Aproximación a Pedro Laín Entralgo

Académico Fernando Sánchez Torres*
* Presidente del Instituto Colombiano de Estudios Bioéticos.

Desde cuando lo descubrí a través de su libro Medicina e historia, quise aproximarme a Pedro Laín Entralgo. Lo hice leyendo sus escritos, que buscaba en las librerías con verdadera avidez.

Esa fue la aproximación intelectual; la interpersonal la conseguí cuando, en buena hora, el presidente Belisario Betancur lo invitó a Colombia y me relacionó con él en el Palacio de Nariño.

Aprovechando tal circunstancia, el presidente y yo pensamos que deberíamos llevarlo a la Universidad Nacional a dictar una conferencia, idea que desechamos, habida cuenta de la intolerancia ideológica que imperaba al interior del claustro. (Lea también: Pedro Laín Entralgo, El Cristianismo de Laín)

Para obviar este inconveniente, encontramos adecuado que su intervención se realizara en un escenario apacible, escogido por la Sociedad de Historia de la Medicina. Tuve entonces, como lo tuvieron todos los que acudieron a escucharlo en el Club Médico, el privilegio de oír disertar a uno de los intelectuales más connotados de la España del siglo veinte. El tema:

«Relación entre la Medicina y el lenguaje», asunto del cual yo tenía alguna referencia por haber leído su libro La curación por la palabra en la Antigüedad clásica.

Aquella inolvidable aproximación -digo inolvidable porque por fin lo escuchaba viéndolo en personaocurrió en el mes de octubre de 1983, el mismo año cuando pasó a ocupar el sillón más encumbrado de la más alta academia de nuestra lengua. Para comentar ese ascenso, escribí en el diario El Tiempo lo siguiente:

«Analizando el grupo de escritores que en España han llegado a ocupar la categoría de académicos de número en los últimos cincuenta años, debe mirarse a Laín Entralgo como un caso especial.

Su fecunda y docta pluma supera en mucho la capacidad del más prolífico de sus contemporáneos. Hace algún tiempo se le preguntó, a través de la Radio Nacional de España, cuál era su secreto para poder acumular tantos y tan disímiles conocimientos y para producir tantas obras de tan alta calidad temática e idiomática.

Su respuesta no pudo ser más desconcertante: ordenar las ideas y trabajar con disciplina. Si así de simple fuera, el suyo no sería un caso que indujera a pasmo. Probablemente la modestia le impidió declarar que el resultado se debía a la posesión de una inteligencia privilegiada, cultivada con la devoción de un eremita. En uno de sus libros lo sostuvo: «Quien aspire a saber debe apartarse del mundo».

Pues bien, mediante una rápida aproximación a la vida y la obra de este pasmoso intelectual recientemente desaparecido, espero cumplir el honroso encargo que de manera generosa me hiciera don Jaime Posada, director de la Academia Colombiana de la Lengua.

El médico Laín

El padre de nuestro personaje era un médico rural que ejercía en la provincia de Teruel (Bajo Aragón), más exactamente en el pequeño pueblo de Urrea de Gaén, donde nació la prole. Su padre abuelo fue asimismo médico, en Huesca.

Con estos antecedentes no es de extrañar que hubiera un tercer médico en la línea de los Laín, pese a que su progenitor no quería que lo hubiese. El joven Laín Entralgo anhelaba hacer realidad el mejor de sus sueños de adolescente: ser un genio creador de ciencia.

Por eso ingresó a la Facultad de Ciencias del Colegio Mayor del Beato Juan de Ribera, en Valencia, para estudiar ciencias químicas, aunque más tarde se matriculó como alumno libre en la Facultad de Medicina. En 1930, a los 22 años, se licenciaba de médico, pues llegó a la conclusión de que también por esta vía podía convertirse en un científico.

Pronto se trasladó a Madrid en busca de lo que no encontraría en provincia: posibilidad de formación psiquiátrica, de acrecentar sus conocimientos médicos al lado de Gregorio Marañón y de Carlos Jiménez Díaz, los grandes clínicos de la época, que eran sus paradigmas en las disciplinas hipocráticas. De aquél, sólo a través de sus libros y del coloquio no docente fue su discípulo; de éste, por los avatares de la guerra civil llegó a ser su gran amigo y su alumno fuera de cátedra.

En Madrid -«hervidero de pura actualidad», como entonces definiera a la capital-, se hizo psiquiatra. Abrió consultorio y hasta llegó a tener algún enfermo, según cuenta en el libro Descargo de conciencia.

Pasada la guerra civil, durante la cual se ofreció como médico castrense -vanamente, por no ser cirujano-, su admirado colega Jiménez Díaz lo invitó, sin convencerlo, a formar parte de su equipo como especialista en patología psicosomática.

Teniendo en cuenta que se consideraba un psiquiatra sin especial afición a la clínica e intensamente atraído por los temas de la antropología general, pronto dio respuesta a la pregunta que solía hacerse: «¿Qué camino seguiré en mi vida?». Su decisión fue cerrar la «tienda psiquiátrica», y luego seguir el incierto camino del profesor escritor.

Así, de manera lánguida, puso fin a su carrera de médico práctico para dedicarse al «recoleto cultivo del saber» (son palabras suyas), del saber ecuménico, agrego yo.

Sus vocaciones

Ciertamente, la vocación de Laín Entralgo no era la de médico práctico, la de curador de enfermos.

Comparándolo con ese otro gigante de la inteligencia, don Gregorio Marañón, hay facetas que los identifican y otras que los separan. Don Gregorio, antes que cualquier otra cosa, fue un médico practicante, un clínico sabio e infatigable; don Pedro, en cambio, fue un teorizante de la Medicina, un obsesivo buceador de su historia y su destino.

En lo que sí fueron pares fue en su «vocación de hombre», considerada como la más radical y básica de las vocaciones, la que conduce al conocimiento profundo y a la comprensión de ese especimen que Linneo llamara con fortuna Homo sapiens.

Quien quiera comprobar que Laín sí tenía esa vocación, podrá hacerlo leyendo su libro Teoría y realidad del otro, del cual habré de ocuparme después.

La de Marañón aflora en sus escritos distintos a los médico-técnicos, es decir, en sus biografías y asuntos morales, pero particularmente en su periplo vital.

El mismo Laín lo confirma en la densa introducción a las Obras completas de Gregorio Marañón cuando dice: «Antes que médico, historiador, escritor y español, en cuanto simple hombre, Marañón fue una persona con vocación de comprehensor, en la plenitud de las acepciones terrenales y supraterrenas de este vocablo teológico». Y más adelante: «He aquí su personal «vocación de hombre», del hombre Gregorio Marañón, el peculiar estilo con que su corazón fue inquietum cor».

Pero además de la «vocación de hombre», el académico de quien me ocupo poseyó la vocación docente en grado sumo. Para él, ésta tiene dos supuestos:

el saber y la voluntad de entregar a otro lo que se sabe. Como Marañón, ambos supuestos los poseyó con creces: por su sapiencia, fue profesor; por su entrega, fue maestro. Consideraba que el arte del verdadero maestro consiste en convertir a los alumnos en discípulos, virtud esta que don Gregorio denominaba «discipulismo».

En alguna ocasión se preguntaba: «¿Qué es eso que solemos llamar vocación?». «En sentido psicológico -se responde-, es aquello cuyo ejercicio otorga a la existencia de cada uno el sentido que él, en su intimidad, considera más verdaderamente suyo».

Siendo así, su vocación docente debe relacionarse con esa otra que él sentía como «la benéfica y ensalzadora sirena interior»: la irrevocable empresa de cultivar con seriedad una historia de la Medicina, explícitamente orientada hacia la antropología médica.

Consecuente con su triple vocación, en los inicios de la década de los 40 ingresó formalmente a la carrera docente como catedrático de Historia de la Medicina en la Universidad de Madrid, luego de una reñida oposición, no por la calidad de los oponentes, sino por las triquiñuelas de los simpatizantes del Opus Dei, que veían en él a un dudoso seguidor de Jesucristo. Pese a ello, en 1942 le es otorgada la titularidad profesoral.

Laín, lector

En 1952, con motivo de la Fiesta Nacional del Libro Español, leyó en la Real Academia de Medicina un corto ensayo titulado «Notas para una teoría de la lectura», el cual consideró algunos lustros después como una de sus páginas preferidas; tal escrito forma parte del libro Aventura de leer.

En ese ensayo, apartándose del Diccionario de la Real Academia, define lo que es leer como el entendimiento de lo que el autor de una expresión escrita quiso decir con ella, o también un silencioso coloquio del lector con el autor de lo leído, es decir, un «coloquio lectivo».

En su libro ya citado, Descargo de conciencia, comentando la queja de los jóvenes españoles de que les tocaba formarse sin maestros, queja que él califica como un indicio de debilidad intelectual, le asigna un lugar destacado a la lectura como instrumento autoformador.

«El hombre intelectualmente ambicioso -escribe- siempre sabe buscar y encontrar, unas veces mediante el trato directo, otras a favor de la lectura atenta y dialogante, quien le enseñe lo que él necesita para volar con alas propias». Conociendo lo alto y lo lejos que voló Laín en el panorama intelectual, puede inferirse que fue un lector voraz, un adicto a la lectura.

Buena parte de su vida estuvo entregada al coloquio lectivo, advirtiendo que el suyo no fue un coloquio selectivo.

En alguna ocasión declaró paladinamente que leía con fruición cuanto caía en sus manos, a lo cual hay que añadir que sin importar el idioma en que estuviera escrito. La extensa cultura de que hizo gala en sus escritos y en sus disertaciones orales lo hicieron merecedor al título de «docto», de «sabio». La capacidad de lectura, de entendimiento de la misma y, sobre todo, de almacenamiento de información, le sirvieron para destacarse como un intelectual diferente, como un verdadero portento. Utilizando un símil cibernético, puede decirse que las características del disco duro de su cerebro eran realmente asombrosas.

Laín, escritor

En su ensayo sobre la vida, obra y persona de don Gregorio Marañón, preguntaba Laín: ¿«Qué será de cada uno de nosotros en esa segunda existencia mundanal que bajo el nombre de «fama» comienza después de la muerte?».

Quien a su obra se haya acercado, y mejor aún, si en ella se ha adentrado, habrá de aceptar que en la segunda existencia que para don Pedro Laín Entralgo apenas comienza, irá a salir muy bien librado, por cuanto su admirable legado proyectará su nombre a lo largo del tiempo y las generaciones futuras lo tendrán como un paradigma intelectual de la humanidad.

Ignoro cuál fue en realidad la magnitud de su obra escrita. Alguien hará algún día el inventario, al igual que se hizo con Marañón. Pero es fácil suponer que fue ingente, pues él mismo, 43 años antes de su muerte -oígase bien, 43 años antes- confesaba que había escrito muchas páginas, quizás excesivas. Por su prodigiosa fertilidad, no sería de extrañar que el inventario pusiera de presente que pocos autores, de todas las épocas, lleguen a superarlo.

En su libro Mis páginas preferidas, definió que su producción escrita estaba circunscrita a cuatro temas: la historia del saber médico, la antropología general, la preocupación por España y sus problemas, y, por último, la crítica intelectual y literaria. En conjunto, una labor consagrada al conocimiento teorético de la realidad, a la búsqueda, conquista y expresión de la verdad, como él concebía el papel del intelectual, plasmada en libros, revistas y periódicos.

Es válido aceptar que Laín fue un escritor para minorías y, en veces, sólo para eruditos. Un viejo librero de Bogotá me confió que sus escritos eran de difícil consecución -como en efecto lo son- por su escasa salida, vale decir, por carencia de lectores.

Esto, creo, no demerita su condición de escritor; al contrario, pone de presente la profundidad de su cultura. Contados son sus libros que pueden leerse de corrido. Para quienes no somos doctos humanistas, lo común es que se haga inevitable la consulta de diccionarios, pues el autor hace gala de una gran solvencia idiomática.

Las repetidas citas en griego, latín y alemán, y menos en inglés, francés e italiano, como también las constantes anotaciones a pie de página, hacen lenta la lectura.

En español emplea mucha palabra de circulación restringida, y a veces neologismos de su propio magín, lo que recuerda a nuestro Luis López de Mesa. Sin embargo, quien a su obra se aproxime con paciencia y con afinidad por los temas que trata, encontrará en ella maná para mucho tiempo.

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