La Personalidad Jurídica y su Distinta Construcción: Personas Privadas y Público-Administrativas

Luciano Parejo Alfonso*

1. Introducción

La subjetividad en sentido jurídico es la cualidad para ser centro de imputación de situaciones activas y pasivas (denominadas, en general, derechos y deberes u obligaciones) y se identifica normalmente con la personalidad. Por eso son sujetos las personas físicas y pueden serlo las organizaciones.

Ocurre, sin embargo, que, desde luego en el Derecho público, no se cumple una total identidad entre subjetividad y personalidad.

Y ello porque, en el caso de las organizaciones, la imputación aludida no tiene que ser necesariamente final y definitiva. Con toda normalidad las normas administrativas realizan dicha imputación a meros órganos, lo que determina el carácter provisional y transitivo de la misma, en cuanto referida ciertamente en último término a la organización del que el órgano de que se trate forma parte, pero a través de éste.

Es ésta otra faceta de la relación orgánica examinada en el capítulo anterior.

De ello se sigue que los órganos, en tanto que destinatarios de normas, poseen una limitada subjetividad, que nada tiene que ver con la personalidad, la capacidad de obrar o la titularidad de situaciones activas y pasivas de que trata el Derecho privado.

Tampoco las organizaciones tienen que tener reconocida la plena subjetividad:

Es decir, la personalidad, lo que ocurre –en Derecho privado y público– cuando la imputación se circunscribe a determinados supuestos y se limita a los efectos de la actuación de los gestores de los intereses referidos a la correspondiente organización (véase, p. ej. el artículo 18, párr. 2º LJCA que otorga capacidad procesal a ciertas entidades aptas para ser titulares de derechos y obligaciones al margen de su integración en as estructuras formales de las personas jurídicas).

El reconocimiento a las organizaciones de personalidad depende de su tratamiento por el ordenamiento jurídico, con carácter general, como centros de imputación de situaciones activas y pasivas.

Con entera independencia del debate en el Derecho privado acerca de la personalidad jurídica, en el Derecho administrativo su atribución a las organizaciones tiene siempre y únicamente un carácter pura y exclusivamente instrumental o de arbitrio técnico.

Como agudamente ha observado A. Gallego Anabitarte, el artículo 3.4 LRJPAC, referido a todas las Administraciones, no afirma que éstas sean personas jurídicas, establece sólo, más precisamente, que dichas Administraciones actúan, en el mundo del Derecho y para el cumplimiento de sus fines, con personalidad jurídica.

Lo cual es sustancialmente distinto.

Cualquier reflexión actual sobre la materia debe partir y ser consciente del clima de desorientación e, incluso, confusión que en ella reina.

En esta situación, no habiéndose visto acompañado el espectacular crecimiento de las actividades y responsabilidades estatales, se viene produciendo el recurso indiscriminado y acrítico a las formas proporcionadas por el mundo jurídico-privado, en cuanto expediente inmediato para la adaptación de la gestión pública a las demandas actuales, en un fenómeno que ha sido calificado como «huida» del Derecho Administrativo común e, incluso, del Derecho administrativo simplemente.

La acuñación de la expresión «huida del Derecho administrativo»:

Para caracterizar el fenómeno descrito se debe a M. Clavero Arévalo. F. Garrido Falla señala que la ulterior evolución del Derecho español ha conducido –sobre la base del enfrentamiento del principio de eficacia con el sistema mismo jurídico-público propio de la Administración– a una verdadera «apostasía del Derecho administrativo», pues de lo que se trata ya es no tanto de alcanzar un régimen especial o singular, cuanto de quedar sometido prácticamente en todo al Derecho privado.

El origen mismo del fenómeno de huida del Derecho administrativo puede situarse en la disociación entre forma de las organizaciones y régimen regulador de su funcionamiento y actividad, pues es ella la que ha relativizado la necesaria vinculación de ambas al Derecho público, abriendo la puerta a las múltiples combinaciones actuales entre Derecho aplicable, de un lado, y forma y actividad, de otro.

El importante desarrollo de las posibilidades así descubiertas, además de conducir a una situación irreductible a esquema, amenaza con abocar en un serio trastocamiento del orden constitucional, por la apariencia de ausencia de límites precisos a la potestad organizatoria, esencialmente libre incluso para la creación de personas jurídicas –con una u otra forma o naturaleza– y la configuración de la «capacidad» jurídica y de obrar de éstas –hasta el punto de poder incluir en tal «capacidad» la facultad de creación de nuevas personas y de acotación de la esfera de su giro o tráfico propio–.

Desde el punto de vista teórico no cabe desconocer la relación que con los fenómenos descritos guardan la relativización de la distinción entre lo público y lo privado, el Estado y la sociedad y, en definitiva, el Derecho público y el Derecho privado (estudiada por M. Bullinger y, entre nosotros, por M. García Pelayo), de un lado, y la afirmación axiomática de la libertad del poder público para la elección de la forma organizativa (incluidos el régimen jurídico de su desarrollo y, por tanto, las formas de la acción) de la actuación administrativa, de otro.

La mejor y mas autorizada doctrina española presupone dicha libertad (así, E. García de Enterría y T. R. Fernández). R. Parada Vázquez da cuenta cumplida del desplazamiento del Derecho administrativo por el Derecho privado, identificando su causa actual en la búsqueda de la eficacia, sin perjuicio de llamar la atención de que no por ello la actividad administrativa se desvincula completamente del Derecho público.

Afirma que la tendencia privatizadora pone de manifiesto el error de haberse centrado el Derecho administrativo mas sobre la garantía externa de los particulares contra la Administración que sobre la organización eficaz de los entes y servicios públicos (despreocupación por la eficacia de la que se pretende salir a través no solo del recurso al mundo privado, sino también del desarrollo de una alternativa al Derecho público tradicional) y concluye el fracaso tanto de aquel recurso, como de esta alternativa, pero, además, cuestiona también en términos estrictamente jurídicos (de constitucionalidad) el doble fenómeno y, en particular, el que califica de privatización.

Es lógico, pues, que un estado de la doctrina hasta hace bien poco pudiera decirse que pacífico haya tenido repercusión en la doctrina del Tribunal Constitucional, que no hace sino reflejarlo. La STC 14/1986, de 31 de Enero (fto. jur. 8º) dice, en efecto, literalmente:

«Siguiendo esta misma línea de pensamiento es preciso referirse aquí,….., a una realidad fáctica y jurídica, cual la del modo de actuar de las Administraciones públicas mediante determinadas entidades, más en particular, el valor del Derecho público y del Privado a la hora de admitir ciertas formas de personificación de las entidades públicas y sobre el régimen de las mismas.

Cuestiones en las que se ha constatado una evidente evolución –en la que sería impertinente entrar– hasta haber adquirido en la actualidad carta de naturaleza la creación por la Administración de entes institucionales bajo formas privadas de personificación, muy en particular bajo la forma de sociedades anónimas, lo que conduce a la actuación bajo un régimen de Derecho Privado, de entes que se han personificado bajo una forma jurídica pública, de todo lo cual es buena muestra, en nuestra Patria, la misma Ley de Sociedades Anónimas que en su art. 10 admite sociedades de ese tipo con un solo accionista, un ente público, y en esta misma dirección se suelen invocar los pertinentes preceptos de la Ley de Entidades Estatales Autónomas, Ley del Patrimonio del Estado, e incluso la Ley General Presupuestaria, a cuyas normativas habremos de aludir mas adelante.

Parece claro que, como observa la doctrina, la instrumentalidad de los entes que se personifican o que funcionan de acuerdo con el Derecho Privado, remiten su titularidad final a una instancia administrativa inequívocamente pública, como público es también el ámbito interno de las relaciones que conexionan dichos entes con la Administración de la que dependen, tratándose en definitiva de la utilización por la Administración de técnicas ofrecidas por el Derecho privado, como un medio práctico de ampliar su acción social y económica.

Se ha dicho también que la forma mercantil supone la introducción en el tráfico de una entidad que externamente, en sus relaciones con terceros, va a producirse bajo un régimen de Derecho privado, pero internamente tal sociedad es realmente una pertenencia de la Administración, que aparece como socio exclusivo de la misma, un ente institucional propio de la misma, y a estos conceptos responde la regulación legal española, bien que la misma haya de entresacarse a veces de ordenamientos o cuerpos diversos, como pueden ser los ya antes citados,….».

No puede negarse que, entre nosotros (con la notable excepción de A. Gallego Anabitarte), ha habido en los últimos años un descuido por la doctrina iusadministrativa del estudio de las cuestiones centrales atinentes al status de la Administración pública y, por tanto, de la legitimidad o no de la asunción de actividades configuradas constitucionalmente como privadas (por ser accesibles a o estar en la disposición de las personas privadas); el régimen de la potestad de organización de la actuación administrativa; y la relación entre tipo de actividad, forma de organización y régimen jurídico del desarrollo de aquélla.

Ante la desfiguración y dilución de lo público (mas concretamente: público-administrativo) en virtud de la total desvinculación entre forma de organización y régimen jurídico de la actividad organizada, el planteamiento doctrinal ha sido hasta hace poco, en efecto, el repliegue a una tesis relativista capaz de explicar la realidad: la instrumentalidad permite ciertamente rebajar la importancia del fenómeno y reconducir éste al esquema establecido –naturalmente a costa de consagrar una radical separación entre la esfera administrativa interior y la de las relaciones con terceros– mediante el expediente de la imputación de todo dicho fenómeno (cualquiera que sea su complejidad) a «la Administración» subjetivamente considerada, la cual, gracias a su íntima conexión con el sistema político, asegura por si misma el necesario «núcleo jurídico-público irreductible» preciso al efecto.

El resultado no es otro que la despreocupación por la sustantividad del mundo de lo público y, específicamente, de lo administrativo.

En los últimos tiempos y sobre todo tras la adopción de medidas organizativas especialmente importantes y discutibles (como la creación y puesta en funcionamiento de la Agencia Estatal de Administración Tributaria), son perceptibles claros signos de preocupación e insatisfacción en la doctrina, pero con entera independencia de su contundencia los planteamientos no rebasan en general la perspectiva tradicional de la vinculación al Derecho de la Administración (naturalmente en las relaciones ad extra) y se concentran fundamentalmente en la denuncia de las consecuencias a las que conduce la libertad de elección de las formas de organización y acción, concretamente la de una generalizada huida hacia el Derecho privado, con paralela pérdida de contenido y funcionalidad del Derecho público (en este sentido, S. Martín Retortillo y J. M. Sala Arquer, que se pronuncia por la exclusión de las sociedades mercantiles en mano pública del ámbito de la Administración como vía operativa para clarificar y depurar este). Otros planteamientos doctrinales son más ambiciosos, pero no puede considerarse que resuelvan la cuestión.

En la recuperación del pulso doctrinal en este campo destaca R. Parada Vázquez, a cuyo impulso se debe sin duda el planteamiento por S. del Saz de la existencia de una reserva constitucional de Derecho Administrativo y de su específica jurisdicción tutelar; tesis, que el mismo asume expresamente, con idénticos argumentos, como propia.

Descansa este planteamiento en la constatación –a pesar de la plenitud del Derecho Administrativo en la CE– de una crisis de dicho Derecho derivada del triple fenómeno de la aplicación del Derecho privado y laboral, la invasión por el legislativo de la esfera administrativa y el resurgimiento de zonas exentas de control judicial (con análisis de las causas de este triple fenómeno).

La reserva se fundamenta en los artículos 103, 106 y 153.3 CE y, por tanto, en la imbricación entre actividad administrativa y control (tutela) judicial especializada a través del orden jurisdiccional contenciosoadministrativo y se califica técnicamente de garantía institucional.

No puede compartirse el recurso a esta última técnica, en tanto que desborda claramente su funcionalidad, pareciendo mas adecuado el que se hace –más inespecíficamente– a una reserva constitucional de Administración.

La garantía constitucional puede predicarse de instituciones concretas y específicas, claramente individualizadas y que debiendo jugar un papel esencial en el ordenamiento (piezas constructivas indispensables del mismo) carecen de una suficiente regulación constitucional, pero difícilmente de un componente de la estructura directa de uno de los poderes superiores del Estado.

La Administración, como tal (sin mayor precisión), es parte del «poder ejecutivo», que cuenta con una expresa y suficiente regulación en la norma fundamental, que de principio hace innecesaria o, cuando menos, improcedente la apelación a la garantía institucional.

Semejante utilización sitúa ésta en claro peligro de vaciamiento en su significado y funcionalidad, por exceso en la extensión de su campo operativo, incluso en la dimensión subjetiva de su destinatario (que aquí habría de ser, teniendo en cuenta el régimen aceptado de la potestad organizatoria, además del poder legislativo, el poder ejecutivo, incluso en su faceta de poder administrativo).

En todo caso, deja pendiente de resolver la cuestión clave: cual sea el contenido esencial indisponible de la Administración.

Desde otro punto de vista, la tesis examinada presenta el inconveniente de la concentración de su perspectiva en el control externo y judicial de la Administración y, por tanto, en la tradicional de las relaciones jurídicas externas o entre la Administración y los ciudadanos o, en general, terceros.

Queda así indebidamente desenfilada la cuestión central del régimen de la potestad organizatoria y de la relación de ésta con el de la actividad administrativa; en último término, la identidad de la Administración pública determinada constitucionalmente.

El resultado no es la incorrección, pero si la insuficiencia de la tesis para dar respuesta satisfactoria a los interrogantes primeros y claves, sin la cual no pueden adquirirse las certezas mínimas indispensables antes aludidas.

En el plano mismo del concepto del Derecho Administrativo se ha situado, sin embargo, A. Menéndez Rexach, quien, impugnando la intercambiabilidad (instrumentalidad) de las formas organizativas como medio idóneo para cambiar los límites de la aplicación del Derecho público-administrativo, propugna la primacía del criterio teleológicomaterial sobre el orgánico-subjetivo para la determinación de tales límites y, por tanto del Derecho Administrativo, como único expediente solvente para garantizar la efectividad del orden constitucional (centrado en los fines –el interés general– y no en los medios).

Su conclusión no es otra que la de la necesidad de una neta definición sustantiva de la actividad administrativa, entendiendo por tal toda la realizada para la consecución del interés general, la cual identifica con la –material o jurídica– cumplida con sujeción a la Ley y al Derecho –público o privado–.

Ciertamente se logra así la superación de la dicotomía actividad pública típica-actividad privada de la Administración, es decir, se alcanza un concepto unitario de ésta.

Este concepto, que se sitúa en la línea del esfuerzo doctrinal alemán por construir un Derecho administrativo de la actividad privada de la Administración, trae ésta desde luego al campo de las exigencias constitucionales primarias a dicha Administración, particularmente las relativas al respeto de los derechos fundamentales, pero –además de hacer aflorar nuevos problemas– nada resuelve en el orden de las cuestiones fundamentales y, en particular, nada nuevo y mas concreto dice sobre que sea la Administración a la que se refiere el artículo 103 CE en tanto que forma organizativa y actividad organizada.

J. L. Meilán Gil y también I. Borrajo Iniesta se colocan, por contra:

En la perspectiva constitucional (pues el segundo sostiene, con razón y apoyo en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional –SsTC 76/1983, de 5 de agosto; 22/1984, de 17 de febrero; y 149/1991, de 4 de julio–, que el marco constitucional no puede ser definido desde el ordenamiento infraconstitucional, siendo el método correcto justamente el inverso).

Dada la literalidad del artículo 103 CE esta perspectiva permite afirmar una sustancial libertad de configuración por parte del legislador en el doble ámbito de la organización y del régimen de la actuación administrativa.

Siendo esto así, resulta improcedente, para el segundo de los autores citados, toda identificación entre el abandono (la huida) del Derecho Administrativo (mejor: de la directa aplicación de los grandes textos legales administrativos) y exención de todo Derecho (y, por tanto, de todo control judicial), así como también la del control judicial de la Administración con el atribuido a la jurisdicción contencioso-administrativa.

En consecuencia, la tendencia y el recurso a la «huida» del Derecho administrativo son, así puede decirse, «infructuosos», pues la Administración no puede dejar de ser tal por el sólo hecho de la aplicación de uno u otro Derecho (por impedirlo justamente la CE).

Siendo siempre aplicables los principios y las reglas constitucionales, en la hipótesis de la aplicación del Derecho privado ocurre únicamente que corresponde a los Tribunales la identificación de las normas adecuadas a la actuación correspondiente.

Aunque el enfoque y el planteamiento de Meilán y Borrajo son desde luego correctos, su desarrollo no resuelve la cuestión, que radica justamente en definir el estatuto constitucional de la Administración y de su actuación (así como de su control judicial) y, por tanto, de los límites que, en su caso, de dicho estatuto resultan justamente para el legislador ordinario.

Una posición mas matizada es, finalmente, la asumida por E. Malareti García, para quien es claro que la Administración siempre está sujeta al Derecho Administrativo cuando actúa dentro de su giro o tráfico típico (la actuación de autoridad o imperium), situándose la dificultad exclusivamente en su restante actuación.

Para resolver ésta entiende necesario el replanteamiento de la definición de la Administración, precisamente mediante el complemento del criterio dominante subjetivo con el objetivo centrado en el tipo de actividad y el interés público en ella presente.

De esta suerte, si en la actuación típica administrativa rige siempre el Derecho administrativo, siendo tan sólo posible un juego puramente instrumental del Derecho privado, en la actuación de la Administración que se sitúa en el campo propio de la actividad de los sujetos ordinarios (la actividad económica) es este último Derecho el que pasa a ocupar la posición principal incluso por exigencia constitucional.

Con entera independencia de la posibilidad de coincidencia, en lo sustancial, con esta última posición, es lo cierto que adolece de falta de fundamentación y justificación (sin duda por razón de que el objeto de la reflexión en que se formula es distinto) y, por tanto, de construcción.

La insuficiencia, pues, de los análisis doctrinales no es, sin duda, sino expresión de la de sus perspectivas y planteamientos correspondientes, por ser preciso situarse en un plano mas amplio, anterior y general, concretamente el relativo al dualismo sociedad-Estado y, por tanto, de lo público y lo privado.

2.El Doble Dualismo de Sociedad y Estado y Derecho Público y Derecho Privado.

A) La Pertenencia de la Administración al Mundo de lo Público-Estatal

La Administración pública es, en la CE (arts. 103 a 106), una organización específica, en el doble sentido constructivo (articulación como tal organización y medios personales que la integran y actúan) y funcional (actuación de la organización para un preciso fin y conforme a un determinado estatuto, que queda sujeta, por ello, a un especial control judicial).

Tiene necesariamente, pues y desde la CE misma, una identidad propia, con traducción obligada en esa doble vertiente.

La heterogeneidad y variabilidad de los contenidos de la «administración» en sentido sustantivo o material impiden desde luego una caracterización unívoca y definitiva desde el punto de vista funcional, según han demostrado suficientemente los esfuerzos que históricamente se han realizado con tal objetivo.

Solo es reductible a unidad, conforme acredita la concepción subjetiva –hoy generalmente aceptada (sin perjuicio de notables excepciones: A. GallegoAnabitarte)–, por la vía de la personalidad (por más instrumental y ficticia que sea su atribución), de suerte que aquella administración se ofrece como actividad organizada (personalizada) para la consecución del interés general, que constituye, así, su objeto propio, su fin institucional mismo.

En la medida en que el interés general o público no está en la disposición, ni es accesible (en su definición) a los sujetos ordinarios del Derecho, las personas privadas, por el hecho mismo de su sustancia o naturaleza política, resulta ser inexcusablemente algo definible y gestionable o realizable únicamente desde los poderes públicos constituidos política-mente, lo que vale decir mediante el empleo de potestades y competencias; es decir, queda radicalmente excluida su satisfacción (en su caso, únicamente o en cuanto a la imputación y responsabilidad últimas) mediante simples derechos subjetivos o situaciones de poder análogas de titularidad general.

De ahí justamente la conexión institucional con el interés general de la Administración pública, en tanto que parte de la estructura política estatal, concretamente de la constitucionalmente constituida para la ejecución, es decir, la realización de forma específica (mediante una acción sistemática) del ordenamiento estatal.

Estas consideraciones llevan de la mano, por tanto y a efectos de la determinación de lo que sea la administración pública, a la triple distinción entre actividades públicas y privadas, potestades-competencias y derechos subjetivos, personas públicas y personas privadas; es decir y en definitiva, al doble dualismo sociedad-Estado y Derecho público-Derecho privado. M. Garcia Pelayo ha argumentado convincentemente, en efecto, la correlación existente entre las dos distinciones, pues la referida al Derecho representa la dimensión jurídica de una determinada ordenación social; sin que deba entenderse como causal, sino antes bien de efectos recíprocos, no pudiendo manifestarse la una sin que se manifieste la otra, estando ambas en una condicionalidad recíproca.

B) La Diferenciación de Estado y Sociedad y la Dicotomía Público Privado en el Estado Social y Democrático de Derecho; su Indudable Relatividad, Aunque Subsistencia

a) La cuestión en el orden constitucional interno

La constitución de España en un Estado que, además de democrático y de Derecho, es social (art. 1.1 CE) comporta, como ha establecido el Tribunal Constitucional en su Sentencia 18/1984, de 7 de febrero, a propósito, precisamente, de la calificación como pública o privada de una determinada organización corporativa:

– El principio de interacción entre Estado y sociedad, que trasciende a todo el orden jurídico.

– En el campo de la organización, la interpenetración entre Estado y sociedad se traduce tanto en la participación de los ciudadanos en la organización del Estado como en una ordenación por el Estado de entidades de carácter social en cuanto su actividad presenta un interés público relevante, si bien los grados de intensidad de esta ordenación y de intervención del Estado pueden ser diferentes.

La interacción Estado-sociedad y la interpenetración de lo público y lo privado trasciende, pues, al campo de lo organizativo y de la calificación de los entes de suerte que la función ordenadora de la sociedad puede conseguirse de muy diversas formas, que siempre han de moverse dentro del marco de la CE.

– Por tanto, la configuración del Estado como social de Derecho viene así a culminar una evolución en la que la consecución de los fines de interés general no es absorbida por el Estado, sino que se armoniza con una acción mutua Estado-Sociedad, que difumina la dicotomía Derecho público-privado y agudiza la dificultad tanto de calificar determinados entes, cuando no existe una calificación legal, como de valorar la incidencia de una nueva regulación sobre su naturaleza jurídica.

Es evidente, sin embargo, que la interacción o interpenetración de Estado y sociedad y consiguiente «difuminación» de la dicotomía Derecho público-Derecho privado constatadas en tales términos, no suponen en modo alguno la desaparición de las respectivas diferenciaciones y, por tanto, de los correspondientes dualismos, es decir, no pueden interpretarse en el sentido de la completa confusión entre Estado y sociedad y de la improcedencia de toda distinción (funcional y técnica) entre Derecho público y Derecho privado.

La permanencia de la distinción entre Estado y sociedad, sin perjuicio de su recíproca imbricación, es condición para la correcta realización de un orden constitucional democrático basado en el reconocimiento del elenco de derechos y libertades públicas derivado del valor central de la dignidad de la persona, que exige la libertad precisa para el desarrollo autónomo de su personalidad en sociedad.

En este sentido, E. García de Enterría; J. A. Santamaria Pastor; y J. Esteve Pardo. F. Garrido Falla, sin negar la pertinencia de la distinción, sostiene que ambos conceptos -sociedad y Estado– responden a una realidad única total en la que aparecen unidos como los glóbulos rojos y blancos en la sangre, existiendo entre ellos mas bien una «relación de compensación» para su equilibrio.

K. Hesse da cuenta de la revalorización doctrinal de la distinción Estado-sociedad frente a los cambios que parecen confirmar el anuncio de C. Schmitt de que la época de la «estatalidad» está tocando a su fin, si bien no como clasificación de dos ámbitos independientes y separados, sino como necesarios conceptos para la referencia dialéctica de dos modos diferenciados de convivencia humana o diferenciación organizativo institucional.

La cuestión no consiste en una simple opción entre la alternativa mantenimiento o abandono de una clasificación; antes al contrario, trata de la preservación de la libertad en la ordenación política de la convivencia. En la medida en que el complejo de acciones en que el Estado se constituye y opera no agota el total de acciones que se producen en el seno de la sociedad, aquél no puede erigirse en auto organización de ésta, alcanzando identidad con ella.

De ahí que ambos permanezcan en la relación que media entre sistema político diferenciado y sistema social de conjunto. Justamente en la diferenciación funcional ligada a este dato consiste la razón de ser actual de la distinción. Su significación, asimismo actual, reside en expresar la alternativa a la identidad entre Estado y sociedad y, con ella, tanto al Estado como a la sociedad totales.

Allí donde desaparece la diferenciación entre ellos y ambos se confunden, cae por su base de hecho la limitación de las funciones estatales, que es la que, en definitiva, permite la separación entre la existencia privada de la pública si la cual no es posible que la libertad sea real y efectiva. La diferenciación en si no supone, sin embargo, un resultado cierto, pues deja esencialmente abierto el campo para configuraciones muy diversas, todas ellas respetuosas con tal presupuesto.

Por tanto, no representa talismán seguro contra el peligro de la identidad entre Estado y sociedad. De ahí que lo verdaderamente importante sea la concreta configuración de la comunidad política (dirigida a evitar los peligros extremos de totalización del Estado o de la sociedad), lo cual es cuestión ya del Derecho positivo: la Constitución y la Ley.

lo que hace al dualismo Derecho público-Derecho privado, es cierta una evolución que la diluye y tiende a sustituirla por lo que N. Achterberg ha calificado de «pluralismo de las relaciones jurídicas».

Y es cierta también la obsolescencia hoy del fundamento ideológico sobre el que descansa históricamente la división: esta, es decir, la diferenciación y contraposición de las normas públicas y las privadas surgió al servicio de las correlativas diferenciación y contraposición del poder-potestad y el derecho subjetivo y, por tanto, para justificar la concepción de que, en el campo del Derecho público, la realización del interés general o público otorga cobertura a un grado menor de vinculación al Derecho que el que se da en el campo del Derecho privado.

No obstante, ni siquiera H. Kelsen extrajo de su planteamiento formal de la materia jurídica la consecuencia de la definitiva y total superación de la división y la supervivencia de ésta todo lo más a efectos de la determinación de la vía de tutela, en definitiva judicial, como bien ha señalado M. García Pelayo. R. Stober mantiene que la tesis que propugna dicha superación descuida la posición jurídico-positiva de partida, que no se agota en modo alguno en dicha cuestión de la vía de la tutela o protección, sino que se extiende a la determinación, en general, del régimen jurídico aplicable y, consecuentemente, de las consecuencias jurídicas.

Desde este punto de vista, es constatable un proceso creciente del recurso del Derecho positivo a la división tradicional como criterio para aquella determinación; circunstancia, a la que no obstan ni ocasionales solapamientos de ambos campos jurídicos, ni el recurso frecuente del Derecho público a remisiones al Derecho privado o a la utilización de instituciones de éste.

En otro caso los derechos fundamentales perderían todo sentido como refugio de la libertad y al autonomía individuales. Concluye, por ello, que la crítica a la división tiene preferentemente carácter jurídico-político y teorético y debe compatibilizarse con la realidad del Derecho positivo.

En nuestra doctrina ya en los años cuarenta J. M. Villar y Romero mantuvo la importancia y el valor actuales de la división, sin perjuicio de la tendencias dirigidas a resaltar la unidad del Derecho y, por tanto, a atenuar aquélla, y ello, porque el autor sostiene que se trata de una división no ficticia, ni artificiosa, que responde a la realidad social y jurídica, siendo inherente al Derecho positivo, cuyo examen le permite afirmar que en el Derecho español aparece como fundamental y se traduce en una serie de diversificaciones parciales con trascendencia práctica indudable y normalmente descuidada.

El criterio que a tal efecto impera en el ordenamiento positivo para establecer la distinción (al que no es propio, sin embargo, una oposición entre las relaciones jurídicas públicas y privadas, las instituciones y los deberes de uno y otro carácter) se halla implícito en los textos legales, existiendo en ellos elementos suficientes para determinarla.

Por su parte, M. Garcia Pelayo sostiene la división –desde la idea de que no traduce conceptos a priori, pero si fundamentales y expresivos de la estructura de determinados órdenes jurídicos históricos– y efectúa un propio ensayo de fundamentación y construcción de la misma, haciendo notar que se trata de una diferenciación de carácter histórico y, por tanto, mutable y dinámica; referida a las normas y no a las instituciones jurídicas; y que tiene sentido y se mantiene no obstante las objeciones de tipo casuístico, dada la validez relativa de éstas.

Para este autor la esencia de la distinción reside en que mientras el Derecho público comprende una comunidad de intereses, el Derecho privado sólo intereses individuales, a veces coincidentes, a veces contrapuestos.

La CE misma (dejando ahora de lado su regulación directa del poder ejecutivo y, mas concretamente, administrativo) descansa en y parte sin duda de tales dualismos.

Ya en el artículo 10, básico para el entero orden fundamental sustantivo, se alude claramente, desde la perspectiva del valor superior de la dignidad de la persona y el libre desarrollo de su personalidad (la libertad, en definitiva), a la dimensión colectiva o social en su extrema expresión pública como «orden político».

En los artículos 40 42 y 49 se contemplan «políticas» públicas y en los artículos 43 y 50 «servicios» también evidentemente públicos.

En el orden de las cosas o los bienes, mientras el artículo 33 consagra el derecho de propiedad como institución organizadora de la apropiación y disposición de los que están en el tráfico jurídico accesible a los sujetos de Derecho y, por tanto, personas ordinarios, el artículo 132 contempla un régimen específico y diferenciado para las cosas y los bienes que quedan fuera de dicho tráfico y en el significativamente denominado dominio público.

El artículo 41 contempla un «régimen público» para una precisa actividad (la de la seguridad social), pero, con carácter ya general, el artículo 23 identifica los «asuntos públicos» y las «funciones y cargos públicos»; previsión ésta, directamente relacionada con la de los «gastos públicos» del artículo 31.

En el artículo 128 se dispone la subordinación al interés general de toda la riqueza del país (expresión esta última que, por su generalidad, debe entenderse comprensiva de las cosas o bienes y también las actividades) y se habilita, además, para la alteración de las fronteras entre el mundo de las actividades libremente accesibles a los sujetos ordinarios y las reservadas al «sector público».

En el orden de la traducción jurídica del dualismo público-privado, el artículo 149.1 –al reservar determinadas materias a la competencia del Estado en sentido estricto o poder central– diferencia la legislación mercantil y civil e, incluso, laboral (apartados 6, 7 y 8) de la relativa al régimen jurídico de las Administraciones públicas y sus potestades y procedimientos típicos, es decir, de la materia relativa a la organización que ha de actuar para la realización del interés general en las materiales legislativamente administrativizadas.

Y a la vista de la ordenación del poder ejecutivo y, más concretamente, de la Administración pública, resulta que:

1. La CE (art. 103) prevé una Administración Pública sujeta al estatuto específico predeterminado para ella, circunstancia que se explica y justifica por la condición de poder público de aquélla y su consecuente singularización respecto de cualesquiera de los restantes sujetos del Derecho.

2. La CE diferencia netamente la anterior actividad de la derivada de la iniciativa pública en la actividad económica a que se refiere en su artículo 128.2. Este precepto se agota en una directa habilitación al poder público, configuradora de su capacidad jurídica y de obrar, para desarrollar las mismas actividades de contenido económico que los sujetos ordinarios del Derecho y ajustándose al estatuto común propio de éstos.

Quiere decirse que, como prueba su mismo expreso establecimiento, supone una excepción, por ampliación, a la actividad propia del poder público en su condición de tal y, por tanto y en su caso, de la Administración. La actividad económica de iniciativa pública no es, por tanto, la actividad de administración pública regulada en el artículo 103 de la norma fundamental.

Los únicos puntos de contacto posibles entre una y otra son los integrados por la intervención (acto de poder público) de empresas por exigencia cabalmente del interés general y la reserva al sector público –incluso en régimen de monopolio– de recursos o servicios esenciales, que resultan así extraídos del mundo entregado a la autonomía, es decir, a la libre determinación de los fines –con el solo límite de la Ley y los derechos de los demás– por los sujetos ordinarios del Derecho.

En el primero, lo público y, por lo tanto y, en su caso, lo administrativo se agota justamente en la intervención de la actividad privada, sin alcanzar el contenido de ésta misma. En el segundo se expresa mas bien la zona fronteriza entre lo público y lo privado, acreditando mas que negando la diferencia entre uno y otro. De ahí la necesidad siempre de una Ley que redefina la línea divisoria entre ellos.

Una vez trazada esa línea, a un lado quedará el mundo entregado a la disposición de los sujetos ordinarios (entre los que se incluye, a los efectos del desarrollo de actividades económicas y por expresa y excepcional habilitación, el poder público) y del otro estará el que es propio de la actividad de éste último.

3. Para la CE, pues, la Administración es un poder público institucionalizado directamente por ella misma e integrado por un conjunto de organizaciones (de órganos, en la terminología constitucional) creadas por la Ley o de acuerdo con ella para el desarrollo de una actividad con un preciso y único objeto: la realización del interés general en los términos programados por el Derecho.

Como quiera que en el despliegue de esa actividad puede producir actos o hechos con relevancia jurídica y con incidencia en terceros, pudiendo incurrir en responsabilidad patrimonial (art. 106.2 CE), las aludidas organizaciones aparecen necesariamente construidas como singulares sujetos de Derecho, es decir, como si se tratara de personas jurídicas.

Su singularidad se expresa primariamente en el estricto acantonamiento de su tráfico –salvo habilitación excepcional expresa y en los términos estrictos de ésta– al mundo de lo público o reservado a la Administración, es decir, del no accesible a la disposición de los sujetos ordinarios del Derecho.

En consecuencia, a pesar de su relativización no puede considerarse superada la distinción entre Estado y sociedad y Derecho público y privado, que surge históricamente con la emergencia del Estado moderno y llega a su cénit con el Estado liberal de Derecho del S. XIX.

Su origen puede situarse, en efecto, en el paso de la situación medieval de desconocimiento de toda instancia superior y abstracta de creación del Derecho (por ejercitar el señor el imperium como derecho de carácter personal –regalia– al que cabe oponer por los súbditos otros derechos personales de no distinta naturaleza –uno y otros tienen que fundarse en un título suficiente–) a la surgida con el Estado moderno, que se asienta sobre un poder de mando abstracto para establecer el bien común, la adecuada policía, de suerte que el príncipe ya no actúa tanto personalmente cuanto a título de servidor del Estado, es decir, ejercita en nombre de éste el imperium.

Las relaciones jurídicas comienzan a caracterizarse, pues, por la contraposición entre normas estatales inspiradas por el bien común y los derechos subjetivos de los privados o particulares.

De ésta forma, el Derecho público no es ya ius en sentido medieval, actúa mas bien en un espacio «libre de derechos», es decir, no asignable a nadie en particular y sólo cuando el ejercicio del poder que habilita desborda dicho espacio para afectar una posición individualizada y consolidada suficientemente surge la cuestión del acceso a la tutela judicial, el contencioso.

La apuntada contraposición y, por tanto, la diferenciación entre Derecho público y privado se agudiza en el S. XIX, aunque ciertamente –como advierte B. Kempen– con un cambio notable en la funcionalidad del primero.

Porque el Derecho público deja de ser instrumento del ejercicio de un imperium que se da por supuesto y consiste ahora precisamente en el expediente para la garantía de la libertad individual o de la persona, gracias a su calidad de Derecho limitador del imperium, del Estado. La causa radica en las ideas iluministas, conducentes a la exigencia de una específica legitimación del poder estatal.

El constitucionalismo surgido de la revolución liberal significa, en efecto, que la libertad personal o individual –sea natural o civil y bajo la forma de derechos humanos o de la persona– puede ser opuesta eficazmente al Estado, al poder. Y la evolución del Estado constitucional hacia el Estado liberal de Derecho a lo largo del S. XIX acaba añadiendo la idea esencial del gobierno o el imperio de la Ley.

La Ley resulta entonces que deja de operar en un espacio jurídicamente vacío para tener por objeto el equilibrio entre el bien común y la libertad, de modo que entre el ciudadano y el Estado no rige tanto el derecho del segundo al mando y la coacción, cuanto la Ley vinculante por igual para uno y otro.

En otras palabras, la Ley, la norma jurídica consiste en la armonización de las competencias estatales de actuación sobre el tejido social y la libertad de los ciudadanos; transformación de su objeto, que guarda relación con las conquistas constitucionales y liberales decimonónicas: derechos de la persona (hoy derechos fundamentales), democracia, división de poderes y, en definitiva, el Estado como Derecho; conquistas que, a su vez, están imbricadas con la idea de la distinción entre Estado y sociedad, lo público y lo privado y, por tanto, el Derecho público y el Derecho privado.

Pues sobre la base de esta idea descansa justamente el Estado de Derecho. Es ella la que lo hace posible, puesto que el Estado de Derecho no es otra cosa que el Estado cuya actuación se produce bajo la forma del Derecho o, si se prefiere, aparece configurada por éste.

Consecuentemente, no es el Derecho regulador de las acciones de los sujetos jurídicos ordinarios, sino el integrado por normas específicamente dirigidas a la ordenación de las relaciones entre Estado y ciudadano (las armonizadoras, como ya nos consta del interés general y la libertad individual) las que posibilitan la acción estatal sobre la base de las potestades-competencias legalmente atribuidas.

La diferenciación entre las esferas pública-estatal y privada social luce con especial intensidad en el campo de los derechos de la persona o fundamentales, que se construyen justamente como ámbitos exentos de la acción pública-estatal, resistentes frente a toda injerencia de ésta y oponibles eficazmente a ella, por lo que la referida diferenciación es verdadero presupuesto de los derechos en su expuesta articulación clásica.

Pero en realidad, como señala B. Kempen constituye el fundamento del entero desarrollo del Estado de Derecho, toda vez que la necesidad de la sujeción del primero al segundo surge precisamente de la autonomía de la sociedad, la cual no tolera ya sin mas cualquier ejercicio de poder y, por ello mismo «cons-titucionaliza» (disciplina constitucionalmente, mediante la fijación de límites) este último, imponiendo al Estado primero un determinado orden en el nivel constitucional y luego –en el nivel legislativo ordinario– una regulación específica (jurídico-publica por las razones ya expuestas) vinculadora de la actuación estatal en la configuración de las condiciones sociales.

Aunque ciertamente, y desde la consolidación del Estado liberal de Derecho, las circunstancias sociales y políticas han experimentado una profunda evolución y el Estado es hoy distinto, es un Estado social y democrático de Derecho, no por ello puede concluirse sin mas la total obsolescencia funcional de la diferenciación considerada, por mas que la misma –según ya se ha dicho– haya experimentado una fuerte relativización.

En efecto:

– El concreto orden constitucional vigente, como se ha razonado previamente, no proporciona desde luego fundamento alguno a semejante conclusión.

– Si bien, como tiene declarado reiteradamente la jurisprudencia constitucional, los derechos fundamentales, además de posiciones subjetivas específicas, tienen una dimensión ordinamental objetiva, en cuanto positivación de valores con proyección en todo el ordenamiento (por todas, las SsTC 21/1981, de 15 de junio; 62/1982, de 15 de octubre; 78/1982, de 20 de diciembre; 8/1983, de 18 de febrero; 22/1984, de 17 de febrero; 97/1984, de 19 de octubre; 114/1984, de 29 de noviembre; 53/1985, de 11 de abril; y 66/1985, de 23 de mayo), esta última condición no les priva de su primer y clásico carácter de derechos subjetivos de libertad oponibles a la acción estatal.

En este sentido es especialmente ilustrativo el voto particular a la STC 64/1988, de 12 de abril, formulado por los Magistrados D. Luis Diez-Picazo y Ponce de León, D. Antonio Truyol Serra y D. Miguel Rodríguez-Piñero y Bravo Ferrer, en el que puede leerse lo siguiente:

«…Sin embargo, hay a nuestro juicio, una razón mas poderosa para llegar a esa conclusión, que es, en síntesis, la imposibilidad de considerar al Estado o a la Administración del Estado como titular de un derecho fundamental….

Para llegar a esta conclusión no es preciso entrar en la conocida polémica acerca del modo de personificación o reconocimiento de la personalidad jurídica del Estado…….Es cierto que la conclusión resulta mas sencilla si se mantiene la tesis de la personalidad jurídica del Estado, pues en tal caso se produciría la paradójica situación de una reclamación de derechos fundamentales por el Estado frente a la invasión por parte del propio Estado para ser la cuestión resuelta por otro órgano del Estado…….

………
Los instrumentos jurídicos de que el Estado dispone para la realización de los intereses públicos no se ajustan a la idea de derecho fundamental. Los derechos fundamentales que la Constitución reconoce son genuinos derechos subjetivos y, por consiguiente, situaciones de poder, puestas por el ordenamiento jurídico a disposición de los sujetos favorecidos para que éstos realicen libremente sus propios intereses. El ejercicio de un derecho subjetivo es siempre libre para el sujeto favorecido…………

El instrumento básico de los derechos fundamentales no se adecua a la organización estatal, cualquiera que sea la forma en que se la personifique. Para la realización de los fines y la protección de sus intereses públicos no es titular de derechos subjetivos, salvo cuando actúa sometiéndose al Derecho privado. El Estado posee potestades y competencias, pero de ningún modo derechos fundamentales».

Asi luce con toda claridad en el artículo 53.1 CE, conforme al cual los derechos y las libertades del capítulo II del título I vinculan a todos los poderes públicos; repetición –para dichos derechos y libertades– de la vinculación o sujeción ya proclamada con carácter general en el artículo 9.1 CE, que, en otro caso, carecería de sentido. Esta naturaleza primaria y básica de las significativamente denominadas libertades públicas y de los derechos fundamentales, remite sin mas a la distinción y autonomía (relativas) de los ámbitos social (privado) y estatal (público).

– El principio de Estado democrático (art. 1.1 CE) y, mas concretamente, la determinación básica de la emanación del pueblo de todos los poderes del Estado (art. 1.2 CE), pueden (y deben) ciertamente interpretarse en el sentido de un mayor acercamiento entre sociedad y Estado, si se quiere incluso de una determinada y fuerte imbricación entre una y otro. Pero de ello no se sigue que impliquen la total confusión de sociedad y Estado, que continúan siendo cosas distintas.

Porque el poder público constituido se ejerce solo muy excepcional-mente de modo directo (significativamente el poder constituyente, arts. 167.3 y 168.3 CE, pero también el poder administrativo municipal, en el caso del régimen de Concejo abierto: art. 140, inciso final, CE) y ordinariamente a través de específicas organizaciones (los llamados poderes legislativo, el ejecutivo y el judicial), cuyos miembros o integrantes o son directa o indirectamente representativos.

Ello significa que nuestra democracia es representativa y en ella, por tanto, al pueblo del que emanan todos los poderes se sigue contraponiendo inevitablemente –con todas las modulaciones que se quiera– la organización estatal que ejerce efectivamente tales poderes.

De todo ello se sigue, que la distinción y contraposición entre sociedad y Estado conservan su funcionalidad (a determinados efectos) en nuestro sistema constitucional, toda vez que el principio democrático no sólo no las suprime, sino que convive –en específica relación– con ellas.

En efecto, la diferenciación entre Estado y sociedad no puede tacharse de no democrática por el solo hecho de que condicione ciertamente la plena realización del principio democrático (la democracia directa). Y, de otro lado y en virtud justamente de tal condicionamiento, la soberanía popular no implica –en una democracia representativa– la confusión de sociedad y Estado.

– El principio de Estado de Derecho corrobora la aludida vigencia, en la medida en que «tipifica» los poderes públicos de que habla la CE.

Estos poderes no son otros que los «constituidos» por la norma fundamental, en la medida en que todos ellos han de emanar del pueblo ejerciente del poder constituyente (art. 1.2 CE) y, por tanto, no pueden existir otros distintos de los reconducibles a una legitimación democrática en términos constitucionales, es decir, previstos por la CE y, por tanto, «estatales». Quiere decirse, pues, que la CE no conoce, en términos de poder público, mas que –en expresión de K. Hesse– «estatalidad constituida», explicable toda ella por relación a los tres poderes típicos legislativo, ejecutivo y judicial.

Es esta tipificación de los poderes públicos la que permite, justamente, su vinculación al Derecho, la sujeción a éste de la actuación estatal, es decir, del ejercicio del poder coactivo. En definitiva, es la que permite la identificación constitucional de Estado y ordenamiento (art. 1.1 CE) y la vinculación de todos los poderes públicos a la Constitución y “al resto del ordenamiento jurídico” (art. 9.1 CE). Consecuentemente, entre poder público estatal (constituido y organizado como tal) y poder social no existe ninguna instancia intermedia, circunstancia que redunda en la diferenciación y contraposición de aquellos.

– La interpenetración de Estado y sociedad que comporta el principio de Estado social, tampoco empecé a la distinción constitucional entre uno y otra.

Pues si el principio induce desde luego la descarga de funciones públicas estatales en organizaciones sociales y posibilita también la relevancia pública de éstas, no por ello desvirtúa la organización estatal y la radicación en ella de la titularidad y la disposición últimas de todo el poder público constituido, consistiendo su contenido esencial en la responsabilizarían cuasiuniversal al Estado por las condiciones de vida en la colectividad que políticamente institucionaliza.

Así se deriva desde luego del artículo 9.2 CE, como ha tenido ocasión de apreciar el Tribunal Constitucional (por todas, SsTC 5/1981, de 13 de febrero; 6/1981, de 16 de marzo; y 27/1981, de 20 de julio).

Cabalmente por esta razón, la referida interpenetración no solo no conduce a la total confusión de Estado y sociedad, sino a su mantenimiento, pues la actuación positiva dirigida a la configuración de las condiciones de vida en que consiste el Estado social presupone la diferenciación entre éste y la sociedad.

b) La cuestión en el orden comunitario-europeo

La concentración de los objetivos de la integración comunitaria-europea en la consecución de un espacio económico interestatal único (mercado interior) y, por tanto, del contenido del sistema jurídico a tal efecto generado en un orden socio-económico idóneo al efecto por realizador de las libertades y los derechos determinantes en una economía libre de mercado, y las específicas condiciones en que España ha debido acomodar su ordenamiento jurídico al acervo comunitario desde su incorporación al proceso de integración supranacional, han contribuido notablemente entre nosotros a la desorientación actual que padece nuestro sistema en punto a la organización –constructiva y funcional– del mundo estatal o público o, en los términos mas amplios posibles, del sector público.

La causa no estriba desde luego en que el orden comunitario-europeo desconozca la distinción entre lo público y lo privado, que indudablemente opera en el al punto de que la Directiva de la Comisión 80/723/CEE, de 25 de Junio, relativa a la transparencia de las relaciones financieras entre los Estados miembros y las empresas públicas, ha entendido necesario el mas claro deslinde precisamente en el terreno mas proclive a la confusión, verificándolo tanto en su preámbulo, como en su texto dispositivo, que en el artículo 1 impone a los Estados miembros la garantía de la transparencia de las relaciones financieras entre los poderes públicos y las empresas públicas y en el artículo 2 establece las definiciones respectivas de ambos.

Radica mas bien en la centralidad y radicalidad en el aludido orden de la regulación del sistema económico, y, en particular, de la libre competencia, regulada directamente por el TCE. Y ello por la asunción por la jurisprudencia del TJ, justamente a los efectos de asegurar la eficacia de tales disposiciones del Derecho originario comunitario y evitar su fácil defraudación por los Estados miembros mediante simples calificaciones formales, de un concepto sustantivo o material de empresa, que identifica ésta con el desarrollo organizado y unitario de una actividad de contenido económico y relativiza –por tanto– el dato de la personalidad (planteamiento estudiado entre nosotros especialmente por S. Muñoz Machado).

En este sentido, ya definitivamente, la Sentencia de 16 de junio de 1987, dictada en el asunto 118/1985, Comisión c. Italia. Antes, las Sentencias de 14 de julio de 1972, dictada en el asunto 48-1969, ICI c. Comisión, y 18 de junio de 1975, pronunciada en asunto 94-1974, IGAV/ENCC.

Esta jurisprudencia supera la inicialmente establecida y que ligaba la noción de empresa al concepto de persona física o jurídica. Así, la Sentencia de 22 de mayo de 1961, recaída en asuntos 42 y 49-1959, S.N.U.P.A.T. c. Alta Autoridad, y la Sentencia de 10 de junio de 1966, dictada en el asunto 50- 1965, Acciairie e Ferriere di Solbiate S.P.A. contra Alta Autoridad CECA.

De ahí que las actividades de contenido económico desarrolladas o controladas por los poderes públicos nacionales queden sometidas al régimen de la libre competencia, cualquiera que sea su forma jurídica, es decir, aún cuando se realicen por organizaciones administrativas directas, con el resultado de una neta diferenciación entre actividades de autoridad y actividades económicas estatales, ya que lo decisivo es la calificación material del contenido –industrial o comercial– de tales actividades y no su mera consideración o no como servicio público.

En la STJ de 30 de abril de 1974 (asunto 155-1973, Sacchi) se afirma ya que un ente que cumpla actividades de contenido económico, aunque no esté constituido en forma de empresa mercantil o de persona jurídicoprivada, cae bajo el ámbito de aplicación del artículo 86 TCE.

En el mismo sentido se pronuncian las Sentencias de 18 de junio de 1975, asunto 94-1975, IGAV/ENCC; y 20 de marzo de 1985, asunto 41-1983, Italia c. Comisión. Con posterioridad, la SIJ de 19 de enero de 1994 (asunto C-364/92, SAT Fluggesellschaft mbH y Eurocontrol) afirma –con invocación de las SsTJ de 23 de abril de 1991 (asunto C-41/90, Höfner y Elser) y de 17 de febrero de 1993 (asuntos acumulados C-159/91 y C-160/91, Poucet y Pistre) que «… en el Derecho comunitario de la competencia el concepto de empresa comprende cualquier entidad que ejerza una actividad económica con independencia del estatuto jurídico de dicha entidad y de su modo de financiación».

La jurisprudencia del TJ mantiene la distinción entre actividades de autoridad y actividades de contenido económico de los Estados. Véanse las Ss de 26 de mayo de 1982 (asunto 149-1979, Comisión c. Bélgica) y 3 de junio de 1986 (asunto 307-1984, Comisión c. Francia).

La aludida diferenciación luce con toda claridad en las STJ de 14 de octubre de 1976 (asunto 29//1976, LTU) y la ya antes citada de 19 de enero de 1994 (SAT Fluggesellschaft mbH y Eurocontrol).

La centralidad del régimen de la libre competencia en el orden comunitario y la adopción jurisprudencial de un criterio material para delimitar las actividades sujetas a dicho régimen, lejos de conducir a la dilución de la distinción entre lo público y lo privado, la clarifican, al reducir el campo del primero y de su régimen peculiar al caracterizado por el ejercicio de autoridad o, con mayor generalidad y al igual que en nuestro orden constitucional, por la prosecución del interés general.

Es concluyente al respecto la STJ de 16 de junio de 1987 (asunto 118-1985, Comisión c. Italia), que señala, a propósito de la pretensión del Estado italiano de la consideración como poder público de la Amministrazione Autonoma del Monopoli di Stato, que la Directiva de la Comisión 80/723, ya citada, tiene por objetivo esencial la aplicación eficaz a las empresas públicas del régimen de la libre competencia, a fin de permitir que la transparencia de las relaciones financieras de dichas empresas con el Estado permita diferenciar claramente el papel de este último como poder público y como propietario; diferenciación ésta, que procede del hecho de que el Estado puede actuar bien ejerciendo la autoridad pública, bien desarrollando actividades económicas de carácter industrial o comercial consistentes en ofrecer bienes y servicios en el mercado, y que procede efectuar en cada caso examinando las actividades concretas para decidir a que categoría corresponden.

En la STJ de 3 de junio de 1986 (asunto 307/1984, Comisión c. Francia, relativo a la exigencia de la nacionalidad francesa para el acceso a empleos de enfermero o enfermera en hospitales públicos y, por tanto, al ámbito de la excepción a la libertad de circulación de los trabajadores):

Se afirma, tras rechazar la posibilidad de la aplicación sin mas en el nivel comunitario de la determinación por las legislaciones de los Estados miembros de la noción de Administración pública, la aplicabilidad de un criterio propio y material o funcional, que tenga en cuenta la naturaleza de las tareas y de las responsabilidades propias del empleo de que se trate, es decir, atienda a si este es o no característico de las actividades específicas de la Administración pública, en tanto que organización que tiene conferido el ejercicio de la potestad pública y atribuida la responsabilidad de salvaguardar los intereses generales del Estado.

Y en la STJ de 19 de enero de 1994 (asunto C-364/92, SAT Fluggesellschaft mbH y Eurocontrol) se dilucidó la naturaleza misma de las funciones y actividades de Eurocontrol sobre la base de un examen detenido del contenido y alcance de éstas, determinándose que su carácter público (prerrogativas típicas del poder público) no sujetas a la libre competencia en razón al triple criterio de su naturaleza, objeto y normas reguladoras.

Pronunciamiento que se inscribe en la línea establecida por las anteriores SsTJ de 12 de febrero de 1974 (asunto 152-1973, Sotgiu/Deutsche Bundespost), 17 de diciembre de 1980 (asunto 149-1979, Comisión c. Reino de Bélgica) y 26 de mayo de 1982 (asunto 149-1979, Comisión c. Reino de Bélgica).

El Derecho originario y derivado de la libre competencia tiene por destinatario, pues, a la empresa, es decir, al sujeto ordinario de Derecho ejerciente de la iniciativa económica, lo que significa que pertenece al mundo de lo privado y no al de lo público, sin perjuicio de que comporte también el deber de los Estados –en tanto que poderes públicos– de no establecer ni mantener medidas susceptibles de eliminar el efecto útil de tales disposiciones (STJ de 16 de junio de 1977, asunto 13-1977).

El régimen de la libre competencia, que garantiza el espacio propio de la libertad (en su dimensión económica) de los referidos sujetos ordinarios, no priva sin embargo a los Estados miembros de la potestad de extracción de tal espacio y, por tanto, del juego de la libre competencia de determinadas actividades, siempre que el ejercicio de dicha potestad se produzca por razones de interés público de naturaleza económica (STJ de 30 de abril de 1974, asunto 155-1973, Sacchi). Ello se entiende, sin perjuicio de que el desarrollo de la actividad así excepcionada quede desde luego sujeto a las reglas de la competencia, salvo que se demuestre que tal sujeción es incompatible con el cumplimiento de su misión pública específica.

STJ, además de la de 30 de abril de 1974 (asunto 155-1973, Sacchi), de 3 de Octubre de 1985 (asunto 311-1984, CBEM/CLT e IPB Telemarketing), 11 de abril de 1989 (asunto 66-1986, Ahmed Saeed, Flugreisen y otros/ Zentral zur Bekämpfung unlauteren Wettbewerbs), 23 de abril de 1991 (asunto C-41-1990, Höfner y Elser) y 10 de julio de 1991 (ésta, del Tribunal de Primera Instancia, asunto T-69-1989, RTE c. Comisión).

De esta doctrina jurisprudencial deriva no solo la diferenciación de las actividades propiamente públicas y las privadas, sino la primacía del criterio de lo público (el interés general), si bien la concurrencia de este interés, que debe ser acreditada y justificada, no se presume. El STJ afirma, en efecto, la pertinencia de la comprobación, desde el Derecho comunitario, de la concurrencia y características del interés público: STJ de 10 de diciembre de 1991, asunto C-179-1990, Merci Convenzionali Porto di Genova Spa c. Siderurgica Gabrielli Spa)(Lea También: Propuesta de Tipología de los Actos Administrativos a Partir de su Posible “Arbitrabilidad”)

De conformidad, pues, con lo dicho:

1) La reserva de actividades de contenido económico al sector público y su desarrollo directo por éste o su entrega a una empresa privada no contravienen por si mismas las disposiciones del Derecho comunitario (SsTJ de 30 de abril de 1974, asunto 155-1973, Sacchi; 18 de junio de 1991, asunto C-260-1989, ERT; y 10 de diciembre de 1991, asunto C-179-1990, Merci Convenzionali Porto di Genova Spa c. Siderurgica Gabrielli Spa).

Y ello, porque –como señala la STJ de 19 de marzo de 1991 (asunto C-202- 1988, Rep. francesa c. Comisión)– la permisión por el TCE de algunas excepciones a las normas generales que establece persigue conciliar el interés de los Estados miembros en utilizar determinadas empresas, fundamentalmente del sector público, como instrumentos de política económica o fiscal con el interés de la Comunidad en la observancia de las normas sobre competencia y en el mantenimiento de la unidad del mercado común.

2) Es lógico, pues, que: i) las actividades de un organismo público, incluso autónomo, que se desarrollen en el interés público y estén desprovistas de carácter económico-comercial, no estén sujetas al régimen de la libre competencia y deben cumplir unicamente la regulación marco dirigida a asegurar que la acción de los Estados miembros asegure el funcionamiento del aludido régimen (STJ de 18 de junio de 1975, asunto 94-1974, IGAV/ ENCC; también, antes, las STJ de 16 de noviembre de 1977, asunto 13- 1977, INNO/ATAB, y 10 de enero de 1985, asunto 229-1983, Leclerc/Au blé vert), y ii) a las concesiones de servicios públicos tampoco les sean de aplicación las reglas de la libre competencia (STJ de 4 de mayo de 1988, asunto 30-1987, Bodson/Pompes Funèbres de Regions liberées).

c) La diferenciación entre sociedad y Estado y la división del Derecho en público y privado

La distinción de sociedad y Estado es, pues, actual y no puede tenerse por obsoleta, en tanto que continúa vigente tanto en el orden constitucional interno, como en el resultante del proceso de integración comunitario europea (aunque naturalmente con un significado y alcance diferentes del originario, excluyente de la idea de separación).

Aunque parece guardar desde luego una estrecha relación con la construcción dual (Derecho público-privado) del ordenamiento jurídico, lo cierto es que su significado concreto es enteco, no autorizando afirmaciones que vayan mas allá de la negación de la confusión entre sociedad y Estado, en particular no proporciona soporte alguno al ensayo de delimitación del espacio propio del mundo de lo público y la asignación a tal espacio justamente de un régimen específico (cabalmente el jurídico-público).

La realidad histórica (sobre todo en los últimos años) de las formas de organización y actuación de las organizaciones estatales, concretamente las administrativas, no contribuyen precisamente a despejar la incógnita de la aludida relación entre los dos dualismos que venimos manejando.

Mas bien aboga por la inexistencia de verdadera paralelismo entre ambos, toda vez que permisiva con normalidad, en el campo administrativo, de formas organizativas y de actuación jurídico-privadas.

Pero tampoco aporta un argumento jurídicamente concluyente, en la medida en que la realidad (pasada o presente) nada dice acerca de su conformidad a Derecho y, muy particularmente hoy, de su constitucionalidad.

Y la doctrina, como ya nos consta, no ha abordado hasta ahora frontalmente la cuestión, resultando significativo que algunos de los análisis doctrinales movidos por la extensión y gravedad del recurso a las formas jurídico-privadas concluyan justamente la inconstitucionalidad de la disociación entre espacio público y régimen jurídico-público.

La CE contiene elementos concretos que apuntan en la dirección del paralelismo perfecto entre dichos espacio y régimen, cuales son –sobre todo– la doble correspondencia que parece existir entre la Administración y su estatuto principial (arts. 103.1 y 106.2 CE), incluido su régimen de organización y actuación y el estatuto de sus medios personales (arts. 103.2 y 3, 104 y 105 CE), de un lado, y la tutela judicial frente a su actuación bajo la forma específica de control por los Tribunales de un orden jurisdiccional especial [arts. 106 y 153, c) CE], de otro lado, pero también la corroboración de la singularidad del régimen de la «administración» (respecto del propio de la actividad de los sujetos ordinarios) por el establecimiento de una habilitación expresa al poder público para el ejercicio de la iniciativa económica, es decir, su acceso al ámbito propio de aquellos sujetos ordinarios (art. 128.2 CE).

Pero no puede dejar de reconocerse que también estos elementos, aunque significativos, son insuficientes por si mismos. Y ello, porque, por más que pueda argumentarse convincentemente que el doble dualismo analizado está presente en la CE, falta en ella a este preciso respecto un pronunciamiento expreso, una caracterización estatal análoga a la que, a propósito del triple carácter social, democrático y de Derecho, hace el artículo 1.1 CE.

A pesar de la escasamente precisa significación, especialmente en punto a su relación recíproca, del doble dualismo considerado, no puede negarse seriamente que, cuando menos, proporciona base mas que sólida para cuestionar el estado actual de admisión –por más que sea a título de instrumentalidad– de la aplicabilidad prácticamente plena del Derecho privado a la Administración pública.

Precisamente por la misma razón por la que nadie puede hoy tampoco pretender seriamente una verdadera separación entre aquel Derecho y el público, aparte el hecho de que la Constitución, cuando se refiere a la administración, parece referirse a un tipo de actividad distinta cualitativamente de la propia de los sujetos ordinarios y regulada por el Derecho privado, cabalmente porque aquella sirve al interés general.

La concreta cuestión de la aptitud de las personas jurídico-públicas para ser titulares de derechos fundamentales y los problemas que suscita apuntan imperiosa y decididamente a la necesidad de plantearse frontalmente la constitucionalidad de la aludida admisión de la aplicabilidad del Derecho privado, dada su relación con la capacidad jurídica (general) para asumir derechos y obligaciones jurídico-privados típicos.

Pues los términos del debate en aquella cuestión están poderosamente condicionados por la negación de la personalidad jurídica interna al Estado en su conjunto o, cuando menos, la afirmación del carácter prescindible de la atribución a éste del dato de la personalidad por un relevante y autorizado sector de la doctrina jurídico-pública, de suerte que el Estado se ofrece internamente no como una sola persona (hipótesis en la que se suscita frontalmente la contradicción que supone el reconocimiento a la misma persona de la doble condición de titular activo y destinatario pasivo de unos mismos derechos), sino fragmentado en una pluralidad de personificaciones internas, fundamentalmente administrativas; fenómeno, que oculta la aludida contradicción.

Son significativas las consideraciones que al respecto se hacen en el voto particular a la STC 64/1988, de 12 de abril, como ilustrativos son los términos del debate doctrinal sobre esta misma cuestión en Alemania: mientras unos (E. Forsthoff, H.H. Klein, Scholler/ Bross y D. Ehlers, entre otros) presuponen la capacidad jurídico-privada de la Administración pública para, sobre ella, concluir la de la titularidad de derechos fundamentales, otros, por contra (entre ellos H. Krüger, J. Burmeister y D. Dörr), presuponen la ineptitud para esta última titularidad y desde ella cuestionan la admisibilidad del recurso por la Administración pública a formas organizativas y de actuación jurídico-privadas.

C) La Aptitud de los Entes Públicos para Ser Titulares de Derechos Fundamentales en la Doctrina del Tribunal Constitucional

La cuestión acerca de la aptitud o no de las personas jurídico-públicas, más concretamente las administrativas, para ser titulares de derechos fundamentales y libertades públicas es constitucional, por lo que su respuesta correcta debe buscarse primariamente en la doctrina del Tribunal Constitucional.

Esa doctrina parte tempranamente (así, STC 18/1983, de 14 de marzo) de las tres siguientes premisas:

i) La distinción entre el plano sustantivo de la titularidad de los derechos fundamentales y las libertades públicas y el procesal de la legitimación para accionar, incluso en vía de amparo, en defensa de tales derechos y libertades. La legitimación es más amplia, pues aunque la titularidad pueda corresponder constitucionalmente sólo a los ciudadanos o a las personas físicas (en virtud, especialmente y con carácter general, del tenor del art. 53.2 CE), aquélla debe reconocerse –en razón al art. 162.1, b) CE y, complementariamente, el art. 46.1, b) LoTC– a quien (persona natural o jurídica) pueda invocar un interés legítimo en la integridad del derecho o la libertad de que en cada momento se trate.

Por más que en la ulterior doctrina del Tribunal Constitucional esta distinción se diluya por la práctica confusión de los dos planos expuestos, es ella la que ha permitido resolver verdaderamente el problema de la extensión, matizada y restringida, de los derechos fundamentales a las personas jurídicas (así lo destaca J. M. Diez Lema, tanto por lo que hace a la confusión final de los planos sustantivo y procesal, como por lo que respecta al problema de las personas jurídicas).


* Catedrático de Derecho Administrativo. Universidad Carlos III de Madrid.

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