Ibagué la Ciudad Musical de Colombia

Ibagué
“Era tanta la pujanza del dicho don Baltasar que dicen llegó a ‘ensartar’ a unos ciento cincuenta enemigos en su lanza”.

La palabra indígena ‘tolima’ ingresó a la lengua de Castilla hace cinco siglos; quería entonces decir ‘nieve’. Con ella bautizaron los conquistadores al río que hoy conocemos como Combeima, y que nace del deshielo del nevado.

Cuentan los cronistas que cuando Andrés López de Galarza y sus hombres fueron a cruzarlo por primera vez no encontraron puente alguno sobre su cauce. Los indígenas los habían destruido buscando impedir el avance español.

Ya el extremeño Sebastián de Belalcázar había estado en estas tierras unos años atrás. Belalcázar había entrado por el otro lado de la cordillera, desde el valle del río Cauca, en camino a su famoso encuentro con Nicolás de Federmán y Gonzalo Jiménez de Quesada en la sabana de Bogotá.

Había sido don Sebastián quien había bautizado el lugar con el nombre de ‘Valle de las Lanzas’. La razón fue obvia para Galarza. Aquí los indios, en vez de flechas, usaban largas lanzas de macana. La ausencia de puentes, claro, no fue impedimento para la gente de Galarza.

Como fuera, ellos iban a cumplir su propósito de ascender la cordillera Central y reencontrar el camino a Popayán, para unir así a Santafé con Quito y Lima.

Lo que ocurrió luego lo sabemos de memoria. Por sobre las lanzas indígenas se impuso la ley del arcabuz y del perro hispano. Muy poco lograron los nativos con aludes de piedra, con emboscadas, incluso con trampas de follaje que encubrían agujeros erizados de filosas guaduas.

A un par de jornadas del río Combeima, y en la orilla escarpada del río Anaime, Galarza encontró un poblado indígena que con algo de dificultad ‘pacificó’ en nombre de Dios y del Rey. Era el año de 1550. El sitio preciso fue ese pequeño altiplano que hoy ocupa el pueblo de Cajamarca, en el camino hacia el paso (y hacia el túnel) de La Línea.

Fue aquél el lugar que escogió don Andrés López de Galarza para fundar la ciudad que llamó Ibagué por ser éste el nombre del cacique vencido. La vida allí no era fácil. Está, por ejemplo, la historia de los dos soldados de Galarza, apellidados Hoyos y Ricardo, que fueron enviados para explorar el paso de la cordillera.

Días después, al no saber nada de ellos, emprendieron su búsqueda. En un poblado nativo, abandonado a las carreras, hallaron los rostros de los españoles convertidos en máscaras rituales, y sus cuerpos desollados empleados para el tiro al blanco.

Al propio Galarza le tocó sufrir en carne propia cuando ocho mil indígenas rodearon a Ibagué. Cuarenta días estuvo sitiado el poblado, sin acceso al agua y a los campos de labranza. Finalmente, desesperados por el largo asedio, los españoles optaron por el ataque ‘ofreciéndose a morir o a haber la victoria’.

La mortandad entre los indígenas derrotados fue numerosa. Al poco tiempo llegaron refuerzos españoles, y la retaliación fue aún más cruenta. El cronista Pedro de Aguado menciona batallas con cuatro centenares de muertos entre los indígenas.

Tras este episodio, Galarza trasladó la ciudad de Ibagué al lugar que hoy ocupa. Pero no bastó; unos años más tarde los pijaos la atacaron de nuevo y la dejaron en cenizas. Unos setenta españoles murieron en ese ataque que dirigió Calarcá. Los sobrevivientes, escondidos entre los escombros, narraron luego los hechos para la historia.

La mayoría de los colombianos saben que las tierras tolimenses fueron el terreno de lucha de los pijaos. Lo que muchos ignoran es que ellos fueron tan sólo una entre muchas etnias nativas, separadas por importantes barreras lingüísticas y culturales.

La lista de culturas extintas es larga: los había gualíes y guarinoes, y con sonoros nombres como coyaimas, natagaimas, anaimas y ambalemas.

Todos ellos fueron cayendo avasallados por la invasión europea. Pero ninguno dio tanta guerra como el cacique pijao Calarcá. En los primeros años del siglo XVII, los españoles organizaron un escuadrón de búsqueda para atrapar al hombre que atacaba impunemente y con feroz saña los poblados de ambos lados de la cordillera Central.

Su trágico final se ha convertido en una leyenda cuya veracidad histórica hacen bien en dudar los estudiosos contemporáneos. Dice esta tradición tolimense que un indígena coyaima, bautizado con el nombre cristiano de Baltasar, conquistó a una española y tuvo con ella un hijo.

El despiadado Calarcá raptó al niño y, luego de devorarlo, hizo llegar a su padre los huesos del pequeño. Baltasar juró vengarse, y para ello se alió con los españoles que andaban a la caza del temido cacique.

El final de estos dos titanes de leyenda criolla es digno de las novelas de caballería que por esos tiempos reseñaba Cervantes en su Quijote. Un día de 1607, enfrentados en combate singular, Baltasar logró atravesar a Calarcá con su lanza de tres brazadas de largo.

Calarcá, al sentirse herido, en vez de tratar de retirar la lanza de Baltasar, optó por hundirla más y más en su propio cuerpo hasta que tuvo a su alcance al rival que, como buen guerrero, no soltaba su arma. Pudo entonces Calarcá tomar en sus brazos a Baltasar, y estrangularlo. Y así dicen murieron los dos guerreros a un mismo tiempo.

Diego Andrés Rosselli Cock, MD
Neuroepidemiólogo e historiador

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VER 1 comentario

  1. aristo dice:

    Me gustó esta historia de Calarcá e Ibagué. Todos los colombianos deberiamos conocerla.