Homenaje a Don Gregorio Marañon en el Centenario de su Nacimiento
Dr. Fernando Serpa Flórez
Académico de Número
La Academia Nacional de Medicina rinde homenaje hoy a un español universal, don Gregorio Marañón y Posadillo (1887-1960) en el primer centenario de su nacimiento. Se asocia a la admiración y al orgullo que este hombre despierta por su inteligencia, su sabiduría y su obra entre sus gentes de España, con el entrañable afecto que su nombre evoca entre nosotros los iberoamericanos que también, a nuestra manera, lo sentimos nuestro.
Médico, historiador, escritor, humanista, sociólogo y maestro, su espíritu se ensoñoreó por los campos abiertos del saber, descollando con méritos señeros en cada una de estas disciplinas.
Y si en el presente siglo su par en la medicina podría ser don Santiago Ramón y Cajal, en las letras don José Ortega y Gassety en las humanidades don Miguel de Unamuno, por su bucear en las aguas profundas y lustrales de la historia su nombre es parangonable con el de españoles eternos con los que equiparó su vida: un Séneca, por su austero interrogar al destino y por el doloroso regustar del destierro (“carere patria intolerabili est”).
Un san Isidoro de Sevilla, por su ecumenismo. Un Garcilaso de la Vega, por su poético enamoramiento de Toledo. Un Maimónides, por las enseñanzas de su saber médico y por los discípulos dejados en las más diversas latitudes unido a su excepcional amplitud de criterio -rara flor en la patria de Ignacio de Loyolay de don Felipe 11-; ausencia de ese dogmatismo y fanatismo que el mismo “espejo de los caballeros” hubo de sublimar en las brumas de su locura para ser el arquetipo de lo español y de España.
Y un Miguel Servet, en fin, por sus paralelas intuiciones científicas, las de éste en la circulación de la sangre pulmonar, las de don Gregario en la endocrinología, las hormonas y las muy sutiles investigaciones del hasta hace poco coto vedado de la sexología y los estados intersexuales.
Corresponderá al distinguido representante de la Sociedad Colombiana de Historia de la Medicina, doctor Guillermo Lozano, hacer el estudio pormenorizado de la bibliografía y el cronológico de los fastos en la vida de
don Gregario Marañón, con la autoridad y el privilegio que le dan sus largos años de estudio en España y su cercanía al maestro, como discípulo que fue del gran médico.
Otros colombianos, Max Olaya Restrepo -cuyo ensayo sobre Marañón fue el brillante trabajo que le abrió las puertas de nuestra Academia y que es buena fuente para adentrarnos en la poliédrica personalidad del sabio-o Luis Ardila Gómez, su contemporáneo, quien trajo a nuestra patria quizás las más tempranas informaciones y su admiración por el famoso científico.
Francisco Gnecco Mozo, internista y endocrinólogo. Juan Zapata Olivella, diplomático y escritor cartagenero, a más de médico. Rafael Gómez-Cuevas, notable endocrinólogo también y novelista. Guillermo López Escobar y Jaime Rengifo Pardo, ilustres ginecólogos.
Para citar unos pocos de los innumerables médicos que hasta el Servicio de Patología del Hospital Provincial de Madrid concurrieron en épocas diversas desde Colombia para escuchar de labios del diserto profesor las enseñanzas que por sus publicaciones, artículos científicos y libros llegaron también a nuestro país y fueron leídos y estudiados con admiración unánime.
(“Manual de Diagnóstico Etiológico”, “Introducción al estudio de la endocrinología”, “Tres ensayos sobre la vida sexual”, “Amor, conveniencia y eugenesia”, “Las enfermedades de Addison”, “Patología de la Hipófisis” -escrito en asocio con Richet-, “Insuficiencia Suprarrenal” -en el Tratado de Endocrinología Clínica-, “El crecimiento y sus trastornos”, los estudios psicosexuales sobre “Don Juan” y sobre “Amiel”, así como sus obras sobre historia y arte). (Vea también: El Carácter de José Asunción Silva)
¿Cómo era Marañón? “Era sencillo en su vida, como su prosa, con la naturalidad con que el agua clara mana de los veneros”, digámoslo con las palabras agradecidas con que él mismo retrató a Galdós.
“El primer sentimiento de quien se acercaba a Marañón por alguna de las muchas avenidas que de él arrancaban y a él conducían, era la admiración”, dijo don Pedro Laín Entralgo, continuador, con decoro encomiable, de la tradición humanista de don Gregario Marañón como médico, historiador, filólogo y hombre universal y cuya presencia, cuando nos visitó como Presidente de la Real Academia
de la Lengua Española, perdura entre nosotros.
Admiración que hará disculpable el que en el presente elogio, a trueque de pecar contra la modestia y, llevado por la senda de las evocaciones cordiales, me haga solicitar vuestra venia para hacer aquí algunas reminiscencias personales que de él tengo.
Juan Zapata Olivella, en un escrito publicado en “El Universal” de Cartagena, en 1957, comentó: “Cuando en Madrid conocí a Gregario Marañón, preguntóme casi a quemarropa por Fernando Serpa y sus actividades profesionales en Colombia.
Le conté al gran sabio español todo cuanto sabía de Fernando, inclusive de su matrimonio, sus jugosas crónicas en Intermedio (por entonces otros periódicos en que escribía habían sido clausurados por orden del gobierno) y sus ingentes esfuerzos en beneficio del cuerpo médico como secretario general de la Federación Médica Colombiana”.
Un aspecto de la personalidad del ilustre científico era la bondad con sus discípulos. La modestia y sencillez en el trato que daba a las gentes se acendraba con ellos y aumentaba en virtud del generoso interés con que seguía el discurrir de sus alumnos.
Su fervoroso estímulo, su cálida largueza en el concepto y el aplauso -de que también son ejemplo los numerosos prólogos de libros, que acrecentaban, ciertamente, el valor de éstos-o Y que constituyen motivo para que la emoción nos invada hoy que el viejo maestro ha muerto y desde estos fríos riscos andinos evocamos su memoria.
Como tesoro invaluable conservo en mi biblioteca, con su autógrafo, su estudio sobre el valido de don Felipe 11, Antonio Pérez. También guardo de él una carta en que comenta una nota que escribí en “El Tiempo” y que muestra la atención que seguía prestando a sus amigos y a quienes fueron sus alumnos, por distantes y escasa importancia que tuvieran.
“Alguna vez -dice su bibliógrafo Marino Gómez Santosen el despacho de un médico modesto, en la biblioteca de un intelectual, en el cuarto de un actor, hemos visto enmarcada esa carta de Marañón puntualmente escrita”. y observa que “estas páginas circunstanciales alcanzaban valor superlativo dentro del género epistolar. Por medio de ellas Gregario Marañón ha dejado expresada ampliamente su generosidad …”.
Fue grato percibir el aprecio que tenía por los hispanoamericanos, que demostraba con naturalidad en manifestaciones como la que recibí al colocarme a su lado durante la primera sesión a que asistí en el estudio clínico de los pacientes cuyos casos analizaba ante los discípulos.
Llevaba una tarjeta de presentación que en París me había dado don Enrique Santos Montejo, Calibán, cuyo hermano el presidente Eduardo Santos le había ofrecido la hospitalidad de nuestra patria, que declinó pues prefirió permanecer en Francia la mayor parte de los siete años de forzada ausencia, quizá para estar más cerca de sus lares, a raíz de la guerra civil que incendió a España:
-Basta con que Ud. sea colombiano, me dijo. Ud. No sabe cuánto aprecio a sus gentes …
Don Gregario Marañón era de elevada estatura y cabello cano. (Cuando lo conocí se acercaba a los setenta años). Levemente cargado de espaldas. Vestía con elegancia. Tenía una señorial distinción en los ademanes. Una mirada
al tiempo bondadosa y penetrante. La mandíbula inferior algo prognática. Y la sonrisa, que hacían peculiar los dos incisivos superiores sobresalientes, era agradable. A las diez de la mañana llegaba a su servicio de Patología Médica en el Hospital Provincial de Madrid, en la calle de Atocha.
Era una construcción vetusta. En su libro sobre la guerra civil el conde Agustín de Foxá (el mismo de quien habla Papini en Gag) nos lo retrata con la impresionante claridad que le dan aquellos días dramáticos a todo cuanto existía en España. Y había cambiado poco cuando lustros después lo conocí.
En su único pabellón nuevo, que se debía a don Gregario, estaba el ambiente donde consagraba la parte de su vida dedicada a la docencia médica.
Don Gregario … como se les dice a los médicos en España. Así como Jiménez Díaz era simplemente don Carlos. Y Botella-Llusiá, don José. Porque a los médicos en la madre patria se les da el otrora nobiliario don que vuelve a valuarse.
Los catedráticos en Francia -es una diferencia de estilo- exigen el título de profesor (cuando no el de patrón), que llevan con igual coquetería con que en la solapa portan la cinta de la Legión de Honor.
En Harvard, nuestros profesores (el doctor Forbes, que poseía una isla cerca de Bastan; o el doctor Shattuck, profesor de medicina tropical, en memoria de cuyo antepasado notable se bautizó la calle donde estaba situada la Escuela de Salud Pública; o el doctor T.H. Weller, premio Nobel de la Medicina) solamente aceptaban el título de doctor antepuesto al apellido, con la sencillez con que lucían siempre su traje deportivo.
El doctor Gregario Marañón era especialista en endocrinología. Si por especialista se entiende que sus más importante investigaciones científicas y sus más novedosas publicaciones las consagró al estudio de las glándulas de secreción interna.
Por este aspecto dejó una casuística de más de veinte mil historias clínicas, con su respectivo diagnóstico, evolución y tratamiento, además del medio millón de pacientes que se ha calculado estudió, atendió, curó y consoló durante su larga vida profesional; de los centenares de artículos científicos, conferencias magistrales y de los muchos libros médicos, algunos de los cuales hemos citado y que publicó para divulgación de sus conocimientos y enseñanza médica.
Pero Marañón no era un médico unilateral izado. No sufría la deformación profesional. Y le temía a ser dogmático. Su concepto de la medicina, del enfermo como entidad humana eminentemente espiritual, lo hacía estudiar
al paciente como hombre, cuyo psiquismo,cuya alma, debe estar presente. Porque muchas veces, si no siempre, la parte espiritual del ser doliente es la que debe ser tratada por el médico.
De ahí comprendemos por qué don Gregario Marañón, en su calidad de escritor, es tan extraordinario biógrafo. Pues al estudiar la historia con los ojos del médico, al observar a los hombres representativos de una época con el criterio del psicólogo, se logra un acertado análisis, un claro concepto. Un diagnóstico de la historia.
Tales los estudios sobre Tiberio, Enrique el Impotente, el padre Feijoo, el conde-duque de Olivares, el Greco, Luis Vives, Garcilaso de la Vega, españoles fuera de España o Antonio Pérez, en los que da a cabalidad una visión diáfana de la época y de los mecanismos íntimos y externos que subordinan los hechos del individuo, así como de la constelación familiar que sobre el hombre actúa e influye, en forma más amplia de lo que se cree, en la naturaleza y causa de muchos acontecimientos. Y también, desde luego, en su “Elogio y Nostalgia de Toledo” en que la ciudad amada -hecha de piedra y tiempo- se humaniza …
Cuando la pluma tiene la galanura que le da a don Gregorio ese terso y directo y castizo estilo, el resultado que hallamos es el de un escritor clásico. El de un escritor excelente. El de un escritor excepcional.
“Todo lo que ocurre en el mundo -él mismo lo ha dicho- tiene un sentido y lo tiene también la frecuencia de la conjunción literaria y médica”. Y agrega: “El médico que no tenga el espíritu rígido y momificado por la pedantería y el dogmatismo, el médico que considere su saber y su profesión con el debido, con el entrañable escepticismo, y, a través de este escepticismo, contemple y juzgue el inmenso espectáculo del mundo y del hombre que su práctica le proporciona, no podrá menos de sentirse trascendido hasta la médula de los huesos por la tremenda tragedia de vivir …”.
Con Ortega y Gasset y con Pérez de Ayala, en un momento crítico de la vida española de este siglo –cuando abdicó el rey don Alfonso XIII y la monarquía hizo tránsito a la república en un tenebroso interregnotuvo Marañón en sus manos la suerte de la patria.
Los periódicos franceses dicen que él fue “l’accoucheur de la République”: con modestia responde que tan sólo fuetestigo presencial del parto. Este fugaz interludio político en su vida de médico, de escritor y de sociólogo le debió dejar un amargo regusto.
Después vino la vida conmocionada, malograda y corta de la república y el drama que desangró tan cruelmente a la patria del Quijote, cuyas causas y desarrollo hemos tratado de comprender -sin lograrlo- puesto que es imposible captar el por qué de un fratricidio.
Marañón llegaba. Atravesaba por una sala de enfermos hacia la biblioteca. Vestía blanco delantal en que resaltaba el monograma azul de largas letras, quizás bordadas por manos monjiles de algún claustro toledano. Y pasaba a la sala donde realizaba su consulta clínica, que también era su cátedra, ajeno a toda suficiencia científica y a toda grandiosidad académica.
El salón no era muy grande y estaba recubierto de baldosines de porcelana blanca (alba pulcritud de los ámbitos médicos). Un crucifijo presidía la audiencia. Porque, en verdad, nada más trágicamente similar a un jurado que un consultorio. Allí llegaban los pacientes enviados de distintos servicios, para que se efectuara un diagnóstico, se aconsejara una conducta.
Existía un ambiente de confianza, de mutuo respeto, de junta médica. Marañón tomaba asiento en el extremo derecho de una mesa. Dos sitios a la izquierda de él se reservaban a los médicos visitantes y, luego, los médicos encargados de presentar cada caso clínico.
El maestro daba su impresión diagnóstica. Y dirigiéndose a los presentes, en tercera persona del singular, como si hablara con uno en especial, hacía preguntas o sugería, de manera que quien quisiera expresar su opinión pudiera hacerlo. Su actitud en la cátedra, por sí sola, era una serena enseñanza deontológica, como lo son los libros que ha dejado escritos.
Al paso de los años y siempre que la memoria, viajera sin fronteras, regresa a la madre patria, evoco al maestro de la medicina -cuya presencia espiritual está en este instante en forma tan estremecida entre nosotros- que a la par era hombre de letras y sabio humanista, cuya grandeza se podía medir por su modestia, como es necesaria el agua límpida para pesar los diamantes.
Y cuando años después regresa Toledo, “aquella ilustre y clara pesadumbre”, con la mirada busqué a lo lejos el “Cigarral de Menores”, donde tas horas de estudio y de meditación pasó el gran médico, cuya alma, ahora que él ha muerto, se ha confundido con el alma de la ciudad que él amó, comprendió y describió tan entrañablemente.
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