La Locura de Don Quijote

ADOLFO DE FRANCISCO ZEA, M.D

“Though this be madness, yet there is method in´t”..

SHAKESPEARE, en “Hamlet”, Act II, esc.ii

I

En la segunda escena del Acto segundo de la tragedia de Hamlet, Polonio le pregunta a Hamlet qué cosa está leyendo. Este le responde: “Calumnias, señor mío.

Porque este bellaco satírico dice aquí que los viejos tienen la barba gris y el rostro arrugado, que sus ojos supuran ámbar espeso y goma de ciruelo y que tienen abundante falta de humor y nalgas flojas. Todo lo cual, señor, aunque lo creo con gran firmeza, estimo sin embargo deshonesto haberlo escrito así. Vos, señor, llegarás a ser tan viejo como yo, si pudieras andar hacia atrás como un cangrejo”.

Polonio, dirigiendo su mirada hacia un lado, dice para sí las palabras que he puesto como epígrafe a este capítulo: “Esto será locura, pero tiene su método”. O en versión más libre: “Será locura, pero tiene su lógica”.

De acuerdo al pasaje anterior, es posible pensar que la locura de Hamlet evidentemente podría tener alguna lógica.

En su libro “El Quijote como juego” (1975), Gonzalo Torrente Ballester hace énfasis en lo que llama “principio de realidad suficiente”, término con el que se refiere a la norma que debe tener en cuenta todo novelista para que sus personajes de ficción tengan credibilidad ante los ojos del lector. En otras palabras, para que sean verosímiles.

No interesa que el protagonista de una obra sea o no real o que haya o no existido. Lo fundamental es que esté dotado de lógica suficiente para dar cuenta de sus comportamientos dentro de los parámetros en los que piensa, siente, razona o sueña.

La verosimilitud psíquica de Don Quijote es indiscutible. Su conducta podía ser bizarra y con frecuencia inaceptable desde el punto de vista social, pero no era ilógica o inmotivada.

No obstante su extravío mental, Don Quijote llevaba una vida llena de propósitos y de significados y disfrutaba de la relación con los demás seres humanos.

Es por ello que sentimos afecto por su figura triste de caballero andante, aflicción al saber que recupera la cordura perdida y dolor ante su muerte rápida e inevitable.

Nada facilita más el abandono de la lectura de una novela que su falta de lógica. Esto no ocurre con la de Miguel de Cervantes.

Don Quijote es creíble como loco o como cuerdo en razón a su obediencia a la lógica que ha señalado Torrente Ballester. Los demás personajes de la novela son también verosímiles. Piensan y actúan como gente real y su conducta, al igual que la nuestra, está determinada por motivaciones concientes e inconscientes.

Para Castilla del Pino (2005), son personajes vivos cualquiera que sea el monto de imaginación que en ellos exista, porque siguen en su forma de conducirse las leyes de la lógica.

El Quijote fue considerado un libro de entretenimiento en el siglo XVII. Así lo indica Lorenzo Gracian al narrar la graciosa anécdota de Felipe III que antes relatamos.

Años después, en el reinado de Felipe IV, apareció en España un libro de autor desconocido titulado “Tertulia de la aldea”, en el que se relatan algunas de las aventuras de Don Quijote mezcladas con anécdotas e historietas de diversa índole recogidas en doce capítulos de pasatiempos y aventuras.

Su lectura es de gran interés por ser quizás el primer libro en que se comenta el Quijote y se hace referencia específica a dos de sus aspectos más llamativos: la locura y la risa.

En ese libro su autor habla de “locura” para calificar los disparates del caballero andante y sus insólitas extravagancias, sin dejar entender hasta qué punto tales “locuras” pudieran ser consideradas verdaderos trastornos de la mente.

El escritor anónimo se quiso referir a las conductas del hidalgo como comportamientos peculiares que mueven a la risa sin despertar temores ni zozobras.

En otras palabras, el Quijote era para el autor un libro divertido que relata la historia de un personaje curioso y singular cuyo modo de comportarse difería del de las demás gentes, y en el que la risa y la locura producían gratificación a sus lectores.

Esa forma inicial de apreciar el Quijote había de cambiar notablemente en el siglo XVIII y en los siglos siguientes cuando los críticos comenzaron a estimar su valor como obra literaria, y cuando los filósofos y sociólogos profundizaron en sus contenidos y se interesaron por desentrañar el mensaje que el novelista quiso entregar a las gentes de su tiempo y legar a la posteridad.

Los psicólogos, posteriormente, se empeñaron en el análisis de los rasgos de sus personajes desde puntos de vista muy diversos según las distintas escuelas. Cuatro siglos más tarde, y no obstante la extensa bibliografía que se ha publicado sobre el tema, la obra de Cervantes suscita innumerables comentarios e interpretaciones todavía, y deja en claro que sobre el Quijote es mucho todavía lo que falta por decir.

II

En una época de grandes conquistas en el terreno de lo material como la nuestra, la visión científica del mundo contrasta ciertamente con la de la filosofía y con la apreciación filosófica del mundo que puedan tener las gentes corrientes.

Una mirada rápida a estos asuntos sirve al propósito de examinarlos en lo que guarda relación específica con la novela cervantina, con la locura de Don Quijote y con la risa amable que provoca en los lectores.

El mundo de la ciencia, sostiene Alfred Stern en su libro “Filosofía de la risa y el llanto” (1950), es un mundo sin risas y sin llanto. Nuestro mundo, por el contrario, el mundo en que vivimos, sufrimos y sentimos alegrías y tristezas, es un mundo donde se llora y donde se ríe y es además un mundo de emociones y valores del que sólo puede dar cuenta la indagación de la filosofía.

El carácter distintivo de toda filosofía, incluyendo la filosofía de la vida, es que considera la relación que existe entre el pensamiento determinante del sujeto, por una parte, y los objetos determinados por la otra. La ciencia se limita solamente a examinar las relaciones mutuas de los objetos entre sí y no con el sujeto.

Las relaciones de los objetos entre sí estudia la ciencia, relaciones que son bien conocidas con los nombres de “leyes físicas” o “leyes naturales”, pero hace abstracción de las relaciones de los objetos con el sujeto que es, a la vez que cognoscente, sujeto apreciante.

“La ciencia constituye la ficción de un mundo puramente objetivo independiente del sujeto cognocente, afirma Stern. Pero desde que el sujeto cognoscente está unido a un sujeto que es también apreciante; y desde que la apreciación da lugar al nacimiento de valores, el mundo de la ciencia, construído mediante una eliminación de las relaciones de los objetos con el sujeto, es necesariamente un mundo exento de valores” (Stern, 1950).

Y un mundo exento de valores es un mundo en donde no se rie y en donde no se llora, ya que toda risa y todo llanto expresan emociones y apreciaciones que no existen en el mundo de la ciencia.

El mundo de la ciencia carece de cualidades subjetivas. Es un mundo eminentemente realista. Un mundo sin valores porque éstos presuponen la existencia de un sujeto cognocente capaz además de apreciar. El mundo de la ciencia es por definición un mundo sin risa, un mundo sin llanto, un mundo carente de emociones.

Existen desde luego distintas clases de valores: los valores intelectuales, morales, estéticos, sociales y religiosos, por ejemplo, a los que damos singular importancia porque forman parte del grupo de valores espirituales.

Pero, aparte de ellos, existen otros valores vitales de alto significado como los valores hedónicos que guardan relación con lo agradable o lo desagradable; y, por supuesto, los valores económicos.

El mundo de la filosofía, al igual que el mundo de la vida y al contrario del mundo de la ciencia, no hace abstracción de las relaciones de los objetos con el sujeto cognoscente y apreciante.

Es un mundo formado por cosas que tienen ante todo cualidades subjetivas; un mundo que no está compuesto solamente por ondas sonoras sino por sonidos; un mundo que no está organizado por movimientos moleculares sino por cualidades, como el calor y el frío, lo dulce y lo amargo.

El mundo del filósofo está más próximo al mundo de la vida corriente porque la vida tampoco hace abstracción de las relaciones de los objetos con el sujeto cognoscente y apreciante.

¿Cuál es entonces el mundo “verdadero”?

Surgidos de necesidades intelectuales diferentes, el mundo de la ciencia y el mundo de la filosofía están llamados a llenar diferentes funciones y no es posible intentar extraer de ellos respuestas que no están en capacidad de dar. Demócrito, por ejemplo, el filósofo que ya hemos mencionado, no hubiera podido ser “el filósofo que ríe” si se hubiera confinado a su mundo científico singular y único en el que un movimiento atómico no es mejor ni peor, más triste o más alegre que otro.

Es preciso aceptar las relaciones de los fenómenos emocionales de la risa y el llanto con el mundo de los valores. Para el filósofo Ralph Waldo Emerson, la verdadera esencia de lo cómico “es el contraste intelectual entre la idea y su falsa realización”.

De acuerdo a su manera de pensar, la risa y el llanto son emociones nacidas de la súbita reducción a la nada de una expectativa; en otras palabras, de la “degradación” inesperada y repentina de uno o varios valores.

En la ficción de Cervantes hay ejemplos de esas situaciones peculiares que inducen por lo general a la risa: cuando Don Quijote vislumbra desde lejos la presencia de los duques, considera que debe saludarlos como corresponde a su alcurnia y nobleza; para ello, intenta desmontar con gracia de su cabalgadura: “Llegó Don Quijote, alzada la vicera, y dando muestras de apearse acudió a Sancho a tenerle el estribo; pero éste fue tan desgraciado que al apearse del rucio se le asió un pie en una soga……, de tal modo, que no fue posible desenredarle; antes, quedó colgado de él con la boca y los pechos en el suelo.

Don Quijote, que no tenía en costumbre apearse sin que le tuvieran el estribo……,

Descargó de golpe el cuerpo y llevose tras sí la silla de Rocinante……, y vinieron al suelo no sin verguerza suya y de muchas maldiciones al desdichado Sancho…..” (Quijote II, 30).

Se esperaría que el caballero andante desmontara de su cabalgadura ágil y grácilmente. Su aparatosa caída quiebra bruscamente la expectativa que los duques tenían, y la nueva e insólita situación facilita la risa de todos los presentes. Es la respuesta que se podía esperar ante lo imprevisto e inesperado, ante esa “degradación” de aquellos valores que rigen las relaciones sociales entre los individuos.

III

Cervantes se anticipó a los psiquiatras y a los psicoanalistas de los siglos XIX y XX al describir situaciones vivenciales que pudieran tomarse, a mi juicio equivocadamente, por momentos de “locura parcial” de su protagonista.

Relató con perspicacia disparates de la vida del hidalgo como acontecimientos de apariencia anormal aunque dotados de un fondo de razón; y señaló además en varias ocasiones la forma mesurada como Don Quijote advertía la posibilidad de que los demás le tomasen por loco.

La capacidad de Don Quijote para reconocer lo extraño e insólito de muchos de sus actos frente a la normalidad de los actos de los demás, no es habitual en los enfermos mentales que han alcanzado el estado de locura verdadera. Este simple hecho debe tenerse en cuenta al intentar calificar de loca su conducta habitual.

Cervantes relató los extravíos de su protagonista como sucesos aislados y episódicos de anormalidad psíquica, de aquellos a los que la antropología moderna llama “estados transitorios de conciencia alterada”, separados unos de otros por intervalos de absoluta sensatez.

Una sucesión de fenómenos capaz de dar origen a divertidas confusiones.

Al concluir la aventura de los leones, por ejemplo, en la que el caballero andante se expuso al ataque de los felinos al obligar al leonero que los conducía a abrir las jaulas y permitirles que salieran, Don Quijote se dirige a don Diego de Miranda, el Caballero del Verde Gabán, para decirle: “¿Quién duda, señor don Diego de Miranda, que vuestra merced no me tenga en su opinión como un hombre disparatado y loco? Y no sería mucho que así fuese, porque mis obras no pueden dar testimonio de otra cosa….. Con todo, quiero que vuestra merced advierta que no soy tan loco ni tan menguado como debo haberle parecido” (Quijote II, 17).

Con las palabras anteriores Don Quijote acepta que sus comportamientos puedan parecer desusados y locos ante los ojos de los demás; conductas, sin embargo, que para él eran normales.

De esa manera, Cervantes deja flotar en el ambiente las dificultades que existen para calificar como “locura” algunas de las experiencias vivenciales del caballero andante.

El hidalgo justifica sus acciones diciendo claramente: “Como me cupo en suerte ser uno del número de la andante caballería, no puedo dejar de acometer todo aquello que a mí me pareciere que cabe debajo de la jurisdicción de mis ejercicios”.

Y mostrando una vez más su buena capacidad de discernir, agrega con cordura: “Bien sé lo que es valentía, que es una virtud que está puesta entre dos extremos viciosos como son la cobardía y la temeridad: pero menos más será que el que es valiente toque y suba al punto de temerario, que no que baje y toque en el punto de cobarde” (Quijote II, 17).

Después de escuchar con atención los argumentos del caballero andante, Don Diego le dice: “Digo, señor Don Quijote, que todo lo que vuesa merced ha dicho y hecho va nivelado con el fiel de la misma razón; y que entiendo que si las ordenanzas y leyes de la caballería andante se perdiesen, se hallarían en el pecho de vuesa merced como en su mismo depósito y archivo” (Quijote II, 17).

A don Diego le era difícil precisar si el caballero andante era cuerdo o estaba loco. En forma ambivalente pensaba que Don Quijote “era un cuerdo loco y un loco que tiraba a cuerdo”; y agregaba: “ya le tenía por cuerdo y ya por loco, porque lo que hablaba era concertado, elegante y bien dicho, y lo que hacía disparatado, temerario y tonto” (Quijote II, 17).

Una vez más, Cervantes señala la dificultad de establecer con certeza la locura de su protagonista. Y Lorenzo, a quien don Diego, su padre, le había pedido que se formara una opinión sobre el estado mental del hidalgo, sostenía:

“El es loco bizarro y yo sería mentecato flojo si así no lo creyese. Es un entreverado loco lleno de lúcidos intervalos” (Quijote II, 18).

Después de acontecida la aventura de los leones Don Quijote aparece en el castillo de los duques sentado a manteles en compañía de un eclesiástico que le reprocha a su anfitrión, el duque, la lectura que hacía de la historia del ingenioso caballero, por ser un “disparate leer tales disparates”.

Súbitamente, el canónigo increpa a Don Quijote con brusquedad y sin nobleza: “¿Quién os ha encajado en el celebro que sois caballero andante y que vencéis gigantes y prendéis malandrines? Andad enhorabuena…… a vuestra casa y criad vuestros hijos, si los tenéis, y curad de vuestra hacienda, y dejad de andar vagando por el mundo papando viento y dando que reír a cuantos os conocen y no conocen.

¿En donde habéis vos hallado que hubo ni hay ahora caballeros andantes? ¿Dónde hay gigantes en España, o malandrines en La Mancha, ni Dulcineas encantadas, ni toda la caterva de las simplicidades que de vos se cuentan?” (Quijote II, 31).

Don Quijote, enfadado y confuso por las palabras que ha escuchado, y enfrentado además a la cruda realidad que le ha planteado el eclesiástico, le responde con un discurso moderado y prudente en el que rechaza sus duras palabras: “¿Por ventura es asunto vano o es tiempo mal gastado el que se gasta en vagar por el mundo, no buscando los regalos de él, sino las asperezas por donde los buenos suben al asiento de la inmortalidad?…. Yo he satisfecho agravios, enderezado tuertos, castigado insolencias, vencido gigantes, y atropellado vestiglos…..

Mis intenciones siempre las enderezo a buenos fines, que son de hacer bien a todos y mal a ninguno:

Si el que esto entiende, el que esto obra, si el que de esto trata merece ser llamado bobo, díganlo vuestras grandezas, duque y duquesa excelentes” (Quijote II, 32).

Don Quijote podía aceptar que se le tildara de loco en razón a que las ideas de su tiempo sobre la insania así lo permitían; pero no le era dable aceptar fácilmente que se llegare a pensar que era un bobo, un mentecato o un necio.

A la respuesta contundente del caballero andante, replicó el canónigo dirigiéndose al Duque en presencia de Don Quijote y Sancho: “Por el hábito que tengo que estoy por decir que es tan sandío Vuestra Excelencia como estos pecadores.

¡Mirad si no han de ser ellos locos, pues los cuerdos canonizan su locura! Quédese Vuestra Excelencia con ellos, que en tanto que estuvieren en casa, me estaré yo en la mía, y me excusaré de reprehender lo que no puedo remediar”. Y se aleja en seguida enfurecido (Quijote II, 32).

Conviene referirse brevemente al personaje de otra de las ficciones de Cervantes, ”El Licenciado Vidriera”, por su relación con el tema de la locura y porque facilita entender un poco más el pensamiento del escritor sobre estos asuntos. En ella se relata la locura del estudiante Tomás Rodaja que se creía transformado en un hombre de vidrio a causa de un hechizo.

El estudiante, convertido más tarde en licenciado de la famosa Universidad de Salamanca, no mostraba signos ostensibles de locura salvo por su creencia en que su nueva constitución corporea lo hacía más frágil y por lo tanto vulnerable.

Cuando alguien le dice con sorna:

“Hermano Vidriera, más tenéis de bellaco que de loco”, responde de inmediato: “No se me da un ardite, como no tenga nada de necio”. Cervantes establece una vez más la diferencia entre la “locura”, que en principio pudiera aceptarse, y la “necedad” que es por supuesto inaceptable.

Un religioso de la Orden de San Jerónimo tomó a su cargo la empresa de curar al licenciado Vidriera de todos sus males y volverlo a “su primer juicio, entendimiento y discurso”. Logró su cometido no obstante que “callaba e iba más confuso y más corrido que cuando estaba sin juicio”.

En la parte final de la obra, el licenciado se dirige a los estudiantes de la Universidad que le habían mostrado su respeto, diciendo: “Por amor de Dios que no hagáis que el seguirme sea perseguirme y que lo que alcancé por loco, que es el sustento, lo pierda por cuerdo”.

Abandona después las letras por las armas y vive en adelante su existencia con tranquilidad y sosiego, “dejando fama en su muerte de prudente y valentísimo soldado”. Un final bien diferente del que experimentó Don Quijote al recuperar la cordura perdida.

IV

Harold Bloom, profesor de Humanidades de la Universidad de Yale, dedica a Cervantes un capítulo entero de su libro “The Western Canon” (1995). Hace referencia a una idea de don Miguel de Unamuno según la cual Don Quijote habría sido kafkiano antes de Kafka porque su locura procedía de su fe en lo indestructible de que hablara Kafka. Don Quijote buscaba la supervivencia y su “locura” era en verdad una cruzada contra la muerte.

“Grande era la locura de Don Quijote, afirma Unamuno, porque era grande la raíz de la que creció: el inextinguible deseo de sobrevivir, fuente de las más extravagantes locuras y de los actos más heroicos”. En ese contexto, la locura de Don Quijote representa un franco rechazo al principio freudiano de realidad (Freud, 1971).

Bloom señala la multiplicidad de interpretaciones que admite la novela cervantina. Como romántico, ve en Don Quijote al héroe y no al loco; declina leer la ficción como sátira, pero no idealiza al protagonista de la obra en cuyo fondo encuentra la revelación de la individualidad heroica tanto de Don Quijote como de Sancho.

Para el ilustre humanista, Don Quijote no era un loco en el sentido usual de la palabra, ni tampoco un “chiflado”, sino alguien que “juega a ser un caballero errante”. Su locura era meramente literaria. Las tesis de Bloom son similares a las que expone Torrente Ballester en su libro “El Quijote como juego”.

Torrente Ballester afirma que a pesar de que muchos escritores piensan que las novelas y narraciones deben tomarse como “ficciones”, que en verdad lo son, lo corriente es que tanto el autor como el lector participen en una especie de juego convenido en el que tanto el uno como el otro “fingen” creer que se trata de una realidad.

Cervantes era un maestro en la:

“Realidad suficiente” a la que hemos aludido. De allí que su personaje cobre una fuerza y concreción de una magnitud tal, que lleva a los lectores a considerarlo casi unánimamente como si fuera humano.

El juego se reduce en realidad a una serie de invenciones encadenadas: Cervantes inventa al narrador y por medio de éste al hidalgo Alonso Quijano. Este inventa a su vez a Don Quijote, quien inventa después a Dulcinea y la realidad ambiental que necesita con las características que se requieren. Visto desde esa perspectiva, el Quijote es una creación dentro de otra en la que el juego es su rasgo predominante (Torrente Ballester, 1975).

El juego, a diferencia de la locura y la tontería, es una actividad voluntaria cuyas cuatro particularidades se sintetizan en la libertad, el desprendimiento, la limitación y el orden, características propias de la vida errabunda del ingenioso hidalgo.

Don Quijote se coloca en el sitio y el tiempo ideales, es fiel a su libertad, su desinterés y sus límites hasta cuando es vencido tristemente por el bachiller Sansón Carrasco, el Caballero de la Blanca Luna. Es entonces cuando decide “abandonar el juego”, regresar a la sensatez y morir simplemente de melancolía (Bloom, 1995).

V

Puede afirmarse que Martín de Riquer es uno de los máximos exponentes entre los literatos que escriben sobre los extravíos mentales de Don Quijote y los califican de locura. Su pensamiento corresponde de cerca al de los cervantistas anteriores a él, o sus contemporáneos, como don Miguel de Unamuno, Menéndez y Pelayo y Ortega y Gasset cuyas ideas no difieren en mucho de las suyas. Nos detendremos un tanto en explicar las de Riquer porque constituyen un ejemplo del modo como algunos literatos han concebido la locura del ingenioso caballero andante.

En su libro “Para leer a Cervantes” (2003), Riquer sostiene que cuando Don Quijote fue armado caballero (Quijote I, 3), “se inicia una de las fases de la enfermedad mental del protagonista que consiste en acomodar la realidad, por lo general vulgar y corriente, a su exaltada fantasía literaria.

Sus sentidos le engañan y le trasmudan la realidad de acuerdo con su idea fija o monomanía: dos mozas de la más vil condición (doña Tolosa y doña Molinera) que estaban a la puerta de la venta se le imaginan dos hermosas doncellas o encumbradas damas, y el sonido del cuerno de un porquero le parece el clarín de un enano que anuncia su llegada a los moradores del castillo”.

A lo anterior añade: “La novela se basa en un error, producto de la locura del protagonista, que como buen monomaníaco es un hombre sensato, prudente y entendido en todo, menos en lo que afecta a su desviación mental. Don Quijote, hombre bueno, inteligente y de agudo espíritu……, sólo denuncia su locura al creerse caballero y al amoldar cuanto le rodea al ficticio y literario mundo de los libros de caballerías.”

No para allí para Riquer la locura del hidalgo.

Señala el desdoblamiento de su personalidad al figurarse que no es él Don Quijote sino Valdovinos, o el moro Abindarráez o Reinaldos de Montalbán; y cuando concluye que Pedro Alonso, su vecino, es el Marqués de Mantua o don Rodrigo de Narváez (Quijote I, 6, 7).

Como síntoma adicional de la locura del caballero andante encuentra su creencia en la existencia de gigantes como Arrastronio el bravo, Pasaronte el malo, Serpentino de la fuente sangrienta, Pronastor el orgulloso, Daliagan de la cueva oscura, Bracamonte el espantable, Luciferno de la boca negra, o el temible Bravorante, criado con leche de tigre y alimentado con carne de fieras.

Para completar el cuadro, Riquer señala entre otras cosas la desaforada fantasía del caballero andante que le lleva a transmutar la bacía de latón del barbero en el prodigioso yelmo de Mambrino (Quijote I, 21); la aventura de los galeotes en la cual el concepto de justicia se desquicia al liberar a unos cautivos peligrosos en nombre precisamente de la libertad (Quijote I, 22); y el episodio de la Sierra Morena en el que su loco frenesí le lleva a dar volteretas en el aire cubierto sólo por su camisa, cuando retirado en la soledad de la sierra boscosa hacía penitencia, oraba, ayunaba y suspiraba por Aldonza Lorenzo, la sin par Dulcinea del Toboso, a la que pinta en su imaginación “como la deseo, así en la belleza como en la principalidad” (Quijote I, 25, 26).

Para Riquer, la monomanía y el desdoblamiento de la personalidad de Don Quijote son indiscutibles. Así lo han aceptado la mayoría de los literatos del siglo XIX y comienzos del XX. Hoy, sin embargo, la monomanía en el sentido de locura parcial, como dijimos antes, ha desaparecido de la Clasificación Internacional de Enfermedades de la Mente.

La psicología de nuestros días por otra parte:

No acepta ya el antiguo concepto de desdoblamiento de la personalidad, porque considera que la personalidad, que es única e indivisible, no es susceptible de dividirse en dos y aun menos en tres. Hoy hablamos mas bien de estados de conciencia alternante que en un mismo individuo aparecen y fluctúan sin causa aparente que los desencadene. Es preciso tener en cuenta que la terminología de las disciplinas psicológicas cambia con el tiempo, y que los diagnósticos basados en sus postulaciones cambian necesariamente también.

En la parte final de sus comentarios, Riquer resume en la siguiente forma su modo de pensar sobre la evolución de la locura del ingenioso caballero: “En su primera salida, Don Quijote no tan sólo desfiguraba la realidad sino que desdoblaba su personalidad de un modo que no volverá a aparecer en la novela; en su segunda, sólo él desfigura la realidad, y cuantos le rodean, Sancho en primer lugar, le quieren sacar de su error; y en la tercera, los que rodean a Don Quijote, como Sancho y los Duques, se encargan de engañarle desfigurándole la realidad cuando precisamente la ve tal como es”.

En la playa de Barcelona, en Cataluña, “todo el ardor caballeresco de Don Quijote se desmorona y se aniquila cuando el hidalgo es situado frente a lo que exige valentía y heroísmo. Y nos confirma que su locura es puramente intelectual o libresca, y que el Quijote no es satira del heroísmo ni de la caballería sino de la literatura caballeresca” (Riquer, 2003).

VI

Francisco Alonso-Fernández, miembro de número de las Academias de Medicina y Bellas Artes de España y emérito de Psiquiatría y Psicología Médica de la Universidad Complutense de Madrid, ha publicado con el título de “Don Quijote y su laberinto vital” (2005), un libro impreso por la Editorial Anthropos dentro del ciclo de conmemoraciones del Cuarto Centenario de la aparición de la primera parte de la novela cervantina.

La concepción que tiene este psiquiatra sobre la locura de Don Quijote es de gran interés por lo novedosa y original, hecho que es preciso reconocer así no se participe totalmente de sus ideas.

Alonso-Fernández expone su modo de pensar con profesionalismo, y comparte los puntos de vista de algunos médicos y literatos de nuestros días, empeñados en “psiquiatrizar” a Don Quijote más allá de lo que permite el estado actual de la psicopatología, y más allá también de los límites que aconseja la prudencia.

Alonso-Fernández analiza la ficción cervantina mediante la doble óptica de la psicología clínica y el humanismo, y enfoca su estudio desde tres puntos de vista diferentes: En el plano de la realidad de Don Quijote formula el diagnóstico de “delirio megalómano de autometamorfosis”, con el que se refiere a una modalidad extrema de los delirios de falsa identidad de sí mismo.

En el plano de lo espiritual señala el ideal del “quijotismo” promulgado por Alonso Quijano al transformarse en Don Quijote; y en el terreno de los mitos alude a la sabiduría de Sancho Panza entendida como símbolo de superación moral, a la que llama “el socratismo de Sancho”.

Alonso-Fernández no pone en duda la enfermedad de Don Quijote.

No piensa en ella sin embargo como una “locura lúcida con múltiples intervalos“, como la entendió don Diego de Miranda, ni tampoco como una “monomanía” como la consideraron muchos de los escritores del siglo XIX que seguían las doctrinas médicas de Jean Etienne Esquirol de hace doscientos años.

Descarta la posibilidad de que Cervantes hubiera concebido la figura de un hombre extravagante, pero en el fondo normal, o que hubiera querido describir las hazañas y aventuras de un loco de remate.

Alonso-Fernández se muestra “más psiquiatra” que literato en sus apreciaciones y es por ello que presenta en detalle su “delirio megalómano de autometamorfosis”, dictámen psiquiátrico ideado para caracterizar a Don Quijote, que es, desde luego, bastante más complejo que las ideas de los cervantistas médicos o literatos de tiempos anteriores.

Para Alonso-Fernandez Don Quijote se aparta de una realidad física para construir su propia realidad; una realidad que está constituída por sus creencias delirantes reforzadas por distorsiones sensoperceptivas en forma de ilusiones y alucinaciones.

A su entender, la tensión dinámica existente entre la locura y la cordura del caballero andante, entre su desvarío y su lucidez, cristalizadas en forma de aventuras disparatadas, confiere a la vida del hidalgo transmutado en caballero andante en virtud a su delirio anormal, una inmensa grandeza en el campo de lo literario.

Señala, no sin razón, que la fórmula “locura o sensatez” en Don Quijote es un falso dilema.

Para Alonso-Fernández, el delirio nuclear de falsa identidad de sí mismo del caballero andante “no está sujeto a discontinuidad; la momentánea recuperación de su cordura se produce por fuera de su delirio….., dejando incólume, aunque latente, la idea delirante de ser Don Quijote”.

Piensa que es obsoleto el diagnóstico de “monomanía”:

Que la tradición francesa del siglo XIX describió como un “delirio parcial, eufórico o depresivo circunscrito a un limitado número de ideas o de afectos”; y recuerda que fue precisamente Esquirol quien tomó a Don Quijote como ejemplo de la monomanía, estado piscológico en el que se conjuga “la extravagancia amorosa con la bizarría caballeresca”.

En su extenso análisis del “delirio de falsa identidad de sí mismo”, cuadro clínico introducido en la bibliografia internacional por Signer, hace veinte años, en su estudio sobre el síndrome de Capgras, sostiene que el delirio nuclear de Don Quijote abarcaba una transformación subjetiva y objetiva de la personalidad asociada con un cambio de su identidad individual, con lo que se ajusta a la modalidad de su delirio de autometamorfosis.

Las ilusiones de grandeza que caracterizaron a Don Quijote, y que son bien resaltadas por Alonso-Fernández, obligaban al hidalgo a preguntarle a su escudero: “Y díme, Sancho: ¿Qué es lo que dicen de mí por ese lugar? ¿En qué opinion me tiene el vulgo, en qué los hidalgos y en qué los caballeros? (Quijote II, 2). Alonso-Fernández señala finalmente que las ideas megalomaníaca del hidalgo manchego no le abandonaron al terminar sus días. Es por ello que dice a su escudero: “Calla, Sancho, pues ves que mi reclusión y retirada no ha de pasar de un año; que luego volveré a mis honrados ejercicios, y no me ha de faltar reino que gane y algún condado que darte” (Quijote II, 65).

La visión de Alonso-Fernández sobre la “locura” de Don Quijote, antes que literaria es fundamentalmente psiquiátrica.

Sus argumentos, a pesar de la solidez que les confiere su condición de experto en el campo de la psiquiatría, dejan la impresión de que la figura del ingenioso caballero andante se reduce tan sólo al diagnóstico psicológico que le formula el gran psiquiatra.

VII

Muy diferentes a las apreciaciones de Alonso-Fernández son los enfoques con los que estudia estos problemas el filósofo Angel Pérez Martínez. En su libro “El buen juicio en el Quijote” (2005), da comienzo a su análisis refiriéndose a lo que significa la prudencia en el sentido que le dio Santo Tomás a esa virtud en el siglo XIII: “La prudencia es la virtud más necesaria para la vida humana.

Vivir bien, en efecto, consiste en obrar bien. Mas, para obrar bien, no sólo se requiere la obra que se hace sino también el modo de hacerla, es decir: es necesario obrar conforme a una elección recta y no meramente por impulso o pasión”.

Pérez Martínez se refiere al concepto de la “arete” de los griegos antiguos, ciertamente aplicable a Don Quijote de la Mancha. Según ese concepto, la virtud heroica es el dominio de sí mismo y se aplica no sólo a las características guerreras dino a las normas de conducta en la vida privada.

Como hemos señalado antes, la “arete” es la meta que se identifica con la hombría paradigmática. Hacerse héroe es buscar la propia perfeción, para lo cual es preciso recorrer el sendero del conocimiento de uno mismo. Significa la búsqueda de lo más excelso utilizando para ello la propia existencia.

La elección recta de que hablara Santo Tomás:

Se aprecia en la intención del hidalgo de “resucitar la ya muerta andante caballería” con sus indudables bondades del pasado y sus excelencias de siempre: A Don Quijote, “le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su república, hacerse caballero andante; irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo toda clase de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama” (Quijote I, 13).

El hombre es lo que hace. Por ello, Don Quijote le dice a su escudero con extrema prudencia y buen juicio al afirmar su viejo anhelo de lograr nombre y fama con sus proezas: “Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro, si no hace más que otro” (Quijote I, 18).

Don Quijote comprende que la acción es la que perfecciona al hombre y le permite crecer y desarrollarse de manera idónea. En el discurso sobre las armas y las letras (Quijote I, 37), señala con encomio que el ejercicio de las armas es una acción integral donde el hombre entero se pone en juego no solamente en la dimensión física sino en la del entendimiento. Al hacer esa afirmación, Cervantes estaba respaldado por su comportamiento valeroso en la batalla de Lepanto y en las demás acciones de su vida militar.

Don Quijote anda por los caminos de Castilla buscando aquel “ideal del yo”:

Que está sintetizado en un diálogo que sostiene con Sancho: “Muchos son los andantes, dijo Sancho. Muchos, respondió Don Quijote, pero pocos los que merecen nombre de caballeros (Quijote II, 8). Alonso Quijano quizo llegar a ser un caballero andante poniendo en acto su intención.

Una vez transformado en Don Quijote, “imagínábase el pobre…..coronado por el valor de su brazo, por lo menos del imperio de Trapisonda; y así, con estos tan agradables pensamientos, llevado del extraño gusto que en ellos sentía, se dio priesa a poner en efecto lo que deseaba (Quijote I, 1).

No se puede decir que el hidalgo fuera un ser irreflexivo que actuaba sin previsión alguna, dice Pérez Martínez; ni tampoco un soñador abstraído en sus propias lucubraciones. Don Quijote tenía de sí mismo la idea de ser “el valeroso caballero Don Quijote de la Mancha, el desfacedor de agravios y sinrazones” (Quijote I, 4); y aunque no era consciente pleno de su “locura”, sabía que sus conductas podían parecer extrañas a los ojos de los demás: “Loco soy, loco he de ser hasta cuando tú vuelvas con la respuesta de una carta que contigo pienso enviar a mi señora Dulcinea”, le dice a Sancho Panza (Quijote I, 25).

No era tampoco el hombre solitario que muestra en sus comportamientos la patología del insensato que se aleja de la sociedad, o que perturbado por ella es incapaz de relacionarse con los demás. “Su capacidad de encuentro con los otros, dice Pérez Martínez, se enriquece en la amistad con Sancho y en el enfrentamiento con los desafíos desde esa comunidad mínima”.

Al encarnar las formas de vida del caballero andante, Don Quijote pierde la visión objetiva de la realidad.

Es un hidalgp caballero que camina por un mundo de fantasía donde su cosmovisión está deformada por las exigencias del ideal que se ha propuesto. Para Don Quijote, las ventas serán castillos, los molinos gigantes, las cortesanas doncellas y él mismo un caballero de fuerte brazo capaz de hacer “los más famosos hechos de caballerías que se han visto, vean ni verán en el mundo” (Quijote I, 5).

No obstante su “locura”, asombra por su porte moral, sus disquisiciones sensatas y la firmeza de sus conviciones. En el fondo, “lo único que podemos reprocharle, dice Pérez Martínez, son sus equivocaciones respecto a la interpretación del mundo.” En sus intenciones y valores, Don Quijote es siempre un verdadero paradigma.

La visión que Pérez Martínez del caballero andante es menos médica y más filosófica que la que muchos han tenido. Se centra en las virtudes de prudencia y buen juicio de Don Quijote, y hace de lado aquellos aspectos psicopatológicos del protagonista de la ficción que convierten las interpretaciones meramente en reflejos de lo que se ha considerado normal o anormal a lo largo de cuatro siglos.

(Lea También: La Locura de Don Quijote, Epílogo)

VIII

Carlos Castilla del Pino, es a la vez médico, sociólogo y además literato. Su pensamiento queda muy bien expuesto en su libro “Locura y cordura en Cervantes” (2005). Para este autor, el propósito de Cervantes en el Quijote no se centra en la locura misma sino en la vida humana, en la cual la locura y otras dislocaciones a que los seres humanos nos vemos abocados para sobrevivir, es una de sus formas o un ingrediente de ellas.

La locura no es el mero fantasear que hacemos todos. La locura consiste en darle categoría de real a lo que es una pura fantasía que torna al hombre en cierta forma omnipotente: “Yo sé quien soy y sé que puedo ser…..”, dice Don Quijote en varias ocasiones; y en otro texto afirma: “Yo sé y tengo para mí que voy encantado, y eso me basta para la seguridad de mi conciencia, que la formaría muy grande si yo pensase que no estaba encantado y me dejase estar en esta jaula perezoso y cobarde, defraudando el socorro que podría dar a muchos menesterosos y necesitados……” (Quijote I, 49).

Es el proceso de su fantasía el que le permite lograr algún sosiego en el momento en que impotente para actuar, lo necesita.

Para Cervantes, la cordura y la locura pueden coexistir en un mismo individuo porque ambas son formas de actuación ante aspectos de la propia vida.

El ser humano proyecta su vida sobre el modelo fantaseado que sueña para sí y no sobre la conciencia real de sí mismo; en otras palabras, el hombre intenta dejar de ser quien es para tratar de ser el que se fantasea.

La locura de Don Quijote le lleva a actuar en el mundo de su imaginación para que sus actuaciones tengan sentido.

La racionalidad, el buen sentido y la prudencia, consisten en saber qué se desea y qué estrategias hay que utilizar para lograr de lo que desea.

“Para Cervantes, el loco convierte su fantasía en imaginación susceptible como tal de volcarse en la realidad. Concebida de esa manera, la locura es la realización del máximo deseo de todo ser humano: ser quien desearía ser. Por eso, la locura es para Cervantes una forma de vida al igual que, de manera opuesta, lo es la cordura; una forma de vida que es sin embargo desdichadamente errónea en el caso de la locura.”

El riesgo que afronta Don Quijote con su propia locura es su curación por la realidad. Eso le ocurre al final de su existencia cuando desaparecen sus fantasías de caballero andante y se ve forzado a regresar a la prosaica realidad de la vida de Alonso Quijano el Buwno.

Castilla del Pino señala finalmente el gran error de utilizar en Don Quijote categorías diagnósticas de su patología mental. “Los diagnósticos, dice, no se formulan para la definición de la persona sino para la catalogación y eventual tratamiento del padecimiento que se rubrica, de ese accidente de la vida humana que es la enfermedad.

La locura en la obra de Cervantes no debe tomarse en un sentido médico, sino como una construcción ficcional que muestra la trascendencia del error en la construcción de la vida propia de cualquier ser humano. A Don Quijote le salva la índole de su propósito existencial, no el éxito que sólo obtiene en momentos contados”.

Desde cualquier aproximación psicológica a la vida de Don Quijote, dice Angeles Encinar (1989), ya sea desde la vertiente de la literatura o desde la de la medicina, siempre nos encontramos con una dualidad. Alonso Quijano busca solucionar la insatisfacción de su vida jugando en serio y en broma a hacerse caballero andante.

Sabía quién era, quién podía ser y qué quería hacer.

Su necesidad de encontrar un sentido a su vida queda finalmente satisfecha en el momento en que se transforma en Don Quijote, cuando la vida le permite alcanzar el “yo ideal” que siempre se propuso lograr.

Las obras de los autores que he mencionado anteriormente muestran diferentes enfoques sobre la “locura” del caballero andante. Martín de Riquer acepta los diagnósticos de monomanía y desdoblamiento de la personalidad, hoy superados por los desarrollos actuales de la psiquitría.

Para Alonso-Fernández los trastornos mentales del hidalgo son patologías verdaderas que se pueden clasificar por medio de diagnósticos psiquiátricos avanzados y sólidos. Para Pérez Martínez los extravíos de Don Quijote deben analizarse desde el punto de vista filosófico y moral de la prudencia y del buen juicio, sin extenderse a consideraciones puramente médicas. Y para Castilla del Pino, la locura del ingenioso caballero puede considerarse en últimas como una forma extravagante de vivir.

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