La Dama Española

Historia de la Medicina

Gloria Arias Nieto1

Resumen en el Impacto de la Fiebre Española 

Se hace una revisión de los orígenes, características e impacto de la fiebre española en los años 1918 y 1919, y su relación con la Primera Guerra Mundial. Veremos cómo la constancia de un investigador sueco logró, al cabo de 46 años de su primera expedición, que, junto con otros científicos, se encontrara la estructura genética del virus causante de la enfermedad.

La pandemia dejó más de 50 millones de muertos. El mayor número de víctimas se presentó en Europa y Estados Unidos, en un claro vínculo con la movilización de las tropas. Niños y adultos jóvenes fueron los más afectados. El origen no estuvo en España, pero su condición de país neutral le permitió tener libertad de prensa y, por ende, los medios de comunicación informaron, sin ninguna censura, sobre una extraña fiebre que se contagiaba rápida y -muchísimas veces- mortalmente.

En sus inicios, la peste española, causada por el virus H1N1, fue un grito callado a la fuerza por el resto del mundo. Haremos un recorrido por la vida, inspiración y entorno de los pintores Edvard Munch y Gustav Klimt, y los escritores Franz Kafka y Guillaume Apollinaire.

Los cuatro tuvieron en común una genialidad transformadora, y haber padecido la enfermedad más devastadora del siglo XX. El arte no es capaz de inmovilizar la muerte, pero es tan fuerte, tan genuina y profunda que, a los verdaderos artistas de cuerpo y alma, los vuelve inmortales.

Palabras clave: Fiebre; peste; gripe española; Brevig Mission; Johan Hultin; arte; literatura; Primera Guerra Mundial; Klimt; Munch; Apollinaire; Kafka.

The Spanish Lady

Abstract

A review is made of the origins, characteristics and impact of the Spanish flu in 1918 and 1919, and its relationship with the First World War. We’ll see how the perseverance of a Swed­ish researcher achieved after 46 years of his first expedition that, with other scientists, the genetic structure of the virus causing the disease, was found.

The pandemic left more than 50 million dead. The greatest number of victims occurred in Europe and the United States, in a clear link with the mobilization of the troops.

Children and young adults were the most affected. The origin was not Spain, but its condition as a neutral country allowed it to have freedom of the press and, therefore, the media reported without censorship on a strange fever that spread quickly and -many times- fatally. In its beginnings, the Spanish plague, caused by the H1N1 virus, was a scream forcibly silenced by the rest of the world.

We’ll take a tour of the life, inspiration and social environment of the painters Edvard Munch and Gustav Klimt, and the writers Franz Kafka and Guillaume Apollinaire. The four had in common a transforming genius and having suffered the most devastating disease of the 20th century.

Art is not capable of immobilizing death, but it is so strong, so genuine and profound, that, to the true artists of body and soul, it makes them immortal.

Keywords: Fever; plague; Spanish flu; Brevig Mission; Johan Hultin; art; literature; First World War; Klimt; Munch; Apollinaire; Kafka.

Donde la muerte le enseña a la vida

Así como sucede con muchos conflictos, con las ham­brunas o el silencio, no se sabe exactamente cómo, dónde o con quién empezó la peste española. Sabe­mos que se llevó por delante la vida de 50 millones de personas… o más… algunos incluso hablan de 100 millones. Y solo pensar que algo pueda tener un rango tan dolorosamente amplio, da escalofrío (1).

El primer paciente oficialmente reportado, fue un co­cinero de la base militar Camp Fuston, en el estado de Kansas. Se llamaba Albert Gitchell y empezó a morir­se un 4 de marzo, en el año de 1918, mientras la hu­manidad sentía el fuego y la desolación de la Primera Guerra Mundial. Dos meses antes, en Haskell, el brote de una gripa muy fuerte había llamado la atención del Doctor Loring Milner, médico del condado; sería tal su alarma, que el periódico local Santa Fe Monitor, registró el informe de Milner al Servicio de Salud Pú­blica de los Estados Unidos.

Otros dicen que la enfermedad había empezado mucho antes, a finales del 17, en el norte de Francia, o en Shanxi, provincia de la China: Una gripa horrible causaba tos, debilidad y fie­bre alta, hemorragias, postración y muchísimas veces, la muerte (2-7).

Primavera trajo una aterradora pandemia

La primavera del 18 trajo el veredicto: una aterradora pandemia cobraría muchas más vidas que las balas y los gases que estaban acabando con Europa. Era una verdad silenciada a la fuerza, pero gritada en los cementerios del mundo. El continuo desplazamiento de tropas hizo que el foco detectado en soldados ingleses que peleaban en Francia, rápidamente migrara a Italia, Inglaterra y España.

Los enfermos y los muertos eran incontables, pero un tácito pacto de silencio suscrito por los aliados prohibió hablar del tema para no debi­litar la moral de los soldados, y no darles a los enemi­gos, baterías para el triunfo (8-12). O -tal vez- porque les resultaba casi imposible sumarle un infierno bioló­gico al otro infierno, decretado por los amos de la gue­rra.

Y mientras tanto, España, que no tenía velas en el origen de esa peste, era un país neutral y por lo tanto con libertad de prensa, empezó a reportar los casos de los enfermos que cada día saturaban más y más los pa­bellones de los hospitales, los galpones improvisados, los grandes salones de los edificios adaptados como sitios de campaña para atender a los contagiados. Y en otra de las tantas injusticias que a veces acarrea decir la verdad, a la nueva peste le pusieron el apellido que menos merecía: española (2, 3,13).

En mayo de 1918, con el Rey enfermo y la población europea postrada por el virus, el inspector de salud, políticos, periodistas y juristas declararon su preocu­pación por una extraña enfermedad que parecía tener la consigna de acabar con los españoles. Pasaron algu­nos meses antes de que el resto del continente tuviera que confesar que, a los muertos por los bombardeos, se habían sumado los de este diminuto y devastador enemigo, que mataba sin proclama ni bandera (4).

Las víctimas fueron principalmente niños y hombres jóvenes.

Millones de hombres jóvenes, que paradóji­camente se salvaron en las trincheras, volvieron a sus familias con los ojos y los huesos quebrados -pero con un asomo de ilusión-, y al poco tiempo murieron de esta cosa horrible que arrasó con pueblos enteros en los distintos confines del mundo. En las autopsias se veían los pulmones sólidos como una roca, enrojeci­dos y con los alvéolos llenos de líquido. Los pacientes morían asfixiados, muchos de ellos con manchas cao­ba o azulosas en la piel (14-18).

Los muertos debieron permanecer por varios días al lado de sus familiares vi­vos, porque las funerarias no daban abasto, y nada era suficiente para transportar los cadáveres ante la mag­nitud de la tragedia. Cuando finalmente los cuerpos eran llevados al cementerio, los amigos debían cavar las tumbas porque los sepultureros cobraban sumas exorbitantes o ya estaban saturados de trabajo (19).

Fiebre española Acabó con la vida de muchos

La fiebre española acabó con la vida de 670.000 ciuda­danos de los Estados Unidos, es decir, les causó más muertos que la suma de las dos guerras mundiales, la guerra de Corea y la de Vietnam.

En Francia y en Ita­lia se estiman 400.000 víctimas mortales en cada país, en el Reino Unido 250.000 y 200.000 en España. En Australia 80.000; Chile 43.000, Venezuela 25.000, Ar­gentina 15.000, y Colombia 3.000. Comunidades ente­ras de Sudáfrica desaparecieron en cuestión de meses, así como el 30% de la población de las islas Fiyi y el 40% de Samoa Occidental. Se calcula que murieron 30 millones de chinos y 15 millones en la India. Desde la peste negra del medioevo, nada le había dado tan duro a la humanidad (7,20).

Enfermedad interrumpió la guerra

Hay quienes afirman que la enfermedad interrumpió la guerra y que, si no hubiera sido por la dama española, ese odio pertinaz de la confrontación habría durado muchos años más. ¡Quién sabe! Con el traje que fuera, la muerte estaba dispuesta a cumplir su misión.

Habían pasado 4 años desde ese nefasto día de junio en Saraje­vo, en el que un archiduque austriaco y su esposa, ca­yeron asesinados por las balas de un fundamentalista bosnio. Fue 1914 el principio del fin: gases mortales, orfandad, bombardeos y mutilaciones, batallas, desola­ción en Verdun, en las catedrales y en los establos. El mundo se convirtió en una gran fosa común, porque lo común era estar muerto o al borde de estarlo (3).

Unos dicen que la palabra gripe, utilizada por Sauvage en el siglo XVIII viene del francés grippan y del ale­ mán greifen, que significan agarrar, adherirse. Otros afir­man que se deriva del suizo-alemán grüpi, con varias acepciones: agacharse, temblar de frío y sentirse mal (2). La influenza en cambio tiene un origen más románti­co y antiguo: Florencia, siglo XIV, la influencia de los astros.

Unas y otras etimologías se complementan en un desfile de huéspedes, mutaciones y alta variabilidad genética; patógenos de aves, cerdos, caballos y huma­nos, han puesto en jaque a la humanidad más de una vez, y en el curso de las epidemias lo único cierto es que casi todo es incierto, y que es preciso aceptar con humildad, pero sin resignación, que de una u otra ma­nera, por más que avance la ciencia -o precisamente para que avance-, siempre hemos estado moviéndonos en modo ensayo-error (3-5).

Quién iba a pensar que de la persistencia de un joven biólogo sueco y de una fosa común en Alaska, saldrían 33 y 79 años después de la pandemia, hallazgos crucia­les para la genética del virus.

Ubiquémonos en Brevig Mission, Alaska, noviembre de 1918. De los 80 habi­tantes del pueblo, en tan solo 5 días, 72 murieron por la enfermedad que nos convoca.

Trineos tirados por perros llevaban y traían comercio, correspondencia… y virus. Una fosa común y muchas crucecitas blancas -clavadas en el frío de la colina- daban cuenta de la realidad: los 72 lugareños sepultados no descansarían para siempre, pero sus tejidos en completo estado de congelación serían un tesoro para la ciencia (5, 6,21).

Con el permiso de los ancianos y una precaria finan­ciación, emprendió con unos colegas de la universi­dad, su viaje a Alaska. Su misión, buscar cualquier vestigio del virus que pudiera ayudar a construir cono­cimiento. Hultin sabía que en esos cuerpos congelados en el cementerio de Brevig Mission, estaría la respues­ta. Descongelaron las duras capas de tierra y hielo con el fuego de las hogueras, y tras varios días de excava­ción encontraron, intacto, el cuerpo de una niña vesti­da de azul. Con la muestra obtenida de sus pulmones, y de otras cuatro personas fallecidas, emprendieron el regreso a la universidad.

En cada parada del avión a recargar combustible, Hultin intentaba mantener con dióxido de carbono, la congelación de las muestras. Con toda la expectativa y el mayor espíritu científico, nuestro biólogo sueco inyectó los tejidos en huevos de gallina. Pero la expedición no dio los frutos pensados y en los huevos no crecieron virus, ni respuestas, ni nada (7-10).

Pasan 46 años más, el joven biólogo ya tiene 72 y la curiosidad científica intacta.

Encuentra entonces un artículo sobre el genoma del virus, escrito por el Dr. Jeffery Taubenberger, patólogo molecular del Instituto de las Fuerzas Armadas, en Washington.

Pues bien, resulta que Taubenberger había sacado unas muestras de tejido pulmonar de un soldado de 21 años, a quien la enfermedad le había quitado la vida en septiembre de 1918, en Fort Jackson, Carolina del Sur (3-5). Lo­gró la secuenciación de nueve fragmentos del virus, consiguiendo así la imagen más avanzada del diminu­to asesino.

Y claro, como en las novelas de tensión y paciencia, pasó lo que tenía que pasar. Hultin (Figura 1) le es­cribe a Taubenberger y le propone regresar a Alaska a concluir su investigación. El patólogo acepta, Hultin autofinancia el viaje, regresa a Brevig Mission y tras cinco días de excavación encuentran a Lucy, una joven mujer muerta y obesa, con los pulmones perfectamen­te conservados por las bajas temperaturas (5).

Johan Hultin

A los diez días de tomadas las muestras, Hultin recibe la llamada que había esperado desde 1951: hallazgo positivo -en los tejidos de Lucy- del material genético del virus tipo influenza A, subtipo H1N1 con genes de origen aviar, causante de 50 millones de muertes.

Si acaso algún día un dron les trae imágenes de Bre­vig Mission, no se sorprendan si el cementerio se ve distinto a las fotografías originales (5).

Antes de salir del pueblo, y al ver que las crucecitas de la primera vez ya no estaban, Hultin fue a la carpintería de la escuela y él mismo, con sus manos de biólogo y perseverante investigador, armó las dos gigantescas cruces que hoy demarcan el cementerio, para que el mundo siempre supiera que ése es un lugar donde la muerte le había enseñado a la vida (20-25).

Apreciado lector, lo invito a seguir en este viaje.

Como repasando el tiempo y con la ayuda de esta mirada de Hultin, nos asomaremos a la vida y obra de Guillau­me Apollinaire, Franz Kafka, Edvard Munch y Gustav Klimt. Los cuatro tuvieron en común una genialidad transformadora, y haber padecido la enfermedad más devastadora del siglo XX (10).

(Lea También: Disecciones de Almas)

El más surrealista de los viajes

Guillaume Apollinaire, uno de los grandes poetas y en­sayistas franceses, proclamado muerto al servicio de la patria, no se llamaba así, no nació en Francia ni murió en un heroico acto de guerra. Su verdadero nombre era Wilheim Albert Wtodzimierz, y nació el 26 de agosto de 1880 en Roma; como inicialmente su madre –una exuberante y semiaristócrata polaca no quiso recono­cerlo- fue registrado por una comadrona y bautizado en la Basílica de San Pedro. Su padre parece haber sido un príncipe ítalo-suizo, oficial del ejército de las Dos Sicilias, y los abandonó a él y a su hermano cuando ambos eran muy pequeños (26,27).

Pasaron su infancia en Mónaco, en el colegio Sant- Charles de los padres maristas, y parte de la adolescen­cia en Niza. A los 21 años, en Alemania, lo eligen para ser el preceptor de la hija de la vizcondesa de Milhau, ocupación que le desagrada profundamente y regresa a París un año después, luego de haber sido rechazado por Annie Playden, una dama de compañía de quien se enamoró. Rogó, amenazó, prometió. Nada funcio­nó frente a la joven inglesa. Segundo trabajo fallido: contador en la bolsa. ¿Cómo alguien tan rebelde, tan intelectual y políticamente incorrecto, podría ser con­tador?

Con el tercer empleo las cosas mejoran:

Crítico de arte para varias revistas francesas y fundador de La Revue Inmoraliste y Le festin d’ Esope. Pudo apartarse del círcu­lo contable que lo abrumaba, y meterse de lleno en el ambiente de los pintores y escritores de principios del siglo XX. Ese mundo contestatario, era el suyo. Vinie­ron varios amores, algunos cortos, otros equivocados, a veces intensos y casi siempre insalvables. Marie Lau­rencin, Louise de Coligny-Châtillon, su cuñada Lou, Madelaine Pagès, Amélia Emme Louise Kolb (llama­da por él y por ella, Jacqueline), y con quien se casó 6 meses antes de morir. A los 27 años escribe su primer romance erótico, Les onze mille verges, obra catalogada por la sociedad como francamente inmoral (26,27).

En 1911 publica su primer recuento de poemas, Le Bestiaire ou Cortège d’Orphée, con unas bellísimas ilus­traciones de Raul Dufy. Ese mismo año es acusado de complicidad en el robo de La Gioconda, y hasta Pablo Picasso es señalado de ser partícipe del delito. Apolli­ naire es llevado a prisión dada su amistad con Gery Piéret, ladrón de dos estatuas que estaban exhibidas en el Louvre; nuestro poeta es dejado en libertad cuan­do se identifica a Vicenzo Peruggia como el autor de semejante osadía.

Entonces y ahora, Alcoholes, recopi­lación de poemas entre el simbolismo y la vanguar­dia, remueve el mundo de las letras (Figura 2). Nada detiene su inspiración, su fascinación con el cubismo y su amistad con Picasso, Braque, Matisse y Chirico. Pasa las mejores jornadas en Montmatre, donde hasta el aire es bohemio y libertario. Pero pronto llegaría un monstruo, y no me refiero al virus, sino a un enemigo creado por los hombres (26).

Guillaume Apollinaire, Calligramme

Calligrammes, poemas de la paz y la guerra

En 1914, el inatajable poeta de lo erótico y del mo­dernismo, se alista en el ejército para combatir en la Primera Guerra Mundial.De esos diálogos entre la vida y la muerte nace Calligrammes, poemas de la paz y la guerra, “poemas visuales” escritos durante su conva­lecencia (26).

Tras dos años de combates, el 9 de marzo de 1916 le otorgan la ciudadanía francesa, una semana después resulta gravemente herido por tiros de metralla y debe volver a casa. Regresa convertido en teniente y lo condecoran con la Gran Cruz de Guerra. Ese mismo año publica el libro de cuentos Le poète assassiné, una obra llena de ironía alrededor de la posibilidad de erradicar los poetas de la faz de la Tierra. En 1917, con Les ma­melles des Thiresias lanza al mundo el término surrealis­mo (27).

Su amigo Pablo Picasso lo vio morir el 9 de noviem­bre de 1918, a los 38 años. La peste española no tenía límites, y lo que no pudieron las balas ni las bombas que caían del cielo como nubes letales, lo hizo la pan­demia. Con fiebre alta, un dolor y una debilidad que le invadían el cuerpo, la compañía de su reciente esposa y de su amigo Picasso, Guillaume Apollinaire se fue de este mundo, al más surrealista de sus viajes (26,27).

¿Qué hacer con los demonios?

¿Qué habría pasado con la literatura si el joven Franz, no hubiera desobedecido el violento dogma paterno, y no se hubiera rebelado contra el maltrato que le llenó de niebla su infancia y su vida? ¿Dónde estaría hoy Gregorio Samsa -antes o después de convertirse en insecto- si Franz Kafka (Figura 3) no hubiera dejado tirada la fábrica de telas de su padre, para dedicarse a observar, a pensar y escribir? Claro, si sus hermanos mayores no hubieran muerto, él no se habría converti­do en el mayor y la carga habría sido para otros.

Franz Kafka

Pero así se portó el destino. A él, precisamente a él (tan lle­no de neurastenia y de sentido del humor) tenía que to­carle un padre como Hermann, tan tirano y arribista. En fin. Estaba escrito que Franz Kafka, hijo de judíos checos, nieto de un rico fabricante de cerveza y de un carnicero pobre, llegara al mundo en Praga, el 3 de julio de 1883, y se fuera de él en Austria, un mes antes de cumplir 41 años (28-31).

Y también estaba escrito que el mismo día en que se repuso de la peste española -justo ese mismo día, mientras él salía de la casa de sus padres, donde ha­ bía pasado la cuarentena- fuera testigo de la caída del imperio austrohúngaro. Y no estaba escrito, pero su­cedió, porque todas las guerras siempre han sido un error, que sus hermanas murieran en campos de concentración, víctimas del Holocausto (28).

El más lector de los lectores

El más inteligente de su colegio y quizá también de la facultad de derecho, Kafka fue un niño enfermizo, tuvo unos trabajos abu­rridísimos y parecía que tuviera la autoestima en el segundo sótano del espíritu. “Dios no quiere que yo escriba, pero tengo que hacerlo”, decía. ¿Qué hacer con los demonios, con la soledad y el agotamiento? Concluir un capítulo era una tragedia desgastante. Pero ¿cómo no escribir? Su relación con la escritura era casi masoquista, inevitablemente compleja. Nunca estuvo satisfecho con sus textos, ni le fue fácil el amor. De la tendera checa pasó a los prostíbulos; de ahí a la berlinesa Felice Bauer -con quien se comprometió, pero no se casó-; años más tarde, ella huiría a los Esta­dos Unidos cuando llegaron los Nazis, y no se volvió a tener noticias suyas (31-35).

De Felice pasó a los brazos de su mejor amiga, Greta Bloch, la receptora de esas cartas eróticas que gene­raron emoción y vergüenza en la joven Greta. Parece que ella le dio un hijo; y la guerra la mató en Aus­chwitz en 1944. Pero tampoco ella fue la elegida ni Julie Wohryzek, la costurera de Praga, enferma tam­bién de tuberculosis.

A Milena Jesenská, la apasionada periodista que murió en un campo de concentración, la amó muchísimo, pero estaba casada y no tenía intenciones de abandonar a su esposo para irse con el enigmático Franz. Fue Dora Diamant, casi una niña -19 años- quien se enamoró perdidamente de Kafka y lo cuidó hasta el final. Extenuado, dudando de todo, con la neurosis disparada y una tuberculosis devasta­dora, así pasó los últimos años este irrepetible escritor (32-35).

La Metamorfosis

Dos años antes de enfermar publicó La Metamorfosis, y dos años después del diagnóstico, En la colonia peniten­ciaria y El médico rural. No quiso publicar más obras y le pidió a su entrañable amigo Max Brod, que cuando él muriera quemara todos los manuscritos; la misma petición la hizo a Dora. Ella le hizo caso. Brod, en cambio, no cumplió su última voluntad, y gracias a esa desobediencia, el siglo XX pudo leer El Proceso, El Castillo, y América, sus tres novelas póstumas (29).

El 14 de octubre de 1918, Kafka enferma terriblemente de peste española. Fiebre de 40, una alarmante debili­dad y un dolor intenso y terco le devoraba el cuerpo y el alma. Los checos hacían la revolución y el imperio austrohúngaro estaba a punto de caerse. El médico iba a verlo diariamente, porque su extrema gravedad hacía imposible el traslado al hospital. Tras varias semanas en estado crítico y en forzosa cuarentena, Kafka se recupera, justo para presenciar la caída del imperio.

Un día, caminando por el parque Steglitz

Se encontró con una niña que lloraba desconsolada porque había perdido su muñeca. Entonces Kafka -el hombre de los cuentos difíciles, las soledades y el eterno conflic­to consigo mismo- empezó a escribirle a la niña unas cartas bellísimas, como si las enviara la muñeca, de gira por el mundo. Las crónicas eran fantásticas, llenas de paisajes y revelaciones; incluso, un día la viajera imaginaria avisó que no podría escribir más, pues iba a casarse y tenía que organizar una gran fiesta en el campo (30).

Kafka sabía que la muerte estaba cerca; le regaló a la niña otra muñeca, y le enseñó que los viajes cambian la vida, y por eso lucía distinta y más feliz que antes de partir. Un año después de la muerte de Kafka, la niña encontró un papel pequeñito doblado como el tiempo, escondido adentro de la preciada muñeca. En esa diminuta carta firmada por él, Kafka le explicaba a la niña que todo lo que uno quiere y se va, siempre encuentra la forma de volver (32-35).

Autor

1 Gloria Arias Nieto. MD. Especialista en Bioética, Administración de Salud, Periodismo. MSc salud mental. Periodista, Diario El Espectador. Miembro de Número, Academia Nacional de Medicina. Bogotá, Colombia.

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