“Batallas contra la Lepra: Estado, Medicina y Ciencia en Colombia”

Comentario al libro de Diana Obregón Torres1

Doctor Carlos Lleras De la Fuente
1 Palabras para presentar el libro. Bogotá, Noviembre de 2002.

Batallas contra la lepraHace pocos meses tuve el gusto de conocer a Diana Obregón Torres, de quien ya había oído hablar con ocasión de haber ella ganado el premio de Ciencias Sociales y Humanas de la Fundación Alejandro Ángel Escobar y de un reportaje que una amiga de mi hija le había hecho.

Se me presentó en algún evento al cual ambos habíamos concurrido y tuve de ella una primera impresión equivocada: la de una persona suave, estudiosa, de bajo perfil. Es este tipo de errores que lleva a que se desbaraten tantos matrimonios.

La verdadera Diana es una investigadora rigurosa, erudita, disciplinada, que emite sus opiniones sobre todo y todos sin recato alguno y con una dureza que en muchos casos resulta urticante.

Esa figura surgió del magnífico libro que el Fondo Editorial Universitario Eafit y el Banco de la República editaron en julio de este año, y cuyas 378 páginas de texto apasionante leí en un par de días, sin contar el vistazo que dí a las 37 páginas de la bibliografía las cuales, además y en notas de pie de página, respaldan la seriedad de su investigación.

La lectura del libro es, para un devorador de novelas de espionaje, de terror y policiacas, una triple ración de ese suspenso que, ya cerca del amanecer, no nos deja parar.

Todos los elementos están en él presentes: el criminal es la lepra, que nos transporta al antiguo y al nuevo testamento; ha estado causando terror por varios milenios y nadie ha podido encarcelarla ni, por supuesto, aplicarle la tan desacreditada pena de muerte.

Hoy día sigue tan campante y de vez en cuando se hace sentir desafiando las sulfonas y el aceite de chaulmugra. (Lea también: “La Salud Pública, Situación actual, Propuestas y Recomendaciones”)

Es una enfermedad infecciosa, sin duda, pero el bacilo llamado “de Hansen” se ha defendido con éxito de los bacteriólogos quienes no han logrado producir la vacuna que permitiría erradicar este mal de la faz de la tierra.

El astuto criminal ha desafiado las mentes más brillantes del mundo, y sigue haciéndolo hoy, de modo que en tres mil años o más no ha surgido el Sherlock Holmes, ni el inspector Maigret, ni la Miss Mapple que haya logrado descifrar los enigmas que, en mi opinión, aún existen y asustan: ¿es contagiosa la lepra?, ¿es hereditaria?

¿Puede producir en los descendientes cambios morfológicos sin que sean aquéllos víctimas de la cruel dolencia? ¿Las pulgas son transmisoras del bacilo? ¿El medio propio de la miseria del tercer mundo, es el caldo de cultivo y por ello en Europa la lepra ha desaparecido mientras que ataca en África, Asia y en Latinoamérica y el Caribe?

Frente a este desafío, y como en toda novela, tienen que estar “los buenos”, es decir los detectives, los investigadores que estudian a las víctimas, los médicos forenses, los curas, las monjas.

Dejando de lado a Jesucristo, cuyas capacidades curativas respaldadas por su Padre y por el Espíritu Santo no son objeto de análisis, todos los demás curanderos, médicos, charlatanes, exorcistas, han fracasado, lo cual nos lleva al crímen perfecto y el de más larga duración en este mundo.

Tenemos bien definidos, entonces, al criminal y a sus perseguidores y a las víctimas de este asesino en serie (“serial criminal” que llaman los norteamericanos) que han sido millones de personas en el mundo entero.

Pero es aquí donde nuestra investigadora entra a plantear un contubernio entre el criminal y sus perseguidores puesto que los segundos, desorientados, le hacen el juego a aquél y contribuyen a facilitarle su macabra tarea.

El ejemplo típico de la pecaminosa colaboración es el de la segregación forzosa, es decir, el de la creación de los leprocomios los cuales siguen el triste ejemplo de Hawai, y hacen su debut en Colombia: Agua de Dios, Contratación y Caño de Loro, nombres que conocí porque en la Geografía de Colombia del hermano Justo Ramón que estudiábamos hace 50 años, se mencionaban específicamente como lugar de reclusión de los enfermos de Hansen, aporte que hago a la bibliografía sobre el tema.

Tal como yo entiendo el libro, los investigadores han sido unos despistados, o unos idealistas, o unos seres misteriosos como el Padre Damien de Veuster (de quien son devotos rabiosos varios de mis amigos belgas en el país quienes, además, juran que hacen milagros), o unos interesados en propagar la fe de Cristo y los méritos de quienes a esta enfermedad han dedicado sus vidas como las Hermanas de la Caridad o los Hermanos Salesianos, e inclusive, hasta algunos codiciosos -como los son hoy en día los laboratorios farmacéuticos-. Acepto que todos han caído en la trampa que el astuto y milenario criminal les ha tendido.

Lo que no puedo aceptar en caso alguno es que, con su rigor carente de humanidad, y con poco análisis del contexto histórico los investigadores juzguen a precursores, a gente de buena fe, con la dureza de un inquisidor y es ahora nuestra investigadora quien pasa a hacer causa común con la lepra en contra de sus perseguidores.

De hecho, al finalizar la lectura del libro que hoy se presenta, no sabe bien el lector -o por lo menos yo no lo sé- si es peor mi abuelo, quien dedicó su vida al estudio de la enfermedad, que el bacilo mismo cuya destrucción buscó.

Y cito sólo este caso que me toca de cerca, pero el fenómeno es bastante recurrente.

¡Oh confusión, oh caos! ¿La existencia de la lepra hace parte de la deuda social de los países pobres, o es culpa de los ineptos, y en ocasiones deshonestos investigadores del mundo entero?; ¿quiénes son los buenos y quiénes son los malos, que parecían estar enfrentados en las primeras páginas de la obra y que parecen haber hecho causa común en el curso de las trescientas y tantas páginas que hemos devorado?

Nací y crecí en un ambiente que dominaba la memoria de Federico Lleras Acosta, muerto cuando yo tenía un año y en quien se ensaña nuestra investigadora haciendo caer sobre sus espaldas, deformadas por las horas interminables que pasó inclinado sobre un microscopio, los cuatro o cinco milenios de azote de la lepra.

¿Conoce Diana quiénes eran los seres humanos que en la Colombia del siglo XIX y comienzos del XX dedicaban su vida a la búsqueda de una cura para la lepra, verdadera vocación que muchos desarrollaron en medio de la pobreza personal y colectiva que siempre ha caracterizado al país y, aún más, a los científicos e investigadores?

Conocí el equipo del Instituto Federico Lleras: a Luis Patiño Camargo y a su hijo José Félix; al doctor José Ignacio Chala y a su hijo, y me consta la forma leal en que siempre trabajaron.

Conozco también la historia del doctor Afanador, que Diana Torres aparentemente no investigó, y sus vínculos con Laureano Gómez quien, recién muerto mi abuelo, montó un debate contra mi padre en el Senado de la República sobre la base de calumniar a ese hombre bondadoso y dedicado que fue Federico Lleras.

En ese debate famoso en la historia del Congreso, mi padre le dijo al jefe conservador: “Tal vez mi padre hubiese logrado encontrar una cura para la lepra, pero, nunca sanar a un leproso moral como usted”. El debate fue la verdadera causa del cierre del Instituto Lleras por Laureano, Presidente, en 1951.

Pero el mismo Laureano decía: “calumniar y calumniar, que de la calumnia algo queda“, y ví en este libro que algo sí quedó y que sería bueno que para la segunda edición -que debería salir pronto si los lectores médicos y no médicos del libro se entusiasman tanto con él como yo- se analizara con objetividad lo que los médicos y bacteriólogos trataron de hacer en Colombia.

No querría yo que quedara en la mente de los colombianos, además, esa sensación de colusión: los médicos y bacteriólogos le deben a la lepra la “doctorización” de la enfermedad, que se da en el cambio de siglo (del XIX al XX) y éstos, agradecidos, se dedican a chambonear.

Todas las historias de la investigadora me son conocidas: el horror de la lepra y de sus posibilidades de contagio, su hipotético carácter hereditario, la separación de padres e hijos.

Para ilustrar este acierto, un par de anécdotas.

Mi abuelo tuvo que ocuparse, antes y después de que se creara el Instituto de Lepra, de casos dolorosos: Germán Espinoza, en la biografía novelada que de aquel publicó Colciencias, narra el caso del Maestro Luis A. Calvo y a él voy a referirme brevemente.

El maestro Calvo, insigne compositor y pianista, frecuentaba las tertulias musicales en casa de mis tías abuelas Cortés Gregory, dos de las cuales se habían graduado bajo la dirección de Enrique Granados en el Conservatorio de Barcelona.

El piano que habían traído de Europa a comienzos del siglo XX, un Bachstein de media cola y de sonido maravilloso, acabó en mis manos y fue destruído por los agentes del gobierno en el incendio de nuestra casa hace 50 años.

Pues bien, yo recuerdo a mi madre “desinfectando el teclado” que había servido al maestro Calvo para deleitar a sus oyentes con sus intermezzos y danzas.

De igual manera recuerdo cómo, al diagnosticársele lepra a un cercano y admirado colaborador de mi padre en la Contraloría General, quien había estado en casa tomando unos aperitivos días antes, los vasos y el fino botellón de cristal que contenía el licor salieron en menos tiempo del que he gastado en contar esta historia.

En casa no se comía (todavía no se come en la de mi madre) cordero, después de que algunas ovejas que habían sido inoculadas en el Instituto fueron robadas y, suponemos, convertidas en deliciosos jamones y costillas a la plancha.

Mi tía Elvira, en los años cuarenta, creo el Preventorio Infantil en Sibaté, tal como lo narra superficialmente Diana Obregón, pero el tema en mi época era bastante más dramático.

En efecto, se trataba de “proteger” a las hijas sanas de los leprosos que eran enviados por la fuerza a Agua de Dios: una comunidad religiosa, no recuerdo si las Vicentinas, ayudó por muchos años a mantener en funcionamiento la entidad que se sostenía con un pequeño auxilio oficial y con los dineros, más bien escasos, que el sector privado daba a la Fundadora y a algunas de mis tías que iban de banco en banco y de empresa en empresa pidiendo limosna para salvar estas niñas de la dura vida que les esperaría en el leprocomio y del posible contagio.

Cuando murió Elvira Lleras Restrepo, hace 28 años, hice un acuerdo con la Sociedad de San Vicente de Paul para que recibiera la propiedad en la cual vivían y estudiaban unas 800 niñas. No sé que ha pasado pero espero que siga siendo un centro educativo.

Mi tía Inés Lleras Restrepo, con menos recursos aún, organizó la Fundación Santa Inés que recibíaalgunas de las niñas que, ya graduadas, salían del Preventorio, y allí se les enseñaba cocina, costura y otros oficios que les permitiría ganarse la vida.

¡Repugnantes actos de beneficencia, típico de las clases más favorecidas!, dirían ciertos académicos puros (no de corazón) que no saben juzgar dentro de su contexto estas acciones, frente de los buenos sentimientos de ciertas gentes de bien.

Los seres humanos y sus motivaciones suelen merecer únicamente los juicios pedantes de los fríos académicos prestos a criticar pero no a entender las vivencias de las gentes de otras épocas, ni las circunstancias y el ambiente cultural que predominaban en esos momentos de la historia.

Abandonemos estos temas complejos y deformados por prejuicios de toda índole, que he traído a cuenta porque me tocan en forma muy directa y porque puedo alardear de conocer el trasfondo de muchos de ellos mejor que cualquier autor contemporáneo que no vivió los acontecimientos de antaño ni cree que debe ir más allá de lo que cierta prepotencia académica señala como linderos de una investigación.

De hecho, no deseo que esta presentación parezca más una polémica pero mi inveterada costumbre de expresar lo que pienso “urbi et orbe” no me hubiese permitido dejar pasar algunas cosas que encuentro criticables en un estudio histórico que merece los elogios que ya he hecho y le seguiré haciendo, sin perjuicio de mis críticas bien fundamentadas.

Siga usted, Diana, ejerciendo una carrera en la cual, y con justicia, ha sabido destacarse; cuide de que la historia sea fidedigna pues nada perjudica más un país que el recuento de su desarrollo amarrado a ideologías y a concepciones subjetivas del autor; métase más a fondo en los temas y no se limite a leer: converse con la gente que vivió el acontecer que usted narra o con quienes lo conocen por tradición oral.

Los Muñoz Rivas, Los Lleras, los devotos del Padre Damien, los descendientes de Carrasquilla, de Patiño Camargo, pueden aportar mucho a su visión documentaria que no por provenir de una riquísima y arrolladora bibliografía, deja de ser incompleta como visión de la realidad.

Reciba nuevamente mis felicitaciones por el magnífico esfuerzo que exitosamente ha hecho y persevere en el camino del saber enriqueciendo la bibliografía y la historiografía colombianas en campos de tanta complejidad como el de la lepra.

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