad y buen pecho, a la ira, en el reposado continente y quietud de ánimo, a la gula y al sueño, en el poco comer que comemos y en el mucho velar que velamos, a la lujuria y lascivia, en la lealtad que guardamos a las que hemos hecho señoras de nuestros pensamientos, a la pereza, con andar por todas partes del mundo buscando las ocasiones que nos puedan hacer y hagan, sobre cristianos, famosos caballeros” (Quijote II, 8).

VII

El buen juicio y la prudencia eran en Grecia virtudes indispensables para alcanzar los fines de nobleza individual. La areté, que incluye ambas virtudes, buen juicio y prudencia, se identifica con el paradigma de la hombría, con aquel yo ideal que todo hombre sueña con encarnar.

La palabra “virtud”, en su versión no atenuada por el uso puramente moral, y como expresión del más alto ideal caballeresco unido a conductas selectas y heroismo guerrero, es para Werner Jaeger (1933), el sentido que tuvo en Grecia la palabra areté.

El Diccionario de Autoridades de 1737 define la prudencia como “la virtud que enseña al hombre a discernir y distinguir entre lo que es bueno y lo que es malo para seguirlo o huir de ello”; y la toma también como cordura, templanza y moderación en las acciones. El hombre prudente es entonces aquel que actúa discerniendo qué es lo mejor para sí y para los demás.

En su libro “El buen juicio en el Quijote” (2004), Angel Pérez Martínez recuerda que la prudencia era una de las cuatro virtudes cardinales, junto con la justicia, la fortaleza y la templanza.

La prudencia significaba el buen juicio, la presencia de espíritu, la sagacidad, la inteligencia o la sabiduría en los asuntos importantes, ideas enriquecidas después al vincularse de manera estrecha con la acción humana.

La prudencia se encuentra en la tradición moral del cristianismo y es señalada por Santo Tomás como una virtud fundamental para la acción correcta, como un eje para la vida que vincula la razón y la acción.

La virtud, sostiene por su parte el filósofo francés Etienne Gilson, consiste fundamentalmente en “una disposición permanente para obrar de modo conforme a la razón….

Para que el hombre obre bien, es necesario no solamente que la razón esté bien dispuesta por el hábito intelectual, sino también que su apetito o facultad de desear esté bien dispuesto por el hábito de la virtud moral….

Las virtudes intelectuales más importantes son la inteligencia, la ciencia, la sabiduría y la prudencia; ésta última es la bisagra entre el intelecto y la voluntad” (Pérez Martínez, 2004).

La palabra prudencia aparece veinte veces en la novela cervantina, trece en la primera parte y siete en la segunda. Algunos escritores la relacionan con la “discreción”, entendida como el hábito del entendimiento práctico que conduce al hombre discreto a saber cómo actuar en cada circunstancia.

Es de alguna manera similar a la “aequanimitas”, disposición anímica de que hablaba el sabio profesor William Osler al recomendarla como elemento indispensable para el buen ejercicio de la medicina.

En el Quijote se emplea a menudo como sinónimo de razón, agudeza, inteligencia e ingenio. La prudencia es una virtud cuyo resultado será un acto bueno; la discreción una condición que puede emplearse en actuaciones de menor importancia moral.

Cervantes propone en su magna novela la vida de un hombre normal, sin cualidades extraordinarias y que no está llamado a grandes hazañas, que por elección propia busca su desarrollo personal que encuentra plenamente en el arquetipo caballeresco.

Con el transcurrir de los siglos, la interpretación de la novela ha cambiado numerosas veces. Cuando fue publicada, gozó de gran popularidad; se la interpretó por entonces como una obra de entretenimiento concebida como una sátira de los libros de caballerías.

En el siglo XVIII se la tomó como una expresión literaria que conjugaba la épica y el realismo a tiempo que profundizaba en sus diferencias y modos de expresión. El romanticismo del siglo XIX vió en el Quijote una obra artística, elevada como las de Shakespeare, que cumplía los requisitos de una novela ideal.

El siglo XX, por su parte, ofrece interpretaciones que la consideran como reflejo de la espiritualidad del pueblo español, como espacio para la reflexión y como un punto de partida para la meditación existencial (Pérez Martínez, 2004).

VIII

El amor caballeresco como expresión del idealismo amoroso, tiene su origen en las obras literarias y artísticas de la Edad Media tardía.

Surgen de inmediato en la mente como ejemplos del amor idealizado de esas épocas las figuras de Dante Alighieri y Francesco Petrarca en la literatura medieval, y las de Sandro Botticelli y Leonardo da Vinci en la píntura de los comienzos del Renacimiento.

Dante no conoció a Beatriz; tan sólo la vió una vez desde lejos y aún se discute si su atracción por ella fue una realidad física o tan sólo una abstracción idealizante.

Sin importar que Beatriz se hubiera casado con Simon de Bardi y que Dante hubiera tenido varios hijos con Gemma Donati, el hecho auténtico y singular es que los sentimientos del poeta por la mujer amada abrieron en su tiempo el camino para la idealización del amor.

Beatriz murió a los 25 años de su vida real, y en la ficción de la Divina Comedia cumplió con la misión inmortal de conducir a Dante al Paraíso.

En ese mismo tiempo, Francesco Petrarca se enamoró perdidamente de Laura sin haberle hablado jamás; le dedicó una docena de sonetos de impecable factura después de recibir la noticia de su muerte a los 23 años en una epidemia de peste, y continuó amando su recuerdo por muchos años.

Sandro Botticelli amó contemplativamente a Simonetta Vespuci, la mujer más bella de su época, amiga inseparable de Lorenzo y Giuliano de Medici.

Y Leonardo da Vinci abrigó sentimientos amorosos parecidos hacia Madonna Elisa, la “Monalisa”, tercera esposa del opulento comerciante florentino Francisco Bartolomé del Giocondo.

El senda del amor que abrieron los trovadores provenzales de los siglos XIV y XV impregnó de gentileza y dulzura los sentimientos de los caballeros por sus damas. Era el amor cortés que tiene su máxima expresión en el “Roman de la Rose” y en “Don Quijote”.

El sentimentalismo que se observa en algunas partes de esas obras fue un artificio creado por la cultura caballeresca en la literatura de entonces.

Con el nacimiento de la burguesía, el amor cortés fue reemplazado por el amor pastoril que hace presencia en la “Diana enamorada” de Jorge Sotomayor, novela en la cual los caballeros aparecen disfrazados de pastores. Surge además el “loco amor”, o amor carnal, frente al cual defiende con ardor Don Quijote su amor caballeresco y respetuoso por Dulcinea.

Y aparece además la figura un tanto siniestra de la celestina, cuyo nombre llegó a reemplazar el título de “La Tragicomedia de Calixto y Melibea”, de Fernando de Rojas, más conocida hoy como ”La Celestina”.

Se pensaba que los protagonistas de los libros de caballerías debían tener damas a las que consagrar integralmente las potencias espirituales de su amor.

Don Quijote no podía ser una excepción: “Yo soy enamorado, dice, no más de porque es forzoso que los caballeros andantes lo sean, y, siéndolo, no soy de los enamorados viciosos, sino de los platónicos continentes (Quijote II, 32); y le recuerda a Sancho “la lealtad que guardamos a las que hemos hecho señoras de nuestros pensamientos” (Quijote II, 8).

Con estas palabras, el hidalgo expresa su amor por Dulcinea, más platónico y caballeresco que pastoril, y lejano desde luego del loco amor carnal al que antes nos hemos referido.

(Lea También:El “Ingenio” del Ingenioso Hidalgo)

Aldonza Lorenzo, la hija de Lorenzo Corchuelo y de Aldonza Nogales, era el amor de un hidalgo manchego de más de cincuenta años que sólo la había visto muy pocas veces en su vida: “Dulcinea no sabe escribir ni leer, y en toda su vida ha visto letra mía ni carta mía, porque mis amores y los suyos han sido siempre platónicos sin excederse más que a un honesto mirar.

Y aún esto tan de cuando en cuando, que osaré jurar con verdad que en doce años que ha que la quiero más que a la lumbre de estos ojos que han de comer la tierra, no la he visto cuatro veces….” (Quijote I, 25).

Los desvarios del ingenioso caballero no fueron imputados por Cervantes a locuras de amor. Los atribuyó siempre a las lecturas de libros de caballerías que habían modificado su concepción del mundo y trastornado su sentido de la realidad.

En su caso, el amor platónico por Dulcinea no era cosa distinta a un amor idealizado incapaz de llevar por sí mismo a la locura. Dulcinea tenía para Don Quijote dos cualidades para encender su pasión amorosa: la belleza y la buena fama.

Así lo expresa a su escudero: “Porque has de saber, Sancho, si no lo sabes, que dos cosas solas incitan a amar, más que otras, que son la mucha hermosura y la buena fama, y estas dos cosas se hallan consumadamente en Dulcinea, porque en ser hermosa, ninguna la iguala, y en la buena fama, pocas le llegan” (Quijote I, 25).

El amor del hidalgo por Dulcinea le conduce a forjar en su mente la imagen ideal de una dama conforme a sus fantasiosos anhelos:

“Yo imagino, le dice a su escudero, que todo lo que digo es así, sin que sobre ni falte nada, y píntola en mi imaginación como la deseo, así en la belleza como en la principalidad”.

Don Quijote no ve la rusticidad de Aldonza sino la delicadeza de Dulcinea. Cuando en una ocasión Sancho le quiere convencer de que la moza chata y cariredonda, cuya brida de su cabalgadura sostiene con respeto, es Dulcinea, Don Quijote no cae en la trampa que con habilidad le tiende su escudero.

Su idealización le mantiene fiel al recuerdo de la auténtica Aldonza; no podía en consecuencia llegar a la locura de aceptar como Dulcinea a cualquier moza aldeana, dando con ello pruebas de su sensatez. Pero acude como siempre a los encantadores para darse una explicación de las cosas extrañas que ocurren en su entorno: “El maligno encantador que me persigue, y ha puesto nubes y cataratas en mis ojos, y para solo ellos y no para otros, ha mudado y transformado su sin igual hermosura y rostro en el de una labradora pobre.” (Bonilla, 1964).

El amor de Don Quijote por Dulcinea no era patológico.

Era el sentimiento idealizado propio de los caballeros andantes por sus damas, exaltado al máximo desde luego, pero insuficiente por sí mismo para explicar un extravio mental o una locura.

En su libro “The Anatomy of Melancholy” (1621), Robert Burton dedica la cuarta parte de su obra de casi ochocientas páginas al estudio del amor excesivo y enfermizo y a los celos patológicos como causas inevitables y frecuentes de locura.

Uno de los casos más representativos que los ejemplifica a todos es la historia novelesca y real del amor de doña Juana, hija de los reyes católicos Fernando e Isabel, por su esposo francés don Felipe el Hermoso.

Era de tal manera extravagante el amor de la heredera al trono por su marido, y tan patológica su celotipia, que lo persiguió desaforadamente de España a Flandes, y a su muerte, ante el asombro de sus súbditos, paseó su cadaver en dolorosos recorridos por todos los rincones de la península ibérica.

En una conferencia pronunciada en la Academia Colombiana de la Lengua, Carlos Monroy Reyes sostiene la tesis de que Don Quijote se forjó en su cerebro la idea fija de su dama ideal, y al hacerlo, “se enamoró de su propia idea; en cierta forma de sí mismo……

Su amor no tuvo desilusiones porque vivía en sí mismo; era una idea predominante que dominaba su acontecer” (Monroy Reyes, 2006).

La postulación del doctor Monroy Reyes nos induce a analizar brevemente los mecanismos psicológicos y psicopatológicos subyacentes al amor del caballero andante por Dulcinea, para intentar entender si en esos sentimientos pudo existir algo de narcisismo, es decir, de aquellas vivencias psicológicas que llevan al hombre a enamorarse de sí mismo.

O si, por el contrario, operaba en el ingenioso hidalgo el mecanismo de la identificación proyectiva, que consiste, como lo enseña la escuela kleiniana de psicoanálisis, en colocar en el otro un pedazo o una parte de uno mismo.

Cuando hablamos de “pedazos o partes”, queremos significar con ello una cualidad del objeto, de la función, del deseo, de la necesidad, de los sentimientos, del espacio o del tiempo, en el sentido que le da Guillermo Sánchez-Medina en sus “Modelos Psicoanalíticos” (2002) a ese mecanismo psicológico.

En el antiguo mito de Narciso y Eco, Narciso observa su imagen reflejada en el agua cristalina de un manantial y la toma como objeto único de su amor.

Narciso se había burlado anteriormente de las ninfas de las aguas y una de ellas al sentirse rechazada le lanzó su maldición: “Que llegue a amar y que jamás goze de ser amado.” “Tendido en el suelo, cuenta Ovidio en “La Metamorfoisis”, Narciso contempla sus ojos, dos luceros; sus cabellos dignos de Baco y Apolo; sus lisas mejillas; su cuello de marfil; su gracioso rostro en el que se mezclan el rojo y la blancura de la nieve; y admira todo lo que en él resulta admirable.

Con imprudencia se desea a sí mismo…” Y añade con sincero dolor, ya en el terreno de la realidad: “Esta que ves es la sombra de tu imagen reflejada. Nada de sí misma tiene esa figura; viene y se va contigo; contigo se marchará si puedes marcharte.” Al contemplar su imagen y al sentirse enamorado perdidamente de sí mismo, Narciso se arroja al agua suicidándose ante la imposibilidad de satisfacer su infortunada pasión.

Del mito de Narciso y Eco existen numerosas versiones e interpretaciones de literatos y expertos en psicología, entre las cuales se destacan la de Publio Ovidio Nasón, la de Pusanias y la de Ovidio, y la interpretación de Plotino en “Las Enéades”.

Freud elaboró sus estudios pioneros sobre estos fenómenos a partir de esas leyendas griegas. Sánchez-Medina ha estudiado cuidadosamente las diferentes versiones del mito en su libro “Ciencia, Mitos y Dioses” (2004), y numerosos psicoanalistas han contribuído además a su estudio analizando las distintas interpretaciones ofrecidas.

Para el pensamiento psicoanalítico existen dos formas de narcisismo: el primario y el secundario. El narcicismo primario es un estado precoz en el que el niño vierte su libido sobre sí mismo; el secundario, por su parte, es la vuelta de la libido sobre el Yo después de que se han retirado las cargas objetales.

La identificación proyectiva es un mecanismo psicológico fundamental para explicar las funciones del Yo; se presenta a través de todo el desarrollo psíquico y ocurre continuamente a lo largo de la vida. Este mecanismo psicológico hace que las partes del Yo se proyecten en el objeto, que adquiere entonces las características que el Yo le proyecta. El Yo puede llegar a identificarse plenamente con el objeto de su proyección.

El sujeto, además, produce siempre una suerte de resonancia emocional en el objeto. Es a través de ella como el individuo siente normalmente simpatía, enojo, hostilidad, aburrimiento, empatía o simpatía. La identificación proyectiva se utiliza en el diálogo y en las comunicaciones interpersonales y se relaciona obviamente con la identificación, la proyección, la represión y la negación (Sánchez-Medina, 2002).

A mi modo de ver, Don Quijote proyecta en Dulcinea las ideas de bondad, belleza, humanidad y justicia que como caballero andante ha defendido siempre.

Se enamora infinitamente de lo que ellas representan y las proyecta luego al exterior en actos externos de defensa de la justicia y de la humanidad desvalida, actos que cumple en adelante en nombre de Dulcinea, la mujer amada.

Por ser las ideas de nobleza moral desinteresadas al máximo, la figura de Don Quijote es necesariamente respetable y en términos generales no admite controversia.

Es por ello que resulta difícil comparar sus sentimientos hacia Dulcinea con los de Hamlet por Ofelia en el drama de Shakespeare. El amor de Don Quijote tiene como trasfondo un noble e inmenso ideal. El de Hamlet, por el contrario, es más egoista; Hamlet, como lo señalan Madariaga (1955) y Bonilla (1964), piensa solamente en sí mismo.

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