Conceptos y Opiniones: Diecisiete años de Jurisprudencia

José Gregorio Hernández Galindo*

Como se ha dicho en Cartagena:

En el marco del Cuarto Encuentro de la Jurisdicción Constitucional, la tarea de la Corte Constitucional en estos diecisiete años no ha consistido solamente en dejar sin efectos jurídicos las normas expedidas contrarias al Ordenamiento Fundamental, sino también en adaptar todo el edificio normativo –incluidas las disposiciones preconstitucionales, es decir, las expedidas antes de 1991– a los postulados esenciales plasmados por la Asamblea Constituyente, y en construir, hasta donde la coherencia y la lógica han podido llegar –es necesario reconocer que no todas las sentencias proferidas en este tiempo corresponden bien a esos dictados–, una jurisprudencia armónica e innovadora.

En buena parte esa tarea ha consistido en realizar materialmente la Constitución, para que no se quede en letra muerta.

Escribir normas es una cosa, desde luego esencial, pero otra más difícil consiste en hacerlas reales, y en lograr que los valores plasmados; los principios trazados; las reglas básicas ideadas; los mandatos dictados por el Constituyente; los derechos y libertades consagrados y los criterios adoptados en la literalidad de la Carta Política, rijan en verdad, en medio de costumbres arraigadas y de convicciones de suyo opuestas a la Constitución.

Basta citar como ejemplo el concepto de Estado Social de Derecho, que implica todo un universo de principios acerca de la actividad económica del Estado, de planeación, de presupuesto, de gestión financiera, como elementos orientados hacia la satisfacción efectiva de las necesidades y propósitos del ser humano y su realización en un contexto social, frente a los criterios neoliberales imperantes.

Hay que ver, aparte de las diferencias de enfoque, las enormes dificultades que ha debido superar la Corte para conseguir que se entienda que la salud y la seguridad social, o el derecho a una vivienda digna; o la remuneración mínima, vital y móvil de los trabajadores, …tienen unos componentes constitucionales esenciales que obligan al Estado y a los particulares a la luz del Estado Social de Derecho.

El trabajo de la Corte no ha sido fácil. Con frecuencia, no se entiende muy bien que ella actúa en el plano de la norma jerárquicamente más alta dentro del orden jurídico, y por tanto, cuando examina la constitucionalidad de una ley o de un decreto, y cuando declara que una u otro son inexequibles, no invade la órbita del Congreso o del Presidente, sino que su función consiste entonces –y así la cumple– en preservar un orden fundamental.

Reclutamiento de Menores

José Gregorio Hernández Galindo*

Una de las conductas más graves y reprochables por la cual son responsables los grupos armados que han venido azotando nuestro territorio es el reclutamiento de menores para vincularlos a sus filas, a la guerra contra la sociedad, a la violencia y al crimen.

Ya conocemos que esta odiosa práctica ha sido convertida en tradicional en la guerrilla, tanto en las FARC como en el ELN, y también se sabe que los paramilitares no se han quedado atrás.

Inicia la Fiscalía las diligencias orientadas a exigir a jefes paramilitares que declaren en los procesos acerca de ese vergonzoso reclutamiento que ha tenido lugar a lo largo de dos décadas.

Si estamos en el marco del proceso de Justicia y Paz, los “paras” deberán declarar la verdad, pues de lo contrario –al menos en teoría, pues ya vimos que en la práctica les otorgan la extradición para que negocien sus penas en los Estados Unidos– perderán los beneficios allí previstos.

Según las informaciones que se conocen, las autodefensas deberán responder por al menos 2.000 niños (que podrían ser 4.000, según cifras extraoficiales), que, como lo informó el diario EL TIEMPO hace dos semanas, fueron ocultados por los delincuentes y enviados a sus casas, sin pasar por ninguna institución oficial, ni haberse acogido a procesos de desmovilización. Sólo 450 menores fueron declarados oficialmente por las autodefensas y se desmovilizaron.

Es decir, se le mintió a la justicia desde el comienzo, dejando a esos menores en la total desprotección, en un verdadero “limbo” respecto a Justicia y Paz, y sin ningún futuro; y eso, aparte del reclutamiento, de la “pedagogía” criminal y del efectivo secuestro de muchos de esos niños, constituye a su vez un verdadero crimen.

Lo más aberrante es que los menores, según dicen investigadores:

Fueron sacados de sus hogares, presionados y amenazados con el fin de que se incorporaran a la delincuencia. Obviamente, después, ya en el interior de esos ejércitos, fueron entrenados para el mal, obligados a cometer delitos y usados como “carne de cañón” en eventuales enfrentamientos con el Ejército o con la guerrilla, que a su vez hace lo propio.

Esta es una de las modalidades más crueles de acción delictiva, y una vulneración flagrante y permanente de elementales principios del Derecho Internacional de los Derechos Humanos, y, claro está, de nuestra propia Constitución.

Las preguntas que a estas alturas podemos formular son, entre otras: ¿Hasta ahora se dá cuenta el Estado Colombiano? ¿Cómo pudo ocurrir esto durante 20 años y haber omitido el Estado su deber, cuando los jefes paramilitares se paseaban orondos en ciudades y campos sin que nadie les llamara la atención? ¿Qué se va a hacer ahora con esos 2.000 o 4.000 menores?

El Mito de Sísifo

José Gregorio Hernández Galindo*

Una información exótica proviene del Consejo de Estado: y la Corte Suprema de Justicia: han proferido sentencias según las cuales cabe la tutela contra las sentencias de la Corte Constitucional, pese a que hay norma expresa en el sentido de que contra ellas no procede recurso alguno.

La Constitución no contempla ni remotamente esa posibilidad, y, por el contrario, confía a la Corte Constitucional la función de revisar eventualmente los fallos de cualquier juez o tribunal –incluidos la Corte Suprema, el Consejo de Estado y el Consejo Superior de la Judicatura– en materia de tutela.

La revisión no es una instancia, sino el mecanismo para unificar, en la cúspide, la jurisprudencia sobre tutela y sobre derechos fundamentales.

El fallo de revisión es el más alto, y último que se puede dictar en la materia, y pone fin a toda controversia acerca del asunto tratado en las instancias. Por eso, carece de sentido que ese fallo pueda ser a su vez objeto de nueva tutela.

El Consejo de Estado, la Corte Suprema, y todo otro tribunal carecen de competencia, y también de jurisdicción, para fallar sobre sentencias de la Corte Constitucional.

De modo que cualquier pronunciamiento de ellos al respecto configuraría una clara vía de hecho, en cuanto se extralimitarían en el ejercicio de sus funciones.

De abrirse paso esta posibilidad, se produciría un efecto “cascada”:

Contra el fallo de la justicia ordinaria de primera instancia, apelación, contra el de segunda instancia, casación, contra el de casación, tutela, contra el de tutela de primera instancia, uno de segunda instancia; contra éste, revisión de la Corte Constitucional; y, si esta absurda tesis prospera, contra el fallo de revisión, uno de primera instancia, contra él, impugnación; contra él nueva revisión de la Corte Constitucional; y, como en la recordada obra de Albert Camus, “El mito de Sísifo”, volver a comenzar, para jamás llegar a una decisión definitiva.

Totalmente lo contrario de la pronta y cumplida justicia que la Constitución proclama. Lo opuesto al derecho de acceso a la administración de justicia.

Además, se contraría la tesis de la Corte Suprema y del propio Consejo de Estado respecto a la tutela contra sus providencias, que consiste en que no cabe el amparo contra los órganos de cierre, como lo es la Corte Constitucional, en lo relativo a la Carta Política órgano de cierre de las decisiones de los órganos de cierre.

La Ruptura de las Instituciones

José Gregorio Hernández Galindo*

Hay una quiebra de las instituciones, como antes no se había presentado, de la que no nos hemos dado cuenta o hemos preferido no hacerlo.

Enceguecidos por el manejo mediático del gobierno, la mayoría de los colombianos no ha tomado conciencia sobre la gravedad de la crisis institucional que nos afecta.

Para decirlo con franqueza, lo que hay no es otra cosa que una quiebra de las instituciones, como antes no se había presentado, y de la cual no nos hemos dado cuenta o hemos preferido no darnos cuenta.

En efecto, lo acontecido en el último año, este largo conflicto entre el Ejecutivo y la Rama Judicial, específicamente la Corte Suprema de Justicia –y concretamente su Sala de Casación Penal– tuvo origen en la apertura de procesos penales contra congresistas y otros servidores públicos por haber establecido vínculos con organizaciones criminales, en razón y por causa de los cuales se falseó la voluntad popular en las elecciones y las instituciones fueron infiltradas por tales fuerzas criminales.

Llevar a cabo los juicios respectivos era un deber de la Corte Suprema en desarrollo de las normas constitucionales vigentes, y un proceso que ha debido contar con el respaldo y la colaboración activa del Ejecutivo y del Congreso, si quienes ejercen el poder en Colombia observaran de verdad los postulados del Estado Social de Derecho.

DESDE 2002

De hecho, ha debido conmocionar al país, y concitar el afán de los órganos judiciales, de control y ejecutivos, y alarmar al propio Congreso el anuncio que hicieran las propias Autodefensas en su página de Internet en 2002 en el sentido de que tenían más del 30 por ciento del Congreso en sus manos.

Es decir, nos notificaron que ellos, con su poder malévolo –conseguido a base de delitos, crímenes de lesa humanidad, narcotráfico y terrorismo–, habían logrado elegir más de la cuarta parte de la Rama Legislativa. Después lo confirmó uno de sus líderes: Vicente Castaño. Y Mancuso nos lo confirmó por televisión pocos días antes de ser enviado a los Estados Unidos por el Gobierno, a negociar su pena.

Pero en 2002 nadie se inmutó. Quienes hablaron del tema, reclamando investigaciones, fueron silenciados por una colectividad que ya desde entonces puso de moda ese un animismo asfixiante que señala y condena a cualquiera que opine por su propia cuenta, y en general a quien piense, como amigo de las FARC.

No nos dimos cuenta de la gravedad de semejante acontecimiento político, que desvirtuaba por completo el sistema democrático. El Gobierno ha debido asumir en ese momento el liderazgo orientado a verificar de manera exhaustiva y pronta si eso era cierto.

La Fiscalía ha debido cumplir desde entonces su función e iniciar las averiguaciones indispensables, para que, si estaban comprometidos congresistas, la Corte Suprema asumiera los procesos contra ellos, y en todo caso proseguir los fiscales las investigaciones respecto de gobernadores, alcaldes, concejales, diputados que hubieran podido resultar elegidos también mediante votación manipulada por las organizaciones criminales.

Pero no. Nada pasaba. Y, por el contrario, se inició el proceso –culminado pocos meses después en el Congreso– de aprobación de una ley –que paradójica y falsamente se denominó “de justicia y paz”–, orientada a lograr que se consagraran las penas más bajas posibles a favor de los paramilitares, y, peor aún, a obtener que la normatividad calificara sus crímenes como políticos –como sedición–, sin mayor énfasis en la reparación de las víctimas. Aun sin que en ese momento hubiese ley todavía, se dio principio a la famosa “desmovilización”, con el compromiso teórico de los paramilitares de entregar sus armas, y de “no volver a delinquir”.

Pero –lo dice ahora el Gobierno– continuaron delinquiendo desde las cómodas cárceles que les fueron señaladas (con celulares y computadores a su disposición, los mismos que después, cuando fueron extraditados, desaparecieron misteriosamente, a diferencia del computador de alias “Raúl Reyes”, que todos los días entrega al país nuevos datos).

La Corte Constitucional declaró exequible la Ley de Justicia y Paz, que consagró penas máximas de ocho años aplicables a quienes cometieron los peores crímenes contra miles de colombianos, cuyos cadáveres se siguen encontrando hoy en fosas y más fosas esparcidas por el territorio nacional. Pero declaró inexequible –aunque por razones formales– la norma que trataba a los paramilitares como delincuentes políticos.

Sólo en 2007 se iniciaron en serio, merced a la actividad de la Sala Penal de la Corte –el Gobierno dice que como efecto de la política de seguridad democrática– los primeros procesos por parapolítica.

Y aunque los sindicados y poco a poco detenidos eran congresistas, no funcionarios del Gobierno, salvo el ex director del DAS, Jorge Noguera, a medida que avanzó el proceso de la parapolítica, se fueron resquebrajando las relaciones entre el Ejecutivo y la Corte Suprema.

LOS CHOQUES

Vinieron después los bochornosos acontecimientos provocados por la contradicción entre las versiones del Presidente de la Corte Suprema, César Julio Valencia, y del Presidente de la República, Álvaro Uribe, acerca de los términos de una conversación telefónica en que, de acuerdo con el segundo, el primero indagó por el proceso iniciado contra su primo, el senador Mario Uribe.

El hecho fue negado por el Jefe del Estado; negativa seguida de una denuncia presidencial contra el Presidente de la Corte ante la Comisión de Acusaciones de la Cámara.

Luego vinieron las denuncias de la ex congresista Yidis Medina sobre compra de su voto, por funcionarios del Gobierno, en 2004, cuando se tramitaba la reforma constitucional que hizo posible la reelección del actual Presidente; la iniciación del proceso penal contra ella en la Corte Suprema; su condena; el llamado de atención de la Corte, en la sentencia, acerca de la desviación de poder que ese cohecho propio había significado; y la airada reacción presidencial ante el fallo, proponiendo entonces un referendo para repetir el proceso electoral de 2006.

Ya el país se había sorprendido con la irrupción intempestiva del Presidente de la República en varios medios de comunicación, sindicando al Magistrado Auxiliar de la Corte Suprema Iván Velásquez, coordinador de las investigaciones sobre parapolítica, de haber querido manipular a un procesado de apodo “Tasmania” para que declarara que el Presidente había contratado a un paramilitar con el fin de que diera muerte a otro paramilitar.

Asunto bastante tenebroso, traído sin embargo de los cabellos, que después, al retractarse el paramilitar en referencia, llevó al Fiscal General a declarar que se trataba de un montaje, al parecer de un abogado y unos políticos, contra el Magistrado.

La exoneración de Velásquez de ese grave cargo hizo recrudecer las intenciones de sacarlo, como fuera, del proceso de la parapolítica:

Apareció una grabación extraña, tomada por la ex presidenta del Congreso Nancy Patricia Gutiérrez, de un investigador del CTI; supuestos testimonios sobre manipulación de pruebas; y lo más grave: afirmaciones gaseosas, sin nombres ni datos, y menos pruebas, del propio Presidente de la República sobre solicitudes de dinero por funcionarios de la Rama Judicial en el curso de procesos.

No se había terminado la polémica causada por esas afirmaciones sin fundamento, cuando el Presidente aportó un nuevo término al vocabulario de este oscuro período: “roscograma”, con el cual quiere designar un cruce de nombramientos entre las Cortes y los organismos de control como la Procuraduría.

Una Política de Descalificación

Se intenta ahora, a toda costa, descalificar a la Corte Suprema. Y el Ejecutivo, después del breve paréntesis de “acercamiento”, intentado en sus primeros días por el nuevo Ministro del Interior y Justicia, Fabio Valencia Cossio, ha vuelto a la política del descrédito, la presión agresiva y el ataque a los magistrados.

Durante el paréntesis, el Ministro había lanzado al aire, sin estructurarlos en un proyecto de articulado, algunos componentes de reforma a la Constitución en materia de Administración de Justicia –prolongación del período de los magistrados a 12 años, restablecimiento de la cooptación para integrar las Cortes, aumento a 70 años de la edad de retiro forzoso, integración de la terna para elegir Procurador sólo por el Presidente de la República, entre otros asuntos–, la mayoría de ellos orientados a “suavizar” los procesos de la parapolítica y la yidispolítica.

Ya la Corte Constitucional, el Procurador General, la Corte Suprema y el Consejo de Estado expresaron con razón, en distintas palabras, que el proyecto era improvisado y además no ofrecía soluciones para los verdaderos problemas de la justicia. Las altas corporaciones insistieron en que no se pronunciarían sino cuando se conociera el texto íntegro.

Es lo obvio y lo serio. Como, por el contrario, no es serio que un tema tan importante como una reforma, que se presume integral, a la administración de justicia, se esté tramitando por el Gobierno de manera tan irresponsable, sin haber elaborado la columna vertebral de la reforma y sin armonizar sus propuestas con el conjunto de la Carta Política, creyendo que todo ese conjunto de disposiciones –por las “zanahorias” incluidas a favor de los magistrados– puede ser útil para “limar asperezas” con las Cortes, y distraer a los medios y al público, para que no se hable tanto de parapolítica y de yidispolítica.

Y puesto que la Corte Suprema viene actuando de la misma manera, como corresponde al ejercicio de su función, se retoma la política del desprestigio a sus integrantes; su descalificación; la formulación de cargos en abstracto, y todo un esquema –que parece concertado para generar dudas– sobre la pulcritud de los miembros de la Corte, y acerca de su imparcialidad. Ya el Presidente había hablado de “sesgo ideológico” en las providencias.

En fin, el respeto a las decisiones judiciales, esencial para el sostenimiento de una democracia genuina y que debería encabezar el Gobierno, según el artículo 201 -numeral 1- de la Constitución (“Corresponde al Gobierno, en relación con la Rama Judicial:

1.- Prestar a los funcionarios judiciales, con arreglo a las leyes, los auxilios necesarios para hacer efectivas sus providencias…”), se ha perdido por completo, y lo que tenemos en cambio es un Gobierno enfrentado abiertamente a quienes administran justicia, mientras sus fallos y decisiones no lo favorezcan –a él o a sus más cercanos amigos–, y una Corte Suprema que, según el último comunicado de su Sala Plena, se ve ahora precisada a denunciar ante los tribunales internacionales una situación muy delicada, vigente en Colombia, caracterizada por la obstrucción oficial a las funciones que ella cumple en la cúspide de la jurisdicción ordinaria.

Con razón la carta del Fiscal de la Corte Penal Internacional al Gobierno colombiano, en la que anuncia que tiene el ojo puesto sobre los procesos que aquí se adelantan –a ver si culminan, y si realizan los principios de verdad, justicia y reparación– contra quienes han cometido crímenes de guerra y de lesa humanidad, y contra quienes desde la política han colaborado con ellos.

La extrema gravedad de la crisis es inocultable. Ni más ni menos, acontece que no está pudiendo operar la administración de justicia, y se busca, por medios lícitos e ilícitos, que se perpetúe la impunidad.

Análisis Preliminar Acerca de la Sentencia de la Corte Constitucional Relativa al Fuero de los Congresistas

José Gregorio Hernández Galindo*

La Corte Constitucional, mediante sentencia relativa a una norma del Código de Procedimiento Penal, ha resuelto ordenar al Congreso que dicte una ley mediante la cual separe las funciones de investigación y juzgamiento, en la Corte Suprema de Justicia, para los procesos penales que se adelanten contra congresistas.

El fundamento de la providencia es compatible con la tendencia mundial en materia de derechos humanos, consistente en garantizar que quien acusa no sea a la vez quien juzga, pues se entiende que, si hay acusación, ya hay posición tomada por el acusador, y naturalmente está predispuesto contra el acusado.

Si, además, está consagrada en el sistema la única instancia, esto es, el carácter inapelable de la decisión, se restringen ostensiblemente las posibilidades de defensa.

Ocurre, sin embargo, que la Constitución colombiana no hizo esa distinción en el caso de los congresistas, y –más aún– que el Congreso, cuando adoptó el sistema acusatorio (Acto Legislativo 3 de 2002), nada dijo al respecto. Y ahora tenemos en trámite los procesos contra congresistas por la denominada “parapolítica”, lo que ha dado lugar a una polémica de orden jurídico, con repercusiones políticas, acerca no solamente del alcance de la providencia sino en torno a la incidencia de lo dispuesto en tales procesos.

Parece necesario examinar con suficiente objetividad los varios asuntos suscitados por el fallo, si bien lo haremos ahora apenas de manera preliminar, en razón de no haberse divulgado por la Corte Constitucional el texto definitivo de aquél, sino un comunicado que resume el sentido y los motivos de lo resuelto por la Sala Plena de la Corporación.

Según el comunicado número 25, durante sesión de Sala Plena del 28 de mayo de 2.008, la Corte Constitucional ha resuelto lo siguiente:

“Declarar EXEQUIBLE la expresión “Los casos de que trata el numeral 3° del artículo 235 de la Constitución Política continuarán su trámite por la Ley 600 de 20003, [1] en el entendido de que el legislador debe separar, dentro de la misma Corte Suprema de Justicia, las funciones de investigación y juzgamiento de los miembros del Congreso, de acuerdo con las consideraciones expuestas en la parte motiva de esta sentencia, para las conductas punibles cometidas a partir del 29 de mayo de 20083.

PODEMOS FORMULAR ALGUNAS INQUIETUDES:

1. Una primera observación consiste en que no había necesidad de entrar a resolver sobre el asunto referente a la unificación, en la Corte Suprema, de las funciones de investigación y juzgamiento por cuanto no era eso lo sometido a discusión; luego la Corporación dispuso en la parte resolutiva algo que no era, en principio, objeto de la acción sobre la cual resolvía.

2. “…de ahora en adelante…”, dice la Corte. ¿Cuál es el AHORA? ¿El 29 de mayo de 2008, o la fecha de entrada en vigencia de la ley que dicte el Congreso?

3. Pero, además, sería una ley estatutaria, que pasaría por el previo control de la Corte Constitucional, toda vez que se referiría a administración de justicia (Art. 152 de la Constitución). Y aunque no fuera una ley estatutaria, serían inevitables las demandas de inconstitucionalidad. ¿Podría fallar la Corte Constitucional con la necesaria imparcialidad acerca de esa Ley, habiéndola ordenado?

4. Creemos fundadamente que la Corte, so pretexto de ejercer el control de constitucionalidad, ha excedido el campo de su propia competencia por cuanto, más que dictaminar sobre la constitucionalidad de una norma, ordenó la expedición de otra, señalando a la vez cuál debe ser su contenido, lo que no corresponde a ningún tribunal constitucional. Tenga razón o no la Corte Constitucional sobre la necesidad de separar las funciones de investigación y juzgamiento, lo cierto es que la Carta Política no las separó en estos casos. Así, la Corte estimó de hecho que en la Constitución había una inadvertencia o un error que podía corregirse por sentencia de constitucionalidad o por ley de la República.

Aunque –como hemos advertido– la separación entre las funciones de investigación y juzgamiento garantiza en mejor forma la imparcialidad a que tiene derecho el procesado, la Constitución misma no hizo la distinción, y creemos que no corresponde al Juez de constitucionalidad –sujeto a la Carta cuya defensa se le encomienda– corregir o enmendar los posibles errores del Constituyente, y que ello menos atañe al legislador.

Pero, de otro lado, no hay disposición constitucional que autorice a la Corte para disponer el contenido y los alcances de nuevas y futuras normas legales. El Congreso, como legislador –titular de la cláusula general de competencia– es autónomo en relación con la Corte.

Su ajuste o no ajuste a la Carta Política, en punto de las normas que aprueba, se juzga sólo después de haber obrado, aun en los casos de control constitucional previo.

La Corte sólo se pronuncia sobre normas ya hechas, no acerca de disposiciones futuras, menos si son ingeniadas, aconsejadas o propiciadas por ella misma, pues entonces ocurre por paradoja lo que en el fallo que comentamos busca prevenirse: la concentración de atribuciones y la pérdida de imparcialidad de quien juzga y ya se ha pronunciado.

El artículo 156 de la Constitución le confiere iniciativa para presentar al Congreso –a ver si los aprueba, jamás obligatorios– proyectos de ley, sólo “en materias relacionadas con sus funciones”. (Lea También: Fuero y Renuncia)

5. La Corte le ha impartido una orden al Congreso, no en torno a una ley expedida –sujeta al control de constitucionalidad– sino respecto a una ley futura, invadiendo la órbita propia del Congreso como institución, al afectar su libre ámbito de configuración de las leyes –varias veces preservado por la jurisprudencia constitucional– Esto conduce a pensar que la Corte Constitucional puede haber invadido la órbita de competencia del Congreso, pues le ha ordenado, restringiendo y condicionando su autonomía, expedir una cierta ley, con sentido y contenido predeterminado por ella. En este aspecto, no se entiende por qué la Corporación se remitió al Congreso, si ya le indicó con exactitud lo que tiene que hacer de fondo al legislar.

Ese no es papel del Juez de constitucionalidad, ya que ejerce –o debe ejercer– sus atribuciones “en los estrictos y precisos términos” del artículo 241 de la Constitución.

6. Si bien estableció una fecha tope para aplicar la nueva ley (29 de mayo de 2008), la Corte Constitucional parece haber olvidado el principio de favorabilidad, que se aplicará necesariamente a procesos anteriores a esa fecha, por mandato del artículo 29 de la Carta, así la Corte en su fallo diga lo contrario. La advertencia en cuestión, contenida en la parte resolutiva de la providencia, puede resultar completamente ineficaz.

Lo decimos por cuanto resulta imposible ignorar que actualmente se adelantan unos procesos contra congresistas, en la Corte Suprema de Justicia y siguiendo la norma del numeral 3º del artículo 235 de la Constitución, que concentra en la propia Corte Suprema las funciones de investigación y juzgamiento –habiendo actuado y actuando todavía los mismos magistrados en las dos funciones, lo que implica violación de la Constitución en los términos de la reciente sentencia constitucional–, por lo cual es inevitable que, así no lo acepte el Tribunal Constitucional, se presenten incidentes de nulidad sobre lo actuado, para hacer valer el principio de favorabilidad respecto a los congresistas procesados antes del 29 de mayo.

En otros términos, como lo advirtió certeramente el salvamento de voto del Magistrado Humberto Antonio Sierra Porto, “una vez declarada una inconstitucionalidad sobre esta materia, en virtud del principio de favorabilidad penal, no es posible fundamentar constitucionalmente que una misma ley inconstitucional es válida para unos casos y no para otros.”

7. La Corte Constitucional ha prejuzgado acerca del contenido de la ley que expida el Congreso sobre este tema, así no plasme específicamente lo ordenado por la Corte, y no podrá resolver en torno a la exequibilidad de las consiguientes disposiciones. Los magistrados que participaron en la sesión y en el trámite del proceso deberán declararse impedidos en ese momento.

8. La Corte Constitucional no puede, pero lo que ha hecho –aunque no lo haya querido– ha sido afectar los procesos en curso. La aplicación del fallo y la posterior aprobación de la ley provocarán recursos, tutelas, excepción de inconstitucionalidad, solicitudes de nulidad y hasta, en últimas, apelación a los tribunales internacionales de Derechos Humanos.

Lo que ha debido hacerse no era corregir el yerro del Constituyente por sentencia y ley, sino tramitar una reforma constitucional que pusiera a tono el sistema con la tendencia universal de separar las fases de investigación y juzgamiento en cabezas distintas.

9. Finalmente, destacamos que, como lo ha recordado el Magistrado Sierra Porto, al salvar el voto, la Corte no puede excluir de plano y en forma arbitraria la excepción de inconstitucionalidad y el principio de favorabilidad.

Ello contradice el artículo 4 de la Carta Política, a cuyo tenor, “en todo caso de incompatibilidad entre la Constitución y la ley u otra norma jurídica, se aplicarán las disposiciones constitucionales”, y el 29 ibídem, que no establece distinciones, ni consagra excepciones en relación con el principio superior según el cual “en materia penal, la ley permisiva o favorable, aun cuando sea posterior, se aplicará de preferencia a la restrictiva o desfavorable”.

Posdata

Lo transcrito corresponde a la exposición del autor, basada en el comunicado del 28 de mayo de 2008, de la Corte Constitucional, cuando todavía no se había publicado el texto de la Sentencia.

JURIS DICTIO considera importante presentar la publicación en los términos originales, para poner en tela de juicio el hecho, subrayado por varios participantes en el COLOQUIO del 9 de julio de 2008, de que un fallo de tanta importancia se conociera en ese momento solamente en su parte resolutiva, con la advertencia en ella de que la providencia principiaría a producir sus efectos para las conductas punibles cometidas a partir del 29 de mayo de 2008, a la vez que su mandato fundamental –la separación en el seno de la Corte Suprema de Justicia, de las funciones de investigación y juzgamiento– se supeditaba a la expedición de una ley futura.

Eso daba lugar, necesariamente, a la formulación de numerosas inquietudes, que todavía –aun después de publicado el fallo– no se han dilucidado, lo que provoca inseguridad jurídica, toda vez que, para hechos punibles que puedan cometerse antes de la promulgación de la ley ordenada por la Corte, las reglas de juego no están nada claras. J.G.H.G.

El Fuero, Una Garantía Institucional

José Gregorio Hernández Galindo*

La Corte Suprema de Justicia ha resuelto reiterar su jurisprudencia en el sentido de que los congresistas contra los cuales se ha iniciado proceso penal pierden el fuero previsto en la Constitución cuando renuncian a sus curules.

Ello implica necesariamente que la propia Corte, en tales eventos, pierda competencia para investigarlos y juzgarlos.

El parágrafo del artículo 235 de la Constitución –norma que establece el fuero de los congresistas ante la Corte Suprema de Justicia– señala textualmente: “Cuando los funcionarios antes enumerados hubieren cesado en el ejercicio de su cargo, el fuero sólo se mantendrá para las conductas punibles que tengan relación con las funciones desempeñadas”.

Con el debido respeto, manifiesto mi cordial discrepancia con la providencia más reciente proferida por la Corte la semana pasada, por varios motivos:

– El fuero previsto para los miembros del Congreso, ante el máximo tribunal de la jurisdicción ordinaria, se ha contemplado, no como un beneficio, preferencia o derecho a favor de la persona del congresista, sino como una garantía institucional que busca salvaguardar la independencia de la rama legislativa.

– Por tanto, el fuero no es, ni debe ser, algo de lo cual disponga el aforado, para ingresar y salir de él según su conveniencia.

– En un Estado de Derecho, resulta necesario conservar el principio del juez natural, es decir, aquél juez que, de conformidad con las reglas vigentes, corresponde a una persona cuando su situación encaja en unas determinadas previsiones del ordenamiento jurídico. Cada cual debe someterse al juez que le sea asignado, sin que resulte admisible la escogencia subjetiva y caprichosa del propio juez.

– Quienes son miembros del Congreso tenían conocimiento, desde su campaña, y al posesionarse del cargo una vez elegidos, acerca del juez que, en su condición, les señaló la Carta Política. De modo que ninguno de ellos puede decirse sorprendido por el hecho de que se le aplique la regla en cuya virtud su investigador y su juez es la Corte Suprema, ni por ser el respectivo fallo de única instancia.

Por supuesto, se pueden buscar hacia el futuro normas diferentes a las hoy previstas, para brindar a los congresistas la garantía de la doble instancia, y la separación de las funciones de investigación y juzgamiento, según la tendencia universal que incorpora estos principios al debido proceso.

Pero en verdad, la Constitución actual no consagró esas posibilidades dentro del fuero, y el Congreso –que tiene facultad para reformar sus normas– no se ha ocupado, antes de la “parapolítica”, en introducir modificaciones a los artículos 186 y 235, numeral 3, de la Constitución.

No lo hizo, cuando tuvo la oportunidad, al instaurar el sistema penal acusatorio mediante Acto Legislativo 3 de 2002, y en realidad permitió en ese momento que subsistieran las reglas del proceso inquisitivo, y de una sola instancia, cuando se trata de la investigación y juzgamiento de congresistas

– Con la jurisprudencia de la Corte se pierde la unidad de criterio en la aplicación de las normas penales, y se sacrifica la igualdad.


* Ex magistrado de la Corte Constitucional. Director de JURIS DICTIO.

* Publicado en www.razonpublica.org.co

* Versión escrita, publicada en www.razonpublica.org.co, de la intervención del autor en el coloquio de ASOMAGISTER llevado a cabo el 9 de julio de 2008, referente a la Sentencia C-545 del 28 de mayo de 2008 (M.P.: Dr. Nilson Pinilla Pinilla), que aparece aplicada en este número de JURIS DICTIO.

* José Gregorio Hernández G. Prólogo al libro “La naturaleza Institucional del Tribunal Cons