Miguel de Cervantes Saavedra Enfermedad, salud y Médicos en El Quijote: La Medicina en España

Aunque sin el impulso evidente en otras naciones, también España ostenta a partir del Renacimiento una panoplia de médicos y cirujanos que se empeñan en sacar a su profesión de las ideas medievales y la mentalidad “humoralista” heredada de Hipócrates y Galeno.

Basta citar como ejemplos magníficos a los cirujanos Dionisio Daza Chacón (1503-1596), el sevillano Bartolomé Hidalgo de Agüero (1530-1597) y Pedro López de León, quien por cierto vivió gran parte de sus años en Cartagena de Indias; a los anatomistas Juan Valverde (ca. 1525 – ca. 1588), natural de Amusco, provincia de Palencia, y Bernardino Montaña de Monserrate.

A Francisco Vallés (1520-1592) natural de Covarrubias, maestro en Alcalá y a quien otorgó su ilustre paciente el Rey Felipe II el sobrenombre de “El Divino”; a Luis Mercado (1520-1606), gran clínico vallisoletano; a los humanistas Andrés Laguna (1499- 1560), segoviano, Miguel Serveto (1511-1553), Juan de Dios Huarte y Navarro (1529-1589).

Y a dos personajes no médicos que si embargo se ocuparon de anatomía humana desde sus propios campos del saber: el pintor y arquitecto Juan de Arfe y Villafañe, y el muy famoso Fray Luis de Granada.

A Valverde se debe una “Historia de la composición del cuerpo humano” aparecida en Salamanca (1556), en la que rinde explícito homenaje a Vesalio como máxima figura de la moderna anatomía, pero no vacila en mostrar que su obra corrige los errores de la monumental “De humanae corporis fabrica libri septem” vesaliana y para ello usa algunas de las ilustraciones de ésta, redibujadas con evidente maestría y sentido artístico por el pintor Gaspar Becerra (discípulo de Alonso Berruguete y de Miguel Angel) y grabadas en cobre, junto con otras que son idea del propio Valverde, por Nicolás Beatrizet.

Como se usaba por entonces, Valverde inicia su libro con algunas explicaciones que juzga pertinentes; afirma que “siempre lo seguiré (a Vesalio) en estas materias, excepto en cuanto al orden de las descripciones y en otras en las que él ciertamente puso menos diligencia de la necesaria”, y luego señala:

“Aunque algunos de mis amigos opinan que debería yo hacer dibujos nuevos en cambio de usar los de Vesalio, prefiero no hacerlo para evitar confusiones, porque no sería fácil saber cuánto estoy de acuerdo o en desacuerdo con él, y sus dibujos están de tal modo bien hechos, que parecería mala voluntad o envidia el no usarlos”.

En cambio, dice, trabajando sobre esos dibujos le ha quedado fácil hacer las correcciones, a las que por lo demás se refiere siempre con claridad en las explicaciones (hoy decimos leyendas o pies) de sus figuras.

El destacado escritor Félix Martí Ibáñez consideró mérito especial de Valverde la riqueza y expresividad del idioma castellano que usó en su obra, salpicado de términos y modismos del habla popular.9

Buena idea de la importancia que en el mundo médico se concedió a la obra de Valverde, la dan las ediciones que en otros idiomas se hicieron de ella sin mayor demora: dos en italiano (Venecia, 1560 y 1586), una en flamenco (Amberes, 1568) y dos en latín que era el idioma científico de la época (1589 y 1607). (Ver: Editorial, Una Academia de Medicina Proactiva, Actuante e Innovadora)

La vida de Miguel Serveto o Servet (1511-1553), descubridor de la circulación pulmonar o menor, ha sido objeto de numerosas publicaciones importantes tanto en castellano como en francés y otros idiomas; tiene, en efecto, características novelescas que culminan en atroz muerte por orden del gran líder religioso ginebrino Jean Calvin o Calvino.

Natural de Villanueva de Sijena, provincia de Huesca, estudió humanidades y leyes pero se interesó especialmente por los temas de religión y de teología, pues había perdido la fe católica y adoptado la posición protestante, aunque sin sujetarse claramente a las peculiaridades dogmáticas de ninguno de los varios líderes de tal confesión.

Tuvo que exiliarse de España y refugiarse sucesivamente bajo el nombre de Michel de Villeneuve en Basilea, Estrasburgo, París donde estudió medicina y quizá fue compañero de Vesalio, Lyon y Vienne, pequeña ciudad del Delfinado; llevaba vida solitaria, dedicada a estudiar y escribir, pero su obra “De Trinitatis erroribus” publicada en 1531 le valió censuras y expulsión de todas las iglesias de la Reforma.

En defensa de sus puntos de vista escribió y publicó clandestinamente en 1553 su “Christianismi Restitutio” y se atrevió a plantear una polémica con Calvino, quien no solamente le respondió con dureza sino llegó a declarar heréticas sus afirmaciones; pero el obsesionado Servet viajó disfrazado a Ginebra, fue descubierto, enviado a prisión y como se negara a retractarse, quemado vivo junto con sus obras en una hoguera de leña verde, según disposición del propio Calvino, en octubre de 1553.

Por fortuna, unos pocos ejemplares de sus libros se salvaron en manos de intelectuales tanto católicos como protestantes y así se pudo saber que, al tratar de mostrar la sangre humana como la vía por la cual Dios se comunica con los seres humanos, Servet practicó estudios anatómicos y disecciones que le permitieron describir con detalle y por vez primera en Occidente la circulación pulmonar o menor.

Bartolomé Hidalgo de Agüero, sevillano (1530- 1597) se inspiró en un texto de Galeno para proponer, simultáneamente con el “padre de la Cirugía” Ambrosio Paré y probablemente sin conocer la obra de éste, el método llamado “vía seca” para tratamiento de las heridas, incluyendo las causadas por proyectiles de arma de fuego que algunos contemporáneos suyos creían envenenadas por la pólvora.

Ese tratamiento consistía en interferir lo menos posible el proceso de la naturaleza en la herida, abstenerse de provocar la supuración y buscar en cambio la cicatrización “por primera intención” manteniendo la herida limpia, con cambio diario de los vendajes y aplicación de sustancias emolientes, por ejemplo mezclas de aguardiente, clara de huevo y mirra.

También cirujano, Dionisio Daza Chacón (Valladolid, 1503-1596), igualmente opuesto a cauterizar las heridas con aceite hirviendo para estimular la “pus laudable”, fue médico militar en la flota que mandaba Don Juan de Austria y que obtuvo la magnífica victoria de Lepanto en 1571.

Se dice que en tan memorable ocasión, fue él quien trató la herida que sufrió en el miembro superior izquierdo un valiente soldado de apellidos Cervantes y Saavedra.

Nacido en Covarrubias, cerca de Burgos, Francisco Vallés (1520-1592) se doctoró en la Universidad de Alcalá y fue reconocido como erudito sin par, hasta el punto de que se le llamaba “el Galeno español”; se anticipó a Francis Bacon en el elogio del método experimental y a Renato Descartes en la insistencia sobre el uso de un “escepticismo metódico” para el análisis de las observaciones y la búsqueda de la verdad.

Escribió numerosas obras importantes, tanto médicas como filosóficas, entre las que conviene citar el “Comentario sobre las orinas, los pulsos y las fiebres” publicado en Alcalá (1565) y el “Método de curación de Francisco Vallés” (Madrid, 1588), ambos en latín.

Fue médico de Felipe II y consiguió aliviar al Rey los padecimientos de la gota –utilizando pediluvios10 de agua tibia– por lo que el soberano, agradecido, lo hizo llamar “El Divino Vallés”.

En este mismo lapso, pasaron a la recién descubierta América que solía llamarse todavía “las Indias Occidentales”, algunos médicos destacados, que traían además en algunos casos la misión de observar e informar sobre las novedades que fueran encontrando en sus viajes.

Aquí caben nombres como los de Diego Alvarez Chanca, viajero con Cristóbal Colón en su segunda travesía; Nicolás Monardes, sevillano (1493-1588), quien llegó a tener en su ciudad natal un jardín botánico con plantas curativas traídas del Nuevo Mundo, incluyendo curare y tabaco.

Pedro López de León, quien ejerció en Cartagena de Indias como ya se dijo; y Fray Agustín Farfán, de cuya experiencia en México resultó uno de los primeros libros médicos escrito y publicado en este continente.

Como era frecuente por aquellas épocas y sigue ocurriendo en muchos lugares del globo, los avances y maravillas conseguidos por sabios e investigadores como los mencionados tenían muy poca, a veces ninguna repercusión en la manera como se atendía a los enfermos en la realidad de aldeas y campos.

Allí, los médicos eran pocos y en su mayoría continuaban obrando con mentalidad medieval, atenidos a la teoría de los cuatro humores mencionados atrás –sangre, linfa o pituita, bilis amarilla y bilis negra o atrábilis– cuyo desequilibrio, como el de los cuatro estados de la materia –humedad, sequedad, calor y frío– sería la enfermedad.

Cervantes conocía sin duda las dos caras del asunto, al menos en lo general porque no hay razón para suponerle mejor informado que cualquier persona culta y “viajada” de entonces; ello explica las alusiones, explicaciones y vocabulario que utiliza en El Quijote.

¿Qué se encuentra en El Quijote?

La lectura cuidadosa de estas páginas inmortales muestra en primer término la necesidad de considerar y reseñar por separado “El Ingenioso Hidalgo don Quixote de la Mancha”, en el habla común “la primera parte”, y la “Segunda parte del Ingenioso Cavallero don Quixote de la Mancha”.

En efecto, difieren notoriamente una y otra no sólo en la clase de ocurrencias mencionadas sino en la actitud que adopta frente al tema el autor a través del presunto sabio Cide Hamete Benengeli; trata la primera parte sobre todo de golpes y heridas, con las respectivas curaciones y remedios, mientras en la segunda van las enfermedades no traumáticas y brilla la figura del médico cortesano, cuyas decisiones padece Sancho Panza metido a gobernador.

Ya en el capítulo I se encuentra, como parte de la descripción introductoria del personaje principal, su dificultad para entender y encuadrar dentro de la más elemental lógica unas partes de los libros de caballerías, concretamente “las heridas que don Belianís daba y recibía, porque se imaginaba que, por grandes maestros (médicos, cirujanos) que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales” (I – I – 29)11; y pocos renglones más adelante, la célebre explicación “y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro (cerebro) de manera que vino a perder el juicio” (I – I – 30).

En el tercer capítulo, el avispado ventero que tan rápido se posesiona de su papel de ilustre señor de castillo, aconseja a don Quijote que lleve siempre consigo dinero y los medios para curarse heridas; como refuerzo de su consejo dice que los caballeros andantes, aunque en los libros no esté escrito, “llevaban camisas y una arqueta pequeña llena de ungüentos” y si tal cosa no tenían, eran sus escuderos quienes iban “proveídos de dineros y de otras cosas necesarias, como eran hilas (trozos de tela apropiados para cubrir y vendar heridas) y ungüentos para curarse” (I – III – 43).

Antes de esta herida, que cura uno de los bondadosos cabreros con hojas de romero que “mascó y las mezcló con un poco de sal y aplicándosela a la oreja se la vendó muy bien, asegurándole que no había menester otra medicina, y así fue la verdad” (I – XI – 102), había recibido Don Quijote fuerte golpe al caer de Rocinante cuando arremetía contra el deslenguado mercader que se atrevió a dudar de la belleza de Dulcinea.

Y además los golpes que un mozo de mulas de la misma caravana le propinó, hasta romperle en las costillas su propia lanza (I – IV – 54, 55); apenas se había recuperado de tales agresiones, cuando al iniciar su segunda salida por el campo de Montiel, creyó ver gigantes donde había molinos de viento y arremetió contra ellos, con el resultado de otra caída violenta porque la nueva lanza que llevaba apoyada en el ristre, se engarzó en el aspa del molino y al tiempo que se volvía pedazos, envió contra el suelo a caballero y rocín (I – VIII – 76), con la imaginable secuela de dolores y maltratos.

Entre las lesiones a personajes secundarios, deben anotarse durante la primera salida los muchos azotes que un labrador daba con una pretina o correa a un muchacho, criado suyo, quien al parecer había descuidado el hato que se le encargaba cuidar (I – IV – 49, 51).

Al comenzar la segunda salida, recién pasado el episodio de los molinos de viento, recibe Sancho los primeros de los muchos golpes que le caerán en su nueva condición escuderil; son los puntapiés que le propinan los mozos sirvientes de los dos frailes de San Benito (I – VIII – 80) contra quienes carga Don Quijote cuando los toma por malvados guardianes del coche que por coincidencia pasa al tiempo con ellos; tantas fueron las coces.

Que no sólo impidieron a Sancho despojar al religioso caído sino lo dejaron inconciente por un rato, no tanto que se perdiera la batalla entre su amo y el vizcaíno, ya mencionada. Rocinante y su poco usual deseo de holgorio con las jacas gallegas, provocó la siguiente paliza para el andante caballero, que por vengar los palos que sobre su rocín hicieron caer los arrieros yangüeses que llevaban las jacas, se enfrentó a ellos con su espada pero a pie y sin demora fue a su vez molido a estacazos (I – XV – 131), de los que recibió también algunos Sancho Panza.

En la venta hacia la cual se dirigió Sancho enseguida con su maltratado señor, con emplastos que le aplican por todo el cuerpo curan la ventera y su hija a don Quijote (I – XVI – 138, 139) pero poco va a durarle el beneficio, porque otro arriero, que pasaba la noche en dicha venta, complica la obra de los yangüeses al agregar en la oscuridad un fuerte puñetazo que bañó en sangre la boca de Don Quijote y algunos pisotones sobre sus ya abrumadas costillas, como medida para defender a la Maritornes que al venir en su busca, se vió en los brazos del muy desorientado caballero (I – XVI – 143, 144).

Se armó entonces, por encima de Don Quijote que se había desmayado, un intercambio de golpes en el que participaron con fuerza pero a ciegas el arriero, Sancho, el ventero que acudía a ver lo que pasaba y la propia Maritornes.

Y poco más tarde, también un cuadrillero de la Santa Hermandad Vieja de Toledo que intentó usar su autoridad para imponer orden pero terminó golpeando con un candil lleno de aceite a Don Quijote, recién despierto de su desmayo (I – XVII – 148).

No pasaron a peores, por fortuna, los malentendidos de esa noche; pero aún debía recibir el héroe de la historia otras cuatro agresiones, y el escudero dos además de una manteada, antes de que regresaran temporalmente a sus hogares.

El mantear, es decir, hacer rebotar el cuerpo de una persona repetidas veces sobre una manta que los manteadores sostienen asiéndola por los bordes para mantenerla tensa, era chanza pesada o agresión disimulada entre gentes del pueblo.

A Sancho deciden aplicársela nueve huéspedes de la venta, cuando él se niega a pagar los gastos de la triste noche que acaban de pasar y para ello alega fueros de caballería andante que en semejante ambiente no acepta ni entiende nadie (I – XVII – 152, 153). La involuntaria serie de saltos y volteretas dejaba a la persona golpeada y adolorida.

Es de nuevo Don Quijote quien recibe dos violentas pedradas, disparos de las hondas de dos pastores que defienden a sus rebaños porque acaban de ver perecer alanceadas algunas de las ovejas, cuando al señor hidalgo le parece que se trata de dos ejércitos enfrentados para descomunal batalla (I – XVIII – 161,162) y decide tomar partido a favor del “valeroso emperador Pentapolín del Arremangado Brazo”.

Tanta es la fuerza de los dos impactos, que cae de la silla y aunque no pierde el conocimiento, sí queda con varios dientes menos, dos dedos de la mano machucados y tal sensación de malestar, que solo el bálsamo de Fierabrás que estaba tomando cuando le llegó la segunda piedra, parece ofrecerle alguna mejoría; pero también eso falla y todo lo que obtiene es vomitar lo que llevaba en el estómago (I – XVIII – 163) sobre las barbas de Sancho, que se acercaba a comprobar los destrozos hechos por las piedras en la dentadura de su señor…

No parece que en la pendencia general que se armó en la misma venta de la primera noche, cuando por ella pasó otra vez don Quijote que ahora iba en compañía de Don Luis, Don Fernando, Cardenio, el oidor, el cura y el barbero (I – XLV – (469, 470), hubiera recibido ninguno de ellos golpes muy fuertes, como sí se los dieron a los cuadrilleros de la Santa Hermandad con quienes resultaron enfrentados.

Fueron abundantes, en cambio, los “mojicones” que el cabrero Eugenio, agredido verbalmente y golpeado con un pan por las narices, devolvió a Don Quijote cuando pudo ponerse sobre él (I – L I I – 522, 523); y remató ese episodio el garrotazo que uno de los disciplinantes dio al caballero con el cabo restante de la horquilla que el golpe de la espada había partido en dos, (I – L I I – 525) tumbándolo del caballo y terminando de convencerlo para que volviera a casa.

Las páginas de la “Segunda Parte del ingenioso cavallero don Quixote de la Mancha”, como se dijo atrás, no recogen sino un par de agresiones físicas contra él y así contrastan mucho con lo que se acaba de resumir; por cierto, la primera lesión es muy poco usual, pues se trata de los arañazos que un gato furioso le hace al prendérsele en las narices (II – XLVI – 898) cuando se siente acosado por los mandobles y cuchilladas que lanza con la espada el caballero, pensando que se enfrenta a malandrines encantados, mientras el duque y su corte se divierten con la broma de los gatos con cencerros que ellos idearon.

La segunda lesión son los abundantes pellizcos que alguien, inmediatamente después de azotar con una chinela a la dueña Rodríguez, da en la oscuridad a Don Quijote, como castigo por contar la dueña intimidades vergonzosas de su ama la duquesa.

En esta segunda parte, las restantes menciones a golpes o heridas se refieren al “Caballero de los Espejos”, vale decir el bachiller Sansón Carrasco, derribado por Don Quijote cuando se atrevió a desafiarlo (II – XIV – 654) pero luego no alcanzó ni siquiera a poner su lanza en ristre; a Sancho, quien por rebuznar (II – XXVII – 765) se lleva un varapalo que al venir la noche “se hacía sentir mas por el sereno”.

A don Vicente, que muere de los balazos que le propina su enamorada, Claudia (II – LX – 1011, 1012); y a uno de los bandidos de la cuadrilla de Roque Guinart, muerto por su jefe de un tajo en la cabeza “por deslenguado y atrevido” (II – LX – 1017) cuando le criticó haber regalado parte del botín de un asalto.

Enfermedades y remedios

Exceptuadas las alusiones a la “pérdida del juicio” de don Alonso Quijano, la primera frase que en la obra se refiere a enfermedad no menciona ser humano sino a Rocinante, pues se afirma que un dibujo que ilustraba el presunto escrito de Cide Hamete Benengeli, lo mostraba “maravillosamente pintado, tan largo y tendido, tan atenuado y flaco, con tanto espinazo, tan hético confirmado” (I – IX – 87) y con ese término, hético, se le atribuye estar minado y consumido por la tisis o tuberculosis.

Dos enfermedades de la dentadura, “neguijón” y “reuma”, menciona don Quijote preocupado por saber cuantas muelas y dientes perdió por las pedradas de los pastores (I – XVIII – 165); y se lamenta con razón cuando Sancho le responde que apenas le quedan “en esta parte de abajo… dos muelas y media, y en la de arriba, ni media ni ninguna”.

Según el DRAE12 se entiende por neguijòn una enfermedad que ennegrece y destruye los dientes, la misma que hoy se llama caries dental; en cuanto a reuma, bajo este término se agrupaban diversas molestias en las que el cuadro clínico incluía dolor, inflamación y alguna secreción, lo cual en la boca correspondía probablemente a inflamaciones de las encías o periodontitis.

También a las muelas, o mejor a Santa Apolonia que se tenía por patrona de ellas, se menciona poco antes de que comience la ùltima salida de don Quijote, pues el bachiller Sansón Carrasco le recomienda al ama (II – VII – 594) que “vaya rezando la oración de Santa Apolonia, si es que la sabe” mientras él llega a buscar la manera de impedir que el testarudo hidalgo “se salga por la puerta de su locura”, pero ella le argumenta que tal haría si su amo estuviera mal de las muelas, pero como lo está de la cabeza…

Los temblores como síntoma se mencionan en tres ocasiones y se distingue entre el “temblor de azogado”, intoxicado por el azogue o mercurio que se usaba para preparar medicamentos, entre ellos los usados contra la sífilis, y el temblor que acompaña a las fiebres palùdicas, “un temblor como de grave accidente de cuartana”.

En los tres casos, sin embargo, la mención es metafórica porque Sancho tiembla de susto (I – XIX – 167) y de lo mismo le castañetean los dientes como si tuviera “fríos de cuartana” (I – XIX – 168), don Quijote lo hace de ira (II – XXXII – 792) y Clara, por la emoción de oir el canto de quien reconoce, por la voz, es su enamorado (I – XLIII – 447).

Una metáfora médica sirve igualmente al desterrado judío Ricote (II – LXV – 1052) para calificar la forma rígida e inmisericorde como se expulsa a sus correligionarios de todo el territorio español, pues dice que el encargado de tales medidas, don Bernardino de Velasco, conde de Salazar, usa “antes del cauterio que abrasa que del ungüento que molifica”.

Las enfermedades febriles, que además de la malaria comprendían diversas infecciones, tuvieron acentuada gravedad hasta el descubrimiento de los antibióticos en el primer tercio del siglo pasado; a una de ellas, “calenturas pestilentes”, se le adjudica la muerte del caballero cuyo cuerpo transportan unos sacerdotes entre Baeza y Segovia (I – XIX – 170), caravana que recibe el ataque de don Quijote porque no se le dieron pronto las explicaciones sobre lo que sucedía con tal procesión en medio de la noche.

La alteración del olfato que acompaña al resfriado común, que se llamaba “romadizo”, le sirve al ingenioso hidalgo para explicar el “olorcillo algo hombruno” que dice Sancho haber sentido cuando presuntamente se acercó a Dulcinea (I – XXXI – 312) y que por supuesto en nada se parecía a lo que imaginaba el enamorado caballero, “un tuho o tufo como si estuvieras en la tienda de algún curioso guantero”, olor a “aquella rosa entre espinas, aquel lirio del campo, aquel ámbar desleído”.

En la novela del Curioso Impertinente, Anselmo reconoce que persistir en su pretención de poner trampas para probar la honestidad de su esposa es como padecer “la enfermedad que suelen tener algunas mujeres, que se les antoja comer tierra, yeso, carbón y otras cosas peores, aun asquerosas para mirarse, cuanto más para comerse” (I – XXXIII- 340); esta condición se clasifica en la actualidad como transtorno del comportamiento y lleva el nombre de “pica”.

El sentimiento entre asombro y miedo con que han visto siempre las crisis de epilepsia y los episodios de parálisis aquellas personas no versadas en medicina, surge en esta obra como descripción metafórica, al decir que Sancho cuando vio la tremenda fealdad de la nariz que mostraba el escudero que acompañaba al Caballero del Bosque, “empezò a herir de pie y de mano como niño con alferecía” (II – XIV – 651) que sin duda es temblar violentamente por semejanza con las convulsiones de la alferecía (epilepsia).

También, para explicar el origen del apellido Perlerina, que se atribuye a “una familia riquísima” pero cuyos miembros “son perláticos” (II – XLVII – 906), padecen “perlesía” que en la página 714 del DRAE ya citado, se define como “resolución o relaxación de los nervios, en que pierden su vigor y se impide su movimiento y sensación”, en una palabra, parálisis.

No deja de aparecer también y en el mismo episodio, en boca del descarado labrador que quiere casar a su hijo con la Perlerina, la visión popular de los ataques epilépticos como manifestaciones de posesión por el demonio (II – XLVII – 907).

“Váguidos de cabeza, indigestiones de estómago” dice don Quijote, al discurrir sobre las armas y las letras (I – XXXVIII – 396), que son molestias inherentes a los esfuerzos para llegar a ser “eminente en letras”, pues los mareos o vértigos causados por hambre y las alteraciones de la digestión del mismo origen están en el habla popular desde tiempos antiguos, como lo está la idea de que no se hace rico ni vive con muchas comodidades quien se dedica intensamente a labores intelectuales.

Y en su dedicatoria de la segunda parte al Conde de Lemos, Cervantes usa dos términos médicos, “hámago y náusea”, para describir con mayor énfasis el gran desagrado (mal sabor en la boca y deseos de vomitar) que le provocan las páginas del llamado “Quijote de Avellaneda”, el libro con que alguien pretendió aprovecharse del éxito evidente de “El ingenioso hidalgo…”.

Casi con cada descripción de golpes o heridas aparece el verbo “bizmar” y su sustantivo “bizma”. Así, el Caballero de los Espejos y su escudero buscan “algún lugar donde bizmarle y entablarle las costillas” después de la caída que sufre el disfrazado bachiller Sansón Carrasco en su encuentro con don Quijote (II – XV – 656); Sancho, tras el asalto nocturno contra la ínsula que gobierna (II – LIII – 957) pide a su médico Pedro Recio y a otros circunstantes que se aparten y lo dejen ir, “que me voy a bizmar, que creo que tengo brumadas todas las costillas”.

Es el DRAE otra vez quien nos informa que bizma es “emplasto para confortar, se compone de estopa, aguardiente, incienso, mirra y otros ingredientes” y el mismo diccionario anota, para el aceite de Aparicio que la enamorada Altisidora aplica a don Quijote al curarle las heridas que le produjeron los gatos con cencerros (II – XLVI – 898), que se consideraba como muy costoso, hasta el punto de decir “caro como aceite de Aparicio”.

Médico del Siglo XVI fue Aparicio de Zubia, a quien se le atribuye la invención de este preparado cuyo ingrediente principal, se dice, era el Hipérico o corazoncillo13, planta gutífera que produce una resina al parecer con propiedades cicatrizantes.

Herencias de la Edad Media y algunas aún anteriores, muchas creencias populares sobre temas de enfermedades y lesiones encuentran sitio en El Quijote. Al elogiar la amistad entre Rocinante y el asno de Sancho, se afirma que los hombres han aprendido de las bestias (II – XII – 633) “muchas cosas de importancia, como son de las cigüeñas el cristel, de los perros el vómito”.

Se creía, en efecto, que las cigüeñas usaban su largo pico para introducirse unas a otras remedios por el ano (aplicarse clíster o lavativa) cuando los necesitaban, y que los perros comían ciertas hierbas para provocarse el vómito y así limpiar el interior de su estómago o, como algunas personas creen todavía hoy, el hígado afectado por alimentos inconvenientes.

Cuando se desarma y desviste don Quijote en casa de don Diego (II – XVIII – 680, 681) se entera el lector de que llevaba la espada pendiente “de un tahalí de lobos marinos, que es opinión que muchos años fue enfermo de los riñones”, vale decir de piel de foca porque el contacto con ésta se tenía por eficaz contra las piedras (cálculos) renales y la gota.

Las “dos fuentes14 en las dos piernas” que según la dueña Rodríguez tiene su ama la duquesa, “por donde desagua todo el mal humor de que dicen los médicos está llena” (II – XLVIII – 916), son como se anotó atrás, también herencia medieval pero aceptada por los médicos; este es el detalle vergonzoso que vale a la dueña chancletazos por revelarlo y a don Quijote pellizcos por oírlo.

El bálsamo de Fierabrás

Aunque no pertenece a los tratamientos médicos que podríamos llamar “oficiales” para la época, el bálsamo de Fierabrás tiene frecuente presencia en las novelas y los libros de caballerías, así como en las ideas màgicas que de la medicina guarda el pueblo.

A él se refiere don Quijote por primera vez cuando Sancho, al ver cómo le sangra la oreja herida por la espada del vizcaíno, le encarece que se cure y le ofrece para hacerlo “hilas y ungüento blanco” que dice tener en sus alforjas; “Todo eso fuera bien excusado”, es la respuesta, “si a mí se me acordara de hacer una redoma del bálsamo de Fierabrás, que con una sola gota se ahorraran tiempo y medicinas” (I – X – 92).

Ante la pregunta del asombrado escudero, don Quijote no sólo asegura saber de memoria la receta sino describe las cualidades de la sustancia con un ejemplo estupendo: si en alguna batalla “me han partido por medio del cuerpo”, solo será necesario juntar las dos mitades con cuidado “antes que la sangre se yele” (se coagule) y darle a beber dos tragos del bálsamo, con lo que volverá a quedar “más sano que una manzana”; la sorpresa es tal, que Sancho ofrece renunciar a ínsulas y pagos si se le enseña fòrmula tan maravillosa, aunque su malicia o buen juicio elemental le hacen comenzar diciendo “si eso hay”, si semejante cosa de veras existe.

La preparación solo se viene a realizar con el aceite, vino, sal y romero que suministra el ventero (I – XVII – 148, 149), al terminar la noche en que tantos golpes caen sobre el ya aporreado caballero y sobre su escudero que en la venta buscaron refugio y auxilio pero encontraron sobre todo equívocos y malas interpretaciones subrayadas con agresiones.

Mezclados los cuatro simples o componentes, don Quijote los pone al fuego en una olla y los deja cocer por largo rato, para luego pasar lo que ha obtenido a una aceitera o alcuza de hojalata y rezar sobre ella “mas de ochenta” padrenuestros, avemarìas, salves y credos, acompañando cada palabra con una cruz “a modo de bendición”, lo que cierra el proceso y deja el bálsamo listo para la prueba.

Como se siente tan mal, don Quijote bebe casi todo lo que no alcanzó a pasar de la olla a la alcuza; lo sobrecoge enseguida vómito intenso y abundante, seguido de tal sudor y decaimiento que se queda dormido; pero al despertar, más de tres horas después, habìa descansado tánto que de verdad creyó estar curado por la virtud de su menjurje.

Bien distinta suerte corrió Sancho Panza, quien al ver ese resultado quiso aprovechar también para aliviar sus dolores y bebió los restos de la olla; su estómago, menos delicado, aguantó un rato antes de expulsar la mezcla; la consecuencia fue tal cantidad de “ansias, bascas, trasudores y desmayos” por casi dos horas (I – XVII – 150), que no solamente pensó morir sino terminó sintiéndose mucho peor que antes del remedio y muy descontento con la explicación quijotesca de que todo se debía a no ser él, Sancho, armado caballero.

Quizá para fortuna de amo y criado, la alcuza y su contenido desaparecen al golpe de una de las piedras que lanzan los pastores, en el episodio de los rebaños de ovejas imaginados como ejércitos del emperador Alifanfarón de la Trapobana y del rey Pentapolín del Arremangado Brazo.

El célebre Pedro Recio

La figura del médico que, según uso de la época, pertenece al cortejo de Sancho Panza cuando éste se convierte en gobernador de la “ínsula Barataria”, es delineada por Cervantes con gran detalle y no poca ironía.

Aparece todavìa sin nombre pero solemne y con “una varilla de ballena en la mano”, cuando el recién posesionado gobernador va a satisfacer su apetito (II – XLVII – 899 y sig.) y sin duda tiene todas las esperanzas de un hartazgo como nunca antes ha podido darse; aunque nada se dice de su atuendo, se lo puede imaginar vestido con los calzones llamados gregüescos, jubón ajustado al torso, todo ello negro y como único adorno blanco bajo la barba abundante que solían usar médicos y letrados, un cuello simple o valona, porque las lechuguillas voluminosas de encaje cuidadosamente plegado se reservaban para personas de alcurnia y dinero15.

El personaje toca con su varilla todos los platos que se ponen sobre la mesa delante del hambriento y cada momento más desilusionado Sancho, los sirvientes los levantan y alejan con gran presteza, y ante la pregunta y molestia del directo perjudicado viene la respuesta en tono doctoral:

“Yo, señor, soy médico y estoy asalariado en esta ínsula para serlo de los gobernadores de ella, y miro por su salud mucho más que por la mía”… A lo cual sigue una sarta de explicaciones que se concretan en que no podrá el hambriento comer nada de lo sabroso que hay en la mesa, apenas “un ciento de cañutillos de suplicaciones y unas tajadicas sutiles de carne de membrillo”, delgados barquillos de hojaldre y mínimos pedazos de fruta que no alcanzarían siquiera a disimular ni mucho menos aplacar la necesidad de quien ha pasado muchas horas en ayunas.

Decide Sancho en ese momento preguntarle su nombre y títulos, a lo cual oye contestar: -“Yo, señor gobernador, me llamo el doctor Pedro Recio de Agüero, y soy natural de un lugar llamado Tirteafuera, que está entre Caracuel y Almodóvar del Campo, a la mano derecha, y tengo el grado de doctor por la universidad de Osuna”.

La nota puesta en la edición que se viene citando (II – XLVII – 902) señala que era la de Osuna universidad poco importante y que no tenía estudios de medicina, lo que sin duda sabían las personas cultas de aquella época; Tirteafuera, si alguna vez existió, sería lugarejo de algunas pocas casas perdido en los campos de la actual provincia de Ciudad Real.

Estos datos permiten deducir la calidad profesional de quien, a pesar de todo, posa de médico con gran suficiencia pero es tildado enseguida por Sancho de “mal médico, verdugo de la república”, a quien amenaza con matar si no sale inmediatamente de su vista, ya que no se ajusta a lo que él considera que es un médico sabio, prudente y discreto, porque si lo fuera habría de ponerlo sobre su cabeza y honrarlo como a persona divina.

Los argumentos que el mal mirado Pedro Recio, de Mal Agüero como lo moteja el enfurecido Sancho, utiliza para prohibir cada manjar y darlo por inconveniente a la salud de éste, imitan bien el lenguaje de los galenos que seguían teniendo la mentalidad humoralista del medioevo.

La fruta por “demasiadamente húmeda”, el segundo manjar por “demasiadamente caliente y tener muchas especies”, las perdices apelando a un latinajo que según afirma es aforismo de Hipócrates16 y prohibe hartarse de perdices, los conejos guisados por ser “manjar peliagudo”, la ternera asada y en adobo porque “no hay para qué”, la sabrosa olla podrida por ser cosa “compuesta” y no haber cosa “de peor mantenimiento”, nada parece satisfacer el exigente criterio del presunto doctor que, sin embargo, no alcanza a engañar el buen criterio elemental de su “paciente” que se rebela pero no tiene tiempo de resarcir el daño y comer algo porque llega el correo en que el duque, organizador de toda la gran Revista MEDICINA – Vol. 27 No. 1 (68) – Marzo 2005 58 mascarada y bromista empedernido, anuncia el ataque de enemigos contra la ínsula y pide al gobernador prepararse para combatir y defender sus posesiones.

Ante la emergencia, la primera disposición de Sancho es enviar a un calabozo al doctor Recio porque no le vaya a dar “muerte adminícula y pésima, como es la de la hambre”, orden de la cual no queda otra duda que el adjetivo “adminícula” inexistente en la realidad de nuestro idioma.

No alcanza a cumplirse tan fuerte sentencia ni se produce el anunciado ataque; por el contrario, sigue su curso la serie de bromas ideadas por los duques para divertirse a costa de Sancho, quien debe tolerar otras entromisiones del doctor Recio en su alimentación, pues le hace desayunar “un poco de conserva y cuatro tragos de agua fría” (II – LI – 938) con la explicación de que “los manjares pocos y delicados avivan el ingenio”, cosa que conviene mucho a quienes tienen mando y “oficios graves”…

Y aunque por una vez le permite cenar “un salpicón de vaca con cebolla y unas manos cocidas de ternera”, el informe para don Quijote en la carta que firma “Sancho Panza, gobernador” asegura (II – LI – 943, 944) que en su ínsula no ha encontrado peligro de muerte distinto de “un cierto doctor que está en este lugar asalariado para matar a cuantos gobernadores aquí vinieren.

Llámase el doctor Pedro Recio y es natural de Tirteafuera… dice de sí mismo que él no cura las enfermedades cuando las hay, sino que las previene para que no vengan; y las medecinas que usa son dieta y más dieta, hasta poner la persona en los huesos mondos”, idea que coincide con la que a plena voz ha pregonado Sancho ante sus acompañantes (II – XLIX – 917) en la sala de gobierno: “…

yo, que no le doy de comer a la mía (a mi naturaleza) merced al señor doctor Pedro Recio Tirteafuera, que está delante, que quiere que muera de hambre y afirma que esta muerte es vida, que así se la dé Dios a él y a todos los de su ralea: digo, a la de los malos médicos, que la de los buenos palmas y lauros merecen”.

Profesión respetable…

No sale bien parado el doctor Pedro Recio de sus intentos por controlar la comida del gobernador en su cortísimo tránsito por las alturas del poder, pero como se observa, ello no significa que Cervantes, hijo de cirujano, vea con malos ojos o sienta desprecio por la medicina y los médicos.

Por el contrario, varias son las menciones elogiosas y en boca de don Quijote se hallan consejos atinados, para Sancho precisamente, sobre la manera de conservar la salud.

El enamorado Cardenio, al insistir en su voluntad de dejarse morir por amor, dice a los circunstantes que cualquier otro consejo, aunque a ellos les parezca bueno para aliviarlo, le servirá “lo que aprovecha la medicina recetada de famoso médico, al enfermo que recibir no la quiere”.

Cuando el joven don Lorenzo de Miranda le pregunta si “ha cursado las escuelas, ¿qué ciencias ha oído?”, (II – XVIII – 682) responde don Quijote con apasionada descripción de la caballería andante como “una ciencia que encierra en sí todas o las más ciencias del mundo” y afirma que el caballero andante debe ser jurisperito, teólogo, astrólogo, matemático, ha de estar adornado de todas las virtudes teologales y cardinales y “ha de ser médico, y principalmente herbolario, para conocer en mitad de los despoblados y desiertos las yerbas que tienen virtud de sanar las heridas”.

La duquesa encarece las cualidades del discurrir quijotesco (II – XXXII – 801) con la frase “cuanto vuestra merced dice va con pie de plomo y, como suele decirse, con la sonda en la mano”, porque el médico al sondear una herida lo debía hacer con gran cuidado y suavidad; tiene sentido similar la respuesta de Sancho a la duquesa, cuando acepta que “ese escrúpulo (el de dar al escudero autoridad para que gobierne a otros, cuando no se sabe gobernar a sí mismo) viene con parto derecho” (II – XXXIII – 808); también el llamar al sol “médico” (II – XLIV – 887) porque en él se personificaba a Apolo, deidad de la medicina en el Olimpo griego.

Al bandido Roque Guinart, cuando tiene ocasión de oírle sus explicaciones sobre la razón de su vida y actos malvados, le recuerda el hidalgo manchego (II – LX – 1014) que “el principio de la salud está en conocer la enfermedad y en querer tomar el enfermo la medicina que el médico le ordena”. Y Sancho, a punto de entrar en su propia aventura de la gobernación, escucha de su amo consejos singularmente apropiados y sabios, entre ellos dos que parecen salidos del famoso libro medieval “Régimen de salud de Salerno”17 y que son éstos:

“Come poco y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago. Sé templado en el beber, considerando que el vino demasiado ni guarda secreto ni cumple palabra” (II – XLIII – 872).

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Llama la atención como detalle médico la diferencia entre el verdadero Quijote, que termina sus andanzas y vuelve a su hogar para morir, sin haber sufrido jamás reclusión en asilo de locos, y el llamado “Quijote de Avellaneda” a quien ese autor sí pone en una de tales instituciones, que en España existìan desde el Siglo XV18.

Se puede pensar que para Cervantes, el ingenioso hidalgo no está “loco de atar” sino embaucado por los personajes y aventuras de sus libros predilectos, que en ciertos momentos logran cambiarle la percepción de la realidad pero en otros son comprendidos como “ideales irreales” que don Quijote quiere voluntariamente aceptar aunque entienda que no existen.

Según opina el catedrático emérito de Psiquiatría y miembro numerario de la Real Academia de Medicina de Madrid, don Francisco Alonso Fernández19, tiene don Quijote una locura lúcida, un delirio expansivoeufórico que se clasifica como delirio de autometamorfosis, variedad de los delirios de falsa identificación de sí mismo, que a su vez genera una constelación de falsas identificaciones de otras personas, animales y objetos; para el doctor Alonso Fernández, la pertinaz lectura de libros de caballerías no es causa de su delirio sino un síntoma precoz del mismo.

La tesis del distinguido académico, hasta ahora inédita, parece confirmarse con los episodios que preceden a la muerte (II – LXXIV – 1100), cuando anuncia al ama, la sobrina y los amigos cercanos que “ya no soy yo don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de bueno”.

Pero llega tarde esa recuperación de la mente; abruman ya al hidalgo la desilusión, la melancolía, y sobre su cuerpo mal nutrido cae una alteración cardíaca que el médico llamado para atenderlo (de cuyo nombre Cervantes no quiso acordarse…) capta en los cambios del pulso y considera grave; se trató probablemente de insuficiencia cardíaca rápidamente progresiva, sin mayor congestión pulmonar pero con repercusión cerebral que le causa frecuentes desmayos (pérdidas transitorias de conciencia) a lo largo de tres días y luego un tranquilo final.

Tal vez el consejo de Sydenham que abre este trabajo a modo de tesis para explorar, debe tomarse en el mismo sentido del libro que, en 1836, escribió Antonio Hernández Morejón y que tituló “Bellezas de Medicina Práctica en el Ingenioso Caballero don Quijote de la Mancha”: la inmortal obra contiene descripciones e interpretaciones sobre la salud y la enfermedad, ante todo la enfermedad mental, de las cuales pueden destilar valiosas ideas los profesionales que tengan la paciencia y seriedad necesarias para esa clase de trabajos, nada fáciles y en los que siempre hay el gran riesgo de inventar y construir más allá de lo que realmente hay en las páginas que se estudian.

Bibliografía

1. GLASSCHEIB H.S. “El laberinto de la Medicina”, Ediciones Destino, Barcelona, 1964.
2. LAIN Entralgo Pedro (Director) “Historia Universal de la Medicina” tomo 4, Salvat Editores S.A., Barcelona, Madrid 1973.
3. MARTI Ibáñez Félix “Centaur, essays on the history of medical ideas”, MD Publications, New York 1958.
4. MENDOZA Vega Juan “Lecciones de historia de la Medicina”, segunda edición corregida y aumentada, Centro Editorial Rosarista, Bogotá, 2003.
5. UNESCO (patrocinador) “Historia de la Humanidad”, tomos 5 y 6, Editoriales Planeta, Barcelona, y Sudamericana, Buenos Aires, 1977.

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