Homenaje al Profesor Hernando Groot Liévano
Palabras pronunciadas por el Académico Dr. Fernando Sánchez Torres en la Academia Nacional de Medicina el 22 de mayo de 2003, con ocasión de los 50 años del ingreso del doctor Hernando Groot Liévano
En alguna solemne ocasión, como la presente, el maestro Guillermo Valencia dijo: “Si el pasado necesita distancia para sus perspectivas, fuerza es que vean mejor la grandeza de los grandes las generaciones por venir”. Pues bien, yo no pertenezco a ninguna generación por venir.
Al contrario, me incluyo en una de las que están en trance de marcharse. Sin embargo, alcanzo a percibir la talla, la grandeza de la persona que hoy queremos exaltar. Por eso ocupo ahora esta tribuna, sin que nadie me lo hubiera solicitado.
La iniciativa la llevé yo. Cuando se anunció en este mismo recinto que el doctor Hernando Groot Liévano sería objeto de un homenaje con motivo de cumplir cincuenta años de haber ingresado a la Academia Nacional de Medicina, muy comedidamente pedí al señor Secretario que mi nombre fuera tenido en cuenta al momento de designar al académico que habría de hacer el elogio de rigor.
Siendo así, considero que debo poner en conocimiento público las razones que tuve para haberme arrogado el derecho de llevar la palabra en tan significativa oportunidad. A lo largo de mi intervención ustedes podrán advertir esos motivos, que son muchos y grandes.
Son los que le han otorgado a Hernando Groot la grandeza que -si comulgamos con lo expresado por el maestro Valencia- verán en toda su magnitud las generaciones que han de venir. (Lea también: Homenaje al Académico Juan Di Doménico)
Groot, científico e investigador
Quien conozca sus ejecutorias en el campo de las enfermedades tropicales, debe aceptar que tiene bien ganados los títulos de científico e investigador.
Sus primeras aportaciones las dio a conocer antes de recibirse de médico. En 1938 publica en la revista Repertorio de Medicina y Cirugía, de Bogotá, un estudio sobre “Frecuencia de los parásitos intestinales en los enfermos del Hospital San Juan de Dios”, y en la Revista de la Facultad de Medicina otro sobre “Frecuencia con que se encuentran los huevos infecundados de Ascaris lumbricoides”.
Al año siguiente, 1939, se gradúa en la Universidad Nacional de Colombia con la tesis denominada “Estudios sobre fosfatasa, calcio y fósforo inorgánico en el suero de los leprosos”.
Tales trabajos fueron el inicio de una profusa serie de publicaciones, de gran valor investigativo, respaldadas por su condición de Máster en Salud Pública, título alcanzado en 1942 con la palma cum laude en la Universidad de Harvard.
En ellas se ocupa de la bartonellosis, del Balantidium coli, del tifo exantemático, de la sífilis, de la leishmaniasis, del Trypanosoma ariarii, del Trypanosoma rangeli, del virus de la encefalitis equina, del de la fiebre amarilla, de los virus transmitidos por artrópodos, del dengue, del virus Guaroa, productor de infecciones en humanos, habiendo sido él quien primero lo aisló.
También, el primero, halló la Haemobartonella tyzzeri en Colombia y realizó un estudio sistemático sobre las enterobacterias causantes de diarrea.
Pero no basta registrar lo que hizo como científico: se hace necesario destacar la forma como lo hizo. Hernando Groot es el supérstite de aquella pléyade de investigadores románticos que iban, a manera de apóstoles de la salud, en plan de exploradores – conquistadores, a internarse en las selvas y en los campos inhóspitos, soportando las inclemencias de la naturaleza, tras la huella de mosquitos y garrapatas portadores de enfermedades propias del trópico.
De esa pléyade formaron también parte los profesores Luis Patiño Camargo, Ernesto Osorno Mesa, Augusto Gast Galvis y Jorge Boshell Manrique.
Mutatis mutandis, el académico Groot ha sido nuestro Fred Lowe Soper, aquel estadounidense que fuera llamado por Paul Russell, prologuista del libro Andanzas por el mundo de la salud, “coloso en el campo de la medicina preventiva y la salud pública”.
Recordemos que Soper -autor del libro mencionadofue menos importante por haber dirigido la Oficina Sanitaria Panamericana en 1947, que por haberse constituido en un denodado luchador contra las enfermedades transmitidas por mosquitos y artrópodos, como eran la fiebre amarilla y el tifus.
Con ánimo de lograr su erradicación, anduvo por nuestro continente estudiando sobre el terreno las características epidemiológicas de estos males, al igual que las de la anquilostomiasis. Junto con otro científico itinerante -me refiero a Patiño Camargo-, estuvo por los lados de Caparrapí, Yacopí y Muzo siguiendo las huellas del Aedes aegypti. Fred Soper, por eso, fue descrito como “un misionero médico seglar”.
Hernando Groot igualmente lo fue. Por sus servicios distinguidos prestados a la salud de las Américas, en 1980 la Oficina Panamericana de la Salud le concedió el Premio “Abraham Horwitz”, y en 1997, esta vez por servicios distinguidos en el campo de la salud tropical, The Royal Society of Tropical Medicine y The American Society of Tropical Medicine le otorgaron la Medalla “Donald Mackay”.
Como si fuera poco, recientemente la Organización Panamericana de la Salud lo exaltó con el muy bien ganado título de “Héroe de la Salud”. Visto lo anterior, ustedes estarán de acuerdo conmigo en que Hernando Groot bien merece, además, el título de “Caballero andante de la Salud”.
Las realizaciones suyas como investigador le abrieron las puertas de sociedades científicas tan importantes como la American Society of Tropical Medicine, la Third World Academy of Sciences, la Sociedad Belga de Medicina Tropical, la Real Academia de Ciencias de Madrid (España) y la Academia de Medicina de Chile.
En nuestro país ocupa sillón, entre otras, en la Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, y en la Sociedad de Biología de Bogotá. Durante más de treinta años fue miembro del Comité de Expertos en Virus de la Organización Mundial de la Salud. Entre 1974 y 1977 fue director del Instituto Nacional de Salud, en Bogotá, y actualmente es su asesor científico.
Groot, magistrado – maestro
Cuando ingresé a esta ilustre Academia -de ello hace 25 años- conocía al doctor Groot por referencias venidas del campo de las enfermedades tropicales parasitarias. Sus publicaciones habían sido la carta de presentación. Pero cuando lo descubrí como maestro fue cuando me cupo el honor de compartir con él la responsabilidad de formar parte del primer Tribunal Nacional de Ética Médica en 1982.
A la sazón él era presidente de la Academia que hoy le rinde homenaje y yo rector de la Universidad Nacional. Junto con Camilo Casas Santofimio, César Augusto Pantoja y Ernesto Martínez Capella, nos correspondió poner en vigencia la Ley 23 de 1981, o Código de Ética Médica.
Por supuesto que tamaño encargo -el de someter a prueba la disposición legal- llevaba implícito el futuro de ella. Para lograr su supervivencia debíamos demostrar su bondad, su eficacia como morigeradora de los deslices morales a que estamos expuestos los humanos médicos.
A decir verdad, de este compromiso salió airoso el Tribunal, gracias a la calidad de sus magistrados, de los cuales me excluyo. Allí estaban el talante, la entrega a la causa y el genio organizador de Camilo Casas – gestor e impulsor de la ley, que por elemental reconocimiento debería llevar su nombre-; la ponderación y la experiencia del profesor Pantoja; la visión holística del mundo y de la medicina de Martínez Capella; y estaba Hernando Groot, que poseía la conjunción de todas esas virtudes.
Fue entonces cuando descubrí en él las facetas encubiertas del hombre probo, del filósofo sutil, del maestro generoso, en otras palabras, del magistrado justo y sabio. Cada intervención suya era para mí una enseñanza, una lección inolvidable.
Juzgar los actos de los demás, en particular cuando se han adelantado dentro del marco de la relación médico-paciente, apareja una inmensa responsabilidad y obliga a extremar la prudencia, debido al amplio margen de incertidumbre que conlleva ese juzgamiento.
Lo digo por la experiencia que recogí durante los once años en que fungí como magistrado del Tribunal Nacional de Ética Médica. Ocurre que deliberar éticamente acerca de la culpabilidad de alguien no puede tener como único referente el contenido de un código, pues su articulado se concreta de manera puntual al tipo de acto en que el sujeto inculpado incurrió, mas no a la intención.
El actuar moral, vale decir, el cumplimiento del deber, está sujeto en primer término a las disposiciones que dicta la sociedad, también llamadas “normas de moral objetiva”. Pero sujetarse a ellas, obedecerlas, no es suficiente para aceptar de hecho que un determinado comportamiento es absolutamente ético.
Se requiere la intervención de otro ingrediente, el que de verdad le añade el sustrato ético al acto: me refiero al dictado de la conciencia o “moral subjetiva”. Bien decía Kant que la ética sólo se interesa por las intenciones, es decir que atañe a la bondad intrínseca de las acciones.
Cuando juzgamos éticamente a un médico nos remitimos al código respectivo, a la Ley 23 o moral objetiva, para tipificar la falta a la luz de uno de sus artículos. La sentencia, entonces, está sustentada únicamente
en la moral objetiva, con prescindencia de la moral subjetiva, que es la que se origina en la conciencia individual, en las honduras del yo. Esta reflexión me la he hecho repetidas veces. Por eso mantengo reservas acerca de la justedad de los procesos éticos que se les adelantan a los médicos y a los demás profesionales de la salud.
Pero dejemos a un lado este tema, que puede dar lugar a controversias no incluidas en el programa de hoy. Volvamos, mejor, al magistrado Groot. Decía que de él recibí lecciones trabajando a su lado. Una de ellas fue interpretar la ética como un asunto de decencia, aceptando que ésta obliga a no pactar con el inmoral.
Sí, desde su posición de magistrado no fue solo un juez sino, en especial, un maestro. Más que imponer la justicia establecida, más que sancionar las trasgresiones al código de ética médica, se propuso dar lecciones de moral.
En otras palabras, ejerció de verdad el magisterio. Cuando lo escuchaba en el Tribunal -y aún me ocurre cuando lo escucho en el Instituto de Estudios Bioéticos, del cual es miembro honorario-, recordaba al viejo maestro que aparece en las primeras líneas de Ariel, el libro que el uruguayo José Enrique Rodó escribiera para la juventud de América.
Se trata de Próspero, personaje extraído de La Tempestad de Shakespeare, cuya misión magisterial estaba inspirada en Ariel, la parte noble y alada del espíritu. Estoy seguro de que las enseñanzas del maestro Groot han estado igualmente inspiradas en Ariel.
Aparte de su magisterio en el Tribunal, lo desempeñó también en la Universidad de Los Andes como vicerrector y rector encargado, como decano de la Facultad de Artes y Ciencias, y como profesor de Medicina Tropical en la Universidad Javeriana.
No obstante, sabemos bien que él no se ha considerado maestro; su modestia se lo ha impedido. Lo cierto es que todos lo sentimos maestro y nunca hemos advertido en él celos o envidia de sus alumnos o de sus colegas.
Ha sido ajeno a mezquindades; ha sabido preservar la dignidad y categoría del maestro. Para él no cuenta la sentencia de don Gregorio Marañón: “Nada me ha parecido más indigno del nombre y del espíritu de maestro que sentir celos del empuje de los que vienen detrás”.
Groot, el filósofo
Ya antes dije que Hernando Groot es un filósofo. Cuando le asigno tal atributo o condición, lo hago recordando a Thoreau quien decía: “Para ser filósofo no basta tener pensamientos sutiles ni siquiera fundar una escuela; basta con amar la sabiduría, de modo que podamos vivir, según sus preceptos, una vida sencilla, independiente, magnánima y confiada”.
Es evidente que nuestro homenajeado no ha fundado una escuela de filosofía, pero sí se caracteriza por tener pensamientos sutiles, entendiendo como tales los que son ingeniosos, agudos, perspicaces. La conversación y el discurso suyos son una cantera de sutilezas, si se le escucha con atención. Además, por ser un amante y un catador de la sabiduría que la vida brinda, el doctor Groot ha vivido de manera sencilla, independiente, magnánima y confiada, es decir, como Thoreau describe al filósofo sin escuela.
Groot, el académico
Les debemos a los contemporáneos del filósofo griego Platón el haber utilizado el nombre de Academo, legendario personaje ateniense, para designar el sitio donde los alumnos se reunían en torno del filósofo maestro.
En mi concepto, academia es eso, precisamente: el lugar donde se imparten y se reciben enseñanzas de alto vuelo intelectual. La tradición impuso que la academia sea una especie de cenáculo, de círculo cerrado donde se reúnen los mejores, los selectos, para tratar asuntos propios de su oficio o profesión.
Con ese criterio nacieron las academias de medicina, de ciencias exactas, de artes, de letras, de historia. Hoy el término “academia” lamentablemente se ha vulgarizado, se ha utilizado a manera de patente de corso, para darles status a entidades o instituciones de baja estofa. Así, se habla de “academia de culinaria”, de “academia de baile”, de “academia de corte y confección”, de “academia de ciencias ocultas”, etc.
La academia que hoy nos acoge, por fortuna ha mantenido la dignidad que le dieron sus fundadores. Se ingresa a ella por merecimientos y dentro de ella hay maestros y hay alumnos, lo cual hace que sea también una escuela, como la que tuvo de maestro a Platón.
Como ya mencioné, uno de esos maestros es el agasajado de esta noche. Para fortuna y orgullo de la Corporación y de quienes hemos mantenido la condición de alumnos, él es el más antiguo de sus miembros. Su membresía es más que hemicentenaria, como que el 19 de noviembre de 1950 fue recibido en la categoría de “Candidato a Miembro de Número”, con el trabajo “Investigaciones sobre algunos gérmenes de la familia enterobacteriáceas”.
Su paso por la Academia de Medicina no ha sido silencioso, inadvertido. Incontables han sido sus intervenciones, bien para aportar sabiduría a las discusiones, o para hacer elocuentes comentarios de rigor a los trabajos de ingreso y promoción.
En el período 1976 – 1977 fue su vicepresidente. Más tarde, en 1980, fue presidente durante dos periodos consecutivos. Desde 1994 es su Secretario Perpetuo. Ignoro de dónde viene y desde cuándo existe esa categoría dignataria en las academias.
Lo que sí intuyo es que con ella se quiso honrar por el resto de su vida en las juntas directivas a quien ostentara el mayor ascendiente académico, con el fin de que hiciera a la vez de memoria viviente y de notario excepcional. Hernando Groot, además, representa en el seno de la Junta la conciencia moral y científica de la Corporación.
Otras son también las entidades académicas que cuentan a nuestro festejado como uno de sus mejores miembros: la de Medicina de Chile, la de Ciencias de Madrid, la Tercermundista de Ciencias, la Colombiana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales. Asimismo, es miembro del Comité de Vocabulario Técnico de la Academia Colombiana de la Lengua. Recientemente -y yo diría que tardíamente-, nuestra Academia lo exaltó a la categoría de Miembro Honorario.
Grott, el hombre
Describir a un hombre, a un ser humano, es un asunto asaz complejo, por cuanto lo que mostramos, la envoltura, está a la vista, pero lo que en realidad somos, permanece oculto. “Por sus obras los conoceréis”, dice la tradición sagrada.
Siendo así, es válido juzgar a los hombres por sus actos, por sus ejecutorias. Durante el cuarto de siglo que he seguido la trayectoria de Hernando Groot sólo he visto actuar a un hombre virtuoso: íntegro de ánimo y de bondad, recto en su manera de proceder, ejemplar y sobrio en sus hábitos, justo y generoso frente al otro, amigo de sus amigos, esposo y padre admirable, fuerte ante las adversidades. En pocas palabras: un hombre con un alma llena de salud, que es el premio que los dioses les otorgan a sus hijos predilectos.
Es natural que su envoltura muestre el paso de los años, pero no puede decirse de él que es un viejo. “Se es verdaderamente anciano, psicológica y físicamente, cuando se pierde la curiosidad intelectual, y cuando con la torpeza de las piernas coincide la torpeza y premiosidad de la palabra y del pensamiento”.
Si es acertada -como creo que lo es- esta afirmación de don Santiago Ramón y Cajal extraída de su bello libro El mundo visto a los ochenta años, Hernando Groot no ha entrado en la edad provecta. Todos los aquí presentes podemos dar testimonio de ello: su curiosidad intelectual está viva, palpitante; su palabra y su pensamiento son ágiles, fluidos.
Por fortuna, ese implacable “óxido final” del que habla García Márquez en El amor en los tiempos del cólera no ha tenido albergue en sus neuronas cerebrales, lo cual hay que entenderlo como un privilegio, como una consideración justa con quien le ha sido útil a la sociedad.
“Si la vejez de un hombre es tan útil a los demás -decía el escritor ecuatoriano Juan Montalvo-, viva cien años más”. Bienaventurado usted, académico Groot, que llega tranquilo a los dominios de Vejecia, donde no ha de faltarle “Vieja leña que quemar / viejo vino que beber / viejos libros que leer / viejos amigos para hablar”.
Querido maestro Hernando Groot Liévano: perdóneme si fui inferior a las circunstancias. Mis palabras han tenido más corazón que cabeza. Era inevitable, en razón a la entrañable amistad que le profeso.
Muchas gracias.
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