Sección Editorial: La Verdad, Valor Moral en Extinción

“… y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Juan 8:32)

Nuestros conglomerados humanos vienen disfrutando de un auténtico desenfreno de derechos, sin el menor interés por cumplir con los deberes que de aquellos se derivan, lo que propicia el rompimiento del equilibrio necesario para lograr una convivencia pacífica y civilizada.

Entre tales deberes se destaca uno de connotación excelsa: la verdad, valor moral que ha sido la suprema meta y aspiración del pensamiento humano, y cuya búsqueda en todos los campos del saber y dentro de la conducta individual y colectiva, ha constituido permanente preocupación de los seres racionales.

El vocablo verdad se entiende en dos sentidos: para referirse a una proposición o para aludir a una realidad. En este orden de ideas, se sostiene que la verdad es la conformidad entre el intelecto y la realidad; entre las cosas y el concepto que de ellas forma la mente; entre lo que se dice y lo que se piensa o se siente; o bien, la propiedad que tiene una cosa de mantenerse siempre la misma sin mutación alguna; o el juicio o proposición que no se puede negar racionalmente, es decir, lo que es veraz y opuesto a la falsedad y a la mentira.

Sea cual fuere la acepción que se adopte, de inspiración filosófica o coloquial, la verdad debe presidir permanentemente todos los actos humanos, quienquiera sea el actor o el hacedor de un pronunciamiento verbal o escrito o aun de un gesto o actitud intensionados.

Los actos médicos son actos humanos y por lo tanto libres, necesariamente ajustados a la verdad recíproca entre el médico y el paciente, y exentos de mentira entre las partes.

El código de ética médica que nos rige, abunda en exigencias sobre ceñimiento a la verdad. Es así como en el numeral 60. de la “Declaración de Principios”, se afirma: “El médico es auxiliar de la justicia en los casos que señala la ley, ora como funcionario público, ora como perito expresamente designado para ello. En una u otra condición, el médico cumplirá su deber teniendo en cuenta las altas miras de su profesión, la importancia de la tarea que la sociedad le encomienda como experto y la búsqueda de la verdad y sólo la verdad“. En uno de los incisos de su juramento, el médico promete: “Enseñar mis conocimientos médicos con estricta sujeción a la verdad científica y a los más puros dictados de la ética”. Más adelante, en el artículo 51 se ordena: “El texto del certificado médico será claro, preciso, ceñido estrictamente a la verdad y deberá indicar los fines para los cuales está destinado”. Así mismo, en el artículo 60 se reitera el mandato de no publicar nada que no se halle debidamente comprobado, en los siguientes términos: “El médico no auspiciará en ninguna forma la publicación de artículos que no se ajusten estrictamente a los hechos científicos debidamente comprobados o que los presenten en forma que induzca a error, bien sea por el contenido o los títulos con que se presentan los mismos”.

En síntesis, el médico en ejercicio de su profesión no sólo está obligado a decir siempre la verdad sino que, además, le está vedado utilizar la falsedad y la mentira en el desempeño de su misión, así como en todas las demás actuaciones de la vida, si no quiere ser infractor del octavo mandamiento del Decálogo de Moisés.

Pero estos mandatos en favor de la verdad y en contra de la mentira, no son exclusivos para los médicos que en calidad de tales y como miembros de una sociedad organizada, debemos acatar y practicar perennemente, sino que obligan en igual forma a todo ser humano, y en particular a los gobernantes, a los legisladores, a los jueces, a los administradores, a los padres y a los hijos, a los educadores, a la prensa hablada y escrita, a los demás profesionales y a todos los dirigentes políticos, cívicos, militares y religiosos.

Por no obedecer ni practicar tales preceptos, se vulnera la verdad, valor fundamental en la vida del hombre; se incurre en desacato a las leyes divinas y humanas; se pierde la confianza y credibilidad ante propios y extraños, cual le ocurrió al pastorcito mentiroso en la conocida fábula del lobo y las ovejas; se arruina la moral pública y privada, lo cual conduce inexorablemente a la corrupción; y se propicia la disolución de la sociedad en forma dramática e irreparable.

En estos tiempos de falacia sí que sería saludable que recordáramos y pusiéramos en práctica uno de los célebres “Pensamientos” de Marco Aurelio, el famoso Emperador y filósofo romano: “No lo hagas, si no conviene; no lo digas si no es verdad”.

¡La verdad y el bien! He ahí el desiderátum en el servicio efectivo y honesto a nuestros semejantes.

Joaquín Silva, MD.
Editor

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