Conmemoraciones: 400 Años de “El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha” Miguel de Cervantes Saavedra
Enfermedad, salud y Médicos en El Quijote
Juan Mendoza-Vega, M.D.1
Se atribuye a Thomas Sydenham, el célebre médico inglés del Siglo XVII (nació en Winford Eagle, Dorset, en 1624 y murió en Londres, 1689) la recomendación de leer El Quijote para quien quisiera un libro en el cual pudiera aprender sobre Medicina.
Una frase casi idéntica ponen Rita Monaldi y Francesco Sordi, en su novela “Imprimatur”, en boca del personaje Bedford, un inglés discípulo de Locke y de Sydenham, quien tras un par de observaciones relativas a la córnea seca como signo de fiebre y al tratamiento de las tercianas2 y del “histerismo”, pide que digan al médico sienés Cristofano, con quien ha discutido: “Para aprender el arte de la medicina, que lea El Quijote mejor que a Galeno o a Paracelso”.
¿Es posible, en este cuarto centenario de la inigualable obra de don Miguel de Cervantes y Saavedra, encontrar explicación o argumentos para afirmaciones de esa clase? ¿Qué puede verse en esas páginas venerables, sobre las enfermedades, la Medicina y los médicos de Europa, o al menos de España, en la época de su composición y aparición?
Para responder siquiera de modo parcial a estos dos interrogantes, como intentaré hacerlo en las páginas siguientes, por honrosa designación de la Academia Colombiana de la Lengua y de su Director, don Jaime Posada, fue necesaria en primer término una nueva lectura de la inmortal obra, lápiz y libreta de notas en mano, con ojos y entendimiento de médico.
Pero también con la información recabada en algunas fuentes que permitieran establecer la imagen del gran escenario que sirve de local y ambiente a las famosas aventuras. (Ver: Conmemoraciones: 100 Años de la Clínica Marly “Profesor Carlos Esguerra Gaitán Cristalización de una idea, Casa de Salud y Sanatorios de Marly”)
España en los tiempos del Quijote
Cuando se gesta “El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha”, reina sobre “las Españas” don Felipe II (1527-1598) que sucedió a su padre el poderoso Carlos V de Alemania y I de España cuando éste decidió en 1556 encerrarse para siempre en el monasterio que los frailes jerónimos tenían en Yuste, en la provincia de Cáceres.
Quizá influido por el desencanto del Emperador, Felipe se empeña en imponer en su corte la rígida y casi fúnebre severidad del traje que contrasta mucho con el derroche y boato de otros entornos reales europeos, además de fortalecer en la Península y en las extensas posesiones de ultramar el respeto por la fe católica romana, que para el efecto cuenta con instituciones tan poderosas como el Tribunal de la Santa Inquisición y el brazo armado de la Santa Hermandad.
Cuando la muerte se lleva al monarca, en 1598, lo sucede su hijo Felipe III (1578-1621), varón piadoso e inteligente pero de escasa habilidad política, cuya equivocada gestión inicia la decadencia española y permite sucesivos despoblamientos de villas y ciudades, algunas de las cuales llegan a perder más del sesenta por ciento de sus habitantes en el lapso de veinte años.
Conquistadora de un verdadero Nuevo Mundo, al principio de este período España goza de riquezas no imaginadas y ha comenzado a vivir su “Edad de Oro”, que durará hasta la mitad del Siglo XVII y le permitirá tener una posición de visible influencia sobre Europa en lo militar y político –recuérdense las victorias del Duque de Alba en Flandes, la de don Juan de Austria en Lepanto que detuvo el avasallador poderío musulmán-
Pero también en el arte, con pintores de la talla de Doménico Theotocópulos “El Greco” y Diego de Silva y Velásquez, y en la literatura con Lope de Vega, Pedro Calderón de la Barca y el propio Miguel de Cervantes, para citar solamente a tres de las luminarias.
De las tierras recién descubiertas y en trance de conquista, no sólo llegan metales y piedras preciosas sino abundantes novedades que pronto contribuyen a cambios fundamentales en la vida europea, empezando por las recetas médicas y las costumbres alimentarias.
El tomate, la papa o patata, el maíz, el chocolate, los diversos y picantes chiles, entran temprano y sin dificultad a las mesas y cocinas, al tiempo que sus diversos preparados autóctonos ganan el paladar de conquistadores y colonizadores desde más arriba de Yucatán hasta el Río de la Plata.
El guayaco o palo-santo, el bálsamo de Tolú, pero sobre todo la quina o cinchona, ofrecen cualidades tan apreciables para enfrentar enfermedades milenarias como la malaria, que su búsqueda y comercio es uno de los renglones más activos entre la Madre Patria y sus posesiones.
Pero de esa luz, pocos reflejos llegan al pueblo raso español, al campesino que arranca un difícil pasar a surcos cultivados con los mismos métodos y herramientas del medioevo, al hidalgo de pueblo en cuya olla hay de costumbre “mucho más vaca que carnero”.
Y sin embargo, de acuerdo con la organización social tradicional, mantiene con cuidado su ocio que estima ennoblecedor y cultiva un orgullo y un concepto del honor que pueden llevarlo hasta los mayores sacrificios.
Porque en esta nación que expulsó de su territorio no mucho tiempo atrás a moros y judíos con la simple razón de que sus creencias amenazaban “la verdadera fe”, lo que más se valora es la pureza de sangre y la condición de “cristiano viejo”, probadas ambas cada vez que se ofrece mediante expedientes largos y complicados, pero al alcance tanto del rico noble cortesano dueño de título y hacienda suficiente, como de cualquiera otro hidalgo, hijodalgo, hijo de algo sin mas ingresos que los pocos maravedíes que puede cobrar precisamente por su condición y mientras no caiga en la tentación de usar sus manos para trabajar.
En los barrios marginales de las ciudades, abundan pícaros de toda especie encabezados por valentones de espada y daga al cinto, cuyo lenguaje salpicado de “hampa”, es decir, de expresiones desafiantes y agresivas sin destinatario preciso y por lo mismo dirigidas a cualquier circunstante, sirve para abrirles un espacio de temor que usan ellos como medio de vida.
Los verdaderos valientes se alistan en los famosos “tercios” que, al grito de “Santiago y cierra España” consiguen una y otra vez hazañas sorprendentes, que en algunos casos se habrían tenido por imposibles.
Muchos dejan sus huesos lejos del terruño, en sepulturas abiertas con prisa junto a los campos de batalla en lo que ahora llamamos Italia, Bélgica, Holanda, o arrojados por la borda de las galeras o los galeones en algún punto del Mediterráneo, del Atlántico y quizá del Mar Caribe.
Otros vuelven, maduros a golpes, lisiados por heridas, atormentados por largos períodos de prisión y esclavitud en países musulmanes, a recorrer los caminos de su patria y encontrarse quizá con que no llega la recompensa que alguna vez les prometieron por sus hechos de armas y se les respo de con desapego “busque por aquí en qué se le haga merced” cuando se atreven a solicitar destino en el otro lado del océano.
Como lo han señalado los estudiosos expertos, esa es la realidad en que hinca sus raíces El Quijote, la experiencia que ha vivido Cervantes desde su primera juventud y que necesariamente se refleja en esa ficción que resuelve escribir cuando su edad ya entró en la cincuentena.
No forma Don Miguel parte ni está siquiera cerca del estamento superior de la sociedad española, el de los “Grandes de España” titulados, duques, condes y marqueses de rancia aristocracia designados por el Rey, que los llama “primos” y les permite como señal de su distinción permanecer en su presencia con la cabeza cubierta.
Tampoco es “caballero” de ninguna de las cuatro órdenes militares, Calatrava, Santiago, Alcántara y Montesa, como sí lo era, en la de Santiago, don Pedro Calderón de la Barca. Tal vez hidalgo, como su hijo literario, y ciertamente letrado aunque no haya constancia de estudios universitarios, escribe don Miguel con su propia vida al frente y así perpetúa su nombre y sus obras.
La Medicina en Europa, en tiempos del Quijote
Al terminar el siglo XVI, la medicina europea está iniciando los cambios que la traerán a la modernidad. Las enseñanzas y libros de los padres de la Anatomía, Andrés Vesalio (1514-1564), de la Medicina Interna, Aureolus Teophrastus Bombast von Hohenheim llamado Paracelso (1493-1541), de la Fisiología, William Harvey (1578-1657) y Miguel Serveto (1511- 1553), de la Cirugía, Ambrosio Paré (1509-1590), hacen ya su camino por las aulas de las universidades, donde arde la polémica entre panvitalistas y mecanicistas.
Ese enfrentamiento surge entre los sabios, al principio del Renacimiento, por el afán de encontrar una explicación coherente a las realidades del Cosmos y del Ser Humano, considerado como “microcosmos” dentro de aquel.
La explicación tiene que concordar con los dogmas religiosos católicos, y por ello ambos grupos declaran que Cosmos y microcosmos fueron creados por Dios; pero a partir de tal posición, surgen las diferencias fundamentales porque los panvitalistas dicen que Dios creó el Universo como un “inmenso ser vivo”, cada una de cuyas partes, estrellas, planetas, objetos todos y por supuesto el Ser Humano, lleva en sí una “fuerza vital” que la hace ser lo que es y tener las cualidades que tiene.
Los mecanicistas, en cambio, aseguran que la creación hizo un enorme mecanismo, con sus partes sujetas a las leyes de la física y por lo mismo dotadas con una forma que corresponde a su función.
La postura panvitalista apela ante todo a la fe, que permita creer en las invisibles fuerzas vitales, el mecanicismo apela a demostraciones experimentales y cálculos matemáticos para sus explicaciones; no es difícil imaginar que estos últimos ganan partidarios con mayor facilidad que sus opositores.
Los médicos, en gran mayoría, se inclinan hacia el mecanicismo. Aunque persiste la explicación del desequilibrio de los humores, sangre, linfa o pituita, bilis amarilla y bilis negra, como causa concreta de las enfermedades, y por ello persisten también tratamientos como las sangrías y la apertura de “fuentes”3, se vuelve importante conocer la forma de los órganos humanos para poder comprender y explicar sus funciones; las disecciones de cadáveres, prohibidas o al menos censuradas por muchos siglos, se abren paso y en algunas ciudades se convierten en reuniones sociales para las cuales se construyen preciosos anfiteatros.
Empeñado en mostrar esa realidad que personalmente va encontrando en las disecciones, Andrés Vesalio escribe los “Siete tomos de la estructura del cuerpo humano” (De humane corporis fabrica libri septem) y los ilustra con la ayuda de su compatriota flamenco Jan van Kalkar, estudiante en el taller del gran pintor Tiziano Vecellio; la calidad de “la Fábrica” como se conoce la obra es tal, que en adelante será inaceptable cualquier descripción anatómica que no tome en cuenta la novedosa visión vesaliana.
Por su parte y a lo largo de su vida, relativamente corta pero abundante en incidentes casi novelescos, Paracelso adquiere también por experiencia directa una visión diferente sobre lo que deben ser el diagnóstico y el tratamiento de las enfermedades humanas y busca diseminarla, contra la anquilosada persistencia de los médicos que enseñan en las universidades.
Al aplicarlas para el análisis y comprensión del organismo humano y de la enfermedad, Paracelso toma las mencionadas ideas panvitalistas y con ellas elabora -en un lenguaje exuberante, rebuscado y con tintes de misterio, que dificulta notoriamente la lectura e interpretación- una explicación que gira alrededor de los cuatro elementos (tierra, agua, fuego y aire) a los que se unen la “quinta esencia” y tres principios o “sustancias”, el azufre (sulphur), el mercurio y la sal. Todos ellos entendidos no como objetos o sustancias sino como fuerzas cósmicas, que tendrán manifestación en las cosas visibles.
El ser humano, creado por Dios, es una copia en pequeño del Universo, un microcosmos donde están armoniosamente juntas todas las fuerzas del macrocosmos, que en él constituyen tres “cuerpos”: uno bestial o inferior, de tierra y agua, que realiza lo necesario para la vida animal.
Otro intermedio o sidéreo, de aire y fuego, en el que está lo que da carácter humano al animal (inteligencia, sabiduría, juicio, capacidades artísticas); y un tercero superior o invisible, espiritual y por ello no sometido a la influencia de otros cuerpos cósmicos como los astros, en el cual reposan la libertad y la vida eterna.
Cualquier alteración de las fuerzas cósmicas será enfermedad; sin embargo, lo será no por la alteración de los humores sino porque permitirá el desarrollo de una “semilla” (semen) de enfermedad que puede estar en el organismo desde su comienzo (el semen yliastrum, como en la ictericia o la gota, por culpa de la constitución del individuo) o puede adquirirse a lo largo de la vida (el semen cagastrum de la peste o la fiebre).
Sostiene Paracelso que se puede enfermar de cinco maneras principales:
1) Por acción nociva del Cosmos sobre el organismo humano, y el ejemplo son las epidemias;
2) Por sustancias tóxicas o alimentos que la fuerza vital del estómago no consigue dominar y por ello dañan a otros órganos;
3) Por una disposición congénita o constitucional hacia determinada enfermedad;
4) Por acción del pensamiento, la voluntad y la imaginación, sobre el cuerpo;
5) Por último, se puede enfermar por castigo directamente enviado por Dios, causa de enfermedad que parece aceptación, no sabemos cuán forzada, de las presiones existentes en el ámbito universitario de la época.
Como puede verse, este hombre genial tiene -a la manera del dios Jano de los latinos- dos caras opuestas: una vuelta hacia el pasado, la otra enfrentada resueltamente a las novedades del futuro ya inmediato.
Propone experimentar como medio idóneo para adquirir conocimientos verdaderos sobre la realidad; para sus medicamentos, que él trata siempre de acomodar a lo que le vaya mostrando la experiencia, acude con preferencia a las sustancias minerales aunque también allí muestra condescendencia hacia los derivados de plantas y animales que vienen de la tradición galénica.
La transformación de la Cirugía con el abandono de la “teoría de la pus laudable”, según la cual toda herida debía supurar para poder curar bien porque de otro modo los humores corruptos causados por la misma herida dificultarían la cicatrización y podrían aún matar al herido, surge de la experiencia militar y tiene al francés Ambrosio Paré como su figura máxima, aunque en la propia España, como se verá adelante, hay también destacados partidarios de la curación “per primam”, sin intervalo de supuración y manteniendo las heridas muy limpias después de que el cirujano las cierra.
La fisiología, en cambio, debe esperar algunos decenios antes de abandonar las ideas todavía mágicas injertadas sobre el humoralismo. En efecto, el inmenso descubrimiento de Serveto sobre la “circulación menor”, el camino que la sangre sigue entre el corazón y los pulmones para oxigenarse y retornar a las cavidades cardíacas izquierdas antes de ir desde allí al resto del cuerpo, queda registrado en un libro de carácter teológico cuyos ejemplares son quemados junto con el autor, en la Ginebra calvinista, por lo que el concepto llega al cuerpo médico solo decenios mas tarde; y Harvey, descubridor de la circulación mayor, no hará públicos sus trabajos sino después de 1620.
Pero el ímpetu de transformación, que forma parte del Renacimiento, ya vibra en el ambiente médico. Muy pronto surgirán la historia clínica como documento que se conserva a la cabecera del enfermo para registrar los cambios de su estado y de sus signos día por día.
También, los primeros instrumentos para medir el pulso y la temperatura corporal, que pasan a ser datos concretos del funcionamiento orgánico. Aparecen las mentalidades anatomopatológica, según la cual toda alteración de la salud corresponde a alteración en la forma del órgano u órganos afectados, y la anatomoclínica, que al considerar localizado tal cambio en la forma, busca los medios para “mirar” los órganos, y pone así la semilla de los exámenes que hoy llamamos “de imágenes”: radiografías, escanografías, iconografías por resonancia magnética y varios más.
Los anaqueles de la farmacia Cuando se inicia esa renovación intelectual denominada precisamente “El Renacimiento”, la preparación de los remedios es tarea lindante con la Alquimia; la realiza unas veces el propio médico que receta y en otros casos un especialista, el boticario, en cuyas alacenas se guardan simples, vale decir componentes para fórmulas, del más diverso origen.
Desde los trozos de momias egipcias, los bezoares o “bezares” obtenidos del estómago de ciertos animales y el musgo colectado en calaveras de ajusticiados, hasta las tradicionales hojas, flores, raíces y cortezas de plantas cultivadas o silvestres, naturales de la región o traídas desde los más exóticos y lejanos territorios.
Guiado por los textos de Galeno, Cornelio Celso, Avicena, Pablo de Egina, por las citas de Dioscórides, Saliceto, Nicandro, el preparador escoge la forma de su mixtura para que los simples no se contrapongan, para que los excipientes 4 sean adecuados, pero también para que llegue con facilidad al sitio de acción, y por supuesto, las maniobras de mezclar, agitar, calentar, enfriar, evaporar, destilar, cocer, machacar, extraer, amasar, moldear, colar, y muchas otras, se realicen de modo que fortifiquen el «espíritu” de las sustancias, mantengan o aumenten su “fuerza vital” y quizá se ajusten a las adecuadas influencias de los astros5.
Más de cincuenta
Esa actitud, herencia del Medioevo en gran parte, se refleja en más de medio centenar de “formas farmacéuticas” que estuvieron vigentes hasta comienzos del siglo XIX y que parecen abundantes en exceso a nuestros pragmáticos ojos escasamente familiarizados con la inyección parenteral, las cápsulas, tabletas, comprimidos, jarabes, cremas, ungüentos, soluciones para venoclisis o para gastroclisis6 y tal vez el supositorio. Estas formas farmacéuticas pueden agruparse, para su breve descripción, en cinco clases:
1. Remedios para beber
Julepe (julepo, julepus)7: medicamento fluido, preparado con jarabe de azúcar y un líquido (liquore) adecuado por su acción terapéutica, sin cocción. No es un jarabe porque es menos líquido que éste; la proporción suele ser una onza de jarabe de azúcar por 6 onzas de líquido activo, pero varía según la edad, la necesidad terapéutica y el estado del estómago (ventriculis) del enfermo. Se tomaba a mañana y tarde.
Apozema (del griego “apizeo”, cocer, hervir): parecido al julepe, aunque la parte activa (raíces, cortezas, hierbas, flores, semillas o frutos) se cuece “en agua de fuente de río” cuya cantidad queda al arbitrio del farmacéutico, para luego agregar el jarabe de azúcar. Cada dosis no debe pasar de seis y cuando más ocho onzas (cuatro, para los niños).
Caldillos (juscula): en ellos, el principio farmacéutico (extracto de raíces, hierbas u otro) se mezcla convenientemente con el resultado de cocer en agua carne de pollo (pullus gallinaceus), cordero (vervecinae) ternera (vitulinae) o cabrito (caprillae). Se advierte en algunos textos que ciertos enfermos pueden no tolerar esta forma “por debilidad de su estómago”.
Emulsiones: son remedios líquidos formados al disolver la sustancia (medulla) de frutos o semillas, obtenida por machacamiento, en un líquido adecuado hasta que muestre características similares a la leche. Como líquido se podía usar agua destilada, agua de cebada (aqua hordei) o alguna cocción.
Sea este el momento de señalar que la leche figura también, junto con su suero, entre los remedios de la época. Se la llama Lac, Lacte y Sero Lactis. Según Temcke es el liquido (liquor) blanco producido en las glándulas mamarias “a partir del quilo”; este autor anota muchas diferencias entre las leches, considera la de origen humano como la más adecuada.
Desestima la de cabra, por tener consistencia mediocre y ser menos húmeda (sic) que la humana; dice que la de oveja, más grasosa y con menos suero, abunda en queso (caseum); la de vaca, grasosa y espesa, abunda en mantequilla; la de burra, clara y serosa, abunda obviamente en suero.
Respecto a las Tisanas, en algunos tratados se las confunde con las Hordeatas, Hordiatos u Horchatas. En otros, por el contrario, se admite que aquellas pueden estar preparadas –como bebidas que son– con diversas sustancias, entre ellas las famosas cortezas de quina (para las “fiebres tercianas”, cuartanas y otras fiebres intermitentes), la zarzaparrilla (salsaeparillae) y las raeduras de cuerno de ciervo para tratar disentería “de causa cálida”.
La Hidromiel (hidromelite, hydromel), mezcla de miel con agua, a la cual se hace hervir y se desespuma, corresponde al antiguo ”melicratum”; puede ser simple, que a su vez será acuosa o diluida (una parte de miel y 3,10 o 12 de agua) y vinosa (porque la proporción de 1 a 4 le da sabor y color de vino) pero también la hay compuesta, es decir, con otra sustancia activa agregada.
El Boqueto (bocheto, Bochetum) es bebida para quien necesita dieta por largo tiempo. Se prepara poniendo en infusión por doce horas la sustancia adecuada (que puede ser media onza de zarzaparrilla cortada en pedazos pequeños) para luego cocerla hasta que se consuma la tercera parte de las diez libras de agua con que se inicia el proceso; enfriada, se cuela y se da “por bebida ordinaria”.
El Jarabe (syrupo) por su parte es resultado de la cocción de jugos de hierbas u otros medicamentos con azúcar, hasta que toman la consistencia adecuada. La proporción es 1 libra de azúcar por 3 del principio activo.
Las Pociones (potio, Potione) resultan de mezclar infusiones, cocciones o soluciones entre sí, a veces con adición de agua pura “de fuente” o agua destilada.
2. Remedios para tragar o comer
Entre los medicamentos para tragar, algunos corresponden bastante a los que hoy llevan esos nombres. Tal el caso de Polvos (pulveris) a los que debe anotarse que los había también para uso externo, Tabletas (Tabellae, Tabellarum) cuyo principio activo se cocía con azúcar hasta que endureciera, se extendía sobre superficie plana y se cortaba en los trocitos que el nombre indica, y Píldoras (pillulae, pillularum) que a fuerza y maña de dedos redondeaba el boticario para que se tragaran luego enteras.
Electuario: es la pasta espesa de dulce de frutas a la cual se agrega en polvo el medicamento, para luego amasarla y darle formas diversas.
El Opiato (Opiata), de consistencia blanda pero no fluida, es mezcla de sus ingredientes (jarabe, polvos, conservas, electuarios y otros) en proporciones adecuadas, sin cocerlos; aunque el nombre sugiere otra cosa, por lo regular no contenían opio ni similares. Algo más sólido, el Bolo (Bolus) se prepara como el opiato y se traga por trozos (morcellos deglutiatur).
El Lincto (Linctus y, en árabe Loch) es de consistencia intermedia entre el jarabe, más fluido, y el opiato, blando. Se compone agregando un polvo o una cocción al jarabe.
Y el Masticatorio (Masticatoria, Masticatoriis) ya definitivamente sólido, debe mantenerse en la boca masticándolo. Curiosamente, fue ésta una aceptada categoría para las hojas del tabaco, recién llevado de América.
3. Remedios para introducir
Vienen ahora los medicamentos para introducir en las diversas aberturas corporales. Marcha en primer término, por obvias razones, el famosísimo Enema o Clister (clyster, clysterium, clysteribus), cualquier líquido que se introdujera por vía anal con las jeringas apropiadas y que, a más de ocupar con sus descripciones y fórmulas hasta quince páginas de apretados tipos, salieron a la literatura, el teatro, la pintura y otras formas del arte de la época.
Supositorios (suppositorio, suppositorium) para vía anal y Pesarios (Pessario, Pessarium) para la vaginal, eran sólidos cilíndricos u oblongos, “como el dedo de una mano”.
La calidad del polvo, para el estornutatorio (Sternutatoria, Sternutatoriis) y de liquido para los Narifusorios (narifusoriu) y las Errinas (Errhinis) eran características; el narifusorio se aspiraba por la nariz, la Errina se introducía en ella con una pluma de ave.
4. Remedios externos para aplicar
Los medicamentos para aplicar externamente son abundantes en la época. Los encabeza el Colirio (Collyrium) tópico para los ojos; se advierte que si bien esta clase de medicamento puede tener forma liquida, de polvo, linimento o cataplasma, “solamente el líquido se llama apropiadamente colirio”.
Epitemas (Epithema, Epithémate): eran medicamentos sólidos o líquidos para uso externo. Los líquidos se preparaban con agua hervida o sola, a la cual se agregaban los medicamentos adecuados (polvos, electuarios) y para hacer el conjunto más penetrante, jugo de limón, vinagre, vino o “agua espirituosa” que probablemente era algún licor; las instrucciones de uso decían empapar una tela, preferentemente un paño de color escarlata o un lino grueso, y colocarlo así sobre la región indicada.
En algunos casos al retirar el epitema se indicaba la colocación de linimentos, aceite o un bálsamo, por ejemplo el bálsamo de Perú. Para elaborar los Epitemas sólidos se apelaba a las conservas, confecciones, polvos y jugos mezclados con agua o con jarabe en cantidades adecuadas.
Conviene aquí comentar que, según el Diccionario de la Real Academia Española en su edición de 1780, página 421, la palabra Epítima “en su riguroso sentido vale lo mismo que sobrepuesto y confortante; pero comúnmente se toma por la bebida, o cosa líquida, que se aplica para confortar y mitigar el dolor”; el mismo diccionario da como sinónimo el término Píctima, que es el que Sancho Panza (II – LVIII – 985) utiliza para referirse elogiosamente a “doscientos escudos de oro que en una bolsilla me dio el mayordomo del duque, que como píctima y confortativo la llevo puesta sobre el corazón”.
Fomentos (Fotus, Fomento) y Lociones (Lotiones). Ambos son remedios líquidos, elaborados mediante el cocimiento de raíces o hierbas en un liquido que podía ser agua pura, agua mezclada con vino, leche o algún otro. Para que penetrara más fácilmente se le agregaba vinagre en las enfermedades cálidas y vino blanco cuando se trataba de enfermedades frías.
Su aplicación se hacía con un lino grueso doblado en dos, un paño de lana blanca o una esponja. En las fuentes consultadas no fue posible establecer la diferencia entre los fomentos y las lociones pero en Colombia, a comienzos del Siglo XX, se llamaba fomento a una preparación que se aplicaba caliente, mientras las lociones eran siempre frías.
A la mezcla de vinagre y agua o aceite de rosas, a veces con otro medicamento, se le llamaba Oxirrodino (Oxyrhodinum). Su aplicación sobre la región afectada se hacía tomando la precaución de entibiarlo suavemente.
El Frontal (Frontali),era un medicamento tópico que, puesto entre dos lienzos, se colocaba sobre la frente y las regiones temporales. Usualmente se componía con flores o plantas machacadas (contusis) y maceradas en vinagre; a veces se agregaba también un ungüento, polvo, albúmina de huevo u otra sustancia semejante.
El Linimento (Linimentum), tenía consistencia más espesa que los aceites pero más líquida que los ungüentos; su composición se hacía con dos partes de aceite, una parte de “enjundia”8 o mantequilla y un polvo medicinal adecuado, generalmente un dracma del mismo. Se advertía no utilizar cera “porque tapa los poros de la piel”.
En cuanto a los ungüentos (Unguentum), son medicamentos tópicos elaborados con aceite, grasa, resina, médula (medullis), cera, polvos, etc., de consistencia más firme que el linimento. Se anota que la proporción debe ser una cuarta parte de sustancia activa sólida (polvo, cera) por cada parte entera de aceite o grasa. Si había necesidad de usar algún medicamento que estuviera solo en forma líquida, se debía mezclar primero con el aceite y hervir ”hasta que se consuma el líquido”.
Ceratos (Cerato, Ceratum). Estos medicamentos tenían como base la cera, como indica su nombre, y consistencia intermedia entre el emplasto y el ungüento.
Podían hacerse agregando aceite, en este caso la proporción era aproximadamente una onza de aceite, 1 a 10 dracmas del polvo medicinal y 10 onzas de cera.
En cuanto a los Emplastos (Emplastro, Emplastrum), eran medicamentos más espesos y viscosos que los ceratos, y por ello solían adherirse fácil y fuerte a la piel. Su preparación se hacía con medicamentos en estado seco, a los cuales se agregaba aceite, resina, grasa, goma, cera o algo semejante.
Para una onza de aceite irían 6 dracmas de sustancia seca activa y diez onzas de cera; si se usaba también grasa, se disminuía el aceite a la mitad para completar con aquella.
Las Cataplasmas (Cataplasma, Cataplasmate) eran medicamentos externos elaborados con raíces, hojas, semillas o flores “como para fomento”, que se ponían a cocer hasta que estuvieran muy blandas (ad putrilaginem), luego se rompían y se machacaban en el mortero y se les agregaba un polvo, por ejemplo 3 onzas de harina, y aceite o grasa (axungiae), en proporción de 2 a 3 onzas.
Podían hacerse también con corteza de pan tostada, macerada luego en vino y mezclada a los polvos de la sustancia activa; o también con miga de pan empapada y medio cocida en leche, a la cual se agregaban claras de huevo, azafrán (crocum) y a veces aceite de rosas.
El Droprax (Dropax, Dropace), era un emplasto con pimienta, aceite y otras sustancias como euforbio, castóreo, azufre, salitre (sal petrae) o cenizas de vid. Para los Vejigatorios (Vesicatorio, Vesicatorium), a un Emplasto se agregaba una sustancia vesicante, especialmente el polvo de cantáridas, y se prefería el preparado con las alas y cabezas de tales insectos.
Tal vez similares a las lociones eran las Infusiones (Embrocaciones), preparaciones líquidas con las cuales se empapaba un liencillo y se pasaba levemente sobre la parte afectada, exprimiéndolo con suavidad para que el líquido cayera sobre aquella.
5. Otras formas de uso externo
En este ultimo grupo se colocan los baños en general, que eran de cuatro clases principales: baños, semibaños, baños de vapor y vapores. Igualmente las fricciones.
Los baños (Balneum) consistían en la inmersión de todo el cuerpo, desde la cabeza abajo, en un líquido. Este podía ser agua pura tibia, aceite puro, leche o agua con aceite.
El baño de agua dulce fría era muy recomendado especialmente para conciliar el sueño y aliviar la fatiga de un largo viaje (longo itinere fatigatis). Se usaban también baños de vino, de agua termal y los baños compuestos, que eran baños de cocimientos diversos, de raíces, semillas o flores.
Su diferencia con los semibaños (Semibalneum, Semicupium) era la porción del cuerpo que se sumergía; en estos últimos, se llevaba el líquido sólo hasta la boca del estómago (usque ad os ventriculi).
El baño de vapor (Stupha, Sudatorium, Laconicum, Vaporarium), como su nombre indica, consistía en someter al cuerpo a la acción de un vapor; estos baños podían ser húmedos (similares al moderno baño turco) o secos, que asimilaríamos a la sauna de hoy.
En cuanto a los vapores (Suffitus) eran medicamentos secos o húmedos que por el calor o el fuego exhalaban olores (aromas, odores) adecuados, que el enfermo debía aspirar.
Las fricciones o unciones (Frictiones, Unctio), por último, tenían consistencia similar al ungüento, pero con ellas se elaboraba además un lemnisco y su aplicación se hacía frotando con el lemnisco empapado en la sustancia la parte adecuada, por ejemplo la frente o las sienes del enfermo.
De esta abundancia de rutas para administrar medicamentos, apenas se mencionan en El Quijote bálsamos, clísteres, ungüentos, unciones y purgas, como se verá adelante.
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