Medicina del Renacimiento español

Por: Adolfo de Francisco Zea”

Arnold Toynbee, historiador y filósofo inglés, en su “Estudio de la Historia” postula la tesis de que las civilizaciones crecen y se desarrollan en la medida en que son capaces de responder con éxito a los desafíos que se les presentan.

Cuando esto no ocurre así, como es el caso de los nómadas mongoles del Asia Central, que tuvieron que enfrentarse a las difíciles exigencias de la vida en las estepas, terminan transformándose en esclavos de su medio ambiente lo que las torna incapaces de cualquier actividad creadora.

No ocurre lo mismo con la mayoría de las civilizaciones occidentales, en las cuales cada reto ha determinado una respuesta exitosa que a la vez provoca desequilibrios que requieren nuevos ajustes creativos. Este impulso o “elan” del crecimiento, para usar la terminología de Bergson, está ejemplificado en el mito de Prometeo que atraviesa con su antorcha las esferas celestes para robar a Zeus el fuego para el hombre, y persuadirle de la necesidad de permitir el desarrollo perpetuo de la Humanidad.

En el centro de una miniatura del siglo XV, aparece Prometeo animando la figura inerte del Hombre en el Paraíso. El fuego prometeico es una fuerza que da la vida, pero además simboliza el ardor de la curiosidad intelectual y del conocimiento, lo cual lleva consigo implícito el fruto peligroso de esa misma curiosidad.

En el Renacimiento estos fenómenos, desafío, respuesta exitosa y nuevo desafío, corroboran las postulaciones de Toynbee, y se acompañan también de los castigos, las prohibiciones y las contrarreformas que trajeron la luz y las sombras a una etapa importante de la civilización occidental.

En el año .de 1604, en la Editorial denominada Casa de Francisco Pérez, se imprimió en Sevilla un libro dedicado a la ciudad, en el cual se recogían las publicaciones de don Bartolomé Hidalgo de Agüero, quien había fallecido ocho años antes en 1596. Hidalgo de Agüero es, al decir de Laín Entralgo, uno de los más destacados cirujanos del Renacimiento español, junto con don Dionisia Daza Chacón. El libro se publicó con el título de “Thesoro de la Verdadera Cirugía y Vía Particular Contra la Común”.

De esta obra póstuma del médico renacentista se hizo una edición princeps de mil ejemplares. Por razones que me son desconocidas, un ejemplar llegó a nuestro país y hace pocos años le fue obsequiado por uno de sus pacientes al profesor Miguel Antonio Rueda Galvis, de cuya biblioteca formó parte hasta su muerte acaecida en 1980 (figura 1). (Puede interesarle también: Pablo Ruiz Picasso)

Miguel Antorlio Rueda Galvis

Es muy posible que en alguna época el libro hubiera formado parte de la biblioteca de la Diócesis de San Gil, ya que en centurias anteriores los eclesiásticos conservaban con especial cuidado las pocas obras que se imprimían.

Pero estas no pasan de ser conjeturas mías y lo único que me es dable afirmar en este momento es que además de este ejemplar, que hoy en día constituye un verdadero tesoro de mi biblioteca, existe otro en la biblioteca particular del profesor Gabriel Sánchez de la Cuesta, presidente de la Academia de Medicina de Sevilla y muy docto en el estudio de la Historia de la Medicina en general y de la sevillana en particular, y otro más, incompleto, en la Biblioteca  Nacional de Andalucía.

Tuve ocasión de visitar personalmente al profesor Sánchez de la Cuesta en su residencia de Sevilla y dialogar con él sobre la fascinante personalidad del autor del libro y sobre su época plena de adquisiciones médicas, de nuevas y variadas direcciones en la evolución de la medicina del renacimiento y de las interesantes situaciones que se plantearon al médico renacentista.

En un mundo agitado por inquietudes religiosas y políticas tan grandes como la creación de un imperio, el descubrimiento de un nuevo continente, la herejía que amenazaba destruir el más importante tesoro de España, su religión, y la necesidad imperiosa por otra parte de seguir adelante la evolución intelectual y cultural de la humanidad, a pesar de las restricciones provocadas por algunos de los factores mencionados.

Es mi deseo rendir un especial homenaje de admiración y de cariño al Académico Honorario Miguel Antonio Rueda Galvis, quien se destacó notablemente como médico-cirujano, como catedrático universitario y como diplomático, y cuya atrayente personalidad siempre supo entregar a quienes tuvimos el honor de conocerle y de tratarle, el don valiosísimo de una amistad cordial e inmejorable.

Don Bartolomé Hidalgo de Agüero (figura 2) nació en Sevilla en 1530. Su vida profesional transcurrió en su totalidad en esa ciudad, por entonces la más populosa de España y el puerto al que llegaban la mayor parte de los bajeles provenientes de los territorios recientemente descubiertos de ultramar.

Bartolomé Hidalgo de Agüero.

La publicación de su obra fue autorizada por Felipe 11en 1593; el5 de noviembre del mismo año, el cabildo de la ciudad la permitió en consideración a “la mucha satisfacción que la ciudad tiene de su persona y letras y experiencia”. Una Cédula Real fechada en Toledo el 13 de julio de 1596 concede licencia a la ciudad misma para imprimir el libro y el 5 de julio de 1597, pocos meses  después del fallecimiento de su autor el cabildo acuerda pagar la mitad de la publicación quedando como obligación de la viuda y de sus tres hijos el costear la segunda mitad de la misma (figura 3).

Facsímil del libro


* Presentado a la Academia Nacional de Medicina.
** Académico de número
La obra va precedida de un prólogo del doctor Francisco Ximenez Guillén, “médico, yerno del autor, a los lectores”, en el cual, tanto en prosa española como en versos latinos, resalta el valor de la obra y de su autor.

El nombre del prologuista, sin embargo, no deja huellas en la historia de la medicina de su época. No así es el caso del médico don Dionisia Daza Chacón, quien escribe la nota preliminar de la obra. Don Dionisia es “Médico y Cirujano de la Magestad del Rey don Felipe II  nuestro Señor”, tal como lo había sido de la corte del Emperador Carlos V, en cuyo servicio había actuado como médico de la Armada, distinguiéndose en la batalla de Lepanto.

La nota de Daza Chacón es un modelo de claridad y brevedad en la presentación de un libro científico y dice lo siguiente: Yo he visto este libro que Vuestra Magestad me cometió de medicina y cirugía del doctor Bartolomé Hidalgo de Agüero, Médico y Cirujano, vezino de la ciudad de Sevilla; el qual libro es muy docto y de mucho trabajo, y asi me aparece que se le dé licencia para imprimirse, por la gran utilidad y provecho que se seguirá a la República con su mucha erudición y experiencia. La qual tiene aprovechada de doze Médicos y Cirujanos los más doctos que residen en la misma ciudad, a la cual experiencia se ha de atender más que a los dichos dé Antiguos”. (Figura 4).

Dionisia Daza Chacón

Menciona el doctor Daza Chacón a los médicos antiguos, que utilizaban procedimientos médico-quirúrgicos conocidos como la “vía común”, por oposición a los nuevos que utilizaban la “vía particular”, desarrollada precisamente por el inquieto cirujano Hidalgo de Agüero, quien después de haber tenido ocasión de utilizar los métodos antiguos en el tratamiento de sus pacientes del Hospital del Cardenal de Sevilla, los había desechado por inadecuados y obsoletos. La “vía común”, que ahora se rechazaba, era nada menos que el conjunto de procedimientos y sistemas tradicionales heredados de Hipócrates y de Galeno a través de los médicos árabes.

La publicación de un libro en el siglo XVI era empresa mucho más difícil de lo que es en el siglo XX. Por una parte, las dificultades técnicas de la impresión se superaban con inmenso trabajo, y además los costos económicos de producción eran casi insuperables.

Sólo era fácil publicar cuando se tenía el respaldo de las autoridades reales o de las eclesiásticas. Para Hidalgo de Agüero, el respaldo y la autorización de Felipe II, expresados en una generosa Cédula Real que se lee con deleite al comienzo del libro, derivó, en mi sentir, del papel que desempeñó en compañía de Daza Chacón, en el tratamiento de la lesión craneoencefálica del príncipe de Asturias, y fue sin duda alguna lo que dio finneza a las labores tediosas que al cabo de 10  años dieron por resultado la publicación de la obra.

La edición de libros médicos en el continente se inició en España en 1475 Y ciento veinticinco años después, al finalizar el siglo XVI, contaba en Europa con 541 títulos, de los cuales 350 correspondían a primeras ediciones en su mayor parte debidas a profesionales españoles; ciento noventa y un títulos, aproximadamente una tercera parte de la producción total eran reimpresiones, con frecuencia hechas en diversas imprentas europeas lo que atestigua la importancia de la producción científica española. El libro de Hidalgo de Agüero tuvo una primera reimpresión en 1624 y una segunda en 1656.

Entre 1475 Y 1600 las ciudades españolas que editaban libros eran Salamanca, Zaragosa, Burgos, Toledo, Barcelona, Valencia, Pamplona y Sevilla. Hacia mediados del siglo XVI fue Sevílla el centro editorial más importante, lugar que habría de ocupar Madrid posterionnente, cuando esta ciudad, centro geográfico de la península, se convirtió, por decisión de Felipe II en la capital de su Reino.

Entre las demás regiones de Europa editoras de libros, se destacaron las ciudades italianas y las de Flandes en las cuales la presencia de España era un hecho político. Y otras pocas aisladas como París y Lyon, Amberes, Venecia y Colonia.

En general los libros médicos, si se exceptúan los de cirugía, se escribían por ese entonces en el idioma universitario que era el latín e inclusive existían severas disposiciones contra la publicación en lenguas romances.

Así por ejemplo, una firme advertencia de la Universidad de Salamanca, fechada en 1561, decía lo siguiente: “Item estatuimos y ordenamos que todos los lectores de la Universidad, así cathedráticos como ele cathedrillas, sean obligados a leer en latín y no hablen en la cátheelra en romance”. Sin embargo, a pesar de la presión en favor de conservar el latín como lengua científica, otras voces que sostenían puntos de vista opuestos se hicieron oír.

El humanista Miguel de Sabuco, se expresó en la siguiente forma: “dexemos el latín y el griego y hablemos en nuestra lengua; que hartos daños hay en el mundo por estar las scientias en latín”, y otro más, el doctor Huarte de San Juan escribió lo siguiente: “Ninguno de los graves autores antiguos, fue a buscar lengua extranjera para dar a entender sus conceptos; los griegos escribieron en griego, los romanos en latín, los hebreos en hebraico y los moros en arábigo.

Y así yo hago en español por saber mejor esta lengua que otra ninguna”. Fue así como poco a poco las lenguas romances desplazaron a las clásicas en la redacción de los textos ele estudio.

Un hecho interesante de señalar es que la cuarta parte de los libros médicos editados en Europa en los 125 años a que he hecho referencia no tenían relación con el quehacer médico y quirúrgico.

El mundo español de la época mostraba una preocupación por intereses de muy diversa significación, desde los puramente literarios en prosa y verso, hasta la explicación esenia de pensamientos políticos generalmente frustrados, especulaciones filosóficas generales o bien expresiones de momentos de duela o crisis en las convicciones religiosas.

En el fondo ellas no eran más que el reflejo de lo que fue el Renacimiento, y el deseo de imitar en cierta forma la figura multifacética de Paracelso. (Figura 5).

Paracelso

Algunos autores cultivaron exitosamente la poesía y en ese campo se destacó por el valor y la amplitud de su obra poética don Luis Barahona de Soto, quien a imitación del Orlando de Ariosto, escribió en 1586 las “Lágrimas de Angélica”.

Otros como don Alonso Pérez dedicó preciosos esfuerzos para producir la segunda parte de la “Diana de Montemayor”, obra que fue traducida al inglés, al francés y al alemán, y que habría de merecer muchos anos después la crítica desfavorable de don Marcelino Menéndez y Pelayo quien se refirió a la “prosa mazorral y pedestre, cobertura de una fábula en la que el médico quiso introducir la indigesta erudición que en sus lecturas habían granjeado”.

Otros fueron a la larga más afortunados: Don Andrés Laguna, insigne anatomista español que en su texto clásico de Anatomía describiera técnicas adecuadas que sustituirían los métodos improvisados de Leonardo Da Vinci, escribió también un libro titulado “Viaje a Turquía”, cuyo original fue redescubierto a comienzos del siglo XX y que en opinión de la crítica actual es una excelente novela de aventuras exóticas y de peregrinaciones intelectuales del autor en su viaje al Oriente.

El tema del Hombre es una preocupación que atestigua el influjo ejercido en el mundo intelectual por las conquistas de la nueva anatomía.

Es tratado con un enfoque antropológico por Juan Sánchez Valdés de la Plata en su “Crónica y Historia General del Hombre”, guiado por una intención didáctica y moralizadora que  buscaba ofrecer lectura que “apartase de los libros de mentiras y patrañas fingidas que llaman de cauallerias, de que ay tanta abundancia”, o el libro de Blas Álvarez de Miramal, titulado “La Conservación de la Salud del Cuerpo y del Alma”, en el que el tema principal es el examen de la realidad humana, conocimiento al que otorga su propia dignidad por ser el hombre, dice, “el más perfecto de los mixtos y en él concuerdan y se juntan en paz y concordia quantas cosas ay criadas en el universo”.

Esta magnífica visión del hombre, típicamente renacentista se atempera en el autor del libro, con una visión ascética de su caducidad, pues el cuerpo, agrega “es espuma hecha carne vestida de una hermosura frágil y momentánea que finalmente se ha de  venir a convertir en un cadáver triste de espantosa figura”.
Finalmente, la obra del doctor Huarte de San Juan, EL EXAMEN DE LOS INGENIOS PARA LAS CIENCIAS, compuesta por dos tratados principales, uno de tema preferentemente psicológico en el que se analizan ‘los ingenios’ y su acomodación a las distintas ciencias y profesiones, y otro biológico, dedicado a la mejora de los ‘ingenios’.

El libro al decir de Iriarte, su máximo crítico, debe destacarse y alabarse “no por sus interpretaciones metafísicas, sino por aquel viraje de la atención hacia la observación sistemática, hacia el examen descriptivo de los procesos psíquicos”, que convierte a su autor en un verdadero precursor de la psicología moderna. (Figura 6).

Libros Médicos RenacentistasAlgunos médicos se preocuparon por el conocimiento y la explicación natural del mundo circundante y publicaron libros que llevaron títulos tales como Secretos de Filosofía, Historia Natural y Filosofía Natural y Moral, y otros más intervinieron francamente en la política social de la época.

Tal es el caso de don Cristóbal Pérez de Herrera quien en 1598 publicó sus “Discursos del Amparo de los Legítimos Pobres”, en los que formulaba programas a su juicio capaces de mejorar la realidad social española, presentaba sus programas para reducir los excesos en la ostentación de los trajes y de las joyas y sus ideas para remediar las agonías de la agricultura y del comercio.

Al lado de estos intereses fundamentalmente sociales, se encuentra y sobresale vívidamente la figura interesantísima y dramática de Miguel Servet, de quien tuve ocasión de ocuparme en esta Academia, hace varios años, al hablar de la circulación pulmonar que él descubrió para occidente, pero que había sido descrita trescientos años antes por el médico árabe de Damasco Ibnan-Nafis. Servet, en actitud psicológicamente suicida, desafía a todos los grupos religiosos católicos o reformistas con su doctrina sobre la Trinidad, en su libro De Trinitatis Erroribus” y posteriormente en el Christianismi Restitutio”.

Servet fue para Melachtón, un “hombre de temperamento fanático” y para Jerónimo Alejandro, el nuncio papal en Alemania “un grandísimo ingenio pero un gran sofista”. El odio teológico de Calvino lo llevó al martirio y la muerte en la hoguera, pero su imagen resplandece en el mural del maestro Diego Rivera en el Instituto Nacional Ignacio Cháves. (Figura 7).

Mural de la Medicina

La España del Renacimiento se inicia a mediados del siglo XV con el matrimonio de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla y su vigencia se prolonga hasta la muerte de Felipe 11 en 1598. A la consolidación de la  Figura 7. Mural de la Medicina, por Diego Rivera. unidad española con la victoria sobre los moros de Granada y la incorporación del reino de Navarra, sucede la ampliación de los territorios bajo el dominio real al producirse el descubrimiento de América.

El firme establecimiento del imperio bajo Carlos V, se amplía todavía más bajo Felipe I1, con la incorporación transitoria de Portugal y sus colonias, en virtud de su matrimonio con su prima María, infanta de Portugal. Ya desde el reinado del Emperador Carlos V y fundamentalmente desde la batalla de Lepanto, España se pone en íntimo contacto con el Renacimiento italiano y a la vez se ofrece a la influencia de lo que Laín Entralgo llama el “Erasmismo”, en memoria de Erasmo de Rotterdam.

Tanto el humanismo italiano como la penetración del erasmismo, constituyen junto con la reacción contra la desviación religiosa que comenzaba a atisbarse en la península, las influencias más importantes en el mundo intelectual y científico del renacimiento hispánico. Si la· vida de España toda ha de cambiar, cambiará también la organización de su medicina, bajo las decisiones que el todopoderoso Rey Felipe II habrá de imponer a sus posesiones continentales y a los territorios de ultramar.

Desde el punto de vista demográfico España peninsular era un conglomerado fundamentalmente rural de apenas nueve millones de personas. Su ciudad más populosa era Sevilla con 90.000 habitantes. Barcelona y Valencia no llegaban a los 30.000 y Madrid, convertida por el Rey en la capital del imperio, era apenas una pequeña ciudadela en donde la higiene no existía.

Veamos cómo la describe Lamberto Wyts, que llegó a la corte en el séquito de María de Austria, cuarta esposa de Felipe I1: “Tengo esta villa de Madrid por la más sucia y puerca de todas las de España, visto que no se ven por las calles otros grandes “servidores”, como ellos los llaman, que son grandes orinales de mierda, vaciados por las calles, lo cual engendra una fetidez inestimable y villana … si se os ocurre andar por dentro del fango, que sin eso no podéis ir a pie, vuestros zapatos se ponen negros, rojos y quemados.

No lo digo por haberlo oído decir sino por haberlo experimentado varias veces. Después de las diez de la noche no es divertido el pasearse, tanto que, después de esa hora, oís volar orinales y vaciar porquerias por todas partes”.

La ciudad de Sevilla, en donde vivía y trabajaba Hidalgo de Agüero, era ciertamente un poco más civilizada que Madrid. Sin embargo, las instalaciones de baños que perduraron desde la época de la dominación islámica en algunas ciudades como Sevilla, fueron prohibidas oficialmente por una orden real de 1566 que disponía “que en el reino de Granada no haya baños artificiales”, mandando destruir los existentes y estableciendo graves penas para quienes continuaran haciendo uso de ellos.

Durante la primera parte del Renacimiento español, la de Carlos V, al decir del catedrático de Salamanca profesor Luis S. Granjel, España se abrió sin reservas a los influjos del resto de Europa; buena parte de los intelectuales y médicos se formaban en Italia o en Francia y vivían parte de sus vidas en esos países.

En la segunda etapa renacentista, la de Felipe, diversos factores políticos y religiosos dieron lugar al viraje que afectó de inmediato al ámbito cultural y científico. El cambio ya se advierte en una carta de Carlos V a su hija Juana, regente del reino en ausencia de Felipe y fechada hacia 1559.

El emperador que había abdicado y se había refugiado en el monasterio de Yuste, ante los primeros brotes de herejía en España, recomienda “proceder contra ellos como sediciosos, escandalosos, alborotadores e inquietadores de la República”.

Era necesario defender la religión católica de los herejes; para lograrlo, se publicó el primer índice de libros prohibidos y en el mismo año Felipe lanzó una pragmática, que transformó en un ciento por ciento el curso de la vida cultural y científica de España y que a la letra dice: “Mandamos que de aquí en adelante ninguno de los nuestros súbditos y naturales, de cualquier estado, condición y calidad que sean; eclesiásticos o seglares, frailes ni clérigos, ni otros algunos no puedan ir ni salir de esos reinos a estudiar, ni enseñar ni aprender, ni a estar ni residir en universidades ni estudios ni colegios fuera de estos reinos.

Y que los que hasta ahora y al presente estuvieren y residieren en tales universidades, estudios o colegios: se salgan y no estén más en ellos dentro de cuatro meses después de la data y publicación de esta carta; y que las personas que contra lo contenido en nuestra carta fueren o salieren a estudiar o aprender, enseñar, leer, residir o estar en las dichas universidades, estudios o colegios fuera de estos reinos.

A los que estando ya en ellos y no se salieren y fueren o partieren dentro del dicho tiempo, sin tornar ni volver, siendo eclesiásticos, frailes o clérigos, de cualquier estado, condición y dignidad que sean, sean habidos por ajenos y extraños de estos reinos y pierdan y les sean tomadas las temporalidades que en ellos tuvieren; y los legos caigan o incurran en perdimiento de todos sus bienes y destierro perpetuo destos reinos”.

Como ejemplo de lo que esta severa prohibición trajo en consecuencias negativas para el mundo del médico, baste señalar que frente a más de trescientos escolares que estudiaron Medicina en Montpellier entre 1500 y 1558, la cifra apenas si supera la decena con posterioridad al año de 1559.

España se aisló de los movimientos culturales europeos no católicos, en un esfuerzo gigantesco por detener el progreso de ideologías extrañas al pueblo español que atentaban contra el bien muy preciado de su religión.

Es la contrarreforma. Empero, el mundo contemporáneo continuó presentando fenómenos políticos y culturales que iban moldeando una nueva época de la historia: La Armada Invencible fue derrotada en 1588, en tanto que Enrique IV se convirtió al catolicismo porque “París bien vale una misa”. En 1592 aparecieron las primeras menciones escritas sobre el uso del café, en las cuales se decía que el producto se empleaba durante los servicios religiosos en Arabia y en Abisinia para evitar que los feligreses conciliaran el sueño.

Zacarías J aensen combinó por primera vez los lentes cóncavos y convexos en un telescopio. Giordano Bruno fue puesto preso por la Inquisición y Palestrina compuso el Stabat Mater y el Magnificat. Es en esa misma época cuando Shakespeare escribió su Ricardo III y su Tito Andrónico, cuando Thomas de Campanella produjo en Padua su obra maestra e Isabel I de Inglaterra fundó el Trinity College de Irlanda y la Universidad de Dublin.

Es el momento en que nace la Opera.Se introdujo por primera vez al lenguaje científico la palabra Química, a partir de la voz griega Caos; Galileo inventó el termómetro; J ohannes Kepler se convirtió en asistente de Tycho Brahe; William Gilbert, médico de la reina de Inglaterra, escribió sobre los magnetos y el gran magneto que es la tierra, y en España misma Cervantes publicó la primera parte de Don Quijote de la Mancha, un año después de aparecido el libro de Hidalgo de Agiiero.

La célebre prohibición al contacto cultural de España con el resto de Europa, produjo en la península conflictos en el campo médico. Se observaba una actitud dispar entre los profesionales formados en la frase renacentista de Carlos V de talante humanístico continental, tales como Andrés Laguna y Miguel Servet, y los formados después de

la pragmática de Felipe JI, que a pesar de ella llegaron a ser grandes figuras médicas de la segunda mitad  de la centuria, tales como Francisco Vallés y Luis Collado (figura 8). En este último grupo se encuentran las personalidades de Dionisia Daza Chacón y Sartolomé Hidalgo de Agüero.

Luis Collado

Daza Chacón formó parte de los llamados “médicos imperiales”, es decir aquellos vinculados a la corte por los servicios que prestaban al rey o sus familiares y cortesanos. Devengaba salarios de más de 60.000 maravedíes, suma bastante considerable si se piensa que además del título de médico de la corte, existían otras posibilidades de aumentar sus ingresos.

Claramente se refiere a este punto el médico de la corte López de Villalobos, al responder a una indiscreta pregunta formulada por un cortesano: “Yo, Señor, no vivo con el rey por lo que él me da, sino por lo que me puede dar sin poner nada de su bolsa”.

Hidalgo de Agüero. No era un médico de la corte, pero a base de trabajo y de experiencia, había logrado destacarse como médico universitalio en el Hospital del Cardenal de Sevilla.  Vivía más modestamente que Daza Chacón, pero tenía su pasar y ocasionalmente era llamado a prestar sus servicios profesionales a familiares del rey o a miembros de su corte.

Además de los médicos de la corte y de los universitarios u hospitalarios, ejercían en España médicos contratados por los concejos de las ciudades o por los grandes señores y dignidades eclesiásticas. Sus emolumentos ascendían en ocasiones a los veinte o treinta mil maravedíes y en términos generales se tendía a lograr que los profesionales de la medicina obtuvieran una capacitación adecuada, finalidad a la que contribuyó con eficacia la institución del Tribunal de Protomedicato.

A una disposición de 1563 pertenece el siguiente acuerdo: “para graduarse los médicos de bachilleres en Medicina, mandamos, que primero sean bachiller es en Artes en Universidades aprobadas, antes que puedan ganar curso de Medicina.

Y que en el año que se hicieren bachilleres en Artes no puedan tomar ni aprovecharse de algún tiempo de él para curar en Medicina, y mandamos, que para hacerse en Medicina, haya de tener y tenga el que se hubiera de graduar quatro cursos de Medicina ganados en quatro años cumplidos; y después de haberse hecho bachiller en Medicina, hayan de practicarla, sin que puedan curar, dos años continuos en compañía de médicos aprobados; y la dicha práctica de los dichos dos años no pueda ser antes de ser bachilleres en Medicina para los dos dichos años que han de andar a la práctica”.

El médico se reconocía por su atuendo que señalaba el nivel universitario del saber en que se apoyaba su ejercicio profesional. El vestido habitual era el sayo de terciopelo y un sombrero del mismo tejido, forrado en raso carmesí con borla de oro y azul. Se distinguía el médico además por el uso de anillos. (Figura 9).

Médico renacentista

Filótimo, personaje médico de los “Diálogos” de fray Juan de Pineda exponía así su anhelado deseo: “si alcanzase un par de anillos de oro que me resplandesies en en el dedo, cuando tomo el pulso a los enfermos, no pensaría que algún médico del pueblo me fuese delante”. La mula era de uso privativo de los médicos para su transporte

Los cirujanos, carentes casi todos de preparación universitaria, gozaban de condición social inferior a la del médico, pero entre ellos se hacía diferenciación clara entre los que no podían ostentar título destinto al de los empíricos más o menos hábiles, calificados por Arceo con desprecio como gentes que “andan de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad”; para ellos, añade “no hay enfermedad incurable, todo lo hallan fácil, prometen la curación, pero no la buscan hasta después de haber sacado todo su dinero a los infelices pacientes”; y por otra parte los que sí tenían la formación científica que hizo más digna su profesión en la medida en que se fueron estableciendo las cátedras de cirugía y se hizo obligatorio su estudio.

Como en todo tiempo y lugar, era de esperar con frecuencia la ingratitud de los pacientes con sus médicos, como se ve en la siguiente versión castellana, del historiador Hernández Morejón sobre un texto poético de Pedro Jimeno:

“Ven, y si bien reparas,
al médico verás con cuatro caras,
observa cuatriforme su figura,
sin que el circulo asigne cuadratura.
Cuatripartida forma le destina
de su ejercicio la común rutina
del vulgo novelero;
pues Dios le juzga sin ser el verdadero,
ángel le mira y hombre le parece
y demonio también cuando ·se ofrece;
de modo que Dios, ángel, hombre y diablo
unidos pueden verse en un retablo.
Mírasele deidad cuando es venido
a curar al doliente y ajlijido;
ángel cuando el enfermo va en bonanza,
y la perdida sanidad alcanza;
hombre cuando no ejerce sus funciones,
y goza en sociedad sus atenciones;
y demonio feroz, cuando es hallado,
de aquel a quien curó, y no le ha pagado ‘:

El oficio de curar, también estuvo encomendado tanto en el ámbito rural como en el urbano a empíricos especializados cuya actividad quedaba claramente inmersa en el mundo oscuro de la superstición. Esa medicina empírica la ejercieron los sobanderos o algebristas, los hernistas y sacadores de la piedra, los “batidores de la catarata” u oculistas, los sacamuelas y las parteras, y entre esos empíricos y los profesionales titulados y los cirujanos, se situaban los barberos y los sangradores.

Las mismas cortes suspicaces ante la actividad rectora de los empíricos especializados en el tratamiento de los problemas urológicos; el llamado “doctor Romano” fue autorizado para difundir su tratamiento de las que se llamaban ‘carnosidades de la verga’, y se concedieron licencias de ejercicio profesional para los expertos en el tratamiento del “mal de la piedra” y de las carnosidades uretrales.

Por otro lado los moros y los judíos habían entrado en franca decadencia, desde el decreto de expulsión de esas minorías por los Reyes Católicos en 1492. Se consideraba indispensable llevar a cabo hasta su culminación el proceso tendiente a conducir al derrocamiento de la tradición islámica, y “los seguidores de la corriente humanística que ellos iniciaron, ha escrito López Piñero, atacaron duramente a los bárbaros que manejaban las doctrinas médicas clásicas a través de las inexactas traducciones medievales y de las ‘corrompidas’  interpretaciones de los árabes”.

Se procedió duramente en el curso de todo ese período histórico, a través de la Inquisición, contra judíos y “conversos”, a pesar de que médicos eminentes tales  como Andrés Laguna, los Fragoso y Daza Chacón eran muy seguramente de progenie judía; sin embargo, en situaciones especiales, la Corte misma acudía a los moros y judíos empíricos, como es el caso del morisco valenciano Pillterete llamado a colaborar con sus ungüentos en el tratamiento del príncipe Carlos, heredero del trono español.

Los doscientos ochenta y cinco folios del libro de Hidalgo de Agüero, se dedican exclusivamente al saber médico y con especialidad a la cirugía. Esta para él es la “ciencia que enseña el modo y calidad de obrar principalmente soldando y cortando, cauterizando y exercitando otras obras de manos con que sana a los hombres según es posible”, y añade “la cirugía es un movimiento ligero de manos no temblorosas, adquirido con experiencia y razón, que es lección de los libros. Adquiérese por theórica y práctica”. (Figura 10). 

Facsímil de un libro de cirugía

Después agrega: “¿Por qué dice que sana a los hombres según es posible? Porque ningún cirujano está obligado a sanar todas las enfermedades; basta hacer buenamente lo que las reglas del arte mandan”.”¿Por cuantas maneras se hacen las enfermedades incurables? Por una de tres. La primera por ser incurable de su naturaleza como es cáncer o lepra confirmada.

La segunda porque la cura de una enfermedad podría ser causa de otra mayor, como se serrássemos las fístulas y almorranas antiguas. La tercera, por no ser obediente el paciente a lo que el médico o cirujano le manda” … “El oficio del cirujano consiste en cuatro partes, unir lo separado y separar lo unido, y quitar lo superfluo y extraño, y conservar las partes.

Dízese unir lo separado, como por costura o ligadura, y separar lo unido como haciendo sangrías y aberturas, y quitar lo superfluo y extraño como quitando carne crecida, pelos, tierra, huesos, pedazos de espadas y otras cosas semejantes”.

y en la parte final, Theorica de Cirugía, menciona de la siguiente manera las condiciones que se requieren por parte de los pacientes: “Son tres. La primera que sea obediente al cirujano. La segunda que tenga confianza y fee. La tercera, que sea paciente y sufra la pena con paciencia”.

Siguiendo la tradición de los libros de cirugía del renacimiento, Hidalgo de Agüero trata primero el tema de las heridas; después se referirá a los tumores y las úlceras, para pasar posteriormente a la traumatología o “algebra” y a aquellos quehaceres quirúrgicos que como las sangrías y las evacuaciones habían sido delegados en manos de los empíricos. (Figura 11).

Teoría sobre sangrías

El Renacimiento había traído consigo un grave problema médico, el del tratamiento de las heridas producidas por la pólvora en las acciones bélicas, para cuya solución las obras clásicas de Galeno, Hipócrates y Celso se habían mostrado carentes de valor.

Se tenía como creencia general que las heridas producidas por armas de fuego estaban envenenadas a causa de la pólvora y que era necesario cauterizadas vertiendo sobre ellas aceite hirviendo, a fin de prevenir el envenenamiento.

Ambrosio Paré en Francia, había utilizado ese método hasta que un día le faltó el aceite y se vio precisado a utilizar un digestivo hecho con yema de huevos, aceite de rosas y terebinto.

“Aquella noche, dice Paré, no pude dormir a placer temiendo que por falta de buena cauterización, encontraría muertos o envenenados a los heridos a quienes no había podido poner el mencionado aceite, lo que me hizo levantarme muy temprano para visitarlos; más allá de mi esperanza, encontré que aquellos a quienes había puesto el medicamento digestivo sentían poco dolor y sus heridas estaban sin inflamación ni tumefacción, habiendo descansado bastante bien durante la noche; los otros, a quienes había aplicado el aceite hirviendo, los encontré con fiebre, grandes dolores y tumefacción en torno a sus heridas.

Entonces resolví para mi mismo, no quemar nunca mas tan cruelmente a los pobres heridos por arcabuzazo”. (Figura 12).

Ambrosio Paré

En España Daza Chacón y en Italia Bartolommeo Maggi para demostrar que las heridas por arma de fuego no eran cáusticas ni tóxicas, hicieron pruebas disparando arcabuces contra sacos de pólvora comprobando que estos no ardían, y que al adosar a las balas flechas de cera éstas no se fundían con el disparo y el azufre no ardía.

Hidalgo de Agüero, hizo la segunda aportación de importancia al saber quirúrgico de España, al establecer que las heridas de arma blanca y en particular las craneanas con o sin fractura, debían ser tratadas por la “vía particular”, que prescinde del “pus loable” de los árabes y de los drenajes y contraaberturas que se practicaban corrientemente y postuló la idea de limpiarlas simplemente y de permitirles que cicatrizaran por primera intención, quitando siempre lo “superfluo y demasiado como tierra, pelos, piedras y pedazos de espadas”.

En su libro hace un estudio histórico de las seis vías o sistemas que se han empleado para el tratamiento de las heridas, desde Hipócrates y Galeno, para concluir que su propia “vía particular” es la que produce los más adecuados resultados.

Son estas sus palabras: “Lo primero que haze la vía particular en una contusión con llaga, considera si tiene cavidades o no, lava la herida con vino tibio y déjala limpia de lo arriba decho, y júntala por si o con ligadura o costura aplicando luego el Aceite Benedicto con planchuelas…

Y si en esta contusión con llaga ay cavidades, y es grande, anse de dilatar las cavidades y limpiarlas con la loción del vino tibio, y después que estuviere limpia de todo, la junta y la cura sin formación con el aceyte Benidicto dicho arriba, haciendo las evacuaciones universales, sangrando y purgando según las fuerzas del sujeto…

Y si la contusión con llaga tuviere cascos quebrados este caso se curará con el mismo orden dicho del Azeite Benedicto, no como aglutinante, sino como digerente hasta el término de los siete días, y desde ay en adelante con la coloradilla y nuestro ungüento capital con formación, y cada  día más ligera sin uso de instrumentos”.

Esto último es de especial importancia en las heridas con fractura del cráneo, en donde dice que los llamados ‘instrumentos ferrales’ no deben ser usados porque pueden perforar las meninges. Su descripción es muy detallada, tanto en la clínica como en la técnica del tratamiento, así como es extenso el análisis de los muy diversos medicamentos que se han empleado en cirugía y que el autor reduce a unos pocos verdaderamente útiles como el vino tibio y el aceyte Benedicto anteriormente mencionado.

Hacia 1584 Hidalgo de Agüero hizo imprimir unos Avisos en los que señala las ventajas de la vía particular contra la común. Tales opiniones fueron discutidas por un excelente traumatólogo cirujano de la Corte, el Licenciado Fragoso quien entabló una polémica agria, a la que contestó el doctor Hidalgo, con palabras emotivas que muestran el punto al que podían llegar las discusiones científicas entre dos eminentes cirujanos.

Dice Hidalgo: “Mi Licenciado; notísimo es a todos que el ciego que assi nació y lo está mal puede juzgar de colores, y pues assi lo estays, ¿cómo se puede sustentar lo que dezis que enseñays contra mis avisos, careciendo de todo punto de su inteligencia y genuino sentido? Abrid los ojos, que ya no podéis pretender ignorancia, pues ay cirugía distinta a la que vos sabeys”.

A esta introducción siguen 50 folios de discusiones sobre las ideas admitidas por Fragoso, en las cuales se habla con idéntica ironía y dureza a la empleada en las palabras iniciales. No sabemos cuál fue el resultado de la polémica con el Licenciado Fragoso, pero poco tiempo después aparecieron los datos estadísticos con los que Hidalgo de Agüero quiso mostrar la bondad de sus procedimientos quirúrgicos.

Dice así: “Hize regular por dicho Hospital del Cardenal, donde asientan los heridos y se han visto que el año pasado de mil y quinientos y ochenta y tres años, encontraron cuatrocientos cincuenta y seys y murieron veinte.

En dos meses que hice asentar de por si los heridos de cabeza, encontraron cincuenta y siete, y salieron sanos cincuenta y murieron siete. Y en los años en que han curado mis antecesores y yo por la común, se halla mayor número de los muertos que de los vivos”. Esta probablemente es la primera referencia estadística adecuada en la medicina del Renacimiento.

La peste que asoló a Europa en el siglo XIV continuó presentando brotes esporádicos temibles hasta comienzos del siglo XVII y fue especialmente virulenta entre los años 1597 y 1604 cuando en España causó más de seiscientas mil muertes.

La literatura médica renacentista produjo 47 obras que trataban exclusivamente de la enfermedad, pero en casi todos los libros de estudio no faltaban capítulos dedicados a su descripción y a los débiles esfuerzos para controlarla. Hidalgo de Agüero en un capítulo de su obra la analiza con cierta extensión.

Tomo de él solo un párrafo angustiado que dice así: “También no ha faltado quien ha dicho y aun reducido a question, que pues el linaje humano suele ser asaltado y combatido de tres furias, como guerra, hambre y peste, que cual sea la mayor destas.

Y aunque traen no pocas para probar, unos la guerra, otros la hambre y otros la peste, siempre ha vencido el que defiende y tiene a la peste por mayor, pues se ve que la guerra se puede defender con trincheras, fossos o murallas o dándole a partido.

Y del hambre también se sabe que se pueden librar con legumbres que ay en las huertas, o con yerbas o raíces que no faltan en las montañas; solo de la peste no se puede librar, por estar el aire inficionado, y tener necesidad dél para la vida por la respiración y refresco del corazón; y también por huir el padre del hijo, y el hijo del padre, assi a mi parecer se debe tener que solo la peste mereció ser la mayor de las tres furias”.

Pero además de la peste, los médicos renacentistas se vieron enfrentados a distintas “fiebres pestilentes” con características peculiares realmente nuevas y tuvieron que afrontar la expansión desconcertante de la sífilis epidémica o morbus gallicus, incluida por Luis Lobera en el grupo de las “cuatro enfermedades cortesanas”.

Esta enfermedad es descrita en diversos capítulos del libro de Hidalgo de Agüero, quien además de preocuparse por tratar de establecer sus orígenes, señala claramente las vías de contagio y se detiene en el tratamiento, que en esa época se llevaban a cabo mediante la ingestión de infusiones de la madera del guayacán, pulverizada, macerada y largamente hervida, que se importaba, al igual que la enfermedad, de los nuevos territorios americanos.

El tratamiento se asociaba a fumigaciones con los vapores que desprende el cinabrio puesto en braseros, dentro de estufas de las que solo emergía la cabeza del paciente. Era tan apreciado el palo de guayaco que su alabanza, escrita por Cristóbal de Cantillego se iniciaba con la siguiente invocación:

“Guayaco si tu me sanas
y sacas de estas pendencias
contaré tus excelencias
y virtudes soberanas’:

y termina con esta alusión a la situación en que el autor dice encontrarse:

“O guayaco:
enemigo del dios Baca
y de Venus y Cupido,
tu esperanza me ha traido
a estar contento de flaco.
Mira que estoy encerrado,
en una estufa metido,
de amores arrepentido
de los tuyos confiado.
Pan y pasas,
seis o siete onzas escasas,
es la tasa la más larga,
agua caliente y amarga,
y una cama en que me asas’:

El renombre de don Bartolomé Hidalgo de Agüero y su prestigio como profesional de la medicina, se alcanzó en su época merced a circunstancias dolorosas de la casa Real. Hacia 1562, la tranquilidad de Felipe II y de su reino se vio perturbada por la gravísima enfermedad de don Carlos, heredero de la Corona Española.

El joven príncipe contaba a la sazón 16 años. Los relatos de la época nos la describen como “deforme, infeliz, deprimido unas veces y exaltado otras, afectuoso con los pocos que queria y peligroso para los muchos que odiaba, incapaz de realizar cualquier esfuerzo continuado y organizado”.

El Embajador austriaco Diefrischstein decía: “su rostro nada tiene de los Habsburgo; el pecho es mezquino y tiene una joroba en la parte baja de la espalda, el hombro derecho es más bajo que el otro, su voz es chillona y tartamudeante” y concluía que el cerebro del príncipe no era completamente normal.

Era por otra parte infinitamente curioso y hacía constantemente preguntas como un niño, sin discernimiento y sin fin. Padecía además de frecuentes fiebres tercianas y cuartanas, y era según las crónicas infinitamente sádico.

En la noche del 19 al 20 de abril de 1562, al parecer herido en su amor propio por observaciones que hacían sobre su impotencia, se propuso enamorar a la hija de uno de los porteros de palacio, muchacha que respondía al nombre de María de Garcitas, con tan mala fortuna que al bajar con poco tiento una escalera cuyo quinto escalón estaba estropeado, se desplomó en la oscuridad dando un grito y se golpeó fuertemente la cabeza contra una puerta cerrada.

La herida no parecía en un comienzo grave y así lo pensó Daza  Chacón, su médico de cabecera y el doctor Olivares, médico también de la corte, quienes se limitaron a sangrarlo dos veces y a acostarlo. A los pocos días hizo su aparición la fiebre y se presentó una especie de erisipela que le invadía la cara, las orejas y el cuello hasta el pecho y los brazos; se paralizó la pierna derecha y el príncipe comenzó a delirar.

El primero de mayo, nueve médicos vigilaban de cerca al príncipe enfermo, entre ellos el famoso Andrés Vesalio quien había llegado de Roma y se desempeñaba como médico de la corte española. Vesalio habría de morir de hambre dos años después en un islote del mediterráneo oriental, a donde llegó a nado después de naufragar el barco en que viajaba en 1564. (Figura 13).

Andres Vesalio

Fueron nueve los médicos del príncipe y cincuenta las juntas médicas que se celebraron. El rey asistió a catorce de ellas. De acuerdo, a la tradición de Castilla, el rey se sentaba en el centro con todos los Grandes de España detrás, el duque de Alba a la derecha y don García de Toledo quien actuaba como maestro de ceremonia a la izquierda.

Al frente se colocaban en media luna los médicos, que eran Hamados uno a uno por don García para exponer sus opiniones y las razones en las que las fundaban.

El dos de mayo, el rey envió con carácter urgente cartas a los clérigos de todos los santuarios famosos de España, como Monserrat, Guadalupe y Zaragosa “pidiéndoles que imploraran en favor de Dios Nuestro Señor y la intercesión de su Santa Madre para que devuelvan la salud a mi hijo”, pero a pesar de todos los ruegos, hacia el 9 de mayo, don Carlos parecía un cadáver; solo le quedaba un vestigio de pulso y los médicos estaban de acuerdo en que apenas viviría unas horas.

Se llamó a la corte a un curandero morisco llamado Pinte rete quien poseía un par de ungüentos, que después de aplicados no produjeron ninguna mejoría. Finalmente llegó a palacio un grupo de monjes franciscanos que traían envuelta en un sayal oscuro la momia de un fraile fallecido cien años atrás en Alcalá de Henares y que a pesar del tiempo transcurrido “aun despedía un suave olor”.

La momia fue colocada en la cama del príncipe, que no estaba más inmóvil ni parecía más muerto que el cadáver.

Simultáneamente, los médicos se decidieron por tratarlo de acuerdo al procedimiento de Hidalgo de Agüero, a instancias de Daza Chacón. Se limpió entonces cuidadosamente fa herida con vino tibio, se aplicó un linimento seco en la cabeza y se utilizaron cantidades generosas de manteca lavada en agua de rosas y betónica.

A las nueve, dice Daza Chacón en su relato, “el médico portugués comenzó a usar el trépano y después el Duque de Alba me ordenó que lo hiciera yo; seguí trepanando y encontré el cráneo blanco y recio y comenzaron a salir de la porosidad del hueso gotas pequeñas de sangre muy encarnada y suspendí la trepanación”.

El cirujano había procedido de acuerdo a la técnica que describe Hidalgo de Agüero en la siguiente forma: “Primero que los accidentes aparezcan, conviene legrando raer la primera lámina o diploa, o tabla y la antrosidad hasta la vítrea que es la última superficie de la segunda tabla y allí parar, porque en la vítrea se han de conocer y contemplar tres cosas: La primera si está blanca. La segunda si está de color de sangre.

La tercera si está lívida o negra totalmente; y si estuviere blanca está natural y no demanda perforación ni tiene cosa debajo de sí que ofenda las membranas, y si estuviere rubra o lívida o negra entonces se ha de perforar hasta la dura mater porque allí está o sangre o sanies”.

Se continuó enseguida la limpieza de la herida con vino tibio y la salud del príncipe comenzó a mejorar. El Duque de Alba, que como soldado que era “no se acostó ni se mudó durante semanas enteras hasta que pasó la crisis”, se dio entonces el lujo de reposar sobre una silla. (Figura 14).

Duque de Alba

El 17 de julio la herida estaba ya cicatrizada. Un alma piadosa había retirado la momia de entre las sábanas en los momentos en que el príncipe recobraba el conocimiento y decía a los que le rodeaban que había visto un fraile franciscano delante de él con un crucifijo en la mano hecho de dos cañas atadas por una cinta verde.

Pensando que era San Francisco le había hablado, y dice Daza Chacón “no se acuerda de lo  que respondió más sí que 10 consoló y dijo que no moriría de ese mal. Pero a pesar de la mejoría, según lo señala el historiador Carrera “la voluntad del príncipe quedó menos sujeta a la razón y menos compatible con la de su padre”.

Su inestabilidad mental y emocional que eran evidentes lo pusieron a merced de los conspiradores protestantes flamencos por entonces bajo el dominio español. Su padre se vio obligado a encerrarle como prisionero en una torre durante algún tiempo y allí falleció por muerte natural o por intervención directa de Felipe I1, a las cuatro de la tarde de la víspera de Santiago, el 24 de julio, el mismo día en que él había dicho que sería el último de su vida. Tenía 23 años y dieciséis días.

Los eruditos, están de acuerdo en que la momia del franciscano nada tuvo que ver con la curación del príncipe de Asturias y que solo sirvió para añadir un rasgo terrible de medievalismo a la escena. Las opiniones de los médicos se dividen.

El doctor Olivares sostuvo que aunque concediendo algo a la intercesión del fraile momificado y a las oraciones de los justos, el restablecimiento del príncipe se debió principalmente a la habilidad de los médicos.

Daza Chacón opina que aunque el tratamiento de los médicos coadyuvó en la curación, fue principalmente el factor sobrenatural de la ayuda de Dios y de las oraciones del pueblo español el que logró la mejoría. Sea de ello lo que fuere, el hecho es que poco después, Felipe II pidió la canonización del fraile franciscano.

Don Carlos no vivió para ver el acontecimiento. Su padre después de apoyar la causa durante los reinados de tres pontífices, tuvo la satisfacción de saber que el Papa Sixto X, “con aprobación unánime de todos los cardenales y el aplauso del mundo cristiano, había elevado al humilde monje a los altares de la Iglesia con el nombre de San Didacus, honrado por la Iglesia universal el 13 de noviembre, acontecimiento que fue conmemorado dando a un pueblo de California el nombre de San Diego.

Dos siglos después, en 1787, Friedrich Schiller inmortaliza la figura del príncipe en un drama histórico cuyo tema central es la rivalidad entre el padre y el hijo, al parecer rigurosamente histórica. Felipe se había desposado por tercera vez con Isabel de Valois, princesa francesa que inicialmente era la prometida de su hijo.

Schiller utilizó el tema para expresar sus conceptos de libertad personal y política a través del personaje central de la obra, el marqués de Posa, que toma el papel del príncipe y clama por la libertad del pensamiento de la región flamenca oprimida por la Inquisición, en uno de los pasajes más memorables de la literatura dramática alemana.

El tema de Schiller fue llevado después magistralmente a la música por Giuseppe Verdi en la ópera Don Carlos estrenada en París el 11 de marzo de 1867.

Son entonces los románticos, Schiller en la literatura y Verdi en la música quienes finalmente se encargan de rescatar la figura del príncipe Carlos de tan pobre y triste significación histórica, a través de la magia y del genio inmortal que los caracterizaron.

Hemos llegado ya al final de la visión panorámica de la medicina del Renacimiento español, que me propuse presentarles gracias a la figura médica estelar de esa época, el doctor Hidalgo de Agüero. Agradezco a ustedes con toda sinceridad la paciencia y benevolencia que tuvieron al escucharme y aspiro haber podido trasmitirles siquiera una parte del inmenso placer que yo he tenido al estudiar la vida, la obra y la interesante etapa histórica en que trascurrió la existencia de don Bartolomé Hidalgo de Agüero.

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