Pedro Laín Entralgo, El Cristianismo de Laín
La religión, que es el refugio del hombre frente al incierto más allá, fue para Laín una preocupación constante, no porque él no hubiera tomado una posición definida tempranamente, como que desde su adolescencia, cuando estudiaba en el Colegio Mayor de San Juan de Ribera, en Valencia, abrazó con fervor el catolicismo.
Su preocupación se explica en razón de que siempre le interesó profundizar en los motivos para llamarse cristiano y comportarse como tal.
Los seis años que cursó en Valencia fueron decisivos en su vida. (Lea también: Don Pedro Laín Entralgo (Urrea de Gaén, Teruel, 1908 – Madrid, 2001)
Además de haberse licenciado en Química y en Medicina, hubo un cambio sustancial en su religiosidad: e indiferente se trocó en consciente desde el punto de vista cristiano, o, como él relata, en su persona se produjo una conversio fidei y luego una conversio morum, vale decir, un cambio relacionado con la fe y también con las costumbres.
En el libro Estudios de Historia de la Medicina y de Antropología Médica (1943) se ocupa de la antropología cristiana a partir de la idea filosófica de «la naturaleza humana». En 1952, en el volumen Palabras menores incluye un capítulo titulado «Hacia una teoría del intelectual católico». En 1955 publica Mysterium doloris. Hacia una teología cristiana de la enfermedad, y en 1957, en Cuadernos Hispanoamericanos escribe un ensayo sobre «El cristiano en el mundo».
Como vemos, la religión cristiana, la católica, fue para Laín una permanente preocupación, sobre todo relacionándola con la teoría y la práctica médicas. En su ensayo «El cristianismo y la técnica médica» -el cual forma parte del libro Ocio y trabajo-, recuerda cómo, en el siglo III, los médicos cristianos adoptaron la herencia de Galeno, no obstante la oposición de Taciano el Asirio y de Tertuliano, que proclamaban la incompatibilidad del Cristianismo con la ciencia helénica, con la ciencia médica de los griegos.
Tengamos en cuenta que Galeno se oponía a la omnipotencia divina; por eso muchos galenistas fueron excomulgados. «¿Cómo, entonces -se pregunta Laín-, pudo el galenismo ser incorporado al pensamiento cristiano?».
Luego de un sesudo análisis, donde explica el proceso histórico que condujo a la cristianización del pensamiento griego, concluye que el médico cristiano no solo debe ser creyente de la técnica sino, por sobre todo, hacer uso de ella con fines nobles, dictados por la moral y la magnanimidad.
Contrario a lo que pudiera pensarse, don Pedro no perteneció al Opus Dei. Atrás he dejado entrever que existía animadversión contra él. En el año 38, cuando apenas se daba a conocer esta organización religiosa, conoció a José María Escrivá, en Burgos, quien lo invitó a que se integrara a su grupo.
Poco después declaró: «Nadie que como hombre y como cristiano tenga una personalidad crítica firme, podrá seguir mucho tiempo el camino abierto por él». «La ascética del Opus Dei -decía- se halla lejanísima del modo como yo entiendo el mensaje evangélico».
La «projimidad» de Laín
Publicado inicialmente en 1961 por «Revista de Occidente» y luego en «Alianza Universidad» en 1983 y 1988, el libro Teoría y realidad del otro es «un volumen de tomo y lomo», como suele describirse el libro con muchas páginas.
En efecto, es un ensayo recogido en 690 apretadas páginas contentivas del más exhaustivo estudio filosófico-antropológico que se haya escrito sobre el «otro», es decir, sobre la persona distinta de aquella que habla; más radicalmente, de aquella que siente y piensa, aunque no hable, como lo define el autor.
Su interés por tal asunto surgió cuando, en un rato de ocio, se puso a reflexionar sobre la relación entre el médico y el enfermo, sobre la convivencia con otro durante el ejercicio de la medicina. Producto de esa ociocidad fue la construcción de una teoría radical y comprensiva acerca de la relación con el otro, que dejó abierta, por extensión, la comprensión de la relación terapéutica.
Vuelve, pues, Laín a darle importancia al cristianismo al afirmar que «sólo con el cristianismo podrá existir un problema del otro». «Virtualmente al menos -añade el problema del otro nace a la historia con la vigencia social del cristianismo».
Rememora que fue Descartes el primer hombre que de modo explícito se propuso el problema filosófico del otro. Luego de tres siglos, el pensamiento filosófico pasó de ser «yoista» a ser «comunitario»; de ahí que el término «nosotros» se haya constituido en una palabra clave de nuestra época.
La relación interpersonal que Laín, usando un neologismo, llama «vida en projimidad» le da materia para escribir la Tercera Parte de su libro, la cual se inicia con el relato de la parábola del Buen Samaritano, encuentro interhumano considerado por el escritor como el más ejemplar e ilustre.
Valiéndose del texto sagrado, se enfrasca en un análisis etimológico de la palabra prójimo utilizada en el Antiguo Testamento. Se trata de algo muy suyo: ahondar en el significado de las palabras para entender lo sucedido.
Partiendo de lo escrito en el Deuteronomio y en el Levítico («Amarás a tu prójimo como a tí mismo») examina la palabra helénica plésios («el que está cerca») y la relaciona con el rê’a («compañero») de los textos hebreos, para interrogarse: «¿Cuál era el verdadero sentido de este vocablo en la mente de un israelita en los tiempos de Jesús, cuando el samaritano para todo buen israelita era un sujeto al que había que aborrecer?».
Deduce que lo que Jesús quiso con su parábola fue rehabilitar al pueblo de Samaria, cuyo aislacionismo religioso era «una grave desgarradura del mundo antiguo». Amar al otro despojado de toda prevención, viendo en él sólo su condición humana.
He ahí el gran mensaje de la parábola. Esa ayuda libre, activa y desinteresada al otro, constituye una vinculación entre hombre y hombre, que Laín llama «relación de projimidad».
Debo citar un fragmento de su libro para entender la actualidad que su mensaje conserva, luego de cuarenta años de haber sido publicado. «El hombre del siglo XX -dice- ha asistido, está asistiendo, a una decisiva crisis histórica del yoísmo, del nacionalismo y del clasismo. ¿Es posible reducir estos tres fenómenos a una raíz común? Pienso que sí. Los tres manifiestan a mi juicio, una íntima sed universal de comunidad humana, bajo las catástrofes y crímenes que la prensa diaria tan frecuentemente relata, los tres nos revelan que el pronombre «nosotros» es una de las palabras claves de nuestra atormentada situación histórica.
El otro se nos ha hecho a todos realidad ineludible, y todos hemos adquirido viva conciencia de ello». Hasta aquí Laín. Viendo lo que ocurre en Colombia, en el Medio Oriente, o en los mismos Estados Unidos de Norteamérica, habrá que aceptar que esa sed de comunidad humana está ausente en buena parte del orbe. Ese pronombre, «nosotros», infortunadamente, no ha adquirido toda la trascendencia que Laín anhelaba, pues lo que impera en los inicios del siglo XXI sigue siendo el «yoismo» despiadado, inductor de la intolerancia y el odio.
Para ilustrar la portada del libro que comento, Teoría y realidad del otro (Alianza Universidad), Laín, o el editor, o ambos juntos, no pudieron escoger mejor tema: la pintura en cartón para tapiz de don Francisco de Goya «El albañil herido, o accidentado».
En la extremidad colgante de un pergamino enrollado, se aprecian tres figuras masculinas, los tres personajes del famoso cuadro. Dos de ellos llevan, a manera de silla de manos, a un tercero que se halla desgonzado, seguramente como consecuencia de un accidente de trabajo en la construcción de un edificio, cuyos andamios se observan en un plano no muy distante.
La expresión de la cara de los dos obreros samaritanos es todo un tratado de filantropía, de solidaridad con el «otro». Uno contempla con compasiva ternura la cabeza del herido flejada sobre el pecho; el segundo otea en busca de un sitio donde se le pueda auxiliar mejor, donde encuentre ayuda efectiva.
Esta escena, sin duda, es la conjunción del yo, del tú y del nosotros, tan profundamente tratada por Laín. Al terminar la lectura de Teoría y realidad del otro queda la certeza de que la más radical y básica de las vocaciones humanas debe ser la «vocación de hombre», la única capaz de darle vigencia a la confraternidad pacífica.
Laín y la política
Teniendo en cuenta el momento histórico que le tocó vivir cuando su avasallante intelectualidad comenzaba a abrirse paso, es de suponer que Laín Entralgo hubiera podido escalar las más altas posiciones políticas.
Empero, recordando una frase de Hegel, sostuvo que no estaba condenado por Dios a ser político, político de profesión, claro está. De haberlo estado seguramente le hubiera ocurrido lo que a Luis López de Mesa quien, mutatis mutandis, en muchos de sus quehaceres fue un Pedro Laín Entralgo: intelectual precoz, médico psiquiatra, profesor de Historia de la Medicina, lingüista, ensayista, sociólogo, antropólogo, académico, rector de Universidad y, sobre todo, ocioadicto.
Infortunadamente para nuestro patrimonio cultural, el canto de sirena de la política lo llevó a dispensarle a ésta la mayor parte de su tiempo, que de no haber sido así de seguro hubiera entregado al ocio, interpretado como uno de los fundamentos más profundos y venerables de la cultura occidental. Laín definía ese término, «ocio», como la actividad no trabajosa ni utilitaria en que el hombre logra su más alta y específica nobleza.
Siendo un adolescente -él diría que viviendo la primera adolescencia-, hallándose en Zaragoza dedicado al estudio de la química, un día vio cruzar a Alfonso XIII y a Miguel Primo de Rivera por el paseo de la Independencia y pensó para sí: «Y con todo esto, ¿qué tengo yo que ver?». Es decir, aún no se había despertado en él una conciencia política. Más tarde, en plena guerra civil y siendo ya un médico psiquiatra y un escritor de nombre respetado, tomó partido político cuando residía en Pamplona.
Esto ocurre en 1936, en la época que denominara «de una incipiente segunda adolescencia». Fue cuando se matriculó en la Falange porque creyó que José Antonio Primo de Rivera, según sus discursos, era la solución para los grandes problemas españoles.
Hablando de los artículos que escribiera en el diario falangista de Pamplona, Arriba España, aceptaba, cuarenta años más tarde, que se había equivocado de buena fe, y con soberbia y humildad a la vez, hacía público un mea culpa en la siguiente frase: «No me avergüenzo de lo que hoy quisiera no haber escrito».
El más flagrante de sus errores políticos fue haberse colocado al lado de la Italia fascista y de la Alemania nacionalsocialista durante la Segunda Guerra Mundial.
Para él su falangismo fue una «pasión española» que sufrió un proceso de cansancio, que se extinguió una década más tarde, pienso que por causa de la represión subsiguiente a la victoria, la cual estuvo enmarcada por un absurdo y brutal maniqueísmo político-moral.
En 1951 declinó el ofrecimiento de subsecretario de Educación que le hiciera el alto gobierno, por tratarse
de un cargo político. No quiso darle validez al concepto que le merecía la palabra político: «Conspirador cuando mandan los adversarios o gobernante cuando imperan los amigos». Aceptó, en cambio, la rectoría de la Universidad de Madrid por considerar que era una posición académica.
Reseñado su pasado político, quienes me escuchan entenderán por qué el presidente Betancur y yo creímos prudente evitar su presencia en los predios de la Universidad Nacional.
El españolismo de Laín
El tercer libro suyo que cayó a mis manos fue el titulado La generación del noventa y ocho. Al leerlo me di cuenta de que al pensador Laín le preocupaba sobremanera la suerte del devenir intelectual de España, lo mismo que les ocurrió a sus colegas Santiago Ramón y Cajal y Gregorio Marañón. En efecto, ellos constituyeron una trilogía mosquetera en defensa de aquella noble causa, a la cual cada uno aportó valiosa cuota. Lo que Laín dijo de Marañón en discurso necrológico, bien podría decirse de los tres juntos:
«Bajo la férrea voluntad creadora y arquitectural del artista de sí mismo latía en él, siempre despierta, siempre activa, una profunda y dolorida pasión española».
El libro que comento no es propiamente un ensayo de crítica literaria, sino un intento inteligente por sacar a la luz el parecido generacional en cuanto españoles y literatos de quienes formaron ese admirable grupo de escritores que espigaron en los años fíniseculares del diecinueve.
En sus páginas desfilan Azorín, Pío Baroja, Unamuno, Antonio y Manuel Machado, Benavente, Valle-Inclán, Ganivet, Maeztu, y desfila también la tierra española, palpitante, contradictoria, como la describiera asimismo Eduardo Caballero Calderón, luego de que se asomara a la península Ibérica y contara con galanura idiomática lo multifacética y ancha que es Castilla.
En La generación del noventa y ocho, su autor se propuso expresar la realidad española a través de esa pléyade de intelectuales. Oigámosle resumir esa realidad: «Amor amargo a España, dura crítica de la realidad española, vivencia de un fracaso colectivo, paso del proyecto de acción al ensueño, expresión literaria de una España soñada».
Precisamente, «La España soñada» es un capítulo del libro, donde analiza la forma como vieron su patria de finales del siglo, la de la Restauración, los componentes de la generación y también cómo se dolían con su destino incierto y cómo soñaban con la España ideal, auténtica. Esa generación es definida por Laín como «una generación de soñadores, de esperanzados según el ensueño».
De ello da pruebas citando pasajes de las obras de cada uno, lo cual permite deducir lo bien que las conocía. Por eso pudo afirmar que «todos los hombres del 98 han hecho del ensueño la actividad cardinal de su vida». Y más adelante: «Del ensueño hacen un camino para llegar a la España que consideran íntima y auténtica; en él hallan, además, el recurso mágico con que se traban en unidad posible todos los elementos de esa España».
Analizando en su conjunto los escritos de Laín, incluyendo los relacionados con la Medicina, no queda duda de que su propósito y su aporte estuvieron encaminados a dignificar intelectualmente su patria, como lo quisieron los de la generación del 98 y los de las dos siguientes. No en vano muchas veces se interrogó, como Ortega y Gasset: «Dios mío, ¿qué es España?».
Precisamente, en su ensayo «Tres generaciones y su destino» se había ocupado de los intelectuales más granados que siguieron a la generación del 98, encabezados por Ortega, Juan Ramón, Marañón, Eugenio d’Ors, y Pérez de Ayala. La tercera generación fue la que le tocó en suerte conformar. Quien haga el estudio crítico de ella habrá de concluir que Pedro Laín Entralgo fue su corifeo, pues amó apasionadamente, con mente y corazón, a la España que tanto le dolía y por la que tanto hizo como intelectual.
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