Erasmo, Cervantes y Don Quijote

ADOLFO DE FRANCISCO ZEA, M.D

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“Divertíos! Aplaudid, vivid, bebed, seguidores celebérrimos de la Insensatez!”

ERASMO DE ROTTERDAM, en “Moriae Encomium”, 1513

I

A comienzos del siglo XVI irrumpió vigorosamente en la cultura del mundo occidental la figura de Erasmo de Rotterdam, filósofo holandés nacido en 1466 y muerto en 1536, cuyo humanismo estuvo impregnado por ideales de tolerancia, concordia y paz universales.

Cuando se estudia el Quijote es inevitable referirse a ese notable pensador en razón a que sus libros fueron probablemente leídos por Cervantes que había sido “caro y amado discípulo” del clérigo Juan López de Hoyos, erasmista reconocido cuya influencia en el novelista parece haber sido de significación.

Existen, sin embargo, en ciertos cervantistas dificultades para establecer hasta qué punto y de qué manera interpretó Cervantes las enseñanzas de su maestro, y cómo las habría asimilado a su vez el propio López de Hoyos del insigne humanista.

El pensamiento de Erasmo marcó la segunda mitad del siglo XV y todo el siglo XVI, en cuyos años finales Cervantes escribió su magistral obra. Detenerse en el pensamiento de Erasmo, en especial en lo que se refiere a sus ideas sobre la locura y la cordura y en sus creencias acerca de los demonios, las brujas y los hechiceros, es a mi juicio indispensable para entender mejor aquellos siglos y el psiquismo de Cervantes que se refleja en el protagonista principal de su obra.

Américo Castro sostiene en su ensayo “Erasmo en tiempos de Cervantes” (1931):

Que el clérigo López de Hoyos conocía profundamente la obra de Erasmo, y si lo mencionaba con reservas era porque sus escritos habían sido prohibidos por la Iglesia en los Índices de los Papas Paulo IV (1539) y Sixto V (1590). Vale la pena hacer énfasis en que la Inquisición española fue más mesurada que la romana en la condenación de tales obras. Erasmo era admirado en general por los intelectuales.

En los círculos eclesiásticos de España, por ejemplo, circulaba un dicho que solía mencionar don Marcelino Menéndez y Pelayo: “Quien habla mal de Erasmo, o es fraile o es asno” (Castro, 2002).

El “erasmismo”, nombre con el que se conoció el pensamiento del célebre humanista, fue visto en los tiempos de Felipe II como un desafío a las formas ortodoxas de pensar permitidas en España. Por esas razones se le situó en el mismo plano del luteranismo.

En la época postridentina de la Reforma y la Contrarreforma, el Monarca, como máxima autoridad de su Reino, reprimía rigurosamente todo atisbo de revuelta religiosa en un esfuerzo por defender la religión de las ideas reformistas que anhelaba los cristianos nuevos, ideas que eran francamente impopulares. Una época que todavía no comprendía los ideales del Renacimiento sino que se mofaba de ellos.

Stello Cro relaciona las burlas a los ideales de los nuevos tiempos, propios del anhelo reformista y utopista de Cervantes, con las que padecieron Don Quijote y Sancho de parte de los Duques.

En 1551 se publicó el primer “Index expurgatorius” en España y mediante un decreto de 1558:

Se precisaron sus alcances como fuerza efectiva: todo aquel que comprara, vendiera o retuviera un libro prohibido incurría en la pena de muerte (Pfandl, 1994).

Las obras de Erasmo relacionadas con asuntos teológicos o dogmáticos fueron tajantemente prohibidas en los Indices de Valdés (1559) y Quiroga (1583) por ser consideradas ataques a los dogmas y costumbres de la Iglesia católica, en tanto que sus trabajos filosóficos, humanísticos y literarios fueron de lectura permitida para los intelectuales.

No obstante ser vistos con prevención por las autoridades, los libros de Erasmo ejercieron influencia positiva en los escritores españoles de los años siguientes.

Erasmo seguía las ideas de santo Tomás que concebía el Mal como ausencia de Bien, creía en la sujeción de Satanás a la voluntad divina y pensaba además que el Mal es responsabilidad de los hombres antes que del demonio. Para Erasmo, el principal demonio del hombre es el hombre mismo, y en consecuencia, está en nuestras manos hacer del mundo un Infierno o un Paraíso.

Pensaba también que el demonio era más digno de interés como figura alegórica que como un ser en sí mismo. Criticó la demonología de la escolástica medieval y llegó incluso a cuestionar la eternidad de las penas del infierno, sin llegar al extremo de negar la existencia misma de Satanás.

Dos formas diferentes de pensar en relación con los demonios, las brujas y los encantadores se hicieron ostensibles en una sociedad que se debatía entre las concepciones escolásticas derivadas de la Edad Media y las humanísticas de los nuevos tiempos.

Es fácil advertirlo en Don Quijote que en cuanto caballero andante combate monstruos de mil cabezas, legiones de serpientes, gigantes y enanos; y en cuanto caballero erasmista lucha contra la injusticia, la herejía, la superstición y todo aquello opuesto a lo que convencionalmente se considera bueno.

Cervantes compartía con Erasmo la noción de un Satanás alegórico y sentía por él una fascinación a la que Erasmo era por entero ajeno. Cervantes no dudaba de la existencia de Satanás y sus demonios; el poder del espíritu del Mal, sin embargo, le interesaba menos que el poder estético de sus manifestaciones.

La figura de Satanás en las obras del gran escritor puede ser todopoderosa o endeble, trágica o risible, real o alegórica (Padilla, 2005).

Cervantes pensaba con Erasmo que era demonio todo aquello capaz de apartar a las gentes de la virtud.

Cuando hablaba de encantadores, demonios y brujos, y discurría sobre transgresiones aparentes o reales de los límites de lo real, ello no se debía tan sólo a que las considerara recursos literarios útiles.

A pesar de parecer a veces antisupersticioso o antieclesial, Cervantes procuraba ajustarse a los cánones del humanismo antisupersticioso de una época situada a finales de una Edad medieval temerosa y en los comienzos de un Renacimiento ávido de pensamiento liberal.

Su destreza para servirse de lo diabólico y lo sobrenatural como recurso para el desarrollo de su obra literaria, no descarta la posibilidad de que hubiera tenido un pensamiento demonológico tan coherente como las circunstancias lo podían permitir en su tiempo.

De allí que en sus obras, como lo sostiene Padilla, los licántropos puedan ser hombres y mujeres enfermos al igual que sujetos de auténticas metamorfosis; que sus brujas puedan volar sobre alfombras mágicas o ser también simples enfermas; y que sus monos adivinos y cabezas parlantes sean sistemáticamente expuestos como engaños en razón a la influencia del Mal sobre la voluntad de engañadores y engañados.

II

Erasmo publicó su pequeña obra “Enchiridion militis christiani” en 1504, obra que se constituyó junto con los “Adagios” en firmes éxitos editoriales. El autor tomó probablemente de Epicteto el título del libro ya que las enseñanzas éticas del filósofo estoico, recogidas por Flavio Arriano, su discípulo, habían sido publicadas con igual título.

El “Enchiridion”, vocablo griego que significa a la vez “puñal” y “pequeño tratado”, se publicó en España en 1527, traducido del latín por Alonso Fernández de Madrid. Era un “manual para militantes cristianos” que alcanzó gran difusión en el curso de veinte años.

Aparte del contenido religioso de la obra, sintetizado en veintidós reglas más moralizantes que fervorosas, en ella se exalta lo que representa el saber y la cultura como elementos indispensables para la formación de los caballeros cristianos. Su aparición fue celebrada por el Emperador Carlos V en los días en que Erasmo era considerado un adalid del cristianismo católico opuesto con firmeza a las ideas reformadoras de Lutero que rechazaban el libre albedrío.

La obra fue concebida “no para hacer gala de ingenio ni de estilo, sino para curar el error de quienes hacen consistir la religión en ceremonias y prácticas corporales, casi judaicas, y abandonan notablemente lo que atañe a la piedad”, según decía su autor en carta dirigida a John Colet en 1504.

Una vez fallecido el Emperador el 21 de septiembre de 1558, y asumido el poder por Felipe II, cesó la protección que había tenido Erasmo.

La influencia del Santo Oficio y la presión de los frailes cambiaron la actitud de las autoridades frente al humanista. En adelante, sus obras fueron consideradas peligrosas para el espíritu de la Cristiandad.

En el ambiente inquisitorial de aquellos tiempos los que hablaban o escribían para el público recelaban de todo, se expresaban con disimulo y mostraban una cautela cuya exageración podía llegar a lindar con la hipocresía.

Cervantes, por ejemplo, manifestó sus temores frente a la Inquisición poniendo en boca de Don Quijote las siguientes palabras: “Está claro que este mono habla en el estilo del diablo; y estoy maravillado de cómo no lo han acusado al Santo Oficio….” (Quijote II, 27).

Cuando Don Quijote recupera la cordura al final de la obra, y lamenta haber dedicado su tiempo a los libros de caballerías en vez de haberlo empleado en la lectura de otros de mayor provecho, “que sean luz del alma”, surge de inmediato la pregunta de si Cervantes quiso hacer alusión a un libro de piedad religiosa que circulaba por entonces, escrito al parecer por fray Felipe de Meneses y títulado “Luz del alma”.

En efecto, durante la visita de Don Quijote a la imprenta barcelonesa que se narra al final de la segunda parte, “observó que estaban corrigiendo un pliego de un libro que se intitulaba Luz del alma; y en viéndole, dijo: estos tales libros…. son los que se deben imprimir, porque son muchos los libros pecadores que se usan, y son menester infinitas luces para tantos deslumbrados” (Quijote II, 62).

“Luz del alma” fue un libro ampliamente difundido en España a finales del siglo XVI. Su prestigio era tal, que un licenciado de apellido Cervantes, provisor del arzobispado de Sevilla, ordenó que “todas las fábricas del Arzobispado lo tuviesen”.

El análisis crítico de la obra realizado por Américo Castro, y el cotejo de sus equivalencias con el “Enchiridion” de Erasmo, permiten descubrir en ella cierto “tono erasmista” que incitaba a la reforma de la religiosidad católica, y cuyo autor plagiaba a Erasmo sin mencionar su nombre.

La relación del libro “Luz del alma” de fray Felipe de Meneses con el “Enchiridion”, es indudable. Es muy probable que Cervantes conociera ambas obras. “¿Quién podía imaginarse, dice Américo Castro, que al citar Cervantes con encomio la “Luz del alma” en 1614, mencionaba un trasunto bastante fiel del “Enchiridion?” (Castro, 2002).

III

En 1513 se publicó la más conocida de las obras de Erasmo: una corta pero agradable sátira escrita en latín, títulada “Moriae Encomium”, obra que había dedicado ocho años atrás a Thomas Moro, el humanista que había escrito la “Utopía” para denunciar la injusticia social de su tiempo en Inglaterra.

El “Encomium” se tradujo primero al italiano, en 1539, y luego al español con el controvertido título de el “Elogio de la Locura” con el que ha llegado a nosotros, título que no refleja ciertamente el sentido que su autor quiso darle.

Algunos escritores han interpretado el insólito título como un truco del que se valía Erasmo para escribir burlonamente sobre temas serios o peligrosos al amparo del manto inocente de la locura (Arciniégas, 1975).

Otros sostienen que la “Estulticia” a la que se refiere Erasmo en la obra, corresponde efectivamente a la locura sin explicar concretamente de qué tipo de locura se trata (Villanova, 1989).

El libro no fue escrito para hacer las alabanzas de la locura como una enfermedad mental, como erróneamente se supone. El protagonista de la sátira no es la locura misma sino la “Estulticia”, es decir, la necedad, la insensatez, la estupidez, la bobería, la tontería.

Lo que Erasmo celebra es lo banal, lo sencillo y lo amable sin las connotaciones patológicas de la locura. Las palabras finales del libro sintetizan muy bien su sentido y sirven de epígrafe oportuno a este capítulo: “Quare valete, plaudite, vivite, bibite, Moriae celeberrimi Mystae!” (Divertíos! Aplaudid, vivid, bebed, seguidores celebérrimos de la Insensatez!)

En el pasaje 38 del “Encomium” Erasmo pone en labios de la Estulticia las siguientes palabras:

“La necedad de remate está cerca de la locura si es que no es la locura misma”. Y señala enseguida dos clases de locura que le interesa distinguir: “No hay que creer que toda locura es un desastre…..

Existen dos formas de locura: la que envían las furias vengadoras cuando lanzan serpientes venenosas y asaltan los corazones de los hombres con la pasión de la guerra, la sed inextinguible del oro, el amor prohibido, el incesto, el parricidio, el sacrilegio o cualquier otra peste…..

Pero existe además otra clase de locura que procede de mí, de la Estulticia, que es deseable por encima de todo. Aparece cuando por cierto desvarío el alma se libera de preocupaciones y angustias y se inunda de aromas de delicia”.

Erasmo pretendía incluir en su primera clase de locura los actos criminales e insensatos que se presentan en la vida de cualquier sociedad.

La segunda era para Erasmo de mayor interés; la consideraba “un don supremo de los dioses para poderse liberar de tantos males”, o como lo expresara Horacio en la Roma de comienzos de la Era Cristiana, “una insania leve, una aberración que tiene grandes virtudes” (Horacio. Epístolas, 2003).

El “don supremo de los dioses”, al que se refiere Erasmo:

Guarda también cercana relación con las ideas que se exponen en el “Fedro”, el diálogo platónico sobre la belleza.

En ese diálogo, Platón pone en labios de Sócrates las siguientes palabras: “Los antiguos, que pusieron los nombres a las cosas, no consideraban la locura como algo vergonzoso ni como un oprobio…. Por el contrario, juzgaron que la locura es una cosa hermosa siempre que tenga origen divino”.

Más adelante agrega: “Según el testimonio de los antiguos, es más hermosa la locura que procede de la divinidad que la cordura que tiene su origen en los hombres”. Sócrates hace referencia finalmente a la “liberación de los males presentes para aquel que enloquece rectamente” (Platón. Diálogos, 1990).

Muchos años después, el psiquiatra Francisco Alonso-Fernández (2005), afirma lo siguiente: “La locura del hidalgo manchego, al ser una de las más lúcidas posibles, talvez pudiera incluirse entre las que Sócrates consideró en el “Fedro” como una bendición al estar inspirada por un dios”.

El “Elogio de la locura” se inspiró muy probablemente en las obras de Horacio a las que el humanista holandés siguió muy de cerca. En efecto, tomó de la segunda Epístola del poeta latino (Epístola II: 126-140), un magnífico ejemplo que le permitía ilustrar bellamente su segunda clase de locura.

En el “Encomium” transcribe casi textualmente la anécdota de un ciudadano de Argos cuya locura le llevaba a pasar días enteros en un teatro vacío gozando y aplaudiendo. El hombre imaginaba que se estaban representando tragedias cuando de hecho no se representaba nada. Por lo demás, decía, “llevaba correctamente su vida: complaciente con los amigos, amante de su mujer, tolerante con los siervos, capaz de perdonar a los esclavos…..”

En alguna ocasión en que sus familiares intentaban curarle con pócimas, el ciudadano argivo expresó su protesta diciendo:

“Et redit ad sese, “pol, me occidistis, amici,
non servastis” ait, “ciu sic exorta voluptas
et demptus per vim mentis gratissimus error” (Epístola II: 138-140)

El fragmento tomado por Erasmo de la Epístola de Horacio, dice así en la traducción española de Horacio Silvester (1996): “Me habéis matado, amigos, no salvado; se mata a quien habéis quitado el placer arrancándole por la fuerza el gratísimo desvarío de su mente”.

Una versión más libre, citada por Arciniégas (1975), reza así: “Vive Polux, compañeros, que me habéis matado por no pensar que haciendo lo que hicisteis me arrebatáis un placer quitándome a viva fuerza una gratísima ilusión”.

El comentario de Erasmo a la anécdota de Horacio es de sumo interés:

“El ciudadano de Argos tenía la razón. Eran sus familiares los que desvariaban; eran ellos los que necesitaban del eléboro más que él si pensaban que una locura placentera y feliz podía ahuyentarse con bebedizos. Con esto, no quIero decir que cualquier desvarío mental o extravagancia tenga que recibir el nombre de locura.

No se debe tomar como loco al legañoso que confunde un mulo con un asno ni a quien se entusiasma ante un mal poema que considera perfecto. Pero si alguien, de manera habitual o constante yerra en sus sentidos y en sus juicios, habrá que considerarlo próximo a la locura.

Tal sería el caso del que al oir el rebuzno de un asno cree estar escuchando una magnífica orquesta, o el del hombre nacido de humilde cuna que cree ser el rey Creso de Lidia”.

Para Erasmo, esta segunda forma de locura es banal, sin consecuencias serias: Una locura que “tiende al placer y proporciona alegría grata a los que la padecen y a los que son testigos…..

Esta clase de locura está más extendida de lo que se piensa: un loco se ríe de otro y ambos se complacen en ello; con frecuencia el más loco se ríe con más ganas que el que lo es menos…..

Si hemos de creer a la Insensatez, un hombre es tanto más feliz cuanto más insensato, con tal que viva la clase de insensatez que a mí, la Estulticia, me caracteriza. Me refiero a esas locuras tan frecuentes que hacen imposible encontrar un hombre totalmente cuerdo que no esté poseído por alguna de ellas”.

VI

A las ideas contenidas en la Epístola que copió Erasmo, Horacio agrega otras más en sus Odas que complementan su manera de concebir la vida, la cordura y la locura. En la número XI del Libro primero, por ejemplo, utiliza palabras afortunadas para darle sentido a la idea del “carpe diem”, es decir, del disfrutar y gozar de cada día como modo apropiado e idóneo de llevar la existencia. Al final del poema, que dedica a Leucónoe, dice así:

“…….Dum loquimur fugerit inuida
aetas: carpe diem, quam minimum credula postero” (Odas, XI: 7-8)

Que Alejandro Bekes traduce en la siguiente forma: “En tanto hablamos, habrá huido envidiosa la edad; / goza el día presente y no confíes mucho en el que vendrá.”

En la Oda número XII del Libro cuarto, poema pastoril posiblemente dedicado a Virgilio, expresa su ilusión de llegar a perder un poco el juicio para poder disfrutar de la locura:

“Uerum pone moras et studium lucri,
nigrorumque memor, dum licet, ignium
misce stultitiam consiliis breuem:
dulce est disipere in loco” (Odas, XII: 25-28)

Alejando Bekes lo traduce así:

“Deja pues las demoras y afán de lucro, / y si del negro fuego apenas te acuerdas, / mezcla breve locura a tu buen consejo: / dulce es perder un poco el juicio”.

Las ideas que expone Horacio sobre la “dulzura de perder un poco el juicio” y el placer de disfrutar de una “levis o amabilis insania”, locura que según sus palabras, posee “grandes virtudes”, guardan relación con las alabanzas de Erasmo a su segunda forma de locura, que considera “deseable por encima de todo” porque es banal e intrascendente, “tiende al placer y proporciona alegría grata a los que la padecen y a los que son testigos”.

Esta forma horaciana de “levis insania”, habría de ser expuesta quince siglos después por la Estulticia en la sátira de Erasmo, con idénticas palabras.

Es difícil afirmar que el pensamiento de Horacio en su segunda Epístola sea del todo original suyo. Puede haber derivado del diálogo platónico que mencionamos antes, o de las doctrinas de Epicuro de tres siglos atrás, en cuyo caso el poeta tendría con el filósofo estoico una inmensa deuda intelectual.

Horacio participaba del pensamiento epicureo del placer de disfrutar del día presente sin tener en cuenta el pasado ni preocuparse por el porvenir.

Para Epicuro, las acciones humanas tienden hacia un fin último: la felicidad. El placer corporal se relaciona con la ausencia de dolor en el cuerpo y el psíquico con la ausencia de aflicción en el alma. El placer es el “principio y fin de la vida feliz”.

Principio, porque incluso antes de convertirse en el criterio último de nuestras opciones es lo que busca el ser humano desde su nacimiento.

Fin, porque la serenidad de la ataraxia, es decir, la ausencia de toda perturbación psíquica, es la mayor forma de placer que se pueda concebir (El Saber Griego, 2002).

Al final de su vida, Horacio se apartó de las doctrinas epicúreas. La Oda número XXXIV del Libro primero, conocida como “Oda de la retractación”, hace alusión a la “insensata sabiduría” de su antiguo maestro filosófico.

El fragmento pertinente dice así:

“Parcus deorum cultor et infrequens,
insanientis dunc sapientiae
consultus erro, nunc retrorsum
uela dare atque iterare cursus
cogor relictos….” (Odas, XXXIV: 1-4)

Que Alejandro Bekes traduce así: “Inconstante en el culto de los dioses y parco, / cuando experto en insensata sabiduría erraba, / atrás ahora vuelvo la vela, / a retomar la ruta relegada me obligo”.

El ciudadano de Argos muere finalmente acusando a sus amigos por su tránsito de la locura a la sensatez.

Algo parecido le ocurre a Don Quijote, que al recobrar la cordura y volver a la realidad, le dice a Sancho: “Perdóname, amigo, de la ocasión que te he dado de parecer tan loco como yo, haciéndote caer en el error en que yo he caído, de que hubo y hay caballeros andantes en el mundo” (Quijote II, 74).

Al sentirse incapaz de adaptarse a la prosaica realidad de la cordura de Alonso Quijano, Don Quijote muere en “las manos de la melancolía” según su escudero Sancho Panza.

Las palabras del ciudadano de Argos recuerdan también las dirigidas por don Antonio Moreno, virrey de Cataluña, al bachiller Carrasco al censurar su intención de volver cuerdo al caballero andante:

“Dios os perdone el agravio que habéis hecho a todo el mundo en querer volver cuerdo al más gracioso loco que hay en él. ¿No véis, señor, que no podrá llegar el provecho que causa la cordura de Don Quijote a lo que llega el gusto que da con sus desvaríos…..?” (Quijote II, 65).

Coinciden además con las ideas que expone en nuestros días el escritor Thomas S. Szasz en su libro “The manufacture of Madness” (1977). Szasz analiza la naturaleza de las enfermedades mentales para señalar que muchos desvaríos no son en realidad enfermedades verdaderas y cuestiona el confinamiento de muchos enfermos leves de la mente en instituciones psiquiátricas.

Sus ideas han sido corroboradas por Foucault en su libro “El poder psiquiátrico” (2003), en el que hace una crítica severa del inmenso poder alcanzado por la psiquiatría de nuestra época, que se utiliza en ocasiones de manera incorrecta al internar en manicomios a muchos enfermos que presentan trastornos leves y transitorios de la mente.

(Lea También: La Locura a partir del Siglo XVI)

VII

¿Cómo podrían entenderse los extravíos de Don Quijote desde el punto de vista de la psicología sin incurrir en el error de endilgarle al ingenioso caballero diagnósticos definitivos, severos y muchas veces rebuscados de enfermedad mental? En relación al tema, me parece indicado llamar la atención sobre una clase de extravío mental bien conocido en los tiempos de la antigua Roma que suscitó discusiones y polémicas a finales del siglo XVI, mucho tiempo antes de que las disciplinas de la psicopatología y la psiquiatría se establecieran como ciencias formales.

Me refiero al trastorno mental al que Horacio llamó en sus obras poéticas “levis insania”, y que Lucius Calpurnius Piso denominó por esos mismos días “amabilis insania”.

El mismo que Erasmo consideró posteriormente como una forma de locura intrascendente y banal. La descripción de la “amabilis insania et mentis gratissimus error”, nombre completo de ese extravío mental, guarda a mi parecer gran semejanza con los desvaríos de la mente de Don Quijote a los que Cervantes denominó locura.

Los autores mencionados anteriormente utilizaron nombres iguales, similares o equivalentes para calificar esas formas de trastorno mental, como es fácil de observar si se cotejan sus escritos.

“Levis insania” y “amabilis insania” fueron apelativos que Erasmo rescató del olvido en su “Encomium”, y Robert Burton describió en su libro “The Anatomy of Melancholy” un siglo más tarde.

Para entender mejor su significado es necesario referirse brevemente a la figura de Lucius Calpurnius Piso y a su influencia en el pensamiento europeo de los inicios de la Edad Moderna.

Lucius Calpurnius Piso fue un ciudadano romano que vivió entre los siglos I y II antes de Cristo en la capital del Imperio.

Pertenecía a la gens Calpurnia, destacada familia plebeya de viejo ancestro de la que formaron parte algunos cónsules, augures, lectores, estadistas e historiadores, e inclusive varios de los conspiradores que atentaron contra la vida de Nerón y que junto con Séneca fueron obligados a suicidarse.

Miembro importante de esa ilustre gens romana, Lucius Calpurnius Piso fue el primero, según Burton, en describir una forma de “locura” a la que denominó “amabilis insania et mentis gratissimus error”.

La “amabilis insania” era para Calpurnius Piso un extravío mental de los “melancólicos leves”, es decir, de aquellos individuos que por lo discreto de su afección no podían considerarse en rigor como insanos.

Para Calpurnius Piso, esas formas de “locura” no tenían la connotación de insania verdadera; eran sencillamente modos de ser, quizás extravagantes, insólitos o exóticos que se apartaban un poco de lo convencional y lo corriente.

Las palabras “mentis gratissimus error” agregadas a la “amabilis insania”, permiten una mejor comprensión de su alcance.

En el Diccionario Latino-español de Blanquez-Fraile, el vocablo “mentis” hace relación a los asuntos de la mente; “mentis error” significa extravío del entendimiento; y “gratissimus”, superlativo de gratus, se refiere a lo que es grato, agradable o gustoso en alto grado.

La entidad descrita por Calpurnius Piso se definiría entonces como una locura amable o un gratísimo desvarío de la mente.

El concepto de “amabilis insania” saltó de la Roma Imperial a la Europa renacentista del siglo XVI para ser utilizado por Erasmo.

A comienzos del siglo XVII se definía como la disposición de los sujetos melancólicos “a melancolizar y construir castillos en el aire, a andar sonrientes y desempeñar con gracia una variedad de roles que suponen o imaginan que están representando, o que piensan que han representado antes” (Burton, 1988).

En el Diccionario de la Lengua Española, melancolizar significa “entristecer y desanimar a alguien dándole una mala nueva o haciendo algo que le cause sufrimiento o pena”; pero en los siglos XVI y XVII tenía probablemente un significado menos negativo y más amplio.

El trastorno en cuestión, según la descripción de Burton, transcurría como una mezcla de estados fantasiosos alternados con periodos de plena lucidez que no representaban para las gentes peligro alguno ni tampoco rechazo absoluto.

Se trataba de estados mentales fluctuantes entre la realidad y la fantasía que discurrían insidiosamente sin sobresaltos ni desquiciamiento de las facultades del alma.

Al término de su evolución, la “amabilis insania” dejaba solamente “un recuerdo afectuoso de episodios o sucesos intrascendentes” (Burton, 1988).

Emil Kraepelin, el psiquiatra alemán más connotado del siglo XIX, se refirió en su obra “Psiquiatría Especial” a un grupo de estados melancólicos o de manía que se colocan en la tierra de nadie entre la salud y la enfermedad.

Eran estados peculiares de la mente de ciertos sujetos que no debían diagnosticarse como enfermedades de la mente sino como características del temperamento o cambios de conducta.

Kraepelin se expresó en la siguiente forma sobre ese grupo de pacientes que recuerdan la “amabilis insania”: “Existen ciertas coloraciones temperamentales leves y levísimas; algunas, periódicas; otras de morbosidad continuada, que han de verse como rudimentos de desórdenes más graves ubicados en la frontera del campo de la propensión personal” (Kraepelin, 1907; Usdin y Lewis, 1983).

El hecho importante que vale la pena resaltar aquí, es que al comienzo y al final de un período cercano a dos mil años, algunos estudiosos independientes entre sí, hubieran descrito estados mentales fronterizos que bordean los límites de la locura y la cordura, a los que no calificaron como verdaderos estados patológicos.

Este hecho, en mi sentir, es de significación indudable en la historia reciente de la psiquiatría.

De acuerdo a lo anteriormente expuesto, se puede plantear la hipótesis de que el extravío mental de Don Quijote fuera un ejemplo de la “amabilis insania et mentis gratissimus error” de Calpurnius Piso; es decir, un trastorno fronterizo entre la sensatez y la locura al que no se le puede ni se le debe diagnosticar como locura en nuestros días.

Un extravío mental del estilo del trastorno de la mente del ciudadano de Argos del relato de Quinto Horacio Flaco, equivalente y semejante, por supuesto, a la segunda forma de locura descrita por Erasmo y a los casos considerados por Kraepelin como características peculiares del temperamento y cambios de la conducta que los sitúan en la tierra de nadie entre la salud mental y la enfermedad verdadera.

Es un hecho incontrovertible que Cervantes conocía algunos libros de Erasmo, posiblemente el “Encomium” y el “Enchiridion”; que estaba versado según el testimonio de sus biógrafos en los autores clásicos de Grecia y Roma y que probablemente no le fueran desconocidas las Epístolas y las Odas de Horacio.

Los hechos que hemos señalado hacen verosímil la posibilidad de que Cervantes se hubiera inspirado, al menos parcialmente, en Erasmo y Horacio para la creación de su personaje inmortal y que su concepción de la locura del hidalgo manchego tuviera algo que ver con las ideas de aquellos humanistas.

Debe señalarse, finalmente, que no sólo las obras de Erasmo y de Horacio pudieron haber inspirado a Cervantes en su creación de Don Quijote, como tampoco el conocimiento que tuvo de los manicomios y sus posibles tratos con enfermos mentales.

En efecto, algunos cervantistas han señalado los nombres de ciertos personajes históricos que pudieron haberle servido de modelos.

En su clásico libro “La Ruta de Don Quijote (1915), Azorin, por ejemplo, se refiere a un tal Rodrigo Pacheco, personaje que vivió en Argamasilla de Alba, cuya existencia guarda paralelo con la trayectoria del caballero andante.

Y Germán Arciniégas, en “El Caballero del Dorado” (1978) y en otros escritos (1975), avanzó la teoría de que Cervantes se inspiró en la vida de Gonzalo Jiménez de Quesada, fundador de Santa Fe de Bogotá, quizás por el parentesco del conquistador con doña Catalina Salazar y Palacios, judía conversa esposa de Cervantes (Santa, 2005).

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