Un médico a la Medida de su Comunidad, Un Código para un Hombre

Había épocas del año en que al doctor Pavageau le tocaba multiplicarse. Durante el tórrido agosto llegaba la muerte a recoger su cosecha de niños con la multiplicación de las infecciones intestinales; y al promediar diciembre venía nuevamente a cumplir su fatídico encargo, esta vez sin respetar edades. Hacía su aparición del brazo de la malaria, a veces en su tipo más grave.

Las lluvias de octubre y noviembre dejaban aguas estancadas por doquier y el zancudo trasmisor prosperaba a sus anchas.

Pero, como en diciembre llegaba también el viento del nordeste, a él atribuía el común lo que llamaban las “fiebres navideñas”, quizás por aquello de que esa brisa nómada, que recorre leguas sin perder el aliento marino, destempla no tanto el cuerpo como el ánimo.

El doctor Pavageau por esta época apaciguaba nuestros males con pócimas amargas de quinina, que bebíamos en ayunas de un sorbo y que los niños recibíamos entre gemidos y protestas bajo la mirada severa y vigilante de las madres. (Lea: Letras, Un Médico a la Medida de su Comunidad)

Nada detenía al doctor Juan en el cumplimiento de sus deberes. Durante el verano se le podía topar a caballo en los caminos polvorientos, bajo el sol canicular del trópico, yendo de un villorrio al otro. En algunos sitios lo sorprendían esas tempestades que se desatan repentinamente en nuestras tierras cálidas y durante las cuales los senderos se truecan en avenidas que arrastran peñascos y troncos de árboles.

En tiempo de lluvias únicamente era posible vadear el Guatapurí en rústica y bamboleante tarabita y en el Cesar las frágiles canoas que lo cruzaban, aventurándose en la peligrosa travesía de aguas desbordadas. Nuestro predecesor sorteaba todas estas asechanzas de la naturaleza hostil con tal de salvar una vida.

Con idéntico ánimo actuó durante la espantosa guerra civil de 1900. De ideas tradicionalistas muy arraigadas, no siguió a ninguno de los dos bandos en disputa y veló por todos sin que sentimientos partidistas u otros perturbaran su natural caritativo y pacífico.

El doctor Pavageau poseía las virtudes esenciales de nuestra orden. Y ciertamente que formamos una orden. Es propio de ella, por ejemplo, el afán de enderezar entuertos por el prurito de enderezarlos.

Si no, ¿ cómo explicar el abandono que hacemos de nosotros mismos, y frecuentemente de quienes nos son más allegados, en provecho de seres a los cuales sólo nos liga la necesidad que tienen de nuestra ayuda? El doctor Juan vivió su larga existencia en función del grupo que hizo suyo desde el comienzo de su carrera. Nadie en muchas leguas a la redonda enjugaba más heridas, consolaba más dolores, aliviaba más padecimientos.

Hogar, que le abría las puertas a mi tío Juan, podía estar seguro de que su integridad moral no sería afectada ni con un mal pensamiento. Palabra que se le comunicara se convertía en secreto guardado bajo siete sellos.

Al voto que hizo al graduarse, agregó muy poco, como promesa de reserva, a su natural discreto y prudente. Enfermo que quería su atención, pasaba a ser alguien en quien se centraban todos los dones de la dignidad humana.

Prójimo para entregársele sin límites era todo aquel que lo requería. A nadie se le pasaba por la mente, entre quienes lo conocieron, que el doctor Pavageau hubiera puesto en peligro una vida humana, ni siquiera en sus titubeos de principiante. ¿Para qué continuar, si el doctor Juan habría podido fijar las cláusulas insustituibles del viejo código que rige nuestra actividad profesional?

En lo privado el doctor Pavageau era así mismo paradigma de cuánto hay de noble en la condición humana. Dedicaba las horas que le dejaba libre el cuidado de los demás, a compartir con los suyos el remanso de un hogar apacible, a la lectura, a la música y a la oración.

Todavía recuerdo su magra figura paseándose lentamente a lo largo del vetusto balcón, la cabeza, que tocaba con gorro monjil, metida entre las páginas de la Biblia, o repasando textos de medicina mil veces repasados o renovando conocimientos o informándose del pretérito precolombino y colonial de su provincia, a lo que era muy aficionado, o también orando en voz baja con piedad sincera, mientras los dedos finos iban deteniéndose en las cuentas lustrosas de gastada camándula.

También lo recuerdo encorvado sobre un pequeño armonio tocando música religiosa. No le conocí pasatiempos ni menos diversiones.

El doctor Juan era organista único de la ciudad, de manera que no había misa solemne ni festividad semejante, sin su presencia y colaboración. En mi memoria se atan de modo indisoluble la estampa del doctor Juan y la del templo de Nuestra Señora del Rosario.

La fachada sin frontoncillo acentuaba los rasgos mozárabes de la torre de tres cuerpos, exagonales los dos últimos al igual del chapitel. El cuerpo en tres naves y el presbiterio y capillas colaterales se distribuían el espacio con proporción y gracia.

El presbiterio remataba en alta azotea, que dejaba entrar la luz a raudales a través de claraboyas ovaladas. En la capilla del lado de la epístola se situaba precisamente el doctor Juan, acompañado de los cantores. Yo solía distraerme con la ceremonia, a disguto de mi madre, para admirar eljuego de las manos del doctor Pavageau sobre el teclado, cuyo secreto aún no comprendía.

Todas estas cualidades y el hecho de haberme salvado la vida de muerte posible, contribuyeron a que mis ojos de niño lo miraran como a un ser extraordinario, y a que me forjara la fantasía de la inmortalidad de los médicos que tanta seguridad le infundió a mi infancia.

En los balbuceos de mi pensamiento el doctor Pavageau era eterno como los picos nevados que hacen más reverberante el ámbito de la comarca; como el cerro de vetas graníticas que otea el panorama de la ciudad, que también creía eterna; como el rugoso cañagüate que en el traspatio de mi casa medía el curso de los años por la caída de las hojas y la floración amarilla azafrán de que se cubría periódicamente.

Arquitectos de un continente

La antigua ciudad colonial ha cambiado de estructura y ha mudado la piel, varias veces centenaria. Se ha agrandado vertiginosamente, como todas nuestras ciudades, y es hoy la capital del Departamento del Cesar. El monte de ayer alberga hoy barrios residenciales. La región ha adquirido un ritmo de desarrollo sorprendente. Todas las tierras han sido abiertas a la explotación agropecuaria.

Se amasan fortunas en un abrir y cerrar de ojos. La bienandanza de hoy ha hecho olvidar las aulas del ayer. La ciudad cuenta con moderno hospital y centro de salud que aligeran la tarea de quienes han sucedido al doctor Pavageau, cuya obra -¿cómo no reconocerlo?- obvió tremendos escollos al numeroso grupo al que se dedicó en cuerpo y alma.

Sin embargo, son muy pocas las personas que saben algo de lo que él representó, y para recordarlo solamente existe la somera lápida que señala el lugar de su tumba en el modesto cementerio provinciano.

Colombia ha tenido muchos doctores Pavageau. Si lo he tomado como ejemplo de soldado desconocido de la medicina en nuestro país, es porque, a causa de honroso parentesco, estuve cerca de él en esa etapa de la vida en que personas y cosas nos impresionan para siempre. Los médicos sabemos que, aunque nuestro aporte es primordial, nuestro gremio constituye mínimo escuadrón en el ejército silencioso de hombres y mujeres que construye nuestra Amé rica.

Como los más osados, hemos vivido, sin envanecernos por ello, el vértigo de los Andes ariscos y de los rápidos de anchurosos ríos, la soledad sin caminos de interminables selvas húmedas y el tedio de aldeas perdidas en páramos gélidos o en llanuras calcinadas por el sol ecuatorial.

Un día, ojalá no muy lejano, llegará la prosperidad al Continente y, de seguro, cuanto hagamos de fructífero es decisivo para apresurar la alborada precursora. Para entonces, como en el caso del doctor Juan, escueta lápida funeraria, que no le dirá nada a nadie, recordará posiblemente nuestros nombres.

No nos importe la falaz vanagloria. Hay para nosotros anticipada recompensa, esa sí imperecedera: ejercemos una profesión que se presta como ninguna otra para sembrar bondad a manos llenas, y la bondad se cuela hasta los almácigos recónditos donde el hombre se torna más humano, a fuerza de amar y ser amado.

El médico de familia

¡ Me he detenido en el doctor Pavageau como ejemplo del médico de familia en nuestro ambiente rural. Ahora viene a cuento referirme a mis profesores de la Facultad de Medicina de la hoy Universidad Nacional, comprendido el Hospital de la Hortúa que reemplazó para el caso al antiguo Hospital de San Juan de Dios. La Semiología era la primera cátedra hospitalaria, a la cual debíamos enfrentarnos los estudiantes.

Ella estaba entonces a cargo de los doctores José Vicente Huertas y Miguel Canales, especialista en cirugía el primero y en medicina interna el segundo. Ambos sobrados de conocimientos y experiencia y trabajadores incansables.

Con ellos aprendíamos a examinar los pacientes de manera minuciosa, a valorar cada síntoma anatómico o fisiológico y a diferenciarlos de acuerdo con sus atributos de origen. Indiscutible que eran maestros en la exploración clínica y no se les pasaba por alto el trastorno más insignificante.

José María Lombana Barreneche, Roberto Franco, Carlos Esguerra, Miguel Jiménez López eran maestros en cuanto atañe a la Medicina Interna. Y nos enseñaron a diferenciar los cuadros clínicos de las diversas entidades patológicas, a diagnosticar en una palabra, para lo cual asume un valor particular conocer a fondo los síntomas de todas las enfermedades. También nos enseñaron cuanto se refiere a la terapéutica de cada caso, teniendo muy en cuenta el estado clínico del paciente.

El doctor Franco era especialista en enfermedades tropicales. Yo cursé asimismo Psiquiatría con el doctor Maximiliano Rueda, de quien recibí lecciones inolvidables. Al respecto cabe señalar que para graduarme presenté el primer trabajo hecho en Colombia, sobre “la Psicoanálisis”, como se decía entonces, con casos clínicos del “Frenocomio de la Calle Quinta”.

La Cirugía estaba a cargo de los profesores Pompilio Martínez, Juan N. Corpas y Jaime J aramillo Arango. Como ocurre hoy, el diagnóstico clínico era si se quiere más exigente que para las otras enfermedades. En particular por lo que atañe a localización y zona corporal alterada por la enfermedad.

Mis profesores actuaban con una prudencia poco común y no recuerdo equivocaciones importantes en sus intervenciones, no obstante que los Rayos X y otros sistemas de localización de tumores y demás apenas si estaban cobrando importancia en nuestro país.

En 1946 se me ofreció la oportunidad de hacer estudios de especialización en Francia, fruto de una invitación del profesor Paul Rivet, quien había trabajado en Colombia en la Escuela Normal Superior cuando yo la dirigía. Para el caso Rivet me consiguió una modesta beca del gobierno de su país. Estuve en París algo más de tres años dedicado al estudio de Neurología, Psiquiatría y Psicoanálisis.

En efecto, asistí al curso de Psiquiatría del profesor Jean Delay en la Clínique de “Alienés del Hospital Sté. Anne” y a las conferencias sobre la materia de los doctores Henry Ey y Paul Guiraud. En el “Hospital de la Salpetriere” fui discípulo de los profesores Alajouanine y A. Garcin y en el “Hospital des Enfants Malades” seguí de cerca las prácticas clínicas del doctor Serge Lebovici.

Los trabajos científicos y las obras publicadas de todos ellos son excelentes. En “Sainte Anneo” fui asimismo discípulo de Julián de Ajuriaguerra. Allí con René Diatkin y Eveline Kestemberg pusimos en práctica el Psicodrama Psicoanalítico, del cual fuimos con Serge Lebovici los primeros que trabajamos la materia cambiando las ideas y la técnica de Moreno.

Desde el comienzo me llamó la atención que no pocos enfermos fueran acompañados por su médico de familia, quien iba asimismo a acrecentar sus conocimientos. El paciente era examinado primero por los Médicos Internos y el Jefe de Clínica, después presentado al Profesor quien discutía con ellos el diagnóstico posible.

En unos casos se aceptaba el del profesional tratante y las observaciones recaían sobre la terapéutica seguida, en otros sobre el diagnóstico y en algunos no se llegaba a otra conclusión que la de internar al paciente con el fin de practicar algunos exámenes que permitieran aclarar el diagnóstico. Todo lo anterior tenía lugar en presencia de los estudiantes, lo cual nos permitía profundizar nuestros conocimientos.

El Médico de Familia debe poseer hoy conocimientos Psicológicos indispensables para la práctica de la Psicoterapia. A propósito conviene recordar la notable experiencia realizada en Inglaterra por Kurt Lewin. Se tomó un grupo de pacientes con la misma enfermedad e idén tico tratamiento en cuanto a terapéutica y se le dividió en dos subgrupos.

A uno se le practicó Psicoterapia y al otro no. Los pacientes que primero salieron adelante fueron los que recibieron ayuda psicológica, que era lo que tanto servía, sin saberlo, al Médico de Familia que brindaba apoyo y amor al enfermo, tal como lo ordena el primer mandamiento cristiano.

Me dirijo a quienes os encontráis en esta sala y a todos los que en este momento os hallais dispersos en la extensa y complicada geografía de la patria. Conozcode sobra vuestra modestia y no quería herirla diciendo en vuestro nombre la alabanza de nuestra profesión.

Por ello preferí servirme de la vida de un colega muerto hace muchos años. Sé que todos y cada uno de vosotros posee en grado eminente las virtudes que caracterizaron a ese humilde médico de provincia que fue el bondadoso doctor Juan.

Seguramente, todos lo aventajáis en sabiduría, dado el salto tremendo que ha transformado nuestra profesión en los últimos tiempos, y a vuestras personales virtudes. Estoy seguro por descontado que vosotros aprobáis mi conducta al aprovechar el recinto de la Academia, para recordar a alguien que, como vosotros lo estáis llevando a cabo, sirvió a su pueblo sin regatear esfuerzos, y cuya memoria ha venido desapareciendo del corazón de sus olvidadizos paisanos.

El amor al prójimo es ley de nuestra profesión. En nuestro código moral hay mandato expreso de veneración para quienes hayan sido nuestros maestros y de cariño filial para quienes comparten nuestras faenas. Varios de vosotros habéis escalado sobresalientes y merecidas posiciones; la mayoría servís a la sociedad en los puestos de lucha, modestos unos e importantes otros, que ella os ha señalado.

Todos cumplís vuestro deber a cabalidad y por ello quienes disfrutamos de modesto retiro os estamos profundamente agradecidos. En la hondura de nuestro ser sentimos regocijo porque hayáis logrado coronar con éxito las duras jornadas que motivan esta intervención.

Fe de Erratras

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