De la Academia, Medicina y Libertad

Adolfo de Francisco Zea MD*

Permítame señor Presidente expresar a usted mis sentimientos personales de gratitud y agradecer profundamente a la Academia Nacional de Medicina que usted dignamente preside, por el honor que se me ha conferido en esta tarde al ser designado en compañía de los señores académicos Zoilo Cuéllar- Montoya y Hugo Sotomayor Tribín, para llevar la palabra en el Acto académico solemne con el que la Academia de Medicina conmemora el Segundo Centenario de nuestra Independencia.

El tema del que voy a ocuparme lleva por título “Medicina y Libertad”, palabras que traducen dos valores esenciales de la vida del Hombre: la Medicina, que se ocupa fundamentalmente de asistirlo en la prevención y el cuidado de los procedimientos físicos o psicológicos que afectan su bienestar y su salud; y la Libertad, que le otorga la posibilidad de conducir se vida hacia la plenitud de su intelecto y de su espiritualidad; la misma libertad que le permite desenvolverse en los terrenos fértiles de la creatividad en las ciencias y las artes y utilizar con prudencia y con sabiduría los recursos de su inteligencia en reflexiones de la filosofía y en el estudio desprevenido y sereno del sentimiento religioso.

Para llevar a buen término el propósito de crear una medicina de alto nivel en nuestro suelo, nuestros predecesores se esforzaron hace doscientos años por fundar la primera de nuestras facultades de medicina, al amparo tutelar de las nobles de sus iniciadores, don José Celestino Mutis y don Miguel de Isla.

Para alcanzar la libertad que nos legaron como valiosa herencia, ofrendaron sus vidas con heroísmo y generosidad los próceres y los héroes anónimos de la independencia. Guardamos para ellos el reconocimiento de una deuda de gratitud incancelable.

Veinte años antes de que el grito de Independencia resonara en todos los ámbitos del Virreinato de la Nueva Granada, Francia había vivido dos momentos estelares de su historia: el 14 de julio de 1789, el pueblo parisino dio comienzo a la Revolución Francesa al tomar por asalto La Bastilla, una de las veinte o treinta prisiones de la ciudad en donde era posible encarcelar a las gentes sin previo juicio por tiempo indefinido. Tres semanas más tarde, en la noche del 4 de agosto, los ciudadanos que integraban la Asamblea Constituyente invocando la autoridad que les confería la razón, entregaron al pueblo francés y al mundo entero el credo de la nueva edad: la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano.

La autoridad otorgada por la Razón que invocaban los Constituyentes, no era otra cosa que un concepto filosófico de extremada importancia discutido por más de un siglo por los filósofos y grandes pensadores de esas épocas. En esa noche memorable de agosto, la Asamblea Constituyente lo adoptó como propio al comprender los profundos valores que entrañaba, y en el curso de pocas horas el feudalismo, que había reinado durante un milenio en las tierras de Francia, abdicó para siempre. Una nueva sociedad emergía y se consolidaba sobre las ruinas del pasado.

Un médico de prestigio que ejercía su profesión en los hospitales de París y se interesaba en el estudio de las enfermedades mentales, convencido de la bondad de los ideales de la gesta revolucionaria reclamó para los enfermos de la mente, iguales derechos a la libertad y la igualdad a los alcanzados por el pueblo francés en la Revolución. La firmeza y la dignidad de su actitud partió en dos la historia de la psiquiatría y su nombre quedó consagrado desde entonces en las mejores páginas de la historia de la medicina; se llamaba Philip Pinel. Atrás quedaron las épocas oscuras en que al paciente mental se le desconocía su condición de ser humano. Gracias a Pinel, los enfermos alienados recuperaron de la sociedad el respeto que merecían y al que tenían derecho; fue gracias a él que mejoraron sus precarias condiciones de vida y encontraron de nuevo la dignidad de personas humanas, -en el sentido integral que se le da al vocablo persona en la filosofía contemporánea,- dignidad que anteriormente les había sido escamoteada.

Pinel fue una notable de la medicina cuyos conocimientos lo ubican entre los médicos de la Ilustración de finales del siglo XVIII y los practicantes de la medicina anatomoclínica de comienzos del Siglo XIX, que en las siguientes décadas se constituiría en un verdadero cambio de paradigma del conocimiento médico de entonces. Se le conocía en los círculos de la profesión por ser autor de algunas obras no carentes de interés e importancia, como la “Nosografía filosófica”, la “Medicina clínica” y el “Tratado filosófico sobre la alienación mental o manía”.

Una anécdota trasformada en leyenda, que relatan las crónicas sin que su autenticidad pueda ser corroborada plenamente, revela algunos rasgos de su interesante personalidad: Pinel prestaba sus servicios en La Salpetrière y le Bicetre, célebres hospitales de París que albergaban pacientes de distintas enfermedades y dolencias, enfermos alienados, prisioneros de las viejas guerras de Francia, indigentes de la ciudad, estudiantes díscolos y un número no despreciable de individuos considerados peligrosos para la sociedad. Entre estos se encontraba un marinero inglés que había sido hecho prisionero y permanecía encadenado desde hacía cuarenta años a las paredes de su celda por haber dado muerte a uno de sus guardianes. Pinel se acercó al prisionero y de manera suave le prometió la libertad a cambio de que se comportara con la corrección de un caballero inglés. Al acceder a la propuesta de Pinel, el prisionero fue conducido al patio del lugar de su encarcelamiento a disfrutar de nuevo de un mundo plenamente iluminado y a sentir por primera vez en cuarenta años el calor del sol sobre su piel. El preso experimentó por un instante el cambio inusitado de su ambiente para luego retroceder torpe y enceguecido hacia su celda, sus emociones inhibidas, sin una lágrima en los ojos, sin una palabra en sus labios.

La intención generosa del doctor Pinel de conducirlo hacia la libertad, fue respondida por el prisionero con un acto personal de su libre albedrío que lo llevó de regreso a su celda; un acto de “libertad negativa”, diríamos, utilizando la terminología de los sociólogos. La historia de la medicina está llena de ejemplos de actos parecidos en los que la “libertad negativa” se emplea, muchas veces heroicamente, para probar la realidad de una verdad científica; tal fue el caso de Benjamín Carrión, apóstol de la medicina en su patria peruana y el de Danielsen, el médico noruego que se inoculó extractos de lepromas en su cuerpo para confirmar o improbar su contagiosidad.

Los estudiantes de medicina del Colegio Mayor del Rosario, cuya primera promoción se graduó pocos días antes del 20 del julio de 1810, se encontraron prontamente ante dos escuelas filosóficas de la medicina que disputaban los favores de los universitarios: el Mecanismo y el Vitalismo. Ser vitalista o ser mecanista era un serio dilema para los médicos, que implicaban adoptar con libertad posiciones definidas en las formas de concebir la medicina y ejercerla. El significado de los síntomas y los signos que recogía la historia clínica era interpretado de modo diferente por los profesionales de las dos escuelas.

Los tratamientos, por otra parte, generalmente diferían de manera notable, lo que daba ocasión a desacuerdos, controversias y disputas que por su virulencia recuerdan las de don Bartolomé Hidalgo de Agüero y el licenciado Juan Fragoso, protagonistas tres siglos antes en los avatares de la enfermedad que afectó seriamente la salud del príncipe Don Carlos, el hijo esquizofrénico de Felipe II.

La medicina mecanicista se apoyaba en el método experimental iniciado por Francis Bacón, en los desarrollos de la química alcanzados por Helmoltz y en el descubrimiento de los mecanismos de la circulación sanguínea por William Harvey. No era una concepción materialista de la medicina en el sentido de negar los aspectos espirituales de los seres humanos, como podría pensarse; por el contrario, la presencia de Dios se encuentra en ella a cada paso. Mutis pertenecía a esa escuela del pensamiento y seguía en consecuencia la corriente cartesiana que tenía una visión mecanicista del mundo. Mutis afirmaba dentro del mismo lineamiento, que el hombre era “la mejor máquina del universo” y que para su comprensión se requería el conocimiento de las matemáticas y las ciencias físicas. Muchos de sus discípulos, en contraste con el modo de pensar del ilustre maestro, se inclinaron en cambio por las nuevas corrientes vitalistas.

Descartes pensaba que los entes materialistas vivos de la naturaleza podían ser entendidos como máquinas que se impulsan de acuerdo a los principios de la mecánica; sólo el hombre estaba dotado de un alma espiritual hecha por Dios. De sus planteamientos, derivaron corrientes de pensamiento que miraban los órganos como mecanismos susceptibles de ser reparados o eventualmente remplazados por órganos artificiales fabricados por el hombre. La idea del hombre-máquina, producto de la inquietud intelectual de Descartes y de Julien de la Metrie, sirvió de base al desarrollo ulterior de los órganos artificiales. Trescientos cincuenta años después, se implantó por primera vez en el hombre un corazón mecánico.

El vitalismo, por su parte, buscaba a toda costa refutar las doctrinas del mecanismo. Fue un movimiento filosófico originado en los escritos de Leibnitz sobre las fuerzas vitales que gobiernan el funcionamiento de los organismos vivientes. Se caracterizaba por la creencia en un “principio vital” que distingue los organismos vivos de los demás del mundo físico-químico. Para el vitalismo, el principio vital era una “fuerza” ontológica y operativamente superior a las demás fuerzas del cosmos, como las mecánicas, las térmicas, las químicas y las magnéticas a las cuales era irreductible; una fuerza específicamente activa en la dinámica real de los seres vivos que la poseen. Cuando la fuerza vital es suficientemente intensa para neutralizar los factores adversos, el organismo permanece sano, en tanto que enferma o muere cuando la fuerza disminuye su intensidad o aumentan los factores adversos.

Las diferentes corrientes vitalistas concordaban al afirmar que las enfermedades no eran otra cosa que desarreglos del principio vital que informa el organismo humano pero diferían en la manera de entender los mecanismos de su acción. En ocasiones se servían de curiosas explicaciones, que al ser miradas con la óptica de nuestros días ponen de presente la ignorancia y la ingenuidad de la medicina de aquel tiempo. Un ejemplo ilustrativo es el del Coto, patología frecuente en esos días. Se afirmaba que el desarreglo del principio vital en esa enfermedad se expresaba por cambios insensibles de la transpiración de las extremidades que alteraban la cantidad de humores que debían evacuarse por los poros cutáneos. Para tratar la enfermedad prescribían baños de pies, sinapismos, rubefacciones y ventosas en las extremidades; yerbas medicinales como “la borraja y la chicoria”, raíces de perejil, espárrago e hinojo, purgantes suaves todas las semanas y dietas estrictas. Aconsejaban además procurar el abrigo de los pies para obtener “un sudor constante en esas partes”.

Fueron múltiples las corrientes vitalistas de la medicina de comienzos del siglo XIX y múltiples las formas de tratar las afecciones conforma a los criterios que preconizaban. Georg Ernest Stahl postuló la existencia de un alma sensitiva de cuya dependía la tendencia natural del organismo hacia la curación. Para Stahl, la congestión era el elemento determinante del proceso morboso. En consecuencia, utilizaba como tratamiento las sangrías, indicadas muchas veces “hasta el desfallecimiento”, y en su defecto sanguijuelas o ventajosas sajadas.


* Miembro de Número de la Academia Nacional de Medicina. Coordinador de la Comisión de Historia y Humanidades. Conferencia pronunciada en la Sesión de conmemoración del Segundo Centenario de la Independencia de Colombia (julio 22 de 2010).

Friedrich Hoffmann recetaba sedantes relajadores o estimulantes irritantes para modificar “el tono de las fibras” alterado en las enfermedades. William Cullen y John Brown, que creían en los cambios patológicos del sistema nervioso en casi todos los enfermos, modificaban la excitabilidad del organismo por medio de sustancias soporíferas o estimulantes. Y el célebre profesor Broussais, por su lado, prescribía lavativas, purgantes y ayuno para reducir el calor animal, fuente de todas las patologías.

Las diversas concepciones sobre la índole de las enfermedades, animaron el espíritu de discusión y análisis de los médicos en los comienzos de nuestra vida independiente. Estos temas no habían sido materia de estudio en tiempos del dominio español cuando no existía instrucción médica avanzada en Santafé y los estímulos intelectuales brillaban por ausencia.

El pacificador Morillo expresó en frase absurda el pensamiento irracional de las autoridades españolas al decir: “España no necesita de sabios”, palabras con las cuales envió al cadalso al sabio Caldas.

El vigoroso impulso dado por Mutis a las ciencias en las dos últimas décadas del siglo XVIII y en primera del XIX, y la libertad conquistada en los campos de batalla por los próceres de la Independencia, fueron hace doscientos años los motores decisivos e indispensables del desarrollo y del proceso de nuestra científica.

En el amanecer de la República, la visión de estadística del Libertador Bolívar y del general Santander, permitió dar atención preferente al fomento de la instrucción pública y al estudio de la medicina. Se reorganizaron las cátedras de los colegios Mayores de San Bartolomé y el Rosario y se encomendó a don Francisco Antonio Zea la misión de contratar en Francia e Inglaterra médicos eminentes y profesionales expertos en diferentes áreas de las ciencias para ponerlos al servicio de la nación. La misión debía ser cumplida con discreción y con sigilo por que el régimen de Luis XVIII vigilaba estrechamente a los agentes extranjeros y la policía secreta francesa husmeaba cualquier cosa que tuviera visos de política revolucionaria.

Con el apoyo firme de Humboldt y Cuvier, la misión contrató personajes de la importancia de Boussingault para el desarrollo de la química, la agronomía y la mineralogía, de José María Lanz para el levantamiento de la carta general del territorio de la República, de Desiré Roulin para la enseñanza de la fisiología y la anatomía comparada en el museo de historia natural, de Goudet para montar las colecciones geológicas de la nación y de Cazar Molina para poner en marcha el servicio de litografía destinado a timbrar toda suerte de documentos oficiales.

Entre los médicos contratados por la misión, llegaron al país los doctores Pedro María Broc, Bernardo Dasté y Desiré Roulin, a quienes se agregó luego el doctor Ninian Ricardo Cheyne y posteriormente los doctores Davoren y Dudley, además de algunos cirujanos que habían formado parte de la Legión Británica y de la Irlandesa. El arribo de los profesionales extranjeros no fue de buen recibo por los santafereños, pero es indudable que su presencia contribuyó a elevar el nivel científico de la medicina y le abrió nuevas perspectivas. Con la libertad de introducir libros científicos, propiciada por Santander, llegaron al país nuevos y modernos diccionarios, enciclopedias y monografías, además gde los últimos textos que se imprimían en Europa. La influencia de la medicina francesa habría de prolongarse hasta mediados del siglo pasado cuando fue sustituida por la norteamericana a finales de la guerra mundial.

Para dar término a mis palabras de esta tarde, me permitiré hacer unas breves reflexiones finales sobre la libertad en su relación con la medicina, tema de estudio que dio origen al título “Medicina y Libertad” de esta conferencia, que guarda naturalmente cercanía con el recuerdo vivo de los sucesos de la guerra de nuestra Independencia, que conmemoramos hoy como el nacimiento hace doscientos años a la libertad republicana.

Decía al comienzo que la medicina es un valor esencial en la vida de los seres humanos; lo es, ciertamente, para aquel que dedica por entero su vida a su ejercicio, que aprende su filosofía y sus doctrinas, que conoce sus metas elevadas y sus debilidades, que recibe con humildad y fervor los conocimientos que le ofrece la práctica de la actividad médica con el deseo de alcanzar algún día del conocimiento, que es el máximo anhelo de la filosofía. Y que, por otra parte, aprende a enseñarla de acuerdo a las características de su personalidad, de su modo de ser y comportarse, a su capacidad para adquirir el arte de enseñar, a la nobleza de sus particulares intereses y a la firmeza de su voluntad, con el fin de dar cumplimiento al noble empeño de todo buen maestro de lograr que su discípulo llegue a superarlo. En este intrincado universo de intensas y constantes relaciones entre el hombre y la actividad que pretende desarrollar con altura, se van definiendo día a día las áreas de afinidad intelectual, cultural y espiritual que le son de importancia vital, áreas que paulatinamente se van enriqueciendo con el trabajo y el estudio. El hombre las identifica y las decanta con laboriosidad, para incorporarlas finamente dentro de su ser como valores trascendentes de su vida.

La libertad, se ha sostenido, hace la diferencia entre el hombre racional y el ente animal que es movido tan sólo por instintos e impulsos que no es capaz de gobernar. La libertad es a veces sinónimo del libre albedrío mediante el cual encauza el hombre su conducta de acuerdo a la libre elección. Pero es bien conocido el hecho de que el hombre no es un ser enteramente libre. El hombre nace y vive condicionado: por sus genes, por la herencia que ha recibido, por el pasado humano y animal que le antecede y le constituye. No es posible aceptar fácilmente las doctrinas del determinismo y suponer que el hombre está determinado inexorablemente, como pretendió enseñarlo Calvino. El hombre mantiene siempre un margen de libertad y de él se vale para elegir, para actuar e incluso para formarse a sí mismo. El hombre está limitado por la naturaleza que lo crea y lo condiciona, y restringido por sus propios instintos ancestrales. Sin embargo, todo aquello que lo constituye y lo limita como sus pasiones, su inconsciente y sus sueños, es igualmente lo que lo exalta, lo individualiza y lo engrandece.

Si el hombre no es un ser libre para nacer, lo es en cambio, y en gran medida, para “hacer” su vida escogiendo su situación en el mundo y la dirección de sus actos. Hace doscientos años, como lo he señalado, nuestros médicos elegían libremente entre las escuelas del vitalismo y el mecanismo; más tarde lo harían entre el evolucionismo y el transformismo; en la actualidad, debaten también en libertad, sobre el tema intrincado de la medicina basada o no basada en la evidencia. Esta capacidad del hombre de elegir en todos los momentos de su existencia, compromete su responsabilidad que está ligada indefectiblemente a su libertad.

No existen, hasta donde conozco, vocablos que definan con precisión lo que es libertad. Los diccionarios traen múltiples acepciones que en general no satisfacen las necesidades de todos. Solamente el lenguaje de la poesía es capaz de unir en una sola la emoción que se siente al pronunciar el nombre libertad; la que sintieron los hombres y mujeres que la forjaron en las guerras de nuestra Independencia. Paul Eluard, el gran poeta de la resistencia francesa en la guerra pasada, dice así en la primera y las últimas estrofas de su poema “Libertad”, en una bella traducción de Andrés Holguín:

En mis cuadernos de estudiante
en mi pupitre en cada árbol
en las arenas en las nieves
escribo tu nombre

En mis refugios destruidos
en mis faros despedazados
en estos muros de mi tedio
escribo tu nombre

En las ausencias sin deseo
en la desnuda soledad
en los peldaños de la muerte
escribo tu nombre

En la salud reconquistada
en los peligros extinguidos
en la esperanza sin recuerdo
escribo tu nombre

Por el poder de una palabra
vuelvo mi vida a comenzar
yo nací para conocerte
nací para decir tu nombre Libertad.

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