Pedro Laín Entralgo: Laín, Historiador

He dejado de última la aproximación al historiador, no obstante que a esta actividad la considerara su «ensalzadora sirena interior», vale decir, su verdadera vocación. Para Laín, la historia no era un saber adventicio, sino una profunda exigencia vital.

Es probable que la circunstancia de haber vivido en toda su intensidad el tremendo drama de la guerra civil, haya sido un detonante que despertara en él la conciencia histórica, la íntima y viva necesidad de conocer razonadamente el pasado para poder proyectar el futuro.

Para darle pábulo a su «vocación de hombre», provechó su vocación de historiador, pero de historiador de la Medicina al servicio de la antropología médica. (Lea también: Aproximación a Pedro Laín Entralgo)

Sus maestros fueron Karl Sudhoff y Henry Sigerist, pese a que nunca oyó sus lecciones ni asistió a sus seminarios. Convencido de que el historiador de la Medicina puede prestar valiosos servicios a la historia de la cultura, de la sociedad, de los pueblos y de las instituciones, se decidió por convertir esa disciplina en su meta profesional, no obstante saber que sólo interesaba a la minoría de los médicos, lo cual no lo desencantaba, pues esos reducidos discípulos constituían la «inmensa minoría» de que hablara Juan Ramón Jiménez.

El libro Medicina e historia apareció en 1941.

Presumo que fue uno de los primeros que escribió.

De lo que sí estoy seguro es de que fue el primero que de él leí, cuando ya llevaba casi tres lustros en circulación. Tal escrito sirvió de base para su tesis doctoral; por eso lo consideraba como su inicial libro científico.

Su propósito era demostrar que la Medicina no es pura ciencia natural aplicada, sino que también es ciencia humana y que el acto médico es constitutivamente histórico. Laín conjunta y desarrolla tres temas: el médico, el histórico y el filosófico.

Sobre lo médico declara que tiene flancos vulnerables, como no haber vivido intensamente el ejercicio profesional por estar dedicado a otros menesteres; respecto a lo histórico se define como un párvulo aprendiz; y en cuanto a lo filosófico confiesa que es un neófito, un filo-filósofo.

Pienso que tales flaquezas declaradas son simple modestia, ya que en este libro se advierte su amplia cultura, su profundidad de pensamiento y su afán por respaldar cada una de sus aseveraciones con numerosas citas, especialmente de autores alemanes, lo cual es explicable, como que -declarado por él mismo- desde 1939 el horizonte de su inteligencia se había germanizado excesivamente. Pese a tal proclividad confesa, en la Alemania nazi no se permitió la traducción del libro al alemán, por citar algunos autores de raigambre judía.

Revista MEDICINA – Vol. 23 No. 3(57) – Diciembre 2001 194

En 1943 publica Estudios de Historia de la Medicina y de Antropología Médica, en el que da rienda suelta a su inclinación médico-antropológica. Para Laín el hombre no solo padece dolor «físico» puro, sino también dolor «histórico».

Su antropología médica se resume en la definición siguiente: «El médico no lo erá nunca por entero -dice- si no es capaz de advertir la existencia de enfermedades en las cuales es fundamental el componente histórico».

Para refrendar su aserto trae a colación le mal du siècle, el mal del siglo, el mismo que padeció el cómico Garrick, el mismo que sirvió de inspiración a poetas y escritores de novelas en el diecinueve. Recordemos, como ejemplo, la novela De sobremesa y los poemas «Gotas amargas» de nuestro malogrado escritor José Asunción Silva.

El capítulo primero del libro de Laín es un «Discurso sobre el papel del médico en el teatro de la Historia».

En él se refiere al hombre como cristiano, en el marco filosófico de «la naturaleza humana», tema que ya había tocado San Agustín. Explicable entonces que advierta que la contribución médica a la Antropología no se limita al conocimiento de la realidad somática, sino que alcanza al ser, al hombre trascendente.

Con el ánimo de difundir mejor sus conocimientos histórico-médicos, dio inicio, en 1946, a una colección llamada «Clásicos de la Medicina», de la que fue empresario con dinero prestado. La primera entrega correspondió a Javier Bichat, la segunda a Claudio Bernard en 1947 y un año después circuló la de Guillermo Harvey.

Por no ser justificadamente rentable, cedió el negocio al Consejo Superior de Investigaciones Científicas, bajo cuyo prestigio aparecieron los tomos dedicados a Laenec, a Sydenham y a Vesalio. No poseo ninguna de las entregas de esa colección. Adquirí, en cambio, su libro Grandes médicos. Una visión humana de la historia de la Medicina (Salvat Editores, 1961), donde reunió gran parte de sus trabajos relacionados con la vida y obra de eminentes médicos.

En la «nota preliminar» registra el espíritu que lo guió en su elaboración: «El historiador -escribe- no es, no debe ser, sólo un aséptico y frío mostrador del pasado. La historia debe escribirse siempre sine ira, mas nunca sine amore. Cabe incluso decir que sin amor -y por lo tanto sin apasionamiento- no es posible escribir historia, como no es posible hacer nada que humanamente valga la pena».

En 1950 publica La Historia Clínica. Historia y teoría del relato patográfico (Salvat Editores), que, al decir del autor, «ayuda al médico reflexivo a entender a profundidad lo que rutinariamente hace mediante el conocimiento del pasado; le incita a perfeccionar su conducta frente a la realidad y por tanto a moverse originalmente hacia el futuro».

Tengo subrayado en el prólogo de la primera edición una frase suya que tomé como consigna y que transmití muchas veces a mis alumnos: «No es completa la formación intelectual de un médico, mientras éste no sea capaz de dar razón histórica de sus saberes». Infortunadamente en nuestro medio, como creo que sucede en casi todas partes, la historia de la Medicina sigue interesando solo a una inmensa minoría.

Embarcado en la docencia como profesión, creyó que el camino adecuado para subsistir honesta y dignamente podía ser la elaboración de un libro de texto. Con ese propósito comenzó a escribir una Historia de la Medicina, proyecto que solo fue concluido cuatro años después, por causa de su designación como Rector de la Universidad de Madrid.

En 1978, dentro de la llamada «Biblioteca Médica de Bolsillo» de la Editorial Salvat, aparece un nuevo texto de Historia de la Medicina, que el autor califica como «un librejo» o un «tratadito», dirigido a estudiantes y a médicos.

Leyendo su contenido se concluye que no es tal cosa, sino un manual didáctico, en el que no se pasa por alto ningún sistema, técnica o proceso importante en el progreso de las ciencias médicas. Ediciones Orbis, en 1986, publicó una especie de resumen actualizado, pues en sus páginas ya se comentan la medicina molecular y la medicina automatizada. El libro fue dedicado a su hijo Pedro, el cuarto médico de la dinastía Laín, y está escrito en forma de relato, lo que hace fácil y amena su lectura.

En 1958 circula La curación por la palabra en la Antigüedad Clásica (Revista de Occidente), periodo este que el autor circunscribe entre la época de Homero, o mejor, entre la época narrada en la Ilíada y la Odisea, y la época Aristotélica.

La sanación por la palabra es desentrañada de la obra de los líricos y los trágicos griegos, de los filósofos presocráticos, de Platón, de la medicina hipocrática y, por último de la Retórica y la Poética de Aristóteles. Laín concluye que «con la muerte de Aristóteles se acaba en Grecia la especulación original de la acción psicológica de la palabra humana, y por tanto acerca del poder curativo de ésta», pero advierte que más adelante, con el cristianismo, comenzará una nueva posibilidad para la psicoterapia verbal.

Como prolongación de su libro Medicina e Historia, en 1964 publica La relación médico-enfermo (Revista de Occidente), reeditada en 1983 por Alianza Editorial. Puede decirse que es el desenvolvimiento de su concepción científico-personal de la Medicina, que tiene mucho de teórica, pues, como ya vimos, su experiencia práctica frente al paciente fue muy fugaz.

Cuando digo teórica no quiero significar que se trate de algo abstracto, ni que por eso le quite peso específico a sus reflexiones. Las suyas son cavilaciones de carácter transhistórico y es en esta fuente donde él recoge experiencias para darle fundamento antropológico a la relación entre el curador y el enfermo. Es el germen, no hay duda, de su profundo estudio Teoría y realidad del otro, comentado atrás.

El libro La relación médico-enfermo es un análisis histórico muy serio de los vínculos entre curador y paciente, que desde los médicos hipocráticos tuvo a la filía, a la amistad, como el lazo más vinculante, el que le da hondo sentido humanístico al quehacer médico.

Publicado por Revista de Occidente en 1970, La medicina hipocrática es un libro gestado desde cuando se preparaba para concursar a la cátedra de Historia de la Medicina. Hubieron de trascurrir veintiocho años para que apareciera, lo cual no deja duda de que fue un asunto muy bien madurado. Gracias a su conocimiento del griego pudo familiarizarse con el Corpus hippocraticum en la lengua original a través del texto publicado por Littré.

Un factor inductor para ello fueron las clases informales que en una temporada de veraneo recibiera del docto filósofo español Xavier Zubiri, acerca de lo que Laín Entralgo llama «el orto del pensamiento filosófico», vale decir, la constitución histórica de los conceptos de physis o «naturaleza» y de on o «ente», que más tarde les servirían de fundamento a sus escritos sobre la medicina griega.

Quien no haya leído este libro que ahora comento, no podrá decir que conoce los orígenes de la Medicina Occidental, aquella que parte desde Alcmeón de Crotona.

Para transmitirnos esa historia, Laín bebió directamente en la fuente: los cincuenta y tres escritos hipocráticos que se conocen; luego la escribió con amor, con pasión, como pensaba él que debía relatarse la historia.

A Hipócrates de Cos lo llama «héroe epónimo de la medicina hipocrática» y lo reconoce como el verdadero fundador de la medicina fisiológica, la fundamentada en el concepto de physis. Comparte la tesis de que Hipócrates es un nombre sin obra, pues no hay evidencias de que él fuera autor de uno solo de los libros del Corpus, como tampoco del venerado Juramento hipocrático.

Fiel a su inclinación de antropólogo, Laín revisa uno por uno los libros para sacar a flote la antropología hipocrática, que califica de pobre, incoherente y con frecuencia errónea en muchos de ellos. Ese es, precisamente, el mérito de su trabajo: haber escudriñado tales documentos, un tanto contradictorios, para identificar las ideas y los conceptos sobre un patrón definido que el autor llama «hipocratismo lato sensu».

Esa esencia hipocrática hace referencia al concepto de la medicina como «técnica», al del quid de la enfermedad y del remedio, al de la dignidad profesional del médico, a las limitaciones del arte de curar, y, finalmente, al principio de hacer el bien, jamás perjudicar, fundamento intemporal de la ética hipocrática.

En este rápido recuento de su legado históricomédico menciono de último el más trascendente: su monumental obra Historia Universal de la Medicina, contenida en siete volúmenes de sin igual pulcritud editorial, aparecida en 1972.

Considero que sólo Pedro Laín Entralgo podía dirigir esa hazaña cultural, pues ningún otro historiador, de cualquier época o nacionalidad, fue dueño de la capacidad y la autoridad intelectuales suyas para poder convocar y obtener la colaboración de cerca de un centenar de historiadores de varios países de todos los continentes. Como bien lo dice el director de la obra, el médico lector y el hombre culto encontrarán en ella todo lo que el saber y el quehacer de los médicos han sido a partir del momento en que sobre la Tierra hay hombres y enfermedades.

Colofón

Presento excusas por haber abusado de su paciencia, pero no podía desaprovechar esta oportunidad para rendir homenaje de admiración a don Pedro Laín Entralgo, cuya vida y cuya obra bien valían una aproximación, como he querido demostrar. Creo que tanto la Academia de la Lengua como la de Medicina, alauspiciar este acto, han cumplido con el deber moral de reconocer públicamente lo que aquél significara en una y otra disciplinas.

Cierro mi intervención llamando la atención sobre algo que es como el justo y hermoso colofón de la vida de Laín Entralgo: murió de un infarto cardiaco bienhechor a los 93 años de edad, cuando aún acudía a las Academias, en silla de ruedas, es cierto, pero en plena lucidez mental. Sí, tuvo un final digno suyo: su cerebro dejó de pensar sólo cuando su corazón dejó de palpitar.

CLIC AQUÍ Y DÉJANOS TU COMENTARIO

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *